Pecados que no se confiesan
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Julieta era el tipo de mujer que desafiaba los límites de lo permitido sin necesidad de decir una sola palabra. Su andar, su manera de mirar, el modo en que se acomodaba el cabello rubio o cruzaba las piernas… todo en ella parecía estar pensado para provocar. Tenía entre treinta y cuarenta años, un cuerpo trabajado, sin excesos, con marcadas curvas naturales que no necesitaban retoques. Era de esas mujeres que parecen saber desde siempre que el deseo ajeno es una fuente de poder.
Franco, su marido, la miraba con orgullo y con lujuria. Sabía que Julieta era deseada por todos los hombres del barrio, y lejos de molestarlo, eso lo excitaba. Lo encendía verla tomar sol en el patio trasero, completamente depilada, con apenas una tanga más que osada y los pezones desafiantes al sol. Ella lo sabía, claro que lo sabía, y lo hacía con esa mezcla de inocencia fingida y provocación que volvía loco a cualquiera.
Vivían en un barrio tradicional, de casas bajas, donde todos se conocían y las miradas no se disimulaban tanto como las palabras. Las mujeres la miraban con recelo; los hombres, con deseo. Julieta jugaba con eso. Le gustaba salir a regar las plantas con una musculosa sin sostén, o agacharse de más cuando barría la vereda. Todo formaba parte de un juego que ella dominaba a la perfección.
Pero lo que nadie sabía, ni siquiera Franco del todo, era que Julieta se excitaba más sabiendo que era observada que por el propio contacto. Le gustaba imaginar cuántos se masturbaban pensando en ella. Le gustaba sentir el peso de las miradas cuando se inclinaba para buscar algo en el baúl del auto. Y por las noches, cuando Franco la tomaba con fuerza y ella gemía su nombre, también pensaba en los ojos de aquel vecino indiscreto que se quedaba más tiempo de lo normal podando el cerco ante su presencia.
El sexo entre ellos era intenso, frecuente, y sin tabúes. A Julieta le encantaba sentirse tomada, sometida suavemente, especialmente cuando Franco la poseía por detrás, un acto que se había vuelto casi un ritual. Decían que era por evitar quedar embarazada, que odiaban las pastillas anticonceptivas, tanto como los preservativos, pero ambos sabían que era mucho más que eso: era el símbolo de su entrega, de su confianza, y también de su deseo por romper con lo convencional.
La historia apenas comenzaba, pero ya ardía en silencio, en cada mirada, en cada gesto calculado. Y en el fondo, Julieta también sabía que los verdaderos pecados no eran los que se cometían… sino los que jamás se confesaban.
Todo cambió una tarde de verano, cuando una camioneta vieja y cargada hasta el techo se estacionó frente a la casa contigua. De ella bajó un hombre de unos cuarenta años, piel curtida por el sol, barba de varios días y una sonrisa descarada que parecía prometer problemas. No tardó en correrse el rumor: era un tipo solitario, mujeriego, nómade. Alguien que tomaba trabajos al azar, sin demasiado apego por nada ni por nadie. Nadie sabía cuánto tiempo pensaba quedarse, pero por ahora, había alquilado la casa justo al lado de la de Julieta y Franco.
La medianera que separaba ambas propiedades era delgada, apenas un muro que no alcanzaba a contener los secretos de un matrimonio tan ruidoso como el de los vecinos. Y él lo descubrió la primera noche. Cuando, acostado en su cama con la ventana abierta por el calor, empezó a oír los gemidos de ella, no eran simples gemidos, eran gritos ahogados de placer, susurros cargados de lujuria, el golpeteo rítmico de un colchón que se rendía al vaivén de cuerpos desatados.
Al principio se quedó quieto, inmóvil, con la respiración contenida, pero pronto su mano bajó sola, como movida por un instinto básico. La imagen de esa mujer —a la que ya había visto regar en ropa mínima y moverse con esa sensualidad natural— se volvió irresistible. Cerró los ojos y dejó que su imaginación hiciera el resto: ella, desnuda, arqueando la espalda, montando a su marido con una sonrisa de diosa impune.
Desde entonces, las noches se volvieron un ritual. Se recostaba temprano, en silencio, esperando que comenzara el espectáculo del otro lado de la pared, a veces eran rápidos, a veces interminables, a veces ella gritaba con desesperación; otras, apenas se oía su respiración agitada. Pero él siempre estaba ahí, atento, duro como una piedra, masturbándose con furia, sintiéndose parte de algo prohibido.
Y lo peor, o lo mejor, era que empezaba a convencerse de que Julieta sabía que la escuchaban. Que lo hacía a propósito. Que gemía más fuerte, que gritaba más sucio, que se movía con más descaro… como si le hablara a él.
Julieta transformaría a su vecino en un espía casi privilegiado en esas mañanas de asoleo donde ella se dejaba caer en la lona de playa, sobre el césped, bajo el sol radiante, casi desnuda, prefiriendo casi siempre boca abajo, para untarse con una parsimonia desmedida los glúteos y las piernas con algún aceite para broncearse, fingiendo no saber que él estaba, pero asegurándose de que estuviera
Y el vecino jugaba el juego, buscando cualquier excusa para estar en el fondo de la casa, arreglando el alero, cortando el césped, cualquier pretexto era bueno para sentir una erección entre las piernas por las curvas de su vecina
Y por su parte, levantando la apuesta, él se volvía cada vez más descarado. A veces salía al patio casi desnudo, fingiendo que se duchaba al aire libre con una manguera. Otras veces también salía a tomar sol, y a veces era directo, improvisando charlas de cualquier tipo, a los que ella siempre respondía desde el otro lado del cerco
Julieta jamás se sentía incómoda, como cualquier mujer se hubiera sentido al mostrarse casi desnuda frente a un extraño, a ella se le hacía caliente, deseoso, con sabor a pecado y solo las cosas se iban dando
Franco era consciente de la situación, como todo se cocinaba a fuego lento y muchas veces él observaba desde las sombras, no le enfadaba, por el contrario, lo excitaba saber que su mujer era tentación de otro, y que su mujer tuviera ojos para otro, solo le daba una doble sensación, contrapuestas, un retorcijo en el estómago, un retorcijo entre sus piernas
Y alguna vez Franco decidió pasar límites, tomó su celular, y le escribió al vecino, directo, sin vueltas, sobre si le gustaba lo que veía y si quería alguna foto un poco más íntima, también le dejó saber que ella estaba al tanto de todo y que podría escribirle a su celular directamente. EL vecino no tardó en responder, y también fue directo, preguntándole si a el le gustaba que su mujer se anduviera mostrando como si nada
Y así empezarían intercambios más profundos, ella le mandaría esas fotos que no se mandan, al menos que quieras ir más lejos de lo que se debe ir, casuales, su cola en tanga bajo el sol, sus pechos cubiertos con una copa de vino, sus labios envolviendo un cigarro, a veces eran solo palabras a los cual el también respondía, una foto de su mano acariciando su abdomen, unas palabra en tonos burdos , un audio acabando sin decir su nombre… pero claramente dedicado a ella.
Todo fue en aumento, una espiral ascendente a la locura, Julieta respondía, dejaba que la cámara de su celular quedara encendida por “accidente” cuando se duchaba. O mandaba una selfie después de una sesión con Franco, con la cara transpirada y el labial corrido. Y él entendía.
Una noche, Franco la sorprendió mirando el celular con una expresión extraña. No celosa. No preocupada. Excitada.
—¿Te calienta? —le preguntó, mientras la rodeaba con los brazos por detrás.
Ella asintió, sin culpa. Y él, mordiendo su cuello, susurró:
—Quiero que juegues más con él. Que lo vuelvas loco. Pero no lo toques todavía. Solo hacelo desearte. Como yo te deseo ahora.
Y así siguió el juego.
Más llamadas. Más gemidos compartidos. Más noches donde Julieta se masturbaba frente a la cámara mientras Franco la sujetaba por detrás, mirando. Más mensajes cargados de deseo. Pero sin contacto. Aún no.
Julieta lo sabía. El límite era delgado, casi inexistente. Todo en esa escena era una provocación: el vecino con la camisa entreabierta, la copa en la mano, la mirada fija en ella como si ya la hubiera desnudado mil veces. Franco, en silencio, con el pulso acelerado, sin saber si estaba más excitado o más aterrorizado.
Franco volvió a levantar la apuesta, una noche le dejó un mensaje, directo sin rodeos
—¿Te gustaría una video llamada? te gustaría ver como lo hacemos? nos gustaría ver como te masturbas con nosotros
La respuesta fue casi inmediata, como un acto reflejo
—Cuando quieran—
Se conectarían poco más tarde, nunca lo habían hecho, pero Julieta estaba húmeda solo por lo nuevo de la situación, el vecino estaba de lado en la cama, con su pecho desnudo y un slip negro llamativo, empezaron a jugar, ella se subió a cabalgar a su marido, prestando toda la atención a la pantalla y cuando el vecino finalmente mostró lo que traía los ojos femeninos se abrieron incrédulos, es que él cargaba algo enorme, marcado de venas y solo tragó saliva incrédula
Al otro lado, el tipo fanfarroneaba con lo que tenía y no era para menos, pero no podía dejar de tocarse en deseos, en deseos de estar ahí en lugar de Franco, haciéndole el amor a su mujer, porque es noche los gemidos tenían rostro y el orgasmo de Julieta sería más fuerte que de costumbre
Luego, apagaron los celulares y se despidieron, cada uno se recostó en su sitio, Franco apoyó su pecho en la espalda de su mujer y pronto se quedó dormido, pero ella, ella no podía pegar un ojo, aun incrédula por lo que le había visto, con deseo, con intriga, con miedo también, porque era demasiado, aun para ella
Jugaron un poco más esos juegos que no se juegan y esa noche, cuando el vecino fue invitado a cenar, todo se hizo más que evidente
Franco había preparado un pollo con papas, ella estaba muy en lo suyo, tratando de lucir más provocativa de lo que ya de por si era, el vecino llegó con una botella de vino bajo el brazo, le dio un apretón de manos a él y un beso en la mejilla a ella
La cena había sido un espectáculo de insinuaciones. Las piernas de Julieta rozando las del vecino por debajo de la mesa, sus risas coquetas, los comentarios cargados de doble sentido. Franco miraba, callaba, pero no perdía detalle. Una parte de él quería detener todo. La otra, la más oscura, la más escondida, deseaba que ocurriera.
Ella lucía un vestido demasiado corto, demasiado ajustado, dejando incluso notar las marcas de una less demasiado pequeña que se perdía en medio de sus glúteos, también era evidente que no usaba sostén y sus pezones filosos rozaban incontrolables por la tela rasada
Los juegos de palabras se mezclaban con toques casuales, ella se agacho como no sabiendo a buscar una nueva botella de vino, dejándoles ver demasiado a ambos, pero ninguno de los dos hombres dijo nada
Y entonces, el vecino hizo su jugada final.
Apoyó la copa sobre la mesa, se levantó con una sonrisa ladina y caminó hasta su chaqueta. Sacó las llaves de su departamento, volvió a la mesa y las dejó frente a Franco.
—Por si querés vivirlo desde el otro lado —dijo, mirándolo con calma—. Desde donde lo viví yo tantas noches. Solo… con el oído pegado a la pared.
Franco no respondió. Miró las llaves. Luego a Julieta. Ella no decía nada, pero su mirada ardía.
Él se levantó sin una palabra. Tomó las llaves y se fue.
Julieta se quedó con el vecino, solos, en silencio. La música sonaba suave de fondo, ella se puso de pie lentamente, caminó hasta el centro del lugar y empezó a moverse al ritmo de la música.
El vestido era una caricia sobre su cuerpo, debajo, esa tanga mínima, apenas una línea, nada de sostén, sus pezones se marcaban duros, amenazantes, bailaba para él, solo para él, cada movimiento era una promesa.
El vecino la observaba, fascinado, con una sonrisa en los labios y un deseo incontrolable en la mirada.
Y entonces, Julieta dejó caer el vestido. El se llenó con la perfección de ese cuerpo y las diminutas marcas del bronceado le resultaron irresistibles
Julieta estaba de espaldas sobre la mesa, su respiración agitada llenaba el ambiente, mezclada con el susurro apenas audible de la música que seguía sonando. El vecino la observaba como quien contempla una obra de arte, no se apuraba, no tenía necesidad. La deseaba tanto que quería saborearla con lentitud, como un manjar prohibido.
El vecino el final decidió ir por ella, pero en ese instante Julieta le puso un freno
—Espera—dijo algo compungida— hay algo que debes saber… con mi esposo lo hacemos solo por atrás, entendes? pero en tu caso, la verdad que tengo temor, tengo ganas, pero más tengo temor
Al escuchar esas palabras él no pudo creer en su maldita suerte, le estaba avisando que se había ganado la lotería, sintió latir las venas de sus sienes por la adrenalina vertida de los finos labios de su amante, cerro los puños con fuerzas y tratando de contener la locura que le invadía respondió
—Tranquila Julieta, no tienes por qué temer, lo haremos paso a paso, a tu gusto, a tu medida, dejaremos que lleves el ritmo— para luego proseguir con los juegos
Se inclinó sobre ella, y comenzó a besarle la espalda, bajando centímetro a centímetro por su columna. Sus labios eran suaves, su lengua, húmeda y decidida. Julieta se arqueaba con cada contacto, cerrando los ojos, dejándose hacer, dejando que las manos del caballero llenaran sus pechos desnudos
Cuando llegó a sus nalgas, las acarició con ambas manos, como si estuviera domando algo salvaje, terminó de desnudarla. luego las separó con suavidad, y sin aviso, su lengua recorrió el centro con un trazo lento, largo, preciso.
Julieta tembló, soltó un gemido ahogado, sorprendiéndose de sí misma.
—Sos deliciosa… —susurró él, antes de volver a lamerla, una y otra vez, con una devoción enfermiza.
Ella se sostenía de los bordes de la mesa, completamente entregada, su respiración se volvía jadeo, su piel ardía, nunca nadie la había lamido así, con tanta hambre, con tanta obsesión. Lo que antes era miedo por su tamaño, ahora era ansiedad por sentirlo dentro.
Mientras tanto, al otro lado, Franco tenía el puño apretado, su miembro erecto palpitaba contra su mano, la cabeza le iba a estallar, no escuchaba nada, no veía nada, pero lo sentía todo. Cada segundo de silencio, cada imagen que su mente creaba, lo enloquecía más que cualquier video.
Imaginaba a su esposa temblando bajo la lengua de ese hombre. Imaginaba sus suspiros, su mirada perdida, su ano húmedo, abierto, acariciado con precisión. Y lo peor era que no sabía si ella ya había cedido, si ya lo tenía adentro, si ya estaba siendo tomada como nunca. Ella estaba con alguien que lo triplicaba en tamaño y eso le provocaba tantos celos como excitación
El vecino levantó la mirada, con el rostro húmedo y el deseo a flor de piel.
—Decime qué querés, Julieta —le susurró al oído—. Decime si estás lista. Porque yo no pienso detenerme.
Ella se mordió los labios, mirándolo sobre el hombro, sus ojos brillaban con fuego. Estaba lista… pero quería más juego. Quería que esa noche quedara tatuada en su cuerpo para siempre.
La levantó de la mesa sin esfuerzo. Julieta se abrazó a su cuello, todavía jadeando, con el cuerpo vibrando tras cada lamida. Él caminó con decisión, atravesando la casa hasta llegar a su habitación. Al entrar, sonrió con malicia.
—Vamos a hacerlo acá —dijo con voz baja, grave, casi posesiva—. Quiero estar lo más cerca posible de él. Quiero que sienta que estás a un paso… pero ya no sos suya.
Julieta tragó saliva, esa idea la prendió fuego. Estaban a menos de dos metros de la pared que compartían, la misma pared desde la cual Franco solía provocar cada noche. Pero ahora, del otro lado, no solo escucharía, imaginaria, sufriría, se excitaría hasta el borde de la locura.
El vecino la arrojó con suavidad sobre la cama, boca abajo. Sus manos acariciaron nuevamente la curva perfecta de su espalda, descendiendo lentamente hasta sus caderas. Luego, la tomó con firmeza hasta dejarla en cuatro patas, con las rodillas hundidas en el colchón.
—Dios… —susurró él al ver el trasero de Julieta completamente expuesto, bronceado, firme, con esa línea clara de la tanga como una provocación imposible—. Sos una fantasía, una puta obra de arte.
Solo se quedó unos minutos inmóvil, admirando la vista privilegiada que tenía. Se agachó de nuevo, pasando su lengua con lentitud, saboreando cada centímetro con pasión. Luego, apoyó la frente en la parte baja de su espalda y suspiró, como si no pudiera creer que eso estaba ocurriendo.
Julieta se sostenía en la cama con los brazos tensos, su cuerpo temblaba, pero no de miedo, de excitación, de entrega absoluta.
Franco, en la otra casa, apenas podía respirar, estaba acostado en la cama, con el cuerpo tenso, los oídos alerta, el corazón desbocado. Cada crujido de la madera, cada sombra que pasaba por la mente, era una estocada de placer y angustia. No sabía si estaba llorando o a punto de acabarse.
Los imaginaba, su esposa, en cuatro, al vecino, adorando su culo, acercando su enorme miembro, frotándolo apenas en su entrada, a punto, siempre a punto.
Y él, a centímetros, encerrado en la incertidumbre, atrapado en su propio deseo.
El vecino se colocó detrás de Julieta, pasó su glande lentamente por su entrada, presionando apenas, no buscaba penetrarla todavía, solo quería verla retorcerse, escucharla pedirlo.
—¿Tenés idea lo hermosa que estás así? —murmuró, pasándole una mano por el cabello—. Quiero que sepas algo, Julieta… Cuando te tenga, vas a gritar tan fuerte, que él va a saber que ya es tarde.
Ella se mordió los labios, temblando, lista.
Julieta seguía en cuatro patas sobre la cama, con las piernas abiertas y la espalda arqueada como una invitación irresistible. El vecino la tenía justo ahí, expuesta, temblando, expectante, su glande acariciaba la entrada estrecha de su cuerpo, húmeda por su lengua, tibia, palpitante.
La tensión era insoportable.
—¿Estás segura? —le preguntó él, con voz baja, ronca, más animal que hombre.
Ella giró apenas el rostro, con una sonrisa encendida y los ojos brillando.
—Hace rato que no estoy tan segura de algo —le dijo—. Pero andá despacio… sos más grande de lo que imaginé, nunca estuve con algo asi
Esa frase lo enloqueció.
Colocó ambas manos en su cintura, con firmeza, y comenzó a presionar, muy lento, sintiendo cómo la resistencia cedía, milímetro a milímetro. Julieta soltó un gemido largo, gutural, entre dolor y placer. Su cuerpo se tensó, pero no se movió. Quería sentirlo todo.
Él entraba con paciencia, disfrutando cada milímetro. El calor, la presión, la entrega.
—Sos tan apretada… tan perfecta… —murmuraba con la frente apoyada en su espalda—. Nunca nadie me hizo sentir esto.
Cuando finalmente estuvo completamente dentro, se quedó quieto unos segundos, respirando agitado. Julieta temblaba bajo él, con la cara contra las sábanas, gimiendo suave, acostumbrándose al tamaño, al peso, a la enormidad que la destrozaba, al fuego que le recorría el cuerpo.
Y entonces empezó a moverse.
Primero despacio, con movimientos largos y profundos, para que cada embestida fuera un gemido inevitable. Después, fue aumentando el ritmo, marcando el compás con sus caderas, haciendo que las nalgas de Julieta rebotaran contra su pelvis.
Ella ya no podía contenerse.
—Dios… sí… así… así… —gemía, con la voz rota, rendida.
En la otra casa, Franco tenía los ojos abiertos como platos. Escuchaba los golpes sordos de la cama, los murmullos que se filtraban a través de la pared, los gemidos de su mujer, ya no eran imaginaciones, eran reales, y lo estaban matando.
Se masturbaba frenéticamente, sin vergüenza, sin pudor, cada sonido era un orgasmo contenido, sabía que ese hombre estaba dentro de Julieta, sabía que su esposa estaba siendo llenada por alguien que lo superaba en todo, yno podía parar, no quería parar.
Estaba más excitado que nunca, más rendido que nunca.
El vecino aceleró. La habitación se llenó de sus jadeos, de los gritos de Julieta, del sonido húmedo y brutal del sexo anal salvaje. La tomó del pelo, la obligó a mirarlo por el espejo de la pared, y le susurró al oído:
—Mirá cómo te cojo, Julieta. Cómo te hago mía. Mientras él escucha todo… y se masturba solo… en la oscuridad.
Y con una última estocada profunda, ambos gritaron juntos. Julieta se vino, temblando, convulsionando sobre la cama. Y él, segundos después, estalló dentro de ella, rugiendo como un animal vencido por el placer.
Franco, al otro lado, terminó también, solo, desnudo, exhausto. Su semen en el pecho, su respiración entrecortada, vacío, feliz, roto.
Y profundamente rendido a lo que acababa de pasar.
La claridad de un nuevo amanecer sorprendería a Julieta, notó que no tenia nadie a su lado, no sabía cuando se había ido, ni donde estaba, se incorporó lentamente, con un bostezo eterno, estaba casi desnuda, apenas una tanga sexi que no recordaba en que momento se la había puesto, le dolía la cabeza, seguramente por al alcohol, el desvelo y toda la noche de fiesta, también estaba adolorida por detrás, y recordó al gran hombre que la había poseído, recuerdo de una guerra reciente, no le importó, como así tampoco los moretones marcados que fue descubriendo en su cuerpo
Pasó por el baño, descalza, como se había levantado, el silencio invadía el lugar, luego fue al patio, a la reposera bajo el sol, así como estaba, su marido y su vecino ya no tenían nada por ver que no hubieran visto. Respiró profundo, como el responso del guerrero, una brisa cálida acariciaba sus pezones desnudos y eso le gustaba, se sentía viva, se sentía una mujer que había sido deseada
—¿Te gustó?—inquirió una voz a la distancia, ella miró y notó a su marido en el umbral de la puerta
—¿Queres saber?— respondió con esa mueca en los labios que dicen demasiado
EL se acercó, le acarició los cabellos con una necesidad desconocida, como sintiendo que lo que siempre había sido suyo tal vez ahora no lo fuera, se sentó al frente, con una rara erección que no podía descifrar si le gustaba o no, ella lo miró a los ojos y volvió a preguntar
—¿Estás seguro que quieres saber?— como dándole una oportunidad a arrepentirse
Ella puso ardor en cada palabra, sin filtros, sin enmascarar nada, a corazón abierto, cada detalle, cada suspiro, dejándole bien en claro a su esposo que una cosa era amor, y otra era sexo, y que él era el ganador en lo primero, pero el vecino en lo segundo, y todo parecía estallar en la cabeza de Franco, sentía que no tenía control y solo necesitó masturbarse nuevamente delante de su esposa
A ella le encantó ver lo que veía, saber lo que provocaba sus palabras y fue sobre el, a sentarse sobre sus piernas, de frente, rodeándolo con los brazos por el cuello, dejándole los pechos a la altura de su rostro, con el frente de su tanga empapada en placer para casi rozarle el miembro a él, buscó agudizar su lenguaje, ser punzante con cada palabra, dándole los golpes bajos donde él esperaba que los diera, el tema de triplicarlo en tamaño y los gemidos arrancados, el final fue previsible
Después de esa noche, nada volvió a ser igual. Los gestos, las miradas, el modo en que Julieta se movía por la casa… todo era distinto, más consciente, más oscuro, más provocador.
Julieta había quedado excitada como nunca. El recuerdo del miembro de su vecino seguía persiguiéndola como un susurro indecente, y aunque se entregaba a Franco con más ganas que nunca, había momentos, fugaces, en los que cerraba los ojos… y pensaba en él. En cómo había sido tenerlo dentro. En qué volvía a desear ser poseída por algo así.
Franco comenzaría a portarse hostil, poco a poco, sin quererlo, sin darse cuenta, con ella, con su vecino, sabía que estaba en problemas, que estaba en medio de una lucha que había perdido antes de iniciarla, y no podía deshacer el camino, ya estaba, y solo se le revolvían las tripas, lo excitante, lo morboso, ahora era una daga clavada en el corazón, y si intentaba quitarla, aun mas dolía
El vecino era el que tenía el panorama claro, sabía de estas cosas, era su vida, no pensaba enamorarse de su vecina, no esperaba discutir con su vecino, nada tenía sentido, no valía la pena. Solo sabía cuando era momento de levantar vuelo y buscar otro nido
Pasó el tiempo, Julieta sigue siendo esa mujer que no pasa desapercibida, la de siempre, la de los escotes, la de los pantalones ajustados y las faldas cortas, la que regala sonrisas a quien quiere regalarle, la que provoca con palabras, la que desean los hombres y la que saca comentarios envidiosos de las mujeres, Franco también es el mismo, porque sigue disfrutando de tenerla a ella, y de como es ella, y para él, eso es más que suficiente
Quedará para siempre, en esas noches de sexo, en ese cuarto, en esa cama, entre esas sábanas para de un pasado, donde existen pecados que no se confiesan
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