Reencuentro con Graciela termina en sexo caliente
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La vi apenas traspuso la puerta de entrada del restaurante. Venía detrás de su hija y delante de quien fuera su primera pareja. Estaba realmente hermosa, radiante, como en los mejores momentos de nuestro reciente pasado. Su cabello se mantenía corto y bien cuidado, teñido de un rubio muy claro que daba a su rostro un matiz especial, sensual. Sus labios dibujaban una sonrisa muy leve y permanente y se veían realmente atractivos y cálidos. Su figura de casi un metro setenta, envuelta en un tapado azul, el mismo que lucía el frío día de agosto de nuestra primera vez, llamó la atención de otros comensales, masculinos y femeninos. En el momento en que los tres se detuvieron para observar el panorama y buscar ubicación en la zona de “no fumadores”, noté que Graciela, ese era su nombre, me vio y desvió rápidamente su vista para volver a mirarme enseguida, esta vez con un cierto descaro, como para que yo lo advirtiera. Ningún observador externo a la escena podría haber advertido aquel intercambio de miradas.
Hacía unos meses que habíamos dejado aquella tormentosa relación y ambos estábamos un tanto sorprendidos. Me asaltó instantáneamente la necesidad de tomar contacto con ella. Y a ella le había ocurrido lo mismo. Yo no podía hacer nada por ahora, pero ella sí lo hizo. Se adelantó al resto y buscó lugar en una mesa cercana a la que yo compartía con mis colegas entomólogos y se sentó de manera que su esposo no me viera y ella pudiera mirarme cuando lo deseara. Transcurrió más de media hora larga e interminable en la que no puso sus ojos en los míos. Por un momento temí que su ubicación en el salón y aquella furtiva primera mirada hubieran sido absolutamente casuales. Pero con Graciela, nada era casual. Esperó el momento adecuado en que su esposo le servía el helado espumante blanco en su copa para mirarme fijamente por sobre su brazo. La sonrisa fue más evidente y sugestiva esta vez. Tanto que me transportó rápidamente en el tiempo a los meses del último verano y comencé a recordar aquella hermosa, tierna y caliente historia de verdadero amor.
Repasé rápidamente muchas escenas de nuestros encuentros, en su casa, en hoteles o en algunos lugares públicos a los que concurríamos. Y me quedé pegado al recuerdo de ese mini fin de semana de febrero en que pudimos disfrutar de la tarde y noche del viernes y de casi todo el sábado. Después de almorzar hicimos el amor en su acogedora cama. Comenzamos jugando con la lencería que yo le había traído como pequeño presente por el día de San Valentín. Después nos dimos el tiempo para prodigarnos todas las caricias, en todas las partes de nuestros deseosos cuerpos. Nuestras bocas inventaron diferentes formas de lamer y chupar. Mi pene brillante por mi lubricante y su saliva, se paseó una y otra vez por su monte de venus primero y después por su hinchado clítoris. Graciela gemía de placer con ese juego y se esforzaba por ver cómo el glande húmedo de mi verga agitaba los grandes labios de su vagina y se deslizaba hacia arriba y abajo proporcionándole un placer incontenible. Yo estaba muy caliente. Estábamos muy calientes.
– Así mi amor, pásame esa pija caliente por mi clítoris. Me encanta. Cómo me calienta, amor, no dejes de pasarla, así, así, así.
Graciela abría sus piernas y levantaba sus nalgas para ofrecerme más libremente aquella concha tan mojada y caliente. Yo, arrodillado entre aquellas hermosas piernas tomaba mi pija con la mano y continuaba pasando el glande por su vulva.
– Que hermosa concha tenéis, mi vida. Adoro esa concha mi amor. Qué placer. Voy a tener un orgasmo inolvidable.
Bajé mi cabeza a su entrepierna en el mismo momento en que ella elevaba su monte de venus y abriendo sus labios vaginales con ambas manos me ofrecía aquella hermosa y mojada concha. Su clítoris de un rosado fuerte y con tintes violáceos me invitaba a chuparlo. Comencé a pasar mi lengua por los labios mayores.
– Más adentro, amor, suplicó Graciela.
Obediente introduje mi lengua en su concha tanto como pude y después, lentamente comencé a sacarla a la vez que recorría de adentro hacia afuera y de abajo hacia arriba toda su sexualidad vaginal. Gemía cada vez más profundamente y pedía más.
– Dame más, mi bicho. Quiero sentir todo el placer que tu lengua caliente me pueda dar. Quiero acabar en tu boca, mi vida.
Tomé su clítoris entre mis labios y comencé a succionarlo suavemente. Su pelvis se movía como si estuviera siendo efectivamente penetrada y comenzó a temblar de placer. En ese momento metí dos de mis dedos en su concha sin dejar de chuparle el clítoris. Su resistencia fue finalmente vencida. Un exquisito e interminable orgasmo, coronado por gritos de placer y su boca entreabierta en una expresión de infinito deseo así me lo señalaban. Seguí lamiendo aquella concha por unos segundos y luego nos besamos intensamente. Tomé mi pene erecto y caliente con la mano y lo introduje suavemente en su nido. Su orgasmo todavía se prolongaba y la penetración la enloquecía de gozo.
Comenzamos juntos un movimiento de pelvis, entrando y saliendo cada vez más rápidamente hasta que sentí que mi leche comenzaba a recorrer el camino hacia el interior de Graciela. Ambos sentimos aquel orgasmo con todos los poros de nuestro cuerpo y después de jugar unos minutos con mi pija en aquella mojada concha, nos tendimos uno al lado del otro, besándonos hasta quedar dormidos.
Volví de aquella imagen caliente y me encontré con los hermosos ojos de Graciela que seguían mirándome. Su sonrisa cómplice me hizo pensar por algún momento que estaba recordando lo mismo que yo. Un casi imperceptible guiño y su vivaz mirada me recordaron otro episodio de aquel inolvidable encuentro. Creo que fue el último de los cuatro orgasmos que nos prodigamos. Estábamos leyendo algunos relatos eróticos en la web y noté que Graciela estaba algo cachonda. Se me acercó y comenzó a acariciar con su mano izquierda mi cuello y cabellos mientras yo leía. Su mano derecha se había deslizado hacia su entrepierna y tocaba sus zonas eróticas. Se estaba masturbando. Lo hacía con suavidad pero sin detenerse y mordía el labio inferior de su boca mostrando claramente que estaba gozando con aquella paja. Por encima de su cuerpo estiré mi mano derecha y alcancé sin dificultades su vulva que ya estaba totalmente mojada por efectos de la imaginación y el roce de sus dedos. Metí dos de los míos en la vagina dejando que ella siguiera con su clítoris. Su placer parecía ser infinito. Su mano izquierda dejó mi cuello y se posó sobre mi verga erecta y húmeda. La sacó del pantalón y la puso dulcemente en su boca sin dejar por un instante de masturbarse con mis dos dedos en su vagina. Esa imagen me perseguirá por siempre. La calentura me nacía en los pies y me recorría por entero hasta la punta de mis cabellos. Suavemente nos levantamos de nuestros asientos y caminamos hacia la mesa del comedor sobre la que se sentó de un brinco hacia atrás. Se acostó sobre la mesa y quedó expuesta de tal manera que su concha asomaba por el costado de su diminuta tanga. Muy mojada y caliente. Otra vez practicamos su juego preferido. Primero mi boca en su concha y luego el glande de mi pene sobre su clítoris hirviente. Subiendo y bajando, una y otra vez y arrancando a su paso tremendos gemidos de placer.
– Amor, cojeme como a mi me gusta, como vos sabéis que me vuelvo loco – le dije.
– Si mi amor, voy a cojerte así, para que no te olvides nunca de este polvo y de todos los que tendremos.
Y diciendo esto apoyó sus pies sobre la mesa encogiendo las piernas y levantando su pelvis. Puse el glande de mi pija sobre la vulva casi chorreante y lo introduje lentamente. Graciela comenzó a imprimir a su cuerpo un movimiento circular que parecía confluir todo sobre la cabeza de mi pene. Aquello era sencillamente maravilloso. Y el placer obviamente indescriptible. Cuando el orgasmo era inevitable para ambos, introduje toda la longitud de mi pija en su concha y apoyé, como solía hacerlo, mi pulgar sobre su clítoris. Acabamos juntos en un indescriptible concierto de gemidos de placer. Mi pulgar sobre su clítoris prolongó su goce por algunos minutos más.
Apostaría que en ese momento, en el restaurante, ella también estaba saboreando el recuerdo de aquel exquisito orgasmo. Y estaría completamente mojada y deseando ser penetrada por mi verga. Entonces ocurrió lo que yo esperaba. Sin dejar de mirarme acercó la boca al oído de su esposo y leí en el movimiento de sus labios “Voy al baño, ya vuelvo”. Esperé a que llagara al sector de los baños. Había un ante-baño común a ambos sexos y pensé en esperarla allí hasta que saliera para cambiar algunas palabras. Había amado y amaba todavía tanto a aquella mujer que no temía a nada, ni al ridículo, ni al rechazo, ni al esposo. Estaba dispuesto a correr todos los riesgos por tenerla unos segundos cerca. Grande fue mi sorpresa cuando llegué al ante-baño. Ella estaba esperándome. Me temblaban las piernas. Me tendió una mano y tomando la mía me introdujo en el baño de damas.
– ¿Cómo estás, bicho mío? – me dijo.
Y sin esperar respuesta me tomó del rostro y poniendo su boca muy cerca de la mía y nariz con nariz me dijo:
– Apuesto que muy caliente ¿no?. Me di cuenta que teníamos unos cinco minutos para decirnos y hacernos lo que quisiéramos.
Ambos estábamos dispuestos a correr los riesgos que fuera por aquellos cinco minutos. Creo que mi verga se paró mientras caminaba hacia el baño. Lo cierto es que Graciela no tardó en encontrarla, dura y mojada y liberarla por mi bragueta para meterla con ansias en su boca. La sentí fría por el espumante helado y eso me calentó más todavía. La introdujo hasta su garganta, como tantas veces lo había hecho, mientras miraba mi cara de sorpresa y placer infinito. La chupó con vehemencia durante no más de un minuto mientras con una mano la aprisionaba y con la otra liberaba sus pechos.
– Chupame las tetas como lo hacías antes, mi amo r- dijo levantándose de su posición de cuclillas.
Chupé aquellas tetas con la fuerza del deseo y del cariño profundo que todavía sentía por aquella hermosa mujer. Metí una mano bajo su estrecha falda y comencé a bajar su tanga. La bajé un poco y metí mis dedos en su casi chorreante vagina. Gimió de placer como sólo ella lo hacía. Tal vez el apuro del reloj o la incontrolable calentura que nos envolvía a ambos en aquel momento, la llevó a tomar mi verga y ponerla en la puerta de su concha. Casi sin empujar, mi pija se introdujo totalmente llevada por sus jugos y los míos. Una vez que fue penetrada hasta el fondo, Graciela se tomó de mi cuello y puso sus nalgas en mi cintura moviendo su pelvis frenéticamente. Nuestras bocas se buscaban como si esa fuera la última vez que se besarían. Nos dimos todo. Nos amamos tan fugaz como profundamente. En aquellos pocos pero calientes minutos nos dimos cuenta que jamás deberíamos habernos separado. El orgasmo nos alcanzó a ambos en el mismo instante. Nos fundimos como si fuéramos un solo cuerpo, gimiendo de placer, gozando con cada centímetro cuadrado de nuestra piel. Nos miramos profundamente en silencio. Arreglamos nuestras ropas. Graciela intentó reponer su maquillaje mientras yo regresaba a mi mesa con una sonrisa de satisfacción y placer. Cuando ella llegara a su casa, encontraría en el bolsillo de su tapado azul, una tarjeta con el número de mi nuevo celular. Y mi perfume que tanto la excita.
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