Olas de pasión en una noche llena de sexo y orgasmos
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El batir de las olas sobre la abrupta cala era incesante, aumentaba en intensidad y en furia, y el sonido del choque de cada golpe del mar en la roca, se antojaba ensordecedor, era un rugido de rabia, una demostración de poder. Absortos en la contemplación del espectáculo de una tormenta sobre el mar, nuestros protagonistas, ajenos a todo, simplemente se agarraban de la mano, en una mezcla de un sentimiento de desasosiego, y un impulso de cariño, de deseo, que poco a poco se iría manifestando.
La oscuridad del mar, sus salvajes y extremas formas, contrastaban con la luz de la luna, que, pausada, tranquila, brillaba de un modo especial aquella noche, como si quisiera que Pedro y Ana se sintieran arropados y protegidos por su luz. Hacía ya tiempo que se conocían. Unas canas en los negros cabellos de Ana delataban que acababa de estrenar la treintena. Pedro, de veintisiete años, era un tipo maduro, con la cabeza fría, calculador. Ella era justo al contrario, una llama de pasión y deseo, capaz de arrastrarlo todo a su paso, como las olas que partían el acantilado a cada golpe. Incluso Pedro se sentía atrapado por ella, por su pasión, por su belleza. Ana estaba siempre cerca de él para recordarle qué era la vida: un estado de magia que debía inundar los días de ambos.
Ana tenía unas formas preciosas, una sonrisa angelical, unos ojos eternos, una piel tersa, suave, una voz tierna, delicada, imperceptible a veces. Él era alto, recio, con esa mirada fija que congela la respiración del interlocutor, era atractivo a la par que culto, responsable, serio.
Al cabo de quince minutos de estar así, inmóviles, contemplando el oleaje, sin intercambiar una sola palabra, Pedro apretó la mano de ella, se giró y, sin decir nada, la besó en el cuello. Sabía que Ana nunca decía que no a un beso en el cuello, porque el calor de la saliva de la lengua de Pedro en su cuello, le producía un hormigueo especial.
Era verano, la recta final del mismo, cuando en ciertas ocasiones el mar embravece, hastiado ya de turistas, y nos recuerda que necesita estar a solas consigo mismo. Ella llevaba una de esas camisetas de tirantes muy escotada, que tanto le gustaban a Pedro, que le volvían loco, junto con sus vaqueros, pegados a su piel como si fueran otra capa más, perfectamente ajustados, y que resaltaban cada una de sus curvas. Prefirieron sentarse, sobre las rocas, en una zona de la playa a la que no llegaban todavía las olas, y la espuma del mar, de las olas, se detenía, respetuosa, justo antes de llegar a sus pies. Pedro la abrazó, la continuó besando, y Ana empezó a suspirar, haciendo gala de su extraordinaria sensibilidad ante los hábiles labios de Pedro.
– Te voy a desnudar – dijo Pedro.
Esa noche la furia del mar desataría sin remedio la de nuestros dos protagonistas, que iban a fundir sus cuerpos en uno en medio de esa mágica noche. Ana decidió que no iba a dejar toda la iniciativa a su amigo. Se puso de rodillas, hincando éstas en la roca, y se acercó sugerente a Pedro, mientras directamente le empezó a acariciar su sexo, por encima de sus pantalones. Era la señal que él esperaba para pedirle que se la sacara, ya que su deseo iba en aumento, como el batir de las olas a sus espaldas. Ella obedeció, y le dijo que se la iba a besar, que deseaba sentir su sabor, dulce, en oposición al olor a salitre que invadía la atmósfera. Antes, eso sí, se quitó la camiseta:
– No soporto más este calor – dijo entre pícara y dulce.
Por más que hiciera otra temperatura, la de sus cuerpos era ya demasiado alta para tolerar la ropa que les cubría. Pedro cerró con fuerza los ojos, los labios de Ana acababan de conquistar su polla, acababan de rozar la punta de ese pene jugoso que tanto deseaba mecer en su boca. No dejó sino que creciera, que se agrandara, que fuera adquiriendo, fruto de su apasionada felación, el tamaño debido. Pedro le rogó que parara, porque notaba cómo estaba a punto de estallar de placer, pero Ana no atendió a sus súplicas. Presintiendo que el orgasmo de su amigo se hallaba cerca, se aplicó con mayor ahínco en apresar el grueso pene, de agitar y mover la cabeza metiendo y sacando su juguete de la boca. Paró sólo un instante para con una voz firme y provocativa decirle:
– Deseo que te corras ahora mismo en mi boca.
Pedro obedeció, no le quedaba otra alternativa ante la inminencia de su estallido:
– ¡Tomalá, toma mi leche caliente para ti, trágala!.
Cómo gozó Ana con la espesura y el sabor de la corrida de Pedro, que caía por la comisura de sus labios, desbordando su boca ante tanta cantidad de esperma. Pedro, automáticamente, se tumbó, aliviado, y extendió sus brazos, pero ella mientras seguía aún chupándola, limpiándola con sus labios de las últimas gotas de leche que aún brotaban de él, sintió que necesitaba más, mucho más que eso. Así que, incorporándose con disimulo aprovechando que Pedro estaba mirando las estrellas, jadeando todavía por la inmensa descarga de placer que le había proporcionado su amiga, Ana empezó a besarle por todas partes, a succionar sus pezones, acariciándole los pechos, acoplándose encima de él, con su cuerpo de gata caliente, enferma y borracha de deseo, deseo que iba en aumento, al compás de las olas.
Súbitamente, y aún antes que Pedro se diera cuenta, y notara esos besos de deseo, en un rápido movimiento, ella se sentó sobre él, invitándole, con una sonrisa, y mientras se agarraba los pechos, a que le penetrara en esa posición. Él contesto con un gemido de placer, así que ella la cogió por la base, dura y excitada de nuevo, y se metió esa jugosa y caliente polla dentro. Empezó a cabalgarle poco a poco, por si acaso le molestaba o dolía a él, pero pronto dejó de importarle ese detalle, puesto que notaba en los gemidos de él, y en los suyos, que ambos estaban disfrutando, gozando de sus cuerpos, libremente en la noche, ante una imponente tormenta estival, que parecía acompañarles en su loca pasión.
– Deseo hacer que te corras sobre mí – dijo él, mientras le cogió fuertemente por los pechos, pasando la mano por toda su superficie, pellizcando con furia sus pezones, calientes, duros.
Ella, temblando a cada embestida, gozando con el contacto de las manos calientes de Pedro sobre sus pechos, no tardó en entrar en un estado de catarsis, evadida de todo, sintiéndose flotar encima del cuerpo de su compañero. Era tal la fuerza de esa sensación, que no tardó en gritar…
– Cielo, cielo, sigue así, ¡vas a hacer que me corra!.
Ese grito aderezado con excitantes suspiros, incendió aún más a Pedro, quien incrementó el ritmo, la cadencia de sus embestidas, para fundirse con ella, provocándole el más intenso de los orgasmos, que vino precedido de un desgarrador grito de placer. Él, al darse cuenta que ella estaba totalmente satisfecha, sacó su polla de ella, susurrándole:
– No aguantaré mucho más, necesito regar otra vez tu rostro.
Ella se arrodilló nuevamente en las rocas, y le dijo:
– Ahora te toca a ti, cielo.
En pocos instantes, ante la habilidad con la que ella metía y sacaba la lengua, recorriendo todo su pene, desde la base a la punta, empezó, sin tiempo a avisarla, a lanzar toda la leche espesa, dulce, entre gemidos suaves, pero intensos, que mostraban su placer extremo.
Así quedaron los dos, abrazados, llenos de líquidos, de leche, que se mezclaba con la espuma de mar, ya que las olas acababan de empezar a alcanzar la zona donde ellos se encontraban. Así, mirándose el uno al otro el rostro, él acertó a decir, con voz entrecortada.
– Cariño, ¿Volveremos a tener un encuentro así, a amarnos de este modo tan salvaje?.
A lo que ella, sonriente, contestó:
– No te preocupes, cariño, volveremos a “Aburrirnos” juntos, a la vuelta de las vacaciones.
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