No es fácil estar divorciada y dejar de tener sexo casi dos años. Mi cuerpo, aun robusto y apetecible, pese a mis cincuenta años, pedía sexo a gritos. A falta de una buena polla, vivía masturbándome en la cama, en la ducha, en el baño de la oficina y hasta en el mismo jardín de mi casa, cuando tomaba sol desnuda los sábados por la tarde. Fue justamente un fin de semana, cuando me di cuenta que la solución a tanta calentura acumulada, estaba en casa.
Roberto, mi ex-marido, pocos meses antes de divorciarnos y debido a que pasaba gran parte de su tiempo viajando por negocios, había comprado un enorme mastín color canela. Pese a ser cachorro, León – tal como lo habíamos apodado por su gran tamaño – inspiraba respeto y temor a cualquier desconocido; aunque en verdad, era demasiado dócil y juguetón. Roberto, como se mudo a un departamento, no se lo podía llevar, así que sin posibilidad de elegir, tuve que quedarme con León en casa. Hoy no me arrepiento de aquella decisión.
Sucedió un sábado caluroso. Como era costumbre, desplegué mi toallon en el jardín, aplique un poco de protector solar a mi piel y me eche desnuda a disfrutar del agobiante sol de enero. A los pocos minutos, cuando estaba comenzando a dormitarme debido al relajante calor, una gran sombra se acerco a mí. Al principio me tomo por sorpresa, pero luego me tranquilice al comprobar que era León, mi mastín, quien se acercaba juguetonamente. Con su enorme cabeza empujaba mi cuerpo, como invitándome a jugar con el. Gire, porque estaba de espaldas al sol, y allí con mi cabeza apoyada en la verde grama, a escasos centímetros del animal, tuve una visión espectacular que hasta el momento no había tomado recaudo: la gruesa y peluda verga de León; coronada en su base por un bulbo grande y redondo que, seguramente, acumulaba abundante leche virgen en cada uno de sus morados testículos.
Como León seguía empujándome con su cabeza, un poco temerosa, aproveche mi posición para acariciarlo y jugar con el. Le pase la mano acariciando el musculoso vientre y, poco a poco, acerque mis dedos al mástil de carne de mi joven mastín. Una vez que pude asirlo delicadamente con mi mano, comencé a practicarle una suave paja, bajándole la piel despacio y descubriendo una punta roja carmesí que brillaba de humedad. A León parecía no disgustarle el suave masaje que le propinaba a su verga, ya que le crecía e hinchaba a ritmo desenfrenado, doblando en tamaño a cualquier polla humana que me hubiese devorado hasta la fecha. Ahora, un poco mas cómoda debajo del animal, podía oler su sexo y quedaba fascinada por la vara roja de casi doce pulgadas que ya asomaba de su peludo capullo de piel.
Esta situación termino por humedecer totalmente mi raja, que a esta altura, manaba flujo caliente entre mis muslos. León seguramente olio que mi sexo se derramaba y, sin saberlo, me propino una lengüeteada de raja que me hizo llegar al orgasmo en menos de un minuto. Su larga y áspera lengua lamía mis grandes labios, los apartaba con destreza y se metía hasta el fondo de mi coño, causándome un placer indescriptible. Al mismo tiempo, note que León – como buen animal – comenzó a moverse como clásicamente lo hacen los perros cuando montan una perra en celo. Esto sin querer, acelero la paja que le estaba haciendo con mi mano y, cuando quise darme cuenta, León empezó a vaciar caliente y espesa esperma de su enorme barra de carne. Seguramente fue la calentura acumulada en dos años que me impulso a hacer algo que jamás hubiese imaginado. Viendo la esperma que bañaba parte de mis tetas y cara, agarre la verga de León, le corrí la piel hasta su bulbo e hice desaparecer esa manguera de semen en mi boca. Me pareció haber mamado casi medio litro de leche, y la sabrosa vara de mi adorable mastín, seguía latiendo y regando mi paladar.
Luego, notando que León seguía moviéndose frenéticamente sin encontrar una gruta caliente donde montarse y clavar su verga, me puse en cuatro como la perra mas encelada y empine mi cintura hacia arriba, dejando ante la vista del perro, mi culo peludo y de ojete abierto, oliente, sudado de placer, y una profunda raja pegajosa y deseosa de carne. El perro reacciono por instinto al segundo y casi me voltea de cara cuando quiso montarme. Su enorme verga seguía erecta – como si nunca hubiese vaciado un torrente de semen – y en su desesperada calentura – junto con la mía – me la introdujo de lleno en la raja de una sola embestida. León me cabalgaba, como buen animal, a un compás que ningún hombre podía igualar. Introduciendo su vara de carne hasta el fondo mismo de mi raja, sintiendo como su bulbo – a punto de meterse también en mi sudada cueva de sexo – golpeaba mis amoratados labios vaginales.
El miedo a quedar “abotonada”, como ocurre con los perros, me impulso a graduar con la mano sus embestidas, evitando que su redondo bulbo ingrese a mi raja. De pronto, mientras comenzaba a deleitar mi segundo orgasmo, sentí latir el caño de carne de León dentro de mí, y en el fondo de mis entrañas, recibí el chorro más potente y caliente de leche de toda mi vida. Una vez que León termino su tarea, y temiendo que algún vecino haya escuchado mis gemidos y presenciado el espectáculo más singular de su existencia, lleve a mi mastín hasta el dormitorio, lo acosté con suaves caricias en mi cama y limpie con mi lengua, los vestigios de leche que habían quedado en ya su flácida verga. Bebí hasta la ultima gota, exprimiendo sin reparo la manguera de semen de mi joven mastín.
Desde ese día, León no duerme mas en el jardín. Tiene un lugar reservado en mi dormitorio. Y más allá de haber aprendido a lamer el coño de maravillas, tuve la oportunidad de prestárselo a tres amigas de confianza, brindándoles horas de sexo y placer que ningún hombre hubiese podido igualar.
Ahora me estoy yendo a dormir y debo dejar de escribir. Tengo que ir al baño para untar con bastante vaselina mi ojete. Porque hoy a León, mi adorable mastín, le enseñare a comerse un buen culo.