Cuando llevas casi veinte años casado, como es mi caso, la rutina en el sexo es lo que mata tu matrimonio. Como yo me sentía preso de una sexualidad aburrida, empecé a buscar soluciones. Me iba a la biblioteca al salir del trabajo y leía libros de esos de autoayuda, pero no sirvió de nada. Solo ponían generalidades que no pueden aplicarse con precisión a la vida de la gente. Entonces, leí en el periódico algo que me llamó la atención. Estuve pensándomelo mucho, pero al final hablé directamente con Lorena, mi mujer, exponiéndole que me sentía bastante ignorado sexualmente y que yo la quería, pero que me resultaba insoportable esta situación.
La discusión duró horas. Podéis imaginárosla: intercambio de reproches, excusas increíbles por ambas partes… Un desastre, sin duda.
Cuando llevábamos media tarde así, me dijo que qué proponía yo y entonces dije que buscásemos otra chica para que estuviese con ella mientras yo miraba. Le enseñé el anuncio que había leído en el periódico y traté de convencerla de que no era nada malo. Entonces sí que se enfadó. Me dijo que era un cerdo, que si quería ver a dos mujeres, me comprase una peli porno y me matase a pajas, pero que con ella no contase. Yo le expliqué que no era por morbo, sino para ver si así nuestra sexualidad mejoraba, pero no hubo forma. Se levantó, se fue al cuarto de baño y estuvo allí como media hora, supongo que llorando o maldiciendo o algo parecido. Cuando salió, estaba bastante más tranquila y se sentó a mi lado. Me cogió la mano y dijo que de acuerdo, que ella se acostaría con una mujer, pero que antes yo tenía que hacerlo con un hombre.
Yo me negué en rotundo. “Eso es muy diferente”, dije. Lorena se puso hecha una furia diciendo que no lo era, dijo que era injusto con ella, que no había sido ella quien había propuesto aquello y que si de verdad lo hacía por mejorar nuestra vida sexual, que empezase dando ejemplo. Me enfadé. Yo no era ningún maricón, le dije. Ella también se cabreó y estuvimos varios días sin hablarnos, hasta que yo me di cuenta de que no era justo pedirle a ella que tuviese relaciones homosexuales y no tenerlas yo también. Poco a poco, la idea fue instalándose en mi cabeza hasta que ya no pude más y llamé a un compañero de trabajo que es gay. Le dije que quería quedar a tomar algo y a contarle un asunto y aceptó. Jamás he sido homófobo, pero tengo que reconocer que me daba una vergüenza espantosa hablar con él de esto. El chico es muy majo, un buen compañero de trabajo, pero algunos en el curro se meten con él y eso hace que sea un poco susceptible. Pensé que se enfadaría conmigo, creyendo que era una especie de broma pesada, así que decidí ser muy sincero y no cortarme en explicarle la situación.
Mi compañero se lo tomó con mucha seriedad y, tras escuchar lo que pasaba, me tranquilizó. Me dijo que ningún homosexual pretendería follarme la primera vez, que podía ir poco a poco y que, si en algún momento no me gustaba, podía parar sin problemas. Me contó que conocía a varios tipos heteros que, de cuando en cuando, tenían relaciones con gays, solamente para probar a ver. No es que me convenciese demasiado con esos argumentos. Me explicó que debía hablar con mi mujer y decirle que había que hacerlo despacito, empezando por carantoñas, caricias y besos, que ella no podía pretender que fuésemos directamente al grano y que todo vendría rodado. Yo le dije que no tenía deseos por ningún hombre y que no podría hacerlo. Entonces él dijo una frase que me sacaría de dudas: “¿Por quién lo haces?”, dijo, “Lo haces por tu mujer, ¿no? ¿Has visto alguna vez a un homosexual follando para contentar a una chica? Eso es cosa de heteros, chaval. Tú no te volverás maricón por estar con un hombre”. Yo le expliqué mis dudas y él contestó: “La hombría no se mide por quien se meta en tu cama, sino por el valor que tienes para hacer lo que tienes que hacer. Es más maricón quien se escuda detrás de sus prejuicios que quien tiene cojones para tomar decisiones difíciles como ésta. Tú sabrás”. Para finalizar, me indicó que lo mejor era hacerlo con un profesional, porque te da la comodidad del anonimato.
Cuando volví a casa, decidí hablar con Lorena y contarle lo que me habían dicho. Decidimos intentarlo y me calmó diciéndome que si me cortaba en algún momento, podría parar cuando quisiera sin que se enfadase.
El sábado por la noche fue el día escogido por ella. Llamamos por teléfono a uno de esos anuncios del periódico y se presentó en nuestra casa un chico de unos veinticinco o veintiséis años, muy amable y atlético. Lorena se había vestido con una falda larga, cosa rara en ella, pero pensé que sería parte del morbo, aunque no sabía bien por qué. Nos sentamos delante de unas cervezas, le contamos lo que pasaba y él dijo que no nos preocupásemos, que él ya se había encontrado con asuntos parecidos y que sabía lo que había que hacer. Tras acabarnos la bebida, fuimos directamente al dormitorio y él se sentó en la cama, indicándome que hiciera lo mismo. Lorena se sentó en una silla y esperó, visiblemente nerviosa.
El chico empezó hablándome, muy suavemente, diciendo que en cuanto me sintiese incómodo, que se lo dijera y, tal y como lo hacía, pasaba su mano por mi pecho, desabrochando mi camisa. Yo estaba muerto de miedo y me daba un reparo enorme aquello, pero decidí aguantar por mi mujer. Sus manos fueron muy cuidadosas y me abrió la camisa del todo, mirándome de arriba abajo. Entonces, cogió las mías y empezó a pasárselas por su pecho, sonriéndome. Pasados unos segundos las soltó y seguí yo solo. La sensación de pudor fue desapareciendo conforme nos acariciábamos. Le quité la camiseta. Tras ello volvió a sonreírme, me dijo que estaba haciéndolo muy bien y apoyó sus labios en mi estómago y empezó a besarlo suavemente. Me puso una mano en el pecho y me empujó despacito hacia atrás, indicándome que me echase sobre la cama. Sus labios pasaron por todo mi abdomen y ascendieron hacia mis pezones, muy lentamente. Sentía su lengua recorrerme y, sin darme cuenta, empecé a tener una erección. Mi mujer estaba allí, mirando como extasiada, pero aún no estaba tocándose, ni daba muestras de que le gustase aquello.
Los labios del chico llegaron a mis pezones y los lamió recorriendo círculos alrededor de ellos. Recordé en ese momento que, durante nuestro noviazgo y al principio del matrimonio, Lorena solía estimularme de ese modo y que me gustaba mucho. La erección era considerable ya y el chico pasó suavemente su mano por mi paquete, sintiéndola. Sus labios llegaron hasta mi cuello y lamieron por uno de los lados, alcanzando mi rostro. Me besó en la mejilla mientras me desabrochaba el pantalón y cuando noté su mano agarrando mi polla, me dio un beso en los labios. El tacto de su lengua me repugnó al principio, pero el movimiento de sus dedos en mi glande me agradaba. Cuando me soltó del beso, miré a mi derecha y allí estaba Lorena, sentada en la silla, humedeciéndose los labios con la lengua y acariciándose la entrepierna por debajo de la falda. Eso me impulsó a continuar.
Me incorporé y empecé a besar al chico de nuevo y, esta vez, fui yo quien descendí hasta su pecho y quien saboreó sus pezones. No es que fuese algo que me matase de gusto, seguía teniendo mis reservas, pero comenzaba a darme cuenta de que aquello no era tan complicado. El chico se desabrochó el pantalón y se quedó en calzoncillos, ante mí. Estaba bastante empalmado y, con mucho cuidado, cogió mi muñeca y puso mi mano sobre su paquete. Eso estuvo a punto de hacer que me cortase, pero escuché un gemido de Lorena y, girando mi cabeza un instante, vi que estaba con las piernas abiertas, masturbándose mientras nos miraba. La polla del chico asomó por la bragueta de sus bóxer y la rocé con mis dedos, tratando de concentrarme en la visión de Lorena, más que en él. Estoy seguro de que no le iba a importar que pensase en otra mientras lo hacía con él.
Nos abrazamos y volvimos a besarnos, tumbados sobre la cama y yo podía sentir su polla en mi pierna, rozando mis muslos, frotándose contra la mía. Los gemidos de Lorena eran cada vez mayores y él descendió lentamente hasta mi entrepierna, hasta empezar a besarme en el glande. Cerré los ojos y me dejé llevar. Su boca era tan placentera como la de cualquier mujer y sabía cómo hacerme disfrutar. Se metía mi capullo entre los labios y los chupaba como si fuese su caramelo, lamía después todo el tronco hasta alcanzar mis testículos y los rodeó con la lengua, mientras su mano movía incansable mi polla. Volvió al glande, lo chupó, lamió en la punta y también en la base del mismo, rodeándolo con su saliva. Yo estaba muy excitado, muy caliente y Lorena estaba a punto de correrse con esa visión.
El chico dejó de chupármela cuando vio que yo estaba demasiado cachondo. Se colocó a mi lado y me acarició el pecho. Supe que esperaba a que yo hiciera algo, así que recorrí su pecho con la mano y llegué de nuevo a su pene. Empecé a masturbarlo. Me resultaba extraño hacer una paja a alguien que no era yo, pero creía hacerlo bien, puesto que él se quedó tumbado, con los ojos cerrados y ponía cara de gusto. Lorena estaba muy lanzada, me miraba y sonreía, haciéndome gestos con la mano. Quería que se la chupase. Me costó un poco, pero bajé hasta allí y, tomando aliento, puse mi boca en la punta de su polla. El sabor no me desagradó, pero la sensación de estar haciendo algo contra mis principios era muy grande. Su mano alcanzó mi pene y empezó a masajearlo mientras yo introducía más trozo de polla en mi boca. Lo chupé recordando lo que me gustaba a mí que me la chupasen y recorrí todo su miembro hasta los huevos, acariciándolo en el periné. Lorena dio un grito de placer y supe que se estaba corriendo. La miré de reojo y se había colocado apoyada en la pared, en pie, enseñándome su rajita y se acariciaba los labios con dos deditos, gozando como una perra.
Yo estaba arrodillado, de modo que el chico pudo acariciarme también en esa parte y, mientras una de sus manos se entretenía con mi polla, la otra fue acercándose cada vez más a mi ano, hasta llegar a él. Pensé en decirle que parase, que eso ya no estaba dispuesto a hacerlo, pero me acordé de cierto día, en el viaje de novios, en que Lorena me había acariciado el ano mientras me la chupaba. Recordé que me resultó extraño, pero placentero. Eran escenas que se habían borrado de mi mente y que venían ahora, mientras saboreaba aquella polla y mientras él empezaba a lamer mi muslo, acercándose a la mía.
Se colocó debajo de mí del todo y se metió mi polla de nuevo en la boca. Estaba que no podía más. Su dedo acariciaba el contorno de mi ano y yo movía la cadera sin poder evitarlo. Llevaba rato sin mirar a Lorena, pero escuchaba que volvía a gemir y pensé que estaba masturbándose de nuevo. La lengua del chico fue hacia abajo y se separó de mí, de modo que no pude seguir chupándosela. Me cogió de las nalgas y, acercándome a su cara, se metió entre mis glúteos y sentí su lengua alrededor de mi culo. Yo estallaba de placer. Me estaba poniendo a cien y no pude sino empezar a masturbarme. Me puse a su lado, de rodillas. Él se vino hacia mí y volvió a lamer mi ano, mientras su mano regresaba a mi polla. Estaba a punto de correrme. Su lengua abrió un poquito mi culo y se metió dentro apenas unos milímetros, pero fueron muy placenteros. Su mano me masturbaba de modo extraño, pasando por encima de mi glande y acariciándolo mientras los dedos masajeaban el resto. No pude más y le dije que me corría. Él siguió con lo que hacía, pero introduciendo su lengua mucho más profundamente en mi ano. Me vacié al momento, mientras Lorena me miraba sin poder creérselo. El chico movió su mano sintiéndome eyacular, apretando en la base de mi polla, supongo que para sentir los movimientos de mi órgano, que estallaba de placer. Las sábanas, debajo de mí, se mancharon de semen como raramente las había manchado. Estaba volviéndome loco de placer. Su lengua me mataba de gusto, mientras sus manos me terminaban de rematar.
Cuando terminé, se colocó a mi lado y me empezó a besar mientras se masturbaba. Lorena también se había corrido y ahora nos miraba con expresión agradecida. Yo estaba cansado, pero decidí darle un último regalo a Lorena. Bajé hasta la polla del chico y volví a chupársela, muy lentamente al principio y acelerando después. La movía arriba y abajo, lamía sus huevos como loco y él parecía gozar de verdad. Puso su mano sobre mi cabeza, entrelazando los dedos en mi pelo y gimió que se corría. Yo pensé en dejar que lo hiciera en mi boca, pero me corté al final. Me aparté, continué con la masturbación y empezó a correrse. Las gotas de su leche escurrieron por mis dedos, pero ya no me importó lo más mínimo. El chico se estaba corriendo mucho, bastante más de lo que había eyaculado yo. Masajeé su polla un poco más y me indicó que parase. Parte de su semen había caído en mi cuello y otra parte estaba ahora colgando de mis dedos.
Lorena se acercó y me dio un beso en los labios, un beso extremadamente sensual. Me susurró que había sido fantástico y que me era un marido excepcional. Descansamos un rato y fuimos a tomarnos una copa al comedor. El chico nos dijo que había estado muy bien y que raramente un primerizo se atreve a tanto. Le pagamos (tampoco fue tan caro) y, después de irse, Lorena y yo follamos como jamás lo habíamos hecho. Me sentía muy hombre, muy viril. Seguramente era un modo de protegerme de los pensamientos que surgían en mi cabeza. Terminamos completamente deshechos y plenamente satisfechos. Durante los siguientes días, hicimos el amor a diario, incluso dos veces en una ocasión. Eso, para un matrimonio de casi cincuenta años, es una pasada, pero ¿sabéis qué es lo mejor de todo? Que no me importará repetir de cuando en cuando con otro hombre. Y que, desde entonces, he tenido la extraña sensación de que me he perdido muchas cosas que desconocía.
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