Triste mi papá, triste mi mamá.

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“Triste mi papá, triste mi mamá… y triste el que está debajo de la cama”, me dijo Rosa en forma sarcástica, llena de celos. Estábamos en un cuarto de hotel, en donde habíamos pasado toda la tarde de ese domingo, como casi todos los domingos. Momentos antes la pasión nos había consumido en un fuego que habíamos sofocado con gran placer. Me agasajé con su boca, labios y lengua; disfruté sus pechos, tan exquisitos; degusté su vagina y clítoris hasta hacerle alcanzar un intenso y abundante orgasmo que le hizo emitir expresiones que denotaron el placer que había sentido, e inmediatamente que la hice que se viniera la penetré. Mi falo entró en esa cueva por un camino que bien conocía, y llegó su cabeza hasta lo más profundo de su intimidad haciendo que ambos alcanzáramos el clímax, el primero para mí de esa tarde y el segundo para Rosa.

Pasado ese momento de paroxismo permanecimos abrazados. ¡Yo quería a esa bella y distinguida, elegante mujer de 36 años, con gran intensidad, con el arrebato de mis 22 años! Seis meses teníamos ya de ser amantes. Ella era divorciada y tenía una hija pequeña, y yo… simplemente era soltero y sin compromiso.

– No tienes por qué ponerte celosa, mi amor; dicen que lo que no es en tu año no es en tu daño – le expresé, usando una manida frase muy conocida.

Después del intenso momento pasional que acabábamos de vivir, dentro de la conversación habida entre nosotros, Rosa hizo referencia a Andrea, una mujer que 4 años atrás había sido mi amante por unos 10 meses, y de lo cual se había enterado, en esa época, por su hermana Magda, la que le había contado con detalles esa aventura habida en mi vida. Cuando eso ocurrió yo no conocía a Rosa. En forma fugaz mi mente se remontó a 4 años atrás. Yo era estudiante de una vocacional del Politécnico de México. Entonces, como ahora, mi cuerpo pedía a gritos una mujer con quien satisfacer las ansias que frecuentemente me acometían. Andrea era una guapa mujer de 30 años, “arrejuntada” con un hombre para quien era “el segundo frente” y tenía 2 hijas; pero lo más trascendente de ella es que por las noches se ganaba el sustento en un Cabaretucho, “solamente bailando”, como decía ella. Yo era casi un adolescente, quizás inexperto en las artes del amor, pero no tonto. Estaba seguro que Andrea además de beber licor y bailar con sus clientes en ese antro, también salía con ellos a vender su cuerpo. Andrea vivía en el mismo edificio que yo, y ahí todos sabíamos que así se ganaba la vida.

Una amiga de Andrea hizo en su departamento, ubicado en otro edificio a 5 calles de donde nosotros vivíamos, una pequeña fiesta con motivo de su cumpleaños. Yo fui invitado a esa reunión, y bailé con Andrea. Ella en cierto momento pegó más su cuerpo al mío, quizás como producto de la costumbre por su actividad nocturna. Yo, ganoso como estaba, reaccioné a eso involuntariamente con una erección que Andrea sintió en su vientre, y más se juntó a mí; su mano izquierda empezó a acariciar mi espalda, y después acercó su cara a la mía. Más claro ni el agua. Yo estaba deseoso de una mujer a la que no tuviera que pagarle para tener relaciones conmigo; ya estaba cansado de tener que ir cada cierto tiempo por el rumbo de la Plaza de Garibaldi, a desembolsar mis exiguos recursos económicos para acostarme fugazmente con alguna de las suripantas que pululaban por ahí; Andrea quería un hombre distinto de los que trataba en el cabaretucho, y también del tipo que le dedicaba una pocas horas a la semana porque su obligación principal estaba con su esposa. Que Andrea también era una meretriz, ¿y eso qué? No la quería para casarme con ella sino para coger, simple y sencillamente. Al finalizar la fiesta en unión de otras 4 personas que habían ido con nosotros regresamos al edificio en que vivíamos. Di las “Buenas Noches” a todos y me retiré a mi cuarto, pero no tenía la intención de dormir todavía. Yo quería coger, estaba excitado por los tallones que le había dado a Andrea con mi pene, y esa noche era mi noche. Pasados unos minutos me dirigí al baño colectivo, que quedaba puerta con puerta frente al cuarto de Andrea. Ella al sentir mis pasos entreabrió la puerta de su vivienda y simplemente acabé de abrir.

– Sabía que vendrías, te estaba esperando – me dijo ella.

En una de las 2 camas habidas ahí dormían sus hijas. Me senté junto a ella en la otra cama y la abracé, besándola con muchas ganas. Yo era algo tímido, pero esa ocasión me olvidé de mi timidez. Desabroché su blusa y después el sostén, surgiendo ante mí sus dos senos, sobre los cuales me abalancé. Los comí con gran deseo; mordí moderadamente sus pezones, y noté que Andrea estaba disfrutando, ella que indudablemente estaba habituada a entregarse a los hombres. Levanté su falda y la visión de su pantaleta despertó más la lujuria que había en mí. Procedí a despojarla de esa prenda, y por fin, ahí estaba frente a mí esa cosita, pequeña, peluda, que parecía sonreírme con su abertura. No perdí el tiempo. Empecé a bajarme el pantalón y Andrea hizo la otra parte, deslizando hacia mis piernas el calzoncillo. Apareció mi amigo, deseoso de presentar batalla. Lo ubiqué en la entrada de la vagina de Andrea y lo empujé hacia su interior, pero no lo metí todo, únicamente la puntita, y lo saqué todo de inmediato; volví a meterlo exactamente igual, unos cuantos centímetros, y de nuevo para afuera, así unas 5 veces, hasta que ella protestó:

– ¡Ya mételo, no seas malo; clávamelo sin piedad!

Y así lo hice; para ese momento los dos estábamos a punto de venirnos, lo cual alcanzamos juntos. Nuestro aliento estaba agitado. Nuestras bocas volvieron a buscarse, los dientes de ambos a chocar unos contra otros, las lenguas a entenderse entre ellas. Pasados unos minutos ella deslizó su cuerpo hacia mi vientre y su boca buscó mi pene, y se lo tragó todo. Le hizo arrumacos, subió y bajó la piel que cubría la cabeza, y empezó a platicarle;

– Mi niño, mi niño – le decía.

Volvimos a hacerlo antes de que yo retornara a mi cuarto. Andrea fue en verdad mi maestra del amor. Durante el tiempo que fuimos amantes me enseñó muchas cosas: a satisfacernos mutuamente en un 69, a tener sexo anal.

– Mi amiga Alicia, cuando tiene su regla, su viejo le da caña por el culito – me dijo un día.

Y yo pensé: “Si él lo hace así, ¿yo por qué no?”, y le di a Andrea su caña por el anito, sin esperarnos a que tuviera su menstruación. Pero dicen que “tanto va el cántaro al agua hasta que se rompe” y alguien del edificio advirtió a César, el querido de Andrea y padre de su hija más chica.

Una madrugada, después de dos horas de sexo, estaba yo vistiéndome para salir de ahí con rumbo a mi cuarto cuando sentimos que alguien trataba de abrir la puerta del cuarto de Andrea.

– ¿Qué pasó? – preguntó ella.

– Soy yo, déjame entrar – se escuchó la voz de César.

– Un momento – contestó ella.

Yo estaba realmente asustado. El querido de Andrea era alto, delgado, indudablemente más fuerte que yo. No había otra solución: me metí debajo de la cama en la que estábamos, y para eso pasaron algunos minutos, porque tuve que mover algunas cajas que habían ahí. El hombre entró reclamándole que por qué no abría, ella le contestó que porque estaba dormida y tuvo que vestirse. César se acostó junto a Andrea, pero indudablemente sabía que había alguien debajo de él. En el piso, donde estaba yo tendido, temblaba, presentía que no saldría bien librado de ese cuarto. Unos cuantos minutos después su mujer le dijo que le dolía la cabeza, que le fuera a comprar unas pastillas en la farmacia que estaba a dos cuadras de ahí. Le costó convencerlo, pero finalmente accedió. Abrió la puerta y salió, y yo empecé a salir de debajo de la cama; en la otra cama, las niñas ya habían despertado. Estaba ya casi fuera cuando se escucharon pisadas fuertes de alguien que corría hacia la vivienda de Andrea, y para adentro otra vez, con gran precipitación.

– ¿Qué pasó? – le preguntó Andrea.

– Vine a ver si no se te ofrecía algo más – respondió César.

– ¡No hombre; por favor tráeme las pastillas!

César se retiró y yo salí de donde estaba, dispuesto a que si regresaba y me encontraba ahí, afrontar lo que viniera. Por fortuna el hombre, a sabiendas de lo que ocurría, fue por las pastillas y yo pude llegar sano y salvo a mi cuarto.

Todavía nuestro romance duró 6 meses más, pero ya no volvimos a vernos en su cuarto, sino en algún hotel baratón, a veces iba a verla al cabaret, e inclusive una ocasión tuve que pagar la cuota que le exigían ahí para dejarla salir, como si yo fuera un cliente. Llegado el momento César se la llevó a otro rumbo de la ciudad. Pienso que a pesar de todo era un buen hombre, porque no le pegaba ni le quitaba el poco dinero que ella ganaba.

Toda esa aventura se supo en el edificio, pero tal cosa en lugar de desprestigiarme como que hizo que aumentaran mis bonos. Años después conocí ahí a Rosa, también mucho mayor que yo, y hubo, como dicen las chicas fresa de Televisa, “química” entre nosotros desde un principio. Y ese domingo afloraron sus celos recordando mi aventura, de la que ella también tuvo conocimiento. “Triste mi papá, triste mi mamá… y triste el que está debajo de la cama”.

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