No debía desearlo, pero el suegro de mi prima me volvió loca
Llegué tarde, arrastrada por los ruegos de mi prima. Y ahí estaba él: Mario. Alto, voz grave, mandaba sin hablar. Sus manos grandes, sus dedos largos y gruesos, su mirada negra que me escaneó cuando le pedí un cigarro. “¿Ya te dejan fumar?”, gruñó. “¡Ya tengo 20!”, mentí sobre mi edad (18).
Él sabía que no era cierto, pero no dijo nada.
Cuando los demás se fueron, quedamos solos, se ofreció a llevarme a casa. Imaginé lo que podríamos hacer en el camino y me temblaban las piernas, pero me negué y pedí un Uber. Antes de irme, me despedí coqueta: “Hasta luego, May” y me retiré contoneando el culo.
No respondió, pero su mirada me siguió hasta que el auto desapareció.
En los días siguientes él no salía de mi mente: sus palabras, su seguridad. Sabía que no sería fácil que me cogiera. Pero eso solo aumentaba mi deseo. Mario no era un hombre cualquiera.
Empecé a buscarlo en redes. Su perfil era aburrido: fotos de sus gatos, algunos memes de F1 y pocas selfies. Pero lo seguí de todos modos, reaccionando a sus publicaciones viejas con likes estratégicos en sus selfies.
En mi cuarto yo me probaba outfits frente al espejo, imaginando su reacción. ¿Le gustaría este vestido, o preferirá algo más corto? Me maquillaba los labios de rojo intenso, como si cada día fuera la posible ocasión en que lo volvería a ver.
Por las noches, en mi cama, cerraba los ojos y me tocaba pensando en él.
Un par de semanas después recibo invitación de mi prima para celebrar su cumpleaños, acudí contenta, era la excusa perfecta.
El vestido negro me llegaba justo donde quería, dos centímetros debajo de las nalgas. Era corto, pero no vulgar. Elegante y con un escote que obligaba a todos a mirarme dos veces. Me observé en el espejo del baño de los tíos, estaba buenísima. ¿Le gustaré?
La casa estaba llena de familiares, pero mis ojos buscaban solo a una persona. Lo encontré cerca de la cocina, sosteniendo un caballito de mezcal con una calma insoportable.
Esta vez, no me escondí. Caminé directo hacia él, sintiendo cómo el vestido se me pegaba a las caderas y mi tanga se mojaba.
- ¿No se cansa ser el más interesante en la habitación? -dije, tomando una aceituna del plato frente a él.
Él giró lentamente, y por primera vez, vi una sonrisa en sus labios. Pequeña, pero ahí estaba.
- Ese puesto te lo quedas tú, Aolany. Y por favor háblame de “tú”.
Weeey, dijo mi nombre.
Hablamos de cosas sin importancia: el tráfico, la universidad, el calor asfixiante de la ciudad. Pero cada palabra era un juego. Yo reía demasiado, dejando que mis mano rozara su brazo al tomar otra aceituna. Él no se movía, pero su mirada bajó hasta mi escote cuando me incliné.
- ¿Siempre vistes así para cumpleaños familiares? – preguntó, en voz baja.
- ¿Te gusta?
- Lo haces lucir muy bien. – me dijo barriendo mi cuerpo con su mirada.
Pasó la noche sin mas incidentes notables, yo solo disfrutaba su presencia y le ofrecía sonrisas.
En algún momento intercambiamos nuestros WhatsApp. Y deliberadamente rocé su mano, solo lo suficiente para sentir nuestras temperaturas. Poco después se fue despidió para irse.
- Al rato te escribo, May – susurré al darle un beso en la mejilla.
Él no respondió. Su silencio para mí no fue un no.
Tres días después:
[WhatsApp – 11:43 p.m.]
Aolany: ¿Siempre fuiste tan callado o solo eres así conmigo?
Mario: Para quien vale la pena, las palabras sobran.
Sonreí a solas. Continuamos una semana escribiéndonos esporádicamente. Al principio, solo eran excusas tontas.
[WhatsApp – 10:17 p.m.]
Aolany: Hoy en clase de pedagogía hablamos de “disciplina”. ¿Tú cómo sueles aplicarla?
Mario: Depende de quien. Algunos necesitan mano firme.
Me mojé al leerlo, y por instinto llevé mi mano a mi clítoris. Minutos después le envié una foto coqueta vestida en mi pijama.
[Llamada perdida – 11:02 p.m.]
La pantalla de mi celular brillando con su nombre. Le devolví la llamada media hora después.
- Bonita foto, me encantó. ¿Te gusta jugar con fuego, Aolany? – su voz era áspera, como si hubiera fumado demasiado.
No respondí nada, solo deslicé los dedos bajo mi tanga y sintiendo mi humedad gemí.
Él escuchó mis gemidos ahogados. No dijo nada, pero su respiración se aceleró. Estuvimos así algunos minutos.
- Eres una cabroncita – murmuró al fin, y colgó.
Esa noche, me masturbé imaginando que eran sus dedos los me penetraban.
[WhatsApp – 7:30 a.m.]
Mario: No volvamos a tener llamadas a esa hora.
Aolany: Jajaja. Sé que te encantó.
No respondió. Pero a la noche siguiente, su nombre apareció de nuevo en mi pantalla.
Y así comenzó nuestro ritual diario de llamadas nocturnas.
[WhatsApp – 12:30 p.m.]
Mario: Te invito a comer, dime a donde paso por ti a la 1:30pm.
Cabrón, ni siquiera me dio opción a negarme, aunque de todos modos no me iba a negar.
Tuve que salirme antes de terminar mi última clase, pasó por mi a la Uni.
Cuando lo iba a saludar de beso, con su mano giró mi cara y me plantó un rápido beso en la boca, hizo erizar mis pezones.
En el restaurante Twin Peeks de Encuentro Oceania nos sentamos casi al fondo. Yo no estaba preparada para una salida, así que solo llevaba unos jeans ajustados, tenis y una pequeña blusa sin mangas. Él no me quitaba la vista de encima.
Mario vestía de negro. Camisa abierta en el cuello, reloj de acero, olía delicioso a perfume caro.
- Gracias por la invitación – dije, bebiendo un sorbo de mi mojito.
- Al contrario – respondió, poniéndose frente a mí – Gracias a ti por aceptar, espero no te arrepientas.
La comida estuvo rica, pero fue lo de menos. Mis manos buscaron a la suyas sobre la mesa, y no las apartó.
- ¿Siempre llevas ese anillo? – pregunté, señalando su mano izquierda.
- Siempre.
- Pues hoy sobra.
Él no se rio, pero sus ojos brillaron.
- Aolany.
- Sí, dime?
- Deja de jugar.
- ¿O qué?
Se inclinó sobre la mesa, su loción me envolvió.
- O te llevo a un hotel y te enseño las reglas del juego.
Verga! Lo deseaba, pero no esperaba que la invitación fuera así tan de repente.
Pagó y salimos de ahí de inmediato.
El hotel no estaba demasiado lejos.
Mario no había soltado mi mano desde que cruzamos el lobby. Sus dedos apretaban los míos con una urgencia que contrastaba con su compostura habitual. El ascensor parecía muy pequeño para contener la tensión entre nosotros.
- ¿Siempre llevas a las chicas a hoteles junto a pistas de carreras? – pregunté, mordiendo mi labio inferior mientras el espejo del elevador reflejaba cómo su mirada se perdía en mi escote.
- Solo a las que necesitan disciplina – respondió, arrastrando el pulgar por mi muñeca.
La puerta del cuarto apenas se cerró cuando me empujó contra ella. Su boca me besó con un hambre que me hizo tambalear. No eran besos, era un intento de devorarme. Noté el sabor a tabaco y a experiencia de cincuentón.
- Quiero verte – gruñó contra mis labios mientras sus manos levantaban mi blusa, mis tetas sin brasier lo saludaron y aceptaron sus besos.
Quité mis tenis y calcetas, me quedé solo con los jeans y una tanga transparente que ya estaba empapada. Mi piel se erizó, y su mirada me calentó más.
- Gírate – ordenó.
Lo hice lentamente, sintiendo cómo sus ojos recorrían mis nalgas, cada lunar, cada curva. Cuando sus manos bajaron mis jeans y recorrían el contorno de mi tanga, contuve la respiración.
- Dios mío… – murmuró, más para sí mismo que para mí. Eres una pinche tentación andante.
Sus labios descendieron con lentitud deliberada, mordisqueando mis pezones hasta convertirlos en fuego. Arqueé la espalda, solté un fuerte gemido sus dientes jugaban crueles sobre mi piel sensible.
Su boca se deslizó hacia abajo, cada beso me quemaba. Se detuvo en el borde de mi tanga, el aliento caliente empapando la tela.
- Por favor… —supliqué, enredando los dedos en su pelo, tirando con desesperación.
Él alzó la vista, los ojos negros brillando con malicia.
- Por favor, ¿qué? —La voz ronca, una caricia áspera que me hizo estremecer.
- ¡Cómeme! —El grito fuerte se me escapó cuando su lengua finalmente encontró mi clítoris. Trazando círculos que me hicieron ver destellos blancos. Sus dedos me abrieron la vagina con una precisión que me volvió loca—tres, weeey, treees—. Los gruñidos bajos que salían de su pecho vibraron contra mis muslos, saboreando cada gemido que me arrancaba.
No podía aguantar más. Las piernas me temblaban, las uñas se clavaban en las sábanas, el orgasmo estaba a punto de reventar.
Entonces se levantó. Lento. Deliberado.
El clic de su cinturón al desabrocharse sonó como un disparo en el silencio cargado.
- Gírate —ordenó, señalando el borde de la cama con un gesto que no admitía negaciones. La lujuria en su mirada era clara: esto apenas comenzaba, y yo ya no era dueña de mi propio cuerpo.
Obedeciendo, me apoyé en manos y rodillas, sintiendo cómo la punta de su verga recorría mis labios una y otra vez.
- Ya métemela
- ¿Perdón? no alcanzo a escuchar — dijo sarcásticamente.
- Quiero tu verga dentro, cógeme duro papi — supliqué
Me penetró de un solo golpe, involuntariamente grité en alto. Yo no la había visto ni sentido antes, pero sentí dentro de mi una verga enorme y gruesa.
El placer me explotó tan fuerte que me vine al instante, las piernas temblando como si me electrocutaran. —¡Nadie me había hecho sentir esto en la primera metida!— pensé.
- Así…— gruñó, clavándome más hondo. — Toma toda mi verga, Cabroncita.— Sus manos me partían en dos, las uñas hundiéndose en mi piel mientras el ritmo se volvía una bestialidad. Cada embestida me hacía gemir más alto, cada palmada en mis nalgas encendía nuevos espasmos. En el espejo, vi su rostro deformado por el placer, los músculos tensos, los dientes apretados. —¡Mírate!— jadeó. —Mírate cómo te destrozo.
Y ahí estaba yo: toda sudada, pelo revuelto, labios partidos, con el culo parado y los ojos en blanco. Pero cuando me jaló del cabello para mirarlo, vi algo distinto en su mirada: no solo sexo, sino posesión. —¡Papi, me vengo otra vez!— grité, sintiendo llegar.
- No – ordenó, deteniéndose de golpe. —Todavía no, Cabroncita.
Me sacó la verga de golpe, dejándome un vacío caliente y palpitante por un momento. Me volteó como un trapo, levantó mis piernas sobre sus hombros y me abrió en dos. Esta vez me cogió más lento, pero más cruel, cada embestida llegaba al fondo de mi.
Yo gemía en parte por el dolor tan rico y en parte por la excitación, pero éste cabrón al escucharme comenzó a darme duro, si piedad.
- Ahora…— susurró en mi oído, mordiéndome el cuello. —Vente conmigo, Cabroncita.
El orgasmo me hizo ver estrellas. Temblé como nunca, los dedos arañando las sábanas, los gritos salían sin filtros. Él no aguantó más: me empaló hasta el fondo, gruñendo como animal mientras me llenaba.
Y justo cuando creí que todo acababa, su mano bajó a mi clítoris. —Uno más— rugió, —¡Vente en mi verga otra vez!
Pero no fue solo uno.
Apenas el primer espasmo comenzó a desvanecerse, sus dedos se enroscaron en mi punto más sensible, frotando con precisión brutal. —¡No pares!— gemí, arqueándome cuando una segunda sacudida de placer me atravesó, más intensa que la primera.
Él no me dio tregua. Cada bombeo avivaba el fuego, cada metida de su verga enviaba nuevas descargas eléctricas por mi cuerpo. —Mírame a los ojos— ordenó, y experimenté a la mismísima muerte en vida.
Al mirar su expresión de gozo combinado con furia el tercer orgasmo llegó como un latigazo, haciéndome gritar y agarrarme de sus brazos con fuerza de ahogada. —¡Papi, no puedo más!— supliqué, pero él solo sonrió, salvaje, y aceleró el ritmo.
- Sí puedes— gruñó, mordiendo mi hombro. —Y vas a venirte otra vez.—
Y lo hice. Una cuarta vez, una quinta, perdí la cuenta. Mi cuerpo ya no me pertenecía; era solo un instrumento de su voluntad, sacudido por olas de placer. Entre jadeos y lágrimas, sentí cómo él finalmente se soltaba, aventando chorros de semen que me salpicaban toda la cuca, las tetas, la cara, el cabello. Puffff era un escena de lo mas obscena.
Y él, solo cerraba los ojos gritando mi nombre.
Cuando al fin cesaron los espasmos, quedé temblorosa, exhausta, incapaz de decir nada. Él me sostuvo contra su pecho, donde escuché los rápidos latidos de su corazón.
- Nadie te hace sentir así— murmuró, no como una pregunta, sino como una verdad absoluta.
Y no hubo respuesta posible. Porque era cierto.
A continuación un silencio que solo se rompía por nuestros jadeos. Mario se desplomó a mi lado, su pecho sudoroso subiendo y bajando con fuerza. Pasaron minutos antes de que hablara.
- Esto no puede volver a pasar – dijo al techo.
Me volví hacia él, trazando el contorno de sus labios con un dedo.
- Mentiroso.
No me respondió. Pero cuando nuestras miradas se encontraron, quise desear que ya estaba planeando cuándo sería la próxima vez.
———–
Al día siguiente mi celular era mi tema de desesperación.
Lo dejé sobre la mesa del comedor, junto a mis apuntes de pedagogía, como si con solo mirarlo pudiera hacerlo vibrar. Cada diez minutos – cinco cuando la ansiedad apretaba más fuerte – lo revisaba. No había noticias de él.
[WhatsApp – 8:03 a.m.]
Ayer fue increíble. ¿Cuándo repetimos?
(Leído 8:15 a.m.)
[WhatsApp – 3:47 p.m.]
¿Estás ocupado?
(Leído 4:22 p.m.)
[WhatsApp – 11:59 p.m.]
Mario…
(Leído 12:30 a.m.)
Mis ojos parecían más grandes de lo normal, más oscuros. Como si algo se hubiera quedado atrapado dentro.
“Esto no puede volver a pasar”.
Sus palabras retumbaban en mi mente. ¿Había sido solo sexo? ¿Un juego? Yo había sentido algo distinto cuando gritó mi nombre estando dentro de mi, cuando sus dedos se entrelazaron con los míos en el orgasmo.
El sexto día sin respuesta, me masturbé frenéticamente en mi cama, imaginando que era su mano la que me abría, su boca la que maldecía mientras yo gemía. Al terminar, lloré. Y no por placer, sino por rabia.
- ¿Qué mierda querías de mí? – le grité al teléfono, sabiendo que no respondería.
En la uni cada hombre alto me hacía girar la cabeza. Cada voz grave me paralizaba. Por las noches, revisaba fotos que ni siquiera me había enviado – capturas de pantalla de su perfil de LinkedIn, imágenes borrosas de reuniones familiares donde salía al fondo.
La peor parte no era el silencio. Era la duda. ¿Había leído mal todas las señales? ¿ Para él yo era solo una puta más?
Pero entonces recordé cómo me miró al vestirme aquella noche, como si quisiera grabarme en su memoria. Cómo su voz se quebró cuando abrazándome murmuró “Que rico, Aolany” contra mi pelo.
El timbre del celular me desgarró el silencio 3 semanas después Poquito pasada la medianoche. Su nombre en pantalla me quemó las pupilas.
- ¿Sí? – contesté sin saludar, la voz cargada de tres semanas de rabia acumulada.
- Motel UNAMor en Copilco. Habitación “Salón de Clases”. Ahora.
Colgó antes de que pudiera responder.
Decidí no prepararme demasiado. Me dejé el cabello revuelto, las uñas sin pintar, la misma panty cómoda de algodón y ningún brasier. Solo me eché encima mi abrigo favorito y me puse unos tacones altos, esos que siempre le gustaron. Que vea que vine como soy, natural, sin pretensiones… pero que también note que vine por él.
Cuando llegué a la puerta con el letrero de “Salón de Clases”, antes de tocar, se abrió suavemente.
Mario estaba ahí, bañado en la luz roja del neón que entraba por la ventana. Llevaba un traje impecable, pero con los primeros botones de la camisa desabrochados, dejando ver un poco de su pecho. En su mano no había un cinturón, sino dos copas de vino.
- Hola, princesa —dijo con esa voz grave que me derrite, mientras sus ojos me recorrían con admiración—. Te ves hermosa así, tal cual eres.
Entré y el lugar me sorprendió: era una recreación juguetona de un salón de clases, con pizarrones llenas de frases coquetas escritas con gis, pupitres ordenados, un escritorio y un cómodo sofá junto a un poste de baile.
- ¿Te gusta? —preguntó, dejando las copas sobre la mesa y acercándose—. Quería que fuera especial.
Sonreí, sintiendo cómo el corazón se me aceleraba. Él me tomó de la cintura y me atrajo hacia sí, pero esta vez no fue un beso urgente, sino lento, profundo, como si quisiera saborearme.
- Te extrañé —murmuró entre besos, sus manos acariciando mi espalda con ternura sobre el abrigo antes de bajar a mis nalgas, apretándolas suavemente—. Y me encanta cómo hueles, cómo te sientes…
- Yo también te extrañé —respondí, dejando que mis manos exploraran su torso sobre la camisa, disfrutando de su calor—. Y me encanta este lado tuyo.
Él rio, y me llevó al sofá. No había prisa, solo la promesa de un encuentro lleno de complicidad y placer compartido.
- Mentirosa – me dijo sonriendo, las manos buscando el cierre de mi abrigo. Solo extrañaste mi verga.
Cuando el abrigo cayó al suelo, sus ojos me miraron con lujuria pura.
- Así viniste. Como la Cabroncita desesperada que eres.
- Sí -admití, desafiante-. Y tú me llamaste como el viejo caliente que no puede vivir sin esto.
Su cachetada juguetona me sacó una sonrisa. La segunda, ya con fuerza moderada, me hizo mojarme al instante.
- En cuatro. Sobre el sofá.
Obedeciendo, me incliné sobre el sofá, arqueando la espalda mientras sentía cómo bajaba mi panty de un fuerte tirón. Sentí su aliento caliente acercándose con deliberada lentitud.
- No te muevas —ordenó, abriendo mis nalgas con sus manos con dominio y admiración.
Antes de que pudiera responder, su boca se cerró sobre mí clítoris con una precisión impresionante. Su lengua trazó círculos lentos al principio, saboreando, explorando cada punto sensible que me hacía gemir contra el sofá.
- ¡May…! —grité, cuando sus lamidas paseaban entre mi clítoris, mi vagina y mi culo.
Él no me dio tregua. Un dedo se deslizó dentro de mí vagina al mismo tiempo que su lengua se enfocaba en mi clítoris, alternando entre succiones suaves y latigazos rápidos que me hacían retorcer. Sentía mis músculos contraerse, el calor acumulándose, pero cada vez que me acercaba al orgasmo, disminuía la presión, dejándome al borde de la locura.
- Por favor… —supliqué, sin saber si quería que parara o continuara para siempre.
- ¿Por favor qué? —preguntó, levantando la vista solo lo suficiente para clavarme sus ojos oscuros.
- ¡Hazme venir!
Su respuesta fue un gruñido antes de hundir la cara completamente en mí, me la estaba mamando con una intensidad que me borró todo pensamiento. Cuando el orgasmo finalmente llegó, fue con tal fuerza que mis piernas temblaron, un chorro le baño el rostro y mis gemidos llenaron sin piedad la habitación.
Él no me dejó recuperarme. Con un movimiento fluido, me levantó las caderas más alto, manteniéndome expuesta mientras su lengua limpiaba cada gota de mi placer con satisfacción.
- Mírate —gruñó finalmente, señalando el espejo frente a nosotros—. Observa tu cara cuando te la meta.
Su penetración fue un castigo deseado. Yo gritaba cada vez más, alzando mi trasero para que llegara más dentro.
- ¿Cuántos te cogieron estas semanas? —preguntó mientras me ahorcaba levemente con sus manos.
- Ninguno —gemí—. Solo… solo tú…
- Dime la verdad, no para celarte, sino para imaginarme cómo te lo hicieron.
- ¡Te juro, solo has sido tú!
Me volteó bruscamente, sentándome con las piernas abiertas sobre él en la silla del profesor. Su boca devoró mis pezones mientras sus manos me guiaban sobre su verga.
- Entonces demuéstralo —retó—. Enséñame que eres mía.
El ritmo fue brutal. Cada embestida me partía en dos, como si quisiera rehacer mi cuerpo a su medida. Mis uñas atravesaron la camisa y se clavaron en su carne, dibujando arañazos rojos que él premió con un gemidos masculinos. El mundo se redujo al sonido de nuestros cuerpos chocando, a mis gemidos convertidos en blasfemias, al olor a sexo y sudor que envolvía el cuarto.
Cuando el siguiente orgasmo llegó, fue como ser alcanzada por un rayo. Cada músculo de mi cuerpo se tensó al mismo tiempo, una explosión tan violenta que mordí su hombro para no desgarrarme la garganta gritando. Pero él no me dejó caer del precipicio.
- No has terminado— rugió contra mi piel, acelerando el ritmo hasta volverlo una tortura divina.
Sus manos me levantaron las caderas, cambiando el ángulo. Y entonces… Weeey. La próxima embestida encontró un punto dentro de mí que me hizo ver estrellas blancas. Quise gritar, pero no pude. Otro orgasmo me sacudió como nunca antes, líquido caliente corría por mis muslos mientras convulsionaba alrededor de él.
Fue entonces que lo sentí crecer aún más dentro de mí, hinchándose hasta un tamaño imposible. El otro orgasmo me tomó por sorpresa, me salieron lágrimas de satisfacción. Mis piernas temblaron como si me electrocutaran, mis manos se aferraron a su cuello.
- Eres mía— susurró mientras yo me deshacía, y en ese instante supe que no hablaba sólo de sexo. Era una verdad más profunda, escrita en mi mente.
Casi en seguida me depositó de rodillas en el suelo, obligándome a mirarlo a los ojos. Se masturbó de pie frente a mí, y yo no esperé instrucciones. Abrí la boca como la pecadora que era, ansiosa por el sabor de nuestra destrucción.
Me puse su verga en la boca, no me esforcé en solo meterla, en verdad disfrutaba chupar y lamer tan delicioso miembro.
Él se vino después, embarrando con su propia verga el semen por sobre toda mi cara.
El silencio que siguió fue peor que la penetración.
Nos vestimos sin mirarnos. Él se acomodó la camisa.
- ¿Cuándo…? -comencé a preguntar.
- No -cortó, abriendo la puerta-. Esto se acabó.
La puerta se cerró tras él.
Pasaron días. Semanas. En las madrugadas, juré escuchar su respiración junto a mi oído. Mis dedos se metían en mi como si fueran los suyos, pero el orgasmo solo trajo lágrimas.
En el espejo solo miraba ojos hinchados, labios mordidos hasta el dolor.
- ¿En qué momento dejé de ser yo?
Imaginé sus rutinas: su oficina ordenada, su casa llena de voces que no eran la mía, su cama matrimonial donde quizás, solo quizás, sus manos tocaban a su esposa pensando que era yo.
Pero no volvió a llamar.
Y yo no volví a escribir.
Una tarde mientras caminaba con mi cámara al cuello en el parque cercano al aeropuerto, lo vi.
Mario estaba sentado en una banca, hojeando distraídamente una carpeta que claramente no leía. Cuando alzó la vista, sus ojos brillaron con un reconocimiento instantáneo y una gran sonrisa que me detuvo el corazón.
Mis pies me llevaron hacia él antes de que pudiera pensarlo.
- Hola —saludé, y esta vez la sonrisa me nació natural, cálida.
- Hola, Cabroncita —respondió él, cerrando la carpeta con un gesto que me hizo reír.
El silencio que siguió no fue incómodo, sino tranquilo y pacífico.
- Podríamos… —comenzó él, mirando hacia los árboles —. Podríamos intentar algo distinto. Algo que no nos lastime.
En sus ojos, ya no vi frialdad ni furia, sino la misma esperanza que latía en mi pecho.
- Me gustaría eso —asentí, y al decirlo sentí cómo algo se recomponía dentro de mí.
Esta vez, al separarnos, nuestras manos se entrelazaron con naturalidad, con recuerdos sinceros. Él me atrajo hacia sí en un abrazo cálido y reconfortante.
- Nos vemos pronto, Cabroncita. No dejes de escribirme, prometo responder — susurró contra mi pelo, y sentí su sonrisa.
- Sí papi —respondí, apretando su cintura un segundo más antes de soltarlo.
Sus ojos brillaban con la misma promesa que tenía en mi pecho: esta vez lo haríamos bien. Esta vez sería diferente.
Esa noche, por primera vez en meses, dormí tranquila…
Reconocí que aun me queda mucho por aprender.
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