Cuando comencé mi vida con Santiago, soñaba, como toda jovencita llena de proyectos, formar una familia y dedicar mis horas a la crianza de niños y a mi trabajo de decoradora de interiores, que tanto me gustaba. Después de varios años de noviazgo, creíamos conocernos y comprendernos como pocos de nuestros matrimonios amigos. Santiago era para mí un hombre admirable, muy educado y apuesto aunque, como todo machista empedernido, bastante reservado en sus asuntos y poco demostrativo. A pesar de que estábamos enamorados, había momentos en los que me sentía sola. Y la ausencia de hijos hacía más profunda esa sensación.
Fue en uno de esos días cuando recibimos la noticia que por viaje de negocios, vendría a quedarse en casa por unos meses mi cuñada, ya que la multinacional para la que ella trabajaba había decidido aventurarse a invertir en este país (porque eso sí debe ser considerado una aventura) y construir una cadena de centros comerciales con diseños y tecnología de vanguardia. Virginia era la hermana de Santiago que yo no conocía, ya que se había ido a vivir a California apenas recibida de arquitecta, y gracias a una beca que obtuvo en ese entonces por sus altas calificaciones. Yo había visto sólo algunos de sus trabajos, y su creatividad, su sensibilidad estética y el talento de sus manos eran increíbles.
El día que mi marido fue a recibirla al aeropuerto, yo me quedé en casa para asegurarme que todo estuviera en perfectas condiciones: la limpieza, los detalles, su dormitorio, la comida. Me arreglé y me maquillé para dar una buena impresión a mi huésped. Cuando sentí la bocina fuera de casa, sonaba también en el living el alto y antiguo reloj de pie que había heredado de mi abuela, y que movía su bien pulido péndulo anunciando la hora de almorzar. Al asomarme al jardín para ayudar a bajar el equipaje, mi cuñada ya inclinaba su voluptuosa figura para descender del vehículo. Mientras nos presentábamos saludándonos afectuosamente, pude ver sus hermosos ojos azules y cómo su rizada y abundante cabellera brillaba a la luz del caluroso sol del mediodía.
Los primeros días transcurrieron entre charlas y confidencias, y mi marido disfrutaba de ver cómo habíamos llegado a congeniar a pesar de habernos conocido hacía tan poco tiempo. A pesar de llevarme siempre muy bien con mis parientes políticos, él temía que la falta de experiencias en común entorpeciera la relación. Pero habíamos descubierto un punto de encuentro, algo que a las dos nos apasionaba: nuestro trabajo. La arquitectura y la decoración siempre se llevaron bien, son el complemento perfecto para hacer del confort del hombre una obra de arte y convertir la rutina en una experiencia placentera. Las mañanas eran nuestras horas libres, y solíamos pasar muchas de ellas consultándonos ideas y proyectos antes de salir hacia nuestros trabajos, mientras el reloj sumaba cada vez más golpes a sus campanadas.
Todo comenzó aquella noche de la semana siguiente, cuando las campanadas del reloj comenzaron a sonar inesperadamente y me arrancaron violentamente de mi sueño. Entonces me di cuenta de que había olvidado anularlas como lo hacía todas las noches, justamente para no tener que pasar por esto. Fastidiada conmigo misma por mi desmemoria, me levanté no sin esfuerzo, para callar esos sonidos que, en esas circunstancias, se habían convertido en un ruido insoportable. Y entonces la vi. Restablecido el silencio de la noche, me dirigía nuevamente a mi cama, cuando al pasar cerca de su dormitorio escuché unos suaves gemidos que despertaron mi preocupación. Entonces, ingenuamente, me dirigí hacia su alcoba para despertarla de lo que yo imaginaba era su pesadilla; pero cuando me asomé a su puerta entreabierta me di cuenta de que, para mi suerte, me había equivocado. Y presencié la escena más hermosa jamás imaginada, que cambió mi vida para siempre.
Ella estaba recostada en su cama con los ojos cerrados, y con sus gráciles manos recorría lentamente todo su cuerpo, apretando y arrugando la seda de su camisón violeta, que poco a poco iba descubriendo esos pechos, tan apetecibles como sus carnosos labios color rubí. La luna, desde la ventana, bañaba caprichosamente su blanca piel y en la oscuridad de la noche, transformaba las contorsiones de ese agitado cuerpo en un mágico y maravilloso juego de luces y sombras. Mi corazón no hacía más que latir como un caballo desbocado, y sin entender lo que me pasaba, la necesidad de mirar se volvió imperiosa.
Comencé a desearla cuando la vi jugar con su sexo ardiente y mojado. Abrió sus piernas y sus jugos brillaron como finos ríos de plata ante el resplandor de la luna; ríos que iban a morir a un mar que yo imaginaba dulce y tormentoso, agitado por las olas de sus dedos que se hundían en él inquietos y desesperados, como buscando un tesoro perdido. Y el tesoro fue encontrado. Lo supe cuando la escuché gemir y jadear y retorcerse con la desesperación de un condenado a muerte, mientras sus entrañas se aferraban espasmódicamente a ese improvisado barco que ella hizo naufragar en sus profundidades, socavando los confines de su ser. Y después de la tormenta, llega la calma. Las olas se aquietan y devuelven los despojos a la playa. Se dejó volar unos segundos exhalando un largo y suave suspiro de placer y, con la satisfacción dibujada en sus ojos, giró su rostro hacia la puerta, me miró con una sonrisa cómplice y se entregó a esa lasitud que trae al sueño. El espectáculo de luces y sombras había terminado, y la luna contorneaba su figura mientras dejaba al desnudo entre sus curvas los sinuosos caminos del placer. Y yo, desconcertada, me fui a dormir con mi tormenta a cuestas.
Cuando Santiago se levantó para ir a trabajar al día siguiente, yo apenas había dormido algunas horas. Pero mientras servía su desayuno, le noté una chispa y un romanticismo poco frecuentes en él a esa hora de la mañana.
– No sabía que mi mujer podía convertirse en una amante tan apasionada – me dijo mientras me abrazaba por la espalda, tomándome de la cintura y besándome el cuello tiernamente.
– Anoche estuviste fantástica.
Reí pudorosamente, sin saber qué decir. ¿Cómo hacer para explicarle las verdaderas razones de tan inesperado desborde de pasión a esa hora de la noche, sin que se sienta dolido? No podía contarle lo que había visto, y mucho menos lo que había descubierto en mí. Pasó que esa noche, después de lo presenciado, mi excitación era tan grande que al volver a mi cama no podía retirar las imágenes de mi mente. Y mientras pensaba en ella, comencé a besar a mi marido y a acariciarlo con toda esa ternura y esa pasión que ella me había inspirado. Él despertó desconcertado, pero dispuesto a continuar con el juego. Su boca se apoderó de mis pechos con la urgencia de un león hambriento, erizando sus pequeñas puntas morenas. Y yo, imaginaba sus carnosos labios color rubí. Él recorría suavemente con sus dedos todos los laberintos de mi piel. Y yo, recordaba sus gráciles manos desnudando esos apetecibles pechos de miel.
Ya fuera de mí, sólo buscaba librarme de ese deseo cuando me vi sentada sobre él cabalgando desenfrenadamente sobre su miembro viril y generoso. Mi sexo lo fagocitaba vorazmente al tiempo que mis caderas se mecían acunando mis pensamientos más prohibidos. Y pensé en sus ríos. Y en su océano. Y en las olas de sus dedos buscando el tesoro perdido. Al fin estallamos en medio de un improvisado coro de gemidos contenidos. Cansadamente, me dejé caer hacia mi lado de la cama. Cerré los ojos y, secretamente, le dediqué a ella mis suspiros.
Después que mi marido se marchó a su trabajo, regresé a mi cama un poco culposa y avergonzada. Por primera vez en mi vida, sentí que lo había engañado. Pero no iba a volver a suceder. La luz del día pone claridad en los pensamientos y nos trae nuevamente a la realidad. “Fue la noche, el calor, la curiosidad” pensé. En otras circunstancias, yo nunca desearía a una mujer. Y traté de olvidar lo sucedido.
Los días siguieron pasando y nos dedicamos de lleno a nuestro trabajo: Virginia me había pedido que decorara lo que iba a ser el despacho del gerente de uno de los centros comerciales, porque la empresa tenía un tiempo límite para cumplir con los contratos y el trabajo era arduo y complicado. Yo acepté gustosa el desafío. Además, trabajar para semejante empresa sería una buena carta de presentación en mi currículum. El día de la entrega de nuestro proyecto, nos habíamos levantado más temprano que de costumbre, porque debíamos ultimar varios detalles importantes. Gracias a Dios, esta vez podríamos trabajar más tranquilas, porque el calor había dado paso a una fresca y copiosa lluvia de verano, que golpeaba y corría por las ventanas transformando las plantas del jardín en fantasmas verdes agitados por el viento.
La radio me acompañaba siempre en mis solitarias horas de trabajo, pero esta vez, fue Virginia la que decidió que escucháramos un poco de Bernstein y Gershwin, ya que esto nos ayudaría a lograr mayor productividad en menor tiempo. Y no se equivocó. Por habernos levantado más temprano y sabiendo que nadie sale a hacer visitas en un día como éste, ambas nos habíamos quedado en nuestra ropa de dormir. Su camisón, rojo y un poco transparente, la cubría hasta los pies, pero el escote de su espalda dejaba ver audazmente su cintura, mientras la diminuta ropa interior de encaje de seda se traslucía indiscretamente al contacto con la gasa. Yo había dormido con mi remera favorita, una sudadera trama ancha de mi marido, blanca y de grandes sisas que por momentos dejaban ver los flancos de mis senos despreocupadamente.
Dibujábamos concentradas y en silencio mientras los acordes de “Tonight” llenaban el estudio. En un momento, por tratar de alcanzar unos pinceles de la repisa cercana al escritorio de Santiago, Virginia se alzó sobre las puntas de sus pies apoyando una de sus manos sobre el sillón giratorio. Inesperadamente éste cedió, y ella cayó golpeando fuertemente su cuello contra el posa-brazos de metal. Acudí en su ayuda con rapidez, y mientras ella se incorporaba dolorida y se sentaba en una silla, sólo atiné a masajear suavemente sus hombros y su cuello para calmar su malestar. Al tiempo, “Summertime” llevaba el ritmo de mis manos. Parada detrás de ella, podía ver bajo ese escote su pecho asustado y palpitante. Y esos senos… blancos, redondos y prohibidos, como la luna que los vio nacer entre las sombras esa confundida noche de placer. Y recordé su camisón violeta… sus curvas, sus gemidos, su mirada y su sonrisa cómplice. Mi confusión y mi vergüenza. Mi tentación y mi delirio.
Después de unos segundos, ella tomó mis manos y girando hacia mí, las besó mientras me agradecía la atención y se incorporaba, recorriéndome con sus ojos claros. Las piernas comenzaron a temblarme y el pudor obligó a mis ojos a alejarse de su rostro para vagar desorientadamente por el cuarto.
– Es hora de tomar un café – inventé, aturdida por el calor de mi sangre que se agolpaba en mi piel y delataba mis temores.
Me dirigí rápidamente a la cocina, más que nada para huir de esa tentación que no podía confesar. El corazón se me agolpaba en el pecho y mi respiración parecía no encontrar el aire suficiente. La tormenta se había desatado también en mi interior; mis sentidos eran ahora los cristales deformantes del deseo y mis sentimientos los agitados fantasmas de la pasión.
Cuando volví al estudio con las tazas de café, la vi inclinada sobre el tablero coloreando unos arbustos, mientras los finos breteles de su camisón caían como al descuido sobre sus brazos dejándome ver sus desbordantes pechos. Me miró con sorpresa, se acomodó el escote y tomó su taza de café. Yo no podía dejar de mirarla, deseándola secretamente. Nunca habíamos hablado de su pareja y de las causas del fracaso de esa relación. Ella era extrovertida, pero muy reservada en sus asuntos personales.
Mientras Bernstein hacía su trabajo con “Somewhere”, nos habíamos sentado displicentemente en el sofá a saborear nuestro café. Fue entonces cuando noté que acomodaba reiteradamente las sisas de mi sudadera, incómoda (pensé) por alguno que otro sorpresivo desnudo de mis senos, que se escapaban por ellas quizás por nerviosos e impacientes. Rozó como al descuido mi piel con el dorso de sus dedos acariciándome suavemente, en un intencionado accidente que sólo después llegué a comprender. Mi corazón comenzó a dar saltos y casi sin querer, me sumergí en el poderoso hechizo de sus ojos azules, ocultos tímidamente bajo sus dilatadas pupilas. “María” inundó con la magia de sus sonidos todo mi ser. Los violines me empujaron al abismo de su boca, tantas veces deseada. Y la besé. Sin saber lo que hacía y arriesgándome al rechazo, la besé. Casi ni pude creerlo cuando ella tomó mi cuello entre sus manos y se apoderó de mis labios sorprendidos. Me besó desesperadamente mientras yo saboreaba su aliento entrecortado y tibio. Al instante, en un arrebato de conciencia se alejó, perturbada, dándome la espalda.
– No podemos, no debemos. Tarde o temprano la realidad terminará por destruirlo todo – me dijo.
Pero ya era tarde. Ahora, mi realidad era ella. Desde mi lugar mis ojos disfrutaban de su larga columna como perlas nacaradas. En silencio y para consolarla, fatigué su espalda de lentas y llamadoras caricias. Para terminar de convencerse quizás, giró hacia mí y lentamente dejó caer la roja gasa hasta su cintura, ofreciéndome tímidamente sus pechos desnudos. Me abalancé sobre ellos, por miedo tal vez a que volaran como dos palomas temerosas, y los besé y los mordí… y los mojé, mientras ella me acariciaba con la sensibilidad que sólo una mujer puede tener. Deslizó sus manos bajo mis axilas y se apoderó de mis pequeños pechos apretándolos con frenesí.
Ya sin poder reconocerme, me arranqué la ropa para sentir sus pechos contra los míos, al tiempo que buscaba su boca y con el peso de mi cuerpo, la recostaba lentamente en el sillón. Ya embriagada por sus besos, mis dedos se hundieron en sus bragas, buscando en su capullo ese botón mágico que me abriría las puertas de su ser. Y al instante, sin recelos, abrió sus piernas y me ofreció su sexo como una joya preciosa. Bebí desenfrenadamente de su fuente que, como el agua salada, sólo me provocaba más sed. Y con mis rodillas a los costados de su rostro, le di también de beber mis jugos tibios.
– Juega – le indiqué – Siente mi ardor.
Su lengua fue presa de mis arenas movedizas que la atrapaban y la sumergían empecinadamente a sus profundidades. Éramos dos brasas encendidas. Dos llamas crepitantes avivadas por la lujuria. Sentí cómo sus dedos se abrían paso entre mis carnes, y cómo los míos la hacían estremecer en un quejido largo y desgarrado. “Mi amor…” la oí susurrar. Nuestros dedos comenzaron a agitarse en una danza de jadeos y gemidos, hasta que pudimos sentir por fin el latir de esos muros estrechos y carnosos, fundidos en dos orgasmos que palpitaban acompasadamente junto a las campanadas del reloj. Con sus once golpeteos, aquel mudo testigo parecía advertirnos discretamente desde el comedor que mi marido estaba pronto a regresar para el almuerzo.
– ¿Terminaron el proyecto? – preguntó Santiago mientras Virginia y yo levantábamos los platos de la mesa.
– No. Porque esperamos algunas indicaciones en la reunión de directorio de esta tarde, para darle los últimos detalles – y me miró disimuladamente, como buscando aprobación.
– Sí – contesté un poco nerviosa y esquiva, temiendo que leyera en mis ojos la mentira – Debemos estar en la empresa a las cuatro de la tarde.
Cuando el reloj dio tres campanadas, estábamos listas para partir y mi marido acababa de levantarse de su corta siesta, para salir de nuevo a la oficina. Era para él una época de mucho trabajo, ya que enero es el mes que los estudios contables tienen para realizar los balances y presentar la documentación en los organismos pertinentes.
– Nos vemos esta noche – me dijo él provocativamente, dándome un beso y apretando mis nalgas con sus manos.
– Si, claro – respondí un poco aturdida, apresurada por ganar la puerta; desde allí mi cuñada nos miraba, silenciosa.
– Vamos – le dije, y acomodando mi cartera al hombro me dirigí hacia el auto.
La reunión en realidad estaba programada para las seis de la tarde. Pero debíamos conversar, necesitábamos estar a solas para hablar de lo que nos estaba pasando. Habían sido muchas emociones para un solo día. Además, debíamos inventar una excusa verdaderamente buena que justifique nuestra solicitud de prórroga para la presentación del proyecto. Ya la lluvia había cesado y las plantas lucían sus colores con todo su esplendor. El tiempo que duró el trayecto hasta el bar cercano a la empresa permanecimos en un embarazoso silencio, yo sumergida en mi rol de conductora, y ella con los ojos clavados en la ventanilla. Cada una iba absorta en sus pensamientos. Sólo el ruido del motor y las bocinas de los autos nos hacían saber que afuera existía un mundo que seguía andando.
Acomodamos los planos en una de las sillas y pedimos dos cafés cortados. La conversación giraba en torno a temas sin trascendencia, sobre los cuales tratábamos de mantener un forzado interés. Luego de que el mozo nos interrumpiera para dejarnos el pedido, no pude evitar comenzar con la charla que nos había llevado hasta allí.
– ¿Qué haremos con esto? – pregunté – No quisiera lastimar a nadie.
– A mí no me lastimas – respondió. Hizo un minuto de silencio y agregó:
– Alguna vez me preguntaste por qué rompí con mi pareja, y yo te contesté con evasivas ¿Recuerdas? Fue porque le confesé mi condición de bisexual. Y nunca me creyó que la quería. Ella proclamaba que una bisexual siempre termina enredándose afectivamente con un hombre.
La miré desconcertada, sin entender muy bien lo que decía.
– Pero… entonces tu pareja…
– Sí – respondió – Mi ex pareja se llama Alice. Sólo que aquí nadie lo sabe.
– Entiendo… – respondí, mientras me reponía un poco de la novedad.
Pero ahora todo comenzaba a encajar: su soltería, su carácter reservado, sus amores misteriosos… su atracción por mí. Me sentí un poco aliviada cuando me di cuenta de que acababa de descubrir mi condición de bisexual, y digo aliviada porque siendo así podía explicar la atracción y el amor que todavía sentía por Santiago. Y así como Virginia nunca llegaría a enamorarse de un hombre por amar a las mujeres, estaba convencida de que yo jamás querría a una mujer y que mis relaciones con ellas sólo se limitarían a la búsqueda del placer carnal. Además, yo amaba a mi marido.
Ella me confió que en un primer momento, cuando comenzó a sentirse atraída por mí, la perturbaba el hecho que fuera su cuñada. Pero luego no vio nada de malo en que pudiéramos jugar un poco por placer, sin compromisos. Además, Santiago era mi esposo y a eso nada podría modificarlo. Sólo bastaron unos días para que me diera cuenta de toda la verdad. Aliviada yo un poco de la culpa, seguimos charlando y riendo esperando que llegue la hora de ir a la reunión. Habíamos decidido pedir la postergación de la entrega aduciendo una imprevista indisposición mía por un viejo problema de riñón, que en realidad de cuando en cuando me atacaba. Antes de salir, nos dirigimos a la toilette para retocarnos el maquillaje. Parada frente al espejo, buscaba en mi bolso el lápiz labial cuando siento que Virginia echa llave a la puerta y se abalanza jocosamente hacia mí.
– ¡No escaparás, villana! – exclamó en tono cinematográfico mientras se sacaba el top y me abrazaba por la espalda, riendo y refregando su cuerpo contra el mío. Yo podía mirar a través del espejo cómo devoraba mi cuello con exagerados besos y mordiscones mientras metía sus manos por debajo de mi blusa, levantando mi corpiño y apretando mis pechos. Podía sentir los movimientos de su pubis contra mis nalgas y sus duros botones en el escote de mi espalda.
– ¡No, espera! – le advertí riendo y apartándola de mí – ¡Nos esperan en la oficina!.
– Te preocupas demasiado – acotó livianamente – Si sólo nos llevará unos minutos.
Me tomó por la cintura y me sentó sobre el lavatorio. Levantando mi pollera abrió mis piernas y acomodó mis rodillas cerca de mi cara. Se inclinó divertida y con su cara enfrente de mi sexo, me corrió la tanga sosteniéndola con una mano, mientras con sus otros dedos jugaba en mi interior como una adolescente. Su inquieta lengua me hizo estremecer en un orgasmo silencioso y clandestino como nuestro juego. No había terminado de disfrutar de mi clímax cuando llamaron a la puerta. Casi me muero de susto. Por unos segundos, había olvidado que estábamos en el baño de un bar. Me incorporé violentamente acomodando mi ropa con urgencia y tratando de disimular mi excitación, mientras Virginia me observaba burlona.
-¡Un momento! – gritó ella mientras reía compulsivamente y se calzaba otra vez su top blanco – La llave se atoró.
Salí como un rayo del lugar, y ruborizada y avergonzada me dirigí directamente al estacionamiento. Virginia tuvo que ocuparse de levantar los planos y de pagar la cuenta. Esta vez condujo ella. Esta vez, nos miramos con picardía, como dos criaturas que acaban de mandarse una travesura; y el embarazoso silencio dio lugar a las sonrisas.
Solucionados los conflictos y aclaradas mis dudas, retomé mis actividades con normalidad. Mi vida con Santiago era buena, nuestras relaciones íntimas se daban con la regularidad de siempre, y de vez en vez, con Virginia aprovechábamos las mañanas libres para jugar un poco por la casa: el baño, el living, la cocina. No olvidaré aquella vez cuando preparaba el postre favorito de mi marido y terminamos todas pegajosas y relajadas. En esos días los rayos del sol caían como dagas y habíamos decidido broncearnos un poco antes de que el sol se tornara agresivo. Nos metimos un rato a la pileta y luego nos quedamos en nuestros trajes de baño. A las diez de la mañana, el calor ya comenzaba a hacerse notar. Ella se puso a trabajar sobre los planos de un subsuelo que debía tener acceso a uno de los subtes de la ciudad y estaba teniendo problemas con la distribución del sistema de ventilación. Eso, en una ciudad tan calurosa como ésta, era sumamente delicado. Hizo un alto en sus tareas y fue a la cocina, donde yo me esmeraba en respetar los pasos de la conocida pero complicada receta; el postre debía salirme perfecto, por dos razones: era el predilecto de Santiago y además, ese día era su cumpleaños.
Después de curiosear en la heladera, Virginia se apoyó contra la mesada a mirar lo que cocinaba mientras mordisqueaba distraídamente una manzana. Para llamar su atención, tal vez llevada por un inconsciente deseo de poseerla otra vez, metí mis dedos en el dulce de leche y los llevé a su boca. Ella, sin dudar comenzó a lamerlos gustosa. Mirándome provocativamente a los ojos los limpiaba lenta y pausada con su lengua, los aprisionaba con sus labios y los hundía profundamente hasta su garganta. Sin pensarlo más saqué sus pechos del corpiño y comencé a masajearlos con suavidad cubriéndolos con la crema chantilly que tenía para el relleno. Los llevé a mi boca para comerlos golosamente frotando sus grandes y duros botones con la punta de mi lengua. Y a las dos nos envolvió la locura: la tiré sobre la mesa y la dejé completamente desnuda al tiempo que ella habría sus piernas entregándose completamente. Tomé la miel y la derramé sobre su vientre y sobre su vulva carnosa y depilada. Desde allí vi cómo corría por los labios y se agolpaba en su panal. Me convertí entonces en un oso que busca su alimento preferido: lamí su sexo ávidamente y en el intento de extraer la miel producida en sus entrañas, hundía mi lengua y refregaba mi cara con desesperación. Sus contorsiones me avisaban que el clímax había llegado. Agitada, bajó de la mesa, me puso a cuatro pies en el suelo y abriendo mis nalgas con sus manos, lubricó mi orificio trasero para hacerlo jugar delicadamente con sus dedos. Se quitó el pañuelo con que sujetaba su cabello y me tapó los ojos.
– No te muevas – me dijo al oído – Ya regreso.
Le hice caso y al minuto la oí volver. No podía verla, pero sentía su lengua recorriendo todos los rincones de mi piel. Se arrodilló detrás de mí, y sorpresiva y maravillosamente, sentí que mis carnes se abrían al paso de su inmenso miembro sujeto a unos arneses que rodeaban sus caderas. Y grité. No lo esperaba. Ella se movía rítmicamente, y yo trataba de recuperar la respiración mientras todo mi cuerpo era bombardeado por desconocidos espasmos de placer. Nos tiramos de espaldas en el piso para recuperar el aliento. Permanecimos unos minutos en silencio. Imprevistamente giró hacia mí apoyando su cabeza en uno de sus brazos, me miró y corriéndome el cabello del rostro.
– Te amo – me dijo tristemente – Siempre te amé.
Yo enmudecí por unos instantes, pero cuando adivinó mis intenciones de articular palabra, puso sus dedos sobre mis labios y acotó:
– Shssss. No tienes que explicarme nada. Sabía que el día que te lo confesara, te perdería. Está todo bien, son las reglas del juego. Mi hermano es un hombre muy afortunado. Dentro de un mes cada cual seguirá su camino. Sólo quería que lo supieras.
Los días que sucedieron a aquella preocupante confesión me habían llenado de desasosiego. Me había vuelto parca y distraída, tal vez no quería entender lo que sucedía. Habíamos jugado con fuego y estábamos empezando a quemarnos. Mi relación con Virginia ya no era la misma. Nos habíamos alejado. Ella se había vuelto más callada y dedicaba la mayor parte de su tiempo casi obsesivamente a su trabajo. Si Santiago me buscaba con besos o caricias en su presencia, siempre encontraba el pretexto para escabullirse. Tal vez no quería salir lastimada. Santiago comenzó a notarme distinta, y me lo hizo saber. Nuestros encuentros íntimos se habían vuelto para mí una obligación más que una necesidad. Fue entonces cuando comencé a darme cuenta con preocupación de que extrañaba sus juegos, sus bromas; que me hacía falta sus caricias, sus besos, su ternura de mujer. Su indiferencia me estaba dañando y yo no era capaz de asumirlo. Pero mi corazón ya no pudo mantener su compostura el día que recibí su correspondencia y leí el remitente: Alice Harrison. Los celos empezaban a carcomerme poco a poco. Cuando me contó que su ex pareja la esperaba para intentar retomar la relación, me volví loca. No soportaba más aquella situación, pero no sabía qué hacer. Cuando Santiago se metió a la cama por la noche y comenzó a acariciarme, fingí dormir profundamente para no tener que ceder a sus inoportunos antojos. El infierno se había apoderado de mí. Ya no podía apartarla de mi mente. Ahora, recostada en mi almohada, podía reconocer que la deseaba más que a nada en el mundo. Sólo pensar en nuestros momentos de pasión me hacía necesitar su cuerpo desesperadamente. Con dolor, había descubierto mi verdad.
Después de que Santiago se fuera a la oficina, me quedé recostada en mi cama acompañada de mis pensamientos. Era muy temprano y Virginia todavía dormía en su habitación. Yo recordaba el día que la vi bajar del auto, cansada del viaje; las mañanas, aquella charla en el bar el día de la entrega del proyecto… Y pensar que habíamos convenido jugar un poco… sólo por placer y sin compromisos. Cansada ya de evadirme en mis recuerdos, me levanté pesadamente para refrescarme un poco la cara. Y no pude evitar mirar hacia su alcoba. La vi allí, dándome la espalda, durmiendo plácidamente recostada sobre el lado izquierdo de la cama. Y decidí contarle mi verdad. Sin importarme ya las apariencias, me metí con prisa entre sus sábanas. La abracé fuertemente por la espalda, y bebí desesperada de la droga tentadora de sus cabellos.
– Te amo – le dije mientras mis manos recorrían sedientas sus caderas, tratando de recuperar tantos días de deseo contenido.
Sin decir nada, giró hacia mí y me respondió con un mojado beso de pasión. Mi piel recuperaba estremecedoramente esas inquietas caricias femeninas, que me envolvían en un sopor tranquilo y profundo.
Nos hicimos el amor como la primera vez. Y no hubo palabras. Nuestros cuerpos habían aprendido el lenguaje del amor. En la erótica coreografía de nuestra danza, nos penetramos mutuamente con sus juguetes hasta fundirnos en esos incontenibles y desgarrados gritos de placer. Desde ese día habíamos decidido aprovechar todo el tiempo que nos quedaba por compartir, porque pensar en lo descabellado de nuestra relación sólo nos haría sufrir y formular preguntas imposibles de resolver. Yo tenía una vida con Santiago, una profesión, amigos, parientes, y no podría soportar el juicio y la censura de la gente. Además, Santiago era un excelente esposo.
Los días que sucedieron fueron inolvidables: después de confesarnos nuestro amor, nuestras relaciones dejaron de ser un juego (aunque hoy me doy cuenta que nunca lo fueron). Luego de la partida de Santiago a su trabajo, Virginia solía escabullirse hasta mi cama a ver un poco de televisión y a acariciarnos mutuamente. Algunas veces, terminábamos enredadas en nuestros juegos secretos y calientes. Pero el día de su partida se acercaba. Habíamos hablado muy poco acerca de ese tema, quizás por no querer enfrentar el paso del tiempo que, tarde o temprano, nos alejaría. Cada una tenía sus obligaciones y, aunque nos angustiaba la idea de separarnos, sabíamos que eso ocurriría irremediablemente.
El día anterior a su partida habíamos decidido tomarnos el día libre para despedirnos y le dijimos a mi marido que teníamos que viajar temprano a otra cuidad por cuestiones de la empresa, y que regresaríamos ya entrado el anochecer. Virginia había reservado una habitación en uno de los mejores hoteles de la ciudad; una ocasión especial, merecía un lugar especial. Llegamos al hotel cerca del mediodía. La dos estábamos un poco nerviosas, como una pareja de recién casados en su luna de miel, y no sin razón: no era la primera vez, pero seguramente, iba a ser la última, la despedida. Apenas entramos a la habitación, pedimos el almuerzo y nos alistamos para darnos un largo y reconfortante baño de inmersión. Ya en el agua tibia y jabonosa, podía disfrutar viendo cómo la espuma resbalaba por su cuello y ocultaba sus sabrosas moras maduras. Ella se refregaba los pechos y ocultaba las manos entre sus piernas, mirándome provocativamente e invitándome a jugar. Y no me hice de rogar. Puse sus pies a ambos lados sobre los bordes de nuestro pequeño mar privado y apoderándome de su ostra sumergida y caliente, fui abriéndola suavemente con mis dedos hasta hacer saltar en su interior la perla negra del placer. El timbre anunció que el almuerzo acababa de llegar.
Comimos en la alfombra envueltas en nuestras toallas de baño, y la veía particularmente empeñada en darme de comer el postre, sin advertir sus intenciones. Cuando llegó el turno de las frutillas con crema, extendió la cuchara ofreciéndome una y pidiéndome que la siguiera lentamente con mi boca. Así lo hice intrigada, hasta que me vi frente a sus pechos descubiertos y erizados. Sin esperar un segundo los lamí, los mordí, los besé… mientras ella me arrancaba la toalla y me recostaba en el suelo. Impaciente, le ofrecí la frutilla de mi sexo que saboreó, frotó, succionó… y preparó para la sorpresa final. Jugó también con mi orificio trasero, que yo sentía dilatarse generosamente con su lubricado y delicado juguete, que luego dejó en su interior y me hacía gozar. Jadeante y desesperada por mi excitación, le imploraba que me penetrara con sus dedos pero ella se rehusaba. Yo no entendía qué pasaba cuando imprevistamente sentí que, quitándose la toalla, se recostaba sobre mí y hundía también en mis entrañas su juguete con arnés, cabalgándome frenéticamente mientras me acariciaba y me besaba con desesperación.
– Te amo, te amo – repetía a cada movimiento de su pubis – Y haré lo imposible para que vuelvas a estar conmigo.
Yo sentía sus juguetes moviéndose entre mis carnes hambrientas y enrojecidas y el éxtasis del placer me quitaba la respiración. No sé si fue su doble penetración, sus movimientos o sus palabras, pero fue el estremecimiento más intenso que tuve en mi vida. O fue que, quizás, me dijo lo que siempre había querido escuchar. Después de descansar un rato, nos dimos un baño y salimos a recorrer un poco la ciudad, ya que ella quería llevar algunos regalos para unos amigos. Las últimas palabras que había pronunciado mientras hacíamos el amor resonaban en mi cabeza y me llenaban de incertidumbre; tal vez avivaban en mí una esperanza que no quería tener; tal vez, me obligaban a reconocer que era eso lo que yo realmente deseaba, pero que no estaba dispuesta a hacer nada para conseguirlo. En el fondo, era una cobarde. Ella era capaz de jugarse por mí, y eso me daba miedo.
Ya todo estaba listo para su partida. El vuelo estaba programado para las 19 horas. Cuando llegamos al aeropuerto, nos comunicaron que había un frente de tormenta en una zona cercana y que el vuelo se retrasaría al menos una hora. Entonces, decidimos tomar un café en el bar. Santiago se mantenía un poco al margen de nuestras conversaciones, como siempre. Estaba distendido pero sentía que observaba con disimulo nuestro comportamiento, y eso me ponía incómoda.
– Espero volver pronto – dijo Virginia – Si no, tendrán que ir ustedes en sus vacaciones – continuó.
– Claro, sobre todo ustedes, que se hicieron “tan amigas”- respondió Santiago en un tono sonriente e irónico, al que no dimos importancia por estar nerviosas y angustiadas y tener que disimularlo. “Estaba celoso de nuestra amistad”, pensamos.
Antes de partir nos dirigimos a la toilette mientras mi marido nos esperaba con los bolsos en la sala principal.
“Haré lo imposible para que vuelvas a estar conmigo”. Sus palabras daban vueltas en mi cabeza. No lograba entenderlas. Eso para mí, era un sueño inalcanzable. Apoyé mi cuerpo contra la pared suspirando para liberar mi angustia, cuando sentí que sus labios se apoderaban de mi boca con frenesí. Nos fundimos en un largo y desesperado beso, sin palabras. Al terminar, una señora mayor, desde el lavamanos nos miraba, atónita. Sin inmutarse y dirigiéndose a ella, Virginia comentó mientras me tomaba de la mano para salir de aquel lugar:
– Acaso no dicen que “el amor tiene cara de mujer?” – y rió divertida.
– Les escribo – comentó antes de darnos el último abrazo y dirigirse al sector de abordaje. Por supuesto, nos abrazamos como dos buenas amigas.
Mientras el avión se alejaba comencé a asumir que ya no la vería, y que tendría que esforzarme por lograr que mi vida volviera a la normalidad. Me embargaba la tristeza.
– Estás muy callada – observó Santiago.
– No es nada – respondí disimulando – Estoy un poco cansada, eso es todo – Y nos dirigimos camino a casa, mientras el sol comenzaba a esconderse en el horizonte.
Los meses se sucedían normalmente, y poco a poco fui retomando mi rutina de siempre. De cuando en cuando recibíamos un e-mail de Virginia, dirigido a ambos y contándonos cómo era su vida en California. Generalmente, era yo la que respondía el correo en nombre de los dos. Por correspondencia, por supuesto, no podíamos hablar de nuestras cosas, así que en los momentos en que mi marido no estaba en casa nos poníamos de acuerdo para chatear sobre nosotras, sobre nuestros sentimientos. “Te extraño” me confesaba “Extraño tu cuerpo, tu sabor, tus jadeos, tus besos, tus caricias de mujer. Recuerdo uno a uno los momentos que pasamos juntas y mi deseo no tiene sosiego“. Y yo también le contaba lo que sentía: hacer el amor con Santiago ya no era lo mismo, y muchas veces en su ausencia me masturbaba imaginando nuestros momentos de pasión. La necesitaba cerca de mí.
Fue en una de esas charlas que me confesó que tenía una sorpresa para mí y que pronto me llegaría por correo. Sólo que tendría que abrirlo en ausencia de mi marido. Sería algún regalo, ya que se aproximaba el día de mi cumpleaños. ¿Pero por qué abrirlo a solas? Regresaba apurada después de un largo día de trabajo, cuando Santiago me comenta:
– Hay un sobre para vos, llegó por correo.
– ¿Un sobre? – exclamé sorprendida. Yo esperaba una encomienda. Miré el remitente: era ella; recordé su sugerencia y lo dejé sobre la mesa.
– No vas a ver qué tiene? – preguntó él intrigado.
– Ahora no – disimulé – Estoy cansada, mejor mañana.
Esa noche casi no pude dormir por la ansiedad. Sin poder contenerme más, me levanté a media moche para abrir el sobre y conocer cuál era la tan esperada sorpresa. Cuando lo vi, no podía creerlo: era una nota del gerente de la empresa donde ella trabajaba solicitando mis servicios por tres meses. Por comentarios de Virginia acerca de nuestros trabajos, había creído conveniente que fuera yo quien colaborara en un proyecto presentado por ella para la construcción de un importante centro cultural en las afueras de la ciudad. No lo podía creer. Junto a la solicitud, una nota de ella que decía:
“Mi amor:
Espero que mi sorpresa nos devuelva esa felicidad que algún día tuvimos. Por favor explícale a Santiago que no puedes perder esta oportunidad laboral y que los meses pasan volando. Muéstrale la otra carta que te mando junto con esta. Si aceptas, tienes que estar aquí en dos semanas. Después de leer, quema esta carta. Te extraño. Te amo. Te espero.”
Aturdida por los nervios, creí escuchar que Santiago se levantaba de la cama y me apresuré a guardar la nota en el bolsillo del delantal de cocina, que tenía cerca. Para justificar mis andanzas noctámbulas me dirigí al baño apresuradamente. Cuando volví a la cama, Santiago dormía plácidamente.
Al despertar por la mañana, Santiago ya se había ido a trabajar. Entonces me di cuenta de que me había dormido. Me levanté cansada por el desvelo y fui directamente al sobre. Entonces, recordé que debía quemar la carta de Virginia que había escondido en el bolsillo del delantal. Después de releerla, lo hice sin dudar. Mientras me vestía ensayaba mentalmente los argumentos que esgrimiría ante mi marido para justificar valederamente mi decisión de viajar: “sólo sería por unos meses”… “era importante para mi currículum”… “el sueldo era más que tentador”… además, trabajaría con su hermana. No podía decirme que no.
Cuando Santiago volvió al mediodía, le mostré la nota del gerente y la otra carta de Virginia en la que justificaba la necesidad de que sea yo quien trabajara con ella. Santiago me miró pensativo y permaneció callado. Tanto silencio estaba comenzando a incomodarme.
– ¿Qué pasa, Santiago? – pregunté, un poco nerviosa.
Esperó unos minutos y, mirándome a los ojos, contestó:
– La carta. En el bolsillo del delantal. La encontré temprano, al hacerme el desayuno.
De pronto sentí cómo las piernas se me aflojaban y un sudor helado comenzó a invadirme bruscamente. Me senté. El corazón quería salírseme del pecho. Tardé un poco en recuperarme, pero antes de que yo pudiera articular palabra, prosiguió:
– No te preocupes, al fin y al cabo, siempre lo supe, sólo me faltaba una confirmación.
Sin entender por qué se había dado cuenta, pregunté:
– Pero… cómo…
– Sólo bastaba verlas juntas – interrumpió él – A pesar de que se esmeraban en disimularlo, hay cosas que no se pueden ocultar. Y podría darles un consejo para el futuro: no se saquen la ropa interior debajo de las sábanas, siempre se escurren para los pies de la cama y quedan olvidadas.
Ahora entendía todo: su discreción en nuestras charlas, su alejamiento, la ironía en el aeropuerto, su silencio.
Yo no tenía palabras. Lloré. Por miedo y por vergüenza. Por él, pero también por mí. No hubiera querido defraudarlo. Si no la hubiese conocido… Lo abracé, pedí disculpas. Nada era suficiente para reparar el daño que le había hecho.
– Mi hermana no lo sabe, pero yo sabía de sus preferencias – me dijo para tranquilizarme – Aunque nunca la hubiera imaginado contigo. Pero no hay reproches, la vida nos impulsa a ser lo que debemos y a estar con quien tenemos que estar, verdaderamente.
Terminamos la conversación como adultos, sin rencores y aceptando la realidad. Yo, en el fondo, sentía un gran alivio. Al fin podría dejar de fingir ante él. El reloj anunciaba que Santiago debía volver a la oficina.
Estaba sentada, sola con mis pensamientos, mirando detrás del vidrio un paisaje que nunca creí que llegara a conocer. Pienso en ella, en su figura ese día caluroso que nos conocimos en el jardín de mi casa. En esa noche que la vi en su cuarto, jugando a la luz de la luna. Los recuerdos se agolpaban en mi mente y no hacían más que avivar el fuego que me carcomía las entrañas y que sólo sus llamas eran capaces de calmar. Sí, calmar brasa con brasa. Sólo el fuego de la pasión es capaz de aceptar tal teoría.
La azafata anunció que íbamos a tocar tierra, arrancándome de mis meditaciones. De pronto, parada en la escalera, mis ojos la buscaban, mi corazón la llamaba, mi cuerpo la esperaba con esa ansiedad que provocan los momentos importantes. Y de pronto, la divisé entre la multitud. Ella corrió hacia mí, y yo, dejando mis bolsos en el suelo, la abracé y la besé con la desesperación de un sediento en el desierto, estrechando sus tibios pechos contra mi cuerpo. Ya nada me importaba. Quería que me vieran besarla, acariciarla. Que supieran que me hacía falta, que la deseaba, que la amaba con todo mi corazón. Alrededor de nosotros el mundo seguía andando, monótono como una tragedia.
– ¡Tanto equipaje, parece que te mudas! – observó bromeando.
Reí con ella mientras retirábamos los bolsos y buscábamos un auto de alquiler. Es que no era el momento de darle mi sorpresa. Eso merecía una cena íntima en su departamento. Tal vez ahora “nuestro departamento”. Porque tendríamos que solicitar al gerente de la empresa que renueve mi contrato indefinidamente o me vería obligada a buscar otro empleo permanente. Mi vida con ella había comenzado.
Fin
Ivon, 2.004