Retiro en casa de mi hermana
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Mi nombre es Rafa y estoy aquí para contaros algo que pasó hace unas semanas. Vivo en una ciudad pequeña, en el sur de España, estoy casado con una chica colombiana de mi misma edad, Rosa, y tenemos un hijo de dos años en común.
Por aquellos días había decidido dejar la coca, o eso le dije a mi esposa y a mi familia, pues la realidad es que buscaba cualquier excusa para escaparme de casa y de la vigilancia de todos ellos y meterme dos o tres gramos en el parking, dentro del coche. Todos estaban volcados en mi enésima rehabilitación y eso limitaba mucho mis movimientos, pero casi siempre conseguía distraerlos unos minutos, lo justo para que mi camello me acercara la mercancía hasta el portal de casa y poder volver a mi estado natural.
Aquella tarde Rosa se dio cuenta de que algo pasaba. Me había colado con la dosis y se me notaba demasiado. Me acorraló en un rincón. Escuché sus reprimendas, sus insultos y sus lamentos durante unos minutos pacientemente. Luego todo se torció. Entré en un estado de agresividad desmedido ante aquella situación y comencé a gritar, insultar y destrozar todo lo que se me ponía a tiro. No aguantaba más, tenía que salir de allí. Cogí 200 euros de un monedero en el que guardábamos unos ahorros para emergencias y me largué a la calle. Rosa se quedó llorando en la cocina.
Compré dos gramos de farlopa y me puse a caminar sin rumbo por la ciudad, parando de vez en cuando para esnifar un nuevo tiro. Luego, cuando cayó la noche, me fui cerca del puerto y subí a un piso de putas. Follé y esnifé con una rusa de ojos profundos como mi ruina, y cuando me quedé sin blanca, me vi otra vez en la calle, solo y sin saber qué hacer ni a dónde ir.
Después de un rato de deambular por las calles decidí volver a casa, pedir perdón a Rosa e intentar arreglar las cosas, pero, para mi sorpresa, cuando entré en casa, me encontré con que mis padres y mi hermana Lidia estaban allí, esperando a que llegara. Mi hermana era la única capaz de calmarme y aclararme las ideas. Era la pequeña, tenía 25 años y vivía en otra ciudad a 400 km de casa desde hacía ya unos meses. Había venido de visita y solo estaría hasta el día siguiente. Me sentí culpable por hacerla pasar por aquello en sus días de descanso, pero el mal ya estaba hecho.
Después del sermón de todos y cada uno de los allí presentes, Lidia me propuso irme unos días con ella y su novio a la ciudad donde vivían para cambiar de aires y aclarar mis ideas. La otra opción era quedarme en casa y aguantar las broncas de Rosa y de mis padres, además de que le debía 300 euros un gitano desde hacía una semana y no tenía dinero para pagarle, así que acepté el trato de Lidia.
Amorré la cabeza, pedí perdón y al día siguiente estaba saliendo de la ciudad con Lidia y su novio Roberto rumbo a la costa levantina.
La casa de mi hermana estaba a las afueras, era una casita alejada de todo ser pensante, con un pequeño jardín a la entrada. Cuando llegamos sus tres perros nos recibieron exaltados. Lidia estaba en el paro en ese momento, y Roberto era tatuador, así que pasaba casi todo el día fuera de casa y eso nos dejaba el tiempo y el espacio suficiente a mí y a mi hermana para poder hablar sin tapujos de todo lo sucedido.
Lidia era la mujer más fuerte que yo conocía y eso me hacía admirarla de una forma especial, aunque ella fuese la menor de los hermanos. Siempre la había visto como mi hermana pequeña, esa niña inocente a quien debía proteger a toda costa, pero irónicamente ahora era ella la que me estaba protegiendo a mí, y con el paso de los días, la fui viendo como lo que realmente era: una mujer independiente, guerrera y preciosa.
Su delicadeza conmigo, su tacto, sus abrazos… iban despertando poco a poco en mí cosas que mi cerebro bloqueaba automáticamente por miedo a materializarlos en forma de pensamiento.
Al cabo de una semana estaba más calmado. Seguía fumando hierba, pero la coca había pasado a segundo plano, aunque pensara en ella a menudo. De todas formas, estar allí, con Lidia, alejado de mi mundo, había conseguido instalar en mí una paz que no había conocido antes.
Fueron pasando los días, hasta que una noche, mientras estaba tirado en el sofá intentando combatir el insomnio, comencé a oír ruidos mudos al final del pasillo. Al principio no les di importancia, pensé que serían los perros de Lidia jugueteando en el silencio de la noche, pero al cabo de unos minutos, aquellos ruidos fueron acrecentando, haciéndose cada vez más evidentes. Esos ruidos mudos se fueron convirtiendo poco a poco en el traqueteo de una cama, el cabecero golpeando tímidamente la pared y unos gemidos ahogados que llegaban nítidos a mis oídos.
- ¡Ssshhh! Más despacio, no hagas ruido… – era Lidia, no había duda.
No podía creerlo. Mi hermanita estaba a apenas diez metros de mí follándose al capullo de mi cuñado. Nunca, ni cuando Lidia aún vivía en casa con nosotros, la había escuchado gemir ni hacer nada inapropiado. Una parte de mí sentía celos, quizá por todos esos pensamientos acumulados y reprimidos durante aquellos días, o quizás por no ser yo el que estaba allí, en aquel momento, hundiéndose en el interior de Lidia.
Comenzaron a venirme imágenes que mi cerebro había almacenado durante aquella semana: Lidia saliendo de la ducha con solo una toalla enrollada alrededor de su húmedo y suave cuerpo; Lidia paseándose por la casa en tanga, con una camiseta y sin sujetador; su culo redondo y apretado cuando se ponía de puntillas para alcanzar algo de la estantería; sus pezones duros haciéndose evidentes debajo de la blusa…
Entre aquel carrusel de imágenes volvieron con más fuerza los gemidos de Lidia, la cama chirriante, los golpes secos y certeros. Nunca usaba calzoncillos, así que rápidamente comencé a notar cómo crecía mi erección bajo el pantalón corto de pijama, que era lo único que llevaba puesto, y un calor intenso que subía desde mis huevos hasta el cerebro, achicharrándomelo por completo.
Pronto estaba totalmente empalmado y deseoso de correrme. Mi hermanita se había convertido en toda una puta y algo dentro de mí me empujaba a aquella habitación. Quería oír con todo lujo de detalles lo que estaba pasando allí dentro, así que decidí acercarme sigilosamente hacia la puerta del dormitorio, intentando no hacer ruido.
Me planté frente al dormitorio. Debía de tenerla a cuatro patas, el sonido del abdomen de mi cuñado contra el culo de Lidia llenaba todos los vasos sanguíneos de mi polla. Apenas unos centímetros dejaban entrever lo que pasaba al otro lado de la puerta. Me asomé furtivamente. No veía desnuda a mi hermana desde que éramos unos mocosos y aquella imagen es algo que jamás olvidaré. Sus grandes pechos se movían adelante y atrás con cada embestida, su boca mordía con fuerza la almohada para evitar gemir, y su culo y su coño perfectamente depilado se exhibían ante mí como un bocado delicado que jamás probaría.
Mi mano bajó directa hasta mi polla palpitante que ya había dejado escapar varias gotas de líquido preseminal al presenciar semejante escena. La agarré con fuerza y comencé a menearla con furia. De repente mi propia hermana era lo que más deseaba en el mundo, mucho más que una raya de cocaína. Me masturbé con ansia, intentando no hacer ruido. Lidia estaba a punto de llegar al orgasmo, su cuerpo de movía y se contraía como una serpiente que repta por la jungla. Era hipnótico.
De pronto Lidia se dio la vuelta, cogió a Roberto por las muñecas y lo derribó sobre el colchón. Su cara era la de una auténtica hembra viciosa, supuraba lascivia. Sin soltar a Roberto de las muñecas montó sobre su cuerpo y se dejó ensartar de una por el miembro de mi cuñado. Lidia se movía como una amazona, cada vez los gemidos eran menos disimulados, yo estaba a punto de correrme, ella también. Los latidos se aceleraban.
- ¡Córrete, perro, córrete…!
Laura estalló en un calambre eléctrico que evidenciaba el orgasmo, Roberto descargó toda su leche dentro de mi querida hermanita y yo no pude contenerme y me corrí allí mismo. Mi leche se estrelló contra la puerta del dormitorio de Lidia y comenzó a descender por ella, lenta, pegajosamente, hasta el suelo.
Cuando volví en mí, vi que Lidia se levantaba de la cama y se encaminaba a la puerta. Casi me estalla el corazón. Volví corriendo al sofá, de puntillas, lo más rápido que pude para no ser descubierto y me hice el dormido. Laura fue al baño, estuvo allí unos minutos y luego volvió al dormitorio.
El resto de la noche pasó sin novedades.
Un par de días después, durante los cuales no volví a escuchar nada, aunque pasase las noches en vela esperando repetir aquello, Lidia se despertó a eso de las diez de la mañana. Roberto había salido al trabajo hacía un par de horas. Yo estaba en el sofá, mi sitio, fumando un canuto mañanero y tomando un café para poner mi cabeza en funcionamiento.
Lidia me dio los buenos días. Traía los pezones totalmente erectos bajo la fina camiseta que apenas disimulaba su anatomía. Fue a la cocina, se preparó un café y volvió al salón para acompañarme en el desayuno.
- ¿Qué? ¿Cómo va esa cabecita loca? – se sentó frente a mí, en el otro extremo del sofá, contra el reposabrazos y con una pierna cruzada en alto, lo que exponía frente a mí de nuevo aquella rajita depilada y perfecta, evidenciada tímidamente bajo la transparencia de un tanga de encaje negro. Mi cabeza comenzó a recordar lo sucedido hacía dos noches.
- Sin más… – logré responder, casi en un carraspeo.
- Roberto hoy volverá tarde, tiene clientes hasta las 10, lo que quiere decir que seguramente no termine hasta media noche.
- Bueno… Hay que ganarse el pan, supongo.
Sorbimos nuestros cafés, yendo y viniendo en conversaciones vacías. Era como si ambos necesitáramos decirnos algo y no diéramos con las palabras adecuadas.
- ¿Qué tal con Roberto? – pregunté al fin. – ¿Estáis bien, no?
- Bueno… Tampoco te creas. Pasa mucho tiempo fuera de casa. Últimamente está como distante, ausente, no sé… Tampoco es que yo esté muy centrada tampoco.
- ¿Y eso?
- Joder, es que eres mi hermano, no sé si está bien que hablemos de esto.
- Lidia, venga, coño… Que somos mayorcitos ya para andarnos con rodeos, ¿qué pasa?
Lidia tenía las piernas cada vez más abiertas, no sé si de forma consciente o inconsciente, pero no podía despegar la mirada de aquellos labios que abrazaban la tela del tanga por ambos lados. Comencé a ponerme caliente.
- Pásame el porro, anda. Me apetece desinhibirme un poco.
Se lo alargué. Le dio un par de caladas. Soltó el humo al techo, estirándose sobre el reposabrazos del sofá. Sus piernas cada vez más abiertas, su camiseta subiendo unos centímetros para dejarme ver ese ombligo que era como el centro de mi universo en aquel momento.
- Soy una mujer, Rafa, eso lo primero. Y como tal, tengo mis necesidades. Hace meses que no me siento deseada, que no hago nada con Roberto, me tiene totalmente desatendida. No sé si se habrá buscado algún coño por ahí y por eso no quiere ni tocarme, pero es eso… Básicamente, necesito un hombre de verdad que me sacie cada vez que lo necesite.
No daba crédito a aquellas palabras, pues hacía apenas dos noches que había visto a Lidia correrse sobre la polla de Roberto. Quizás necesitaba más, quizás aquello fue algo puntual, quién sabe. Decidí seguir preguntando para sacarle más información.
- No sé, Lidia… La otra noche no se os veía muy distanciados que se diga…
- ¿Nos escuchaste?
- Claro. Ya sabes que apenas puedo dormir y las paredes son de papel.
Lidia se limitó a esbozar una sonrisa de picardía y me devolvió el porro.
- ¿Y esa sonrisa? – yo también reí, nervioso.
- Nada, nada.
- Va, di… No te hagas de rogar.
- ¿Te gustó?
- ¿Si me gustó el qué?
- Lo que viste.
- Yo no he dicho que viera nada, he dicho que os oí.
- Ya… Seguro… – Lidia dio un sorbo al café, mirándome a los ojos por encima de la taza, con cara de vicio. – Entonces, ¿por qué había una corrida en la puerta del dormitorio? ¿Fue obra de un fantasma?
Me dejó fuera de combate con aquello. No sabía dónde esconderme. Se había dado cuenta, mi hermana sabía que la había estado espiando mientras follaba con Roberto.
- Pues, no sé… Yo no he sido.
- Já… Lo que tú digas.
- Pero ese no es el tema, Lidia. Has dicho que Roberto no te satisface y la otra noche no se te veía muy insatisfecha que se diga.
- Porque estabas tú.
- ¿Cómo?
Lidia tiró un poco de su tanga de encaje negro hacia arriba. Su coño se marcaba bajo él como una alucinación preciosa de lo que en realidad se escondía bajo aquella tela y bajo sus palabras. Mi erección era cada vez más evidente. Tuve que alcanzar un cojín para tapar todo aquello que buscaba escapar del pantalón.
- Me daba morbo que me escucharas gemir, que vieras lo puta que puedo llegar a ser, y por eso busqué a Roberto para que me follara. Si no hubieras estado en casa no habría pasado nada, y aunque hubiera pasado, no creo que me hubiese corrido como lo hice.
- Lidia…
- Ni Lidia ni nada, contesta, ¿te gustó?
- Esto es surrealista.
Lidia apartó su tanga a un lado y me mostró por fin su coño de cerca. Estaba húmeda, el cálido halo que emanaba de ella llegaba hasta a mí.
- No te tapes eso, hermanito. ¿Crees que no me he dado cuenta de lo que escondes bajo el pantalón?
- Lidia, ¿qué pretendes?
- Que me folles. Que me quites esta calentura. Que me hagas tuya como sé que llevas deseando hacer desde hace mucho tiempo.
- Eso no es verd… – antes de acabar la frase Lidia ya se había sacado la camiseta, dejando sus pechos en libertad. – Joder… ¿Qué haces?
Lidia se abalanzó sobre mí y me arrebató el cojín que cubría mi erección.
- ¿Rosa tampoco te tiene satisfecho? Vamos a tener que hacer algo, ¿no crees?
Lidia agarró mi erección por encima del pantalón, la apretó, movió su mano arriba y abajo. Yo estaba petrificado, no sabía cómo reaccionar, pero sí sabía que quería aquello, lo quería como no había querido nunca nada en mi vida.
Sacó mi polla del pantalón, sin llegar a quitármelo siquiera, y se la llevó a la boca. Me lamía lentamente, de los huevos al frenillo, alrededor del glande y otra vez a los huevos.
- Hazme tu putita, cariño…
Aquellas palabras hicieron click en mi cerebro. Algo se rompió dentro de mí. La cogí del pelo y la empujé de espaldas contra el sofá. No llegué ni a bajarme los pantalones ni a quitarle el tanga, simplemente me avancé sobre ella, aparté un poco el tanga a un lado y la ensarté de una embestida, hasta el fondo. Lidia gimió, a diferencia de la otra noche, esta vez con ganas y sin cohibirse.
Me quedé dentro de ella unos segundos en los que nos miramos a los ojos con pasión ardiente. Me mordió los labios, abrió los suyos sintiendo la dureza de mi miembro en su interior y le escupí en la boca. Aquella imagen me estaba destrozando.
- ¿Así que eres una verdadera puta, eh? Ahora vas a saber lo que significa eso.
Empecé a bombear sin compasión. Lidia gemía, me pedía más, se abría cada vez más de piernas. Yo estaba totalmente drogado, esta vez de pasión y lujuria y no de coca, y entraba y salía de aquel coñito ardiente que tanto deseaba.
Lidia lamía mi oído y me decía que le diera más fuerte, que era una zorra, que necesitaba correrse, que la hiciera mía… Yo estaba a punto de estallar, iba a correrme, ella lo sabía, así que cerró sus piernas alrededor de mi cuerpo para no dejarme salir de ella y me pidió que la llenara, que le diera mi leche, que acabara dentro.
Y así fue, comencé a escupir leche como jamás la había escupido, mientras Lidia gemía en mi oído y se corría también conmigo. Noté todos sus fluidos saliendo escupidos contra mí mientras acababa de dar las últimas sacudidas antes de morir por completo entre sus piernas.
Fue un polvo exprés. Ambos estábamos extremadamente cachondos, y aquella pasión tenía que reventar por algún lado.
Estuvimos unos minutos estáticos, sin movernos, abrazados y jadeando, con mi polla aún dentro de su coñito en llamas.
Cuando recuperé el aliento, salí de su interior y la besé, lentamente, jugando con su lengua, sintiendo su saliva en mi boca. Mi rabo no había perdido la erección todavía, seguía como hacía unos minutos. De su boca pasé a su cuello, mordiendo, besando, lamiendo; luego su pecho, aquellas tetas de pezones oscuros y siempre duros que no pude pasar por alto en mi descenso a los infiernos y con los que me entretuve un largo rato, llevándomelos a la boca, mordisqueándolos, mientras mis dedos jugaban con la entrada encharcada de mi hermana. Le metí uno, dos, tres y hasta cuatro dedos que se movían por su interior como si nada. Y entonces seguí mi camino, bajé hasta su ombligo lamiendo cada centímetro de su piel, del ombligo al pubis, del pubis a sus piernas, quería dar un rodeo hasta llegar al coño, quería que esta vez el asunto durase algo más. Estuve mordisqueando sus piernas, el interior de sus muslos, sus ingles, sus labios mayores… Recuerdo ese olor a coño como si lo tuviera delante. Le quité por fin el tanga y la abrí bien de piernas. Aquello era un agujero de gusano a otra dimensión. Mi leche estaba empezando a salir, espesa, al exterior. Observé la imagen unos segundos y luego me lancé de lleno a devorar aquel manjar.
Lidia gemía, se contoneaba, me pedía que siguiera. Recuerdo el sabor de su coño macerado con el de mi esperma. Me lo tragaba todo. Lidia alcanzó el orgasmo en apenas un minuto de reloj, y mi rabo seguía listo para combatir, así que la cogí, le di la vuelta y preparé el asalto.
Apunté mi polla a la entrada de su vagina. Lidia me buscaba, a cuatro patas, para que la ensartara. Jugué con ella, quería verla desesperada, y lo conseguí. Luego ya no pude aguantar más y tuve que atravesarla por fin. La agarré del culo y empecé a destrozar a mi delicada hermanita, una y otra vez, adentro y afuera. Llevé primero un dedo a la entrada de su culo. No se quejó en absoluto, si no que comenzó a gemir con más fuerza si cabe, así que llevé dos, y luego tres. Sus gemidos aumentaban, me decía que era mi puta, que tendría que haberla follado antes… Saqué mi polla de su coño y escupí en la entrada dilatada de su ano. Luego apunté y entré en ella con suavidad, hasta llegar al fondo de su alma. Una vez dentro empecé a bombear con suavidad, pero claro, la suavidad duró lo que duró. Pronto estaba follándole el culo como si el mundo fuera a acabarse mañana y Lidia me pedía más y más duro. Su coño chorreaba flujo. Debajo de nosotros, sobre el sofá, se iba formado un charco de fluidos cada vez mayor. Lidia alcanzó el orgasmo de nuevo, y luego otra vez más, justo antes de que yo alcanzase mi límite y volviese a vaciarme dentro de mi hermanita, aunque esta vez fuese en su culo.
Caímos exhaustos sobre el sofá. Nos quedamos allí toda la mañana, desnudos, casi sin hablar, totalmente relajados e idos. El resto de días que estuve allí no comentamos nada de aquello, pero cada vez que Roberto salía por la puerta había un juego entre nosotros que siempre nos llevaba a desnudarnos y empotrarnos como auténticos animales en cualquier rincón de la casa.
Pero no todo iba a ser de color de rosa. Aquello terminó cuando tuve que volver a mi ciudad. El gitano al que debía dinero había estado en casa, había hablado con Rosa y había preguntado por mí. Tenía que volver y dar la cara, pero no tenía dinero para pagarle la coca.
Una mañana que Lidia salió a hacer unos recados y Roberto estaba en el trabajo como de costumbre, entré en la habitación de Lidia y estuve rebuscando en sus cajones. Encontré una hucha y saqué de ella unos cuantos billetes de 50 que me valieron para pagarle al gitano a mi regreso y volver a las andadas, y para perder la relación con mi hermana, pues cuando quiso echar mano de aquellos ahorros vio que la hucha estaba vacía y el único culpable era yo. No había más opciones. El mismo de siempre. El perdido.
Pero valió la pena.
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