MaryCarmen y su primera experiencia lésbica
Nunca imaginé que mi vida daría ese giro. Después de años al lado de Sergio, de rutinas, de costumbres y de esa falsa estabilidad que yo misma defendía, finalmente lo terminé. Cerré ese capítulo. Y no porque quisiera abrir otro… al menos eso pensaba entonces. Me dije que no necesitaba a ningún hombre, ni citas, ni complicaciones. Solo a mí misma.
Pero la vida, traviesa como es, siempre tiene otros planes.
Fue en ese proceso de reconstrucción cuando empecé a acercarme a Brenda. Ella era… distinta. Desenfadada, extrovertida, esa clase de chica que siempre parece tener la fiesta en la mirada. Formaba parte del consejo estudiantil y tenía contacto directo con los equipos deportivos, sobre todo el de voleibol. Fue precisamente durante el torneo estatal cuando terminé metida en su pequeño, pero muy exclusivo círculo.
Brenda se volvió mi cómplice, mi amiga, mi nueva rutina. Medía uno setenta, cabello pelirrojo, corto, perfectamente cuidado… pero lo que más llamaba la atención eran sus curvas. Esa cinturita apretada, caderas bien formadas y un par de pechos que siempre lucía con descarada naturalidad, como si el sostén fuera un accesorio prescindible. Ella sabía lo que provocaba, y disfrutaba ese pequeño poder. Y yo… yo empezaba a notarlo también.
Pero conocer a Brenda era conocer, inevitablemente, a Liliana.
Liliana… aún hoy suspiro al pensar en ella. Su belleza era distinta, casi peligrosa. Esa mujer tenía algo que te desarmaba, te dejaba sin aire. Ojos azules, enormes, profundos, enmarcados por unas pestañas de escándalo. La piel tersa, suave, los labios siempre perfectos, aun cuando sólo usaba un poco de color. Y luego estaba su cuerpo… no tan delgada como Brenda, pero, sinceramente, mucho más provocativa. Ese trasero firme, redondo, perfectamente esculpido, como si el gimnasio hubiera sido su amante durante años.
Se movía con una seguridad que hipnotizaba. Cuando Liliana caminaba, el mundo parecía detenerse un segundo. No era exageración. Lo veía en los ojos de los chicos. Y en los de muchas chicas también… incluida yo.
Al principio, mis encuentros con ellas eran casuales. Salidas, reuniones, fiestas en el departamento que el padre de Brenda le había alquilado cuando llegó a la capital. Ellas eran inseparables, amigas de toda la vida, criadas juntas hasta que la familia de Liliana se mudó a la ciudad. Pero la universidad las había vuelto a juntar… y a mí, poco a poco, me estaban arrastrando a su mundo.
Estando las tres libres de ataduras, nos habíamos vuelto inseparables. Las noches eran nuestras. Fiestas, bailes, antros o simples quedadas para beber, reír y ver a quién cazábamos con la mirada; así llenábamos nuestras agendas. Una de esas veces, fue Brenda quien organizó una reunión en su departamento. No sería una de esas fiestas desbordadas; no, esta vez sería algo más íntimo, exclusivo… sólo algunos amigos cercanos, conocidos del consejo, más algún colado que siempre se filtraba. Todo listo para el sábado por la noche. Brenda lo tenía planeado al detalle: bebidas frías, bocadillos listos, música suave que invitaba a las charlas, pero dejaba un espacio delicioso para el roce de miradas y palabras insinuantes.
Pero esa misma mañana, su madre le llamó para avisarle que la visitarían al día siguiente. Brenda, que ya conocía los rituales de su papá, nos explicó.
—Mi papá jamás arranca carretera antes de las 7:00 AM, así que llegarán como a las 9:00. No hay de qué preocuparse.
Aun así, nos pidió a Liliana y a mí que la ayudáramos a limpiar después. Obviamente, aceptamos encantadas. Ser cómplice de Brenda siempre era una pequeña aventura.
La noche llegó, y con ella, ese hormigueo excitante de sabernos listas para lo que fuera. Las tres nos arreglamos con esmero: maquillaje sutil pero efectivo, tacones altos, escotes generosos y las miradas cargadas de promesas. Llegamos al departamento de Brenda antes de la hora pactada, abriendo la noche con risas y los primeros tragos mientras esperábamos al resto.
Poco a poco, los invitados fueron llenando el espacio. Parejas, chicos solos, amigas de otras facultades… en total no seríamos más de veinte o veinticinco, pero la energía flotaba en el aire como electricidad a punto de estallar. La música, en su volumen justo, envolvía el ambiente en ese murmullo sensual donde el coqueteo fluía natural, mezclado con chismes, carcajadas y esas miradas que se sostienen un segundo más de lo permitido.
Ya pasada la medianoche, Liliana se acercó a nosotras con esa media sonrisa pícara que siempre anunciaba travesuras:
—Chicas, lo siento mucho, pero tengo que irme —dijo, con un tonito de falsa pena que ninguna se creyó.
Brenda y yo la seguimos con la mirada, cómplices, mientras caminaba hacia la puerta, donde la esperaba un chico alto, atractivo, uno de esos que había llegado con el consejo. Liliana, que sabía perfectamente lo que provocaba, sintió nuestras sonrisas maliciosas quemándole la espalda, así que justo antes de salir, se giró, nos guiñó un ojo y desapareció en el pasillo agarrada de su presa.
El resto de la noche siguió su curso entre copas y conversaciones cada vez más desinhibidas. Cuando el reloj marcó las 3:00 AM, solo quedaba una pareja. Amigos cercanos, de esos con los que ya no existen los filtros ni las vergüenzas. El alcohol, travieso, había hecho lo suyo: las lenguas estaban sueltas, los límites borrosos.
De pronto, como era inevitable, surgió el tema: el trasero perfecto de Liliana. Las bromas sobre lo que estaría haciendo en ese momento fueron subiendo el calor de la charla. Y de ahí, como una pendiente deliciosa, nos deslizamos hacia anécdotas picantes, confesiones atrevidas, risas ahogadas y esas miradas llenas de morbo.
La pareja, visiblemente encendida, no tardó en buscar su propio espacio.
—Nos vamos… ya saben —dijo él, mientras ella mordía su labio intentando contener esa sonrisa cargada de deseo.
Brenda, siempre rápida, les lanzó un comentario subidito de tono que me arrancó una carcajada contra el marco de la puerta, mientras los veíamos marcharse, seguramente directo a terminar la noche en otro escenario mucho más privado
Cuando cerramos la puerta, Brenda soltó un suspiro, como liberando lo último de la noche. A decir verdad, el desastre era mínimo: algunas latas vacías, botellas medio llenas, platos desechables abandonados y un poco de basura dispersa. Mientras ella sacaba un par de bolsas negras, seguimos hablando, manteniendo viva esa charla que ya navegaba entre anécdotas íntimas y bromas cada vez más subidas de tono. Cualquiera que nos hubiera escuchado se habría ruborizado… o excitado.
Terminamos de limpiar casi sin darnos cuenta. Brenda barrió los últimos restos mientras yo iba devolviendo los cojines a su sitio y acomodando las sillas. Exhausta, me dejé caer en el sofá, sintiendo cómo el cuerpo por fin empezaba a reclamar el cansancio de la noche. Brenda, con ese aire siempre resuelto, amarró las bolsas con un nudo rápido y murmuró.
—Las bajo mañana.
Poco después volvió con dos vasos fríos en las manos. El primer sorbo me supo a gloria: el líquido helado bajó por mi garganta seca, arrancándome un pequeño suspiro de alivio. Dejé el vaso a medio terminar sobre la mesita, cerrando los ojos apenas unos segundos, solo un instante antes de enfrentarme al dilema de pedir un taxi.
El silencio que nos envolvía era cómodo… un silencio cómplice. Solo el crujido suave del sofá nos acompañaba, justo cuando Brenda se acomodó a mi lado. Murmuró algo que no logré entender del todo, pero no le di importancia. Hasta que sentí sus dedos apartarme un mechón de cabello de la frente, con una ternura inesperada, como un gesto casi distraído… o quizás demasiado intencional.
Y entonces sus labios.
Oh, sus labios.
Húmedos, tibios, rozando los míos en un beso tan sutil como demoledor. Abrí los ojos de golpe y ahí estaba ella, tan cerca, pestañas largas descansando sobre sus mejillas, su respiración cálida acariciándome. No hubo espacio para pensar. Mis labios, traicioneros, respondieron sin pedir permiso, entregándose a ese roce suave y lleno de un deseo contenido que, en el fondo, ambas sabíamos que existía.
Su lengua jugueteaba con la mía, pausada, provocadora, como quien empieza un juego que piensa ganar. Me mordisqueó el labio inferior con esa mezcla deliciosa de dulzura y picardía. Un escalofrío me recorrió cuando su mano comenzó a deslizarse por mi muslo, subiendo lento, peligrosamente, mientras sus dedos dibujaban líneas de fuego sobre mi pantalón.
Intenté incorporarme, pero solo logré acercarme más. Mi mano encontró su cintura, atrayéndola hacia mí, fundiéndonos más en ese beso que ya ardía sin disimulo. Mi piel quemaba bajo su toque, cada roce suyo era un incendio distinto.
Sin pensarlo, mis dedos se deslizaron bajo su blusa, palmeando la curva perfecta de su espalda… hasta que me atreví a ir más allá. Ella jadeó, ahogada, cuando mis dedos encontraron su pecho desnudo —firme, redondo, cálido—, un tamaño que desbordaba mi mano, desafiando mis caricias.
La electricidad de su contacto me atravesaba. Sentía su cuerpo entregarse por completo a mí, como si cada pequeño roce mío le arrancara un suspiro, una súplica muda. Y yo… yo ya no tenía dudas: aquello no era un sueño, era un incendio real que nos consumía.
El beso hacía rato que había perdido su dulzura inicial. Ahora nuestras bocas se devoraban con ansia, con hambre contenida durante quién sabe cuánto tiempo. Mis dedos jugaban con su pezón, sintiendo cómo iba engrosándose, endureciéndose, perfecto para el tamaño generoso de sus pechos. Mientras tanto, su mano había encontrado mi entrepierna, aún cubierta por el pantalón, pero ya podía sentir cómo la humedad se acumulaba ahí abajo, delatándome sin pudor.
Con torpeza deliciosa, sus dedos tanteaban el botón de mi pantalón, nerviosa o excitada —yo diría ambas cosas—, intentando abrirlo mientras su blusa ya estaba completamente arremangada, dejando sus pechos a mi completa disposición. Yo no pude resistirme más: me incorporé, me coloqué justo frente a ella y, en ese movimiento, Brenda aprovechó hábilmente el espacio para por fin soltar ese botón rebelde. El pantalón cedió con un suspiro de victoria.
Mi boca fue directa a su pecho. Mi lengua acarició primero la punta del pezón, rozándolo apenas, para luego trazar círculos lentos y provocadores a su alrededor. Brenda arqueaba la espalda buscando más, gimiendo bajito, mientras sus manos recorrían mis costados, desesperadas por seguir bajando mi pantalón. Tras varios intentos, consiguió hacerlo descender lo suficiente, y ahí fue cuando metió su mano entre nuestros cuerpos, bajando por mi vientre hasta encontrar ese espacio húmedo y palpitante que la esperaba ansioso.
Sus dedos se deslizaron bajo la tela fina, rebuscando hasta que el índice, delicioso, encontró mi clítoris. Permanecimos así unos minutos: ella jugando con ese punto sensible, presionando, acariciando, mientras yo me entregaba a sus pechos, lamiendo, succionando, mordisqueando esos pezones que parecían suplicarme no detenerme jamás.
Pero la posición empezó a incomodarme, mi cuerpo quería más espacio, más libertad. Me puse de pie lentamente, mientras seguía chupando ese pecho adictivo. Terminé de quitarle la blusa por completo, y ella, ansiosa, se encargó de deslizar mi pantalón hasta hacerlo caer entre mis muslos.
Ahora estaba de pie frente a ella, mi sexo húmedo a la altura perfecta de su rostro. Sus manos bajaron mis pantis con la misma desesperación que yo sentía por sentir su boca en mí. Intenté abrir mis piernas mientras forcejeaba para quitarme el pantalón por completo, pero ella terminó ayudándome, impaciente, hasta liberarme del todo.
Y entonces su boca me encontró.
Su lengua recorrió de abajo hacia arriba toda mi humedad, lenta, succionando cada gota de deseo que ya empapaba mis pliegues. Gemí fuerte, sin control, entrelazando mis dedos en su cabello rojizo mientras mis ojos se cerraban, rendidos al placer. Ella trabajaba mi clítoris con una devoción exquisita, alternando entre círculos suaves y succión directa que me hacía temblar.
Después, con la ayuda de sus dedos, su lengua comenzó a buscarme por dentro, entrando en mí mientras sus dedos seguían jugando fuera, provocando que mis gemidos resonaran en la madrugada. Me preocupé por un instante de quién pudiera oírnos… pero no, no iba a reprimirlo, y Brenda tampoco intentó frenarme. Al contrario, parecía disfrutar escuchando cómo me deshacía en su boca.
Después de varios minutos entregándome por completo al juego delicioso de su lengua, mis piernas comenzaron a flaquear. No me sostenían más. Busqué apoyo en sus hombros y, con esa fuerza suya que tanto me enloquece, me sujetó firmemente por la cintura para evitar que me derrumbara. Apenas si podía mantenerme en pie cuando, al fin, el orgasmo me atravesó como una descarga eléctrica, haciéndome temblar, romperme, gemir sin pudor. Brenda no me soltó en ningún momento; me sostuvo mientras mis espasmos terminaban de recorrerme.
Cuando por fin abrí los ojos, la encontré frente a mí, con esa sonrisa pícara y traviesa que solo ella sabe poner. Se acercó, me besó profundamente, dejándome probar el sabor húmedo de mis propios jugos aún tibios en su boca. Sin decir nada, me tomó de la mano y me guio directo a su habitación.
Era extraño, sí… pero malditamente excitante verla caminar delante de mí, desnuda de cintura para arriba, con ese vaivén sensual de sus caderas, mientras yo, salvo por mis calcetas, iba desnuda de la cintura para abajo, la piel aún temblorosa por el orgasmo reciente.
Al llegar a su dormitorio, Brenda se giró hacia mí. Lo primero que hizo fue tomar el borde inferior de mi blusa y, con un movimiento suave y certero, la sacó por encima de mi cabeza, dejándome completamente expuesta. Mientras ella hacía eso, mis dedos temblorosos buscaban el botón de su falda, desabrochándolo con torpeza, y enseguida me ocupé del zipper, mientras Brenda hábilmente liberaba el broche de mi sujetador por la espalda.
Cuando lo consiguió, se dejó caer de espaldas sobre la cama, arrastrándome dulcemente con ella en el proceso.
Ya tendidas sobre las sábanas, sus labios no tardaron en buscar mis pezones, que estaban tan duros como piedras, palpitantes bajo sus caricias. Su lengua recorría mis pezones con lentitud, arrancándome un gemido grave y profundo, mientras mis manos comenzaban a explorar su cuerpo. A tientas, deslicé un par de dedos por debajo de la tela de su tanga.
El calor y la humedad que encontré allí me estremecieron: era la primera vez que mis dedos se mezclaban con los jugos de otra mujer. La sensación fue embriagadora, adictiva… y su reacción fue inmediata. Apenas sintió mis dedos rozar sus labios vaginales, su boca dejó de concentrarse en mis pechos, como si el placer la obligara a entregarse.
No quise perder la oportunidad. Le deslicé la tanga, apartándola de una vez por todas, y mientras ella acomodaba sus pies plantados sobre la cama, yo me coloqué entre sus muslos, acercando mi rostro a su sexo húmedo, palpitante, abierto para mí.
Mientras más me acercaba, el aroma de su sexo se volvía más intenso, invadiendo mis sentidos, embriagándome, haciéndome estremecer de anticipación.
Con torpeza al principio, dejé que mi lengua comenzara a explorarla, lamiendo despacio, recorriendo cada pliegue con cuidado, queriendo aprender sus caminos, sus rincones. Ella, consciente de mi inexperiencia, tomó mi cabeza con ambas manos, guiándome, acomodándose bajo mí.
Cuando supe que mi lengua estaba justo donde debía, mi punta fue directa a su clítoris. Subía, bajaba, giraba alrededor de él, y las caderas de Brenda respondían buscando más, elevándose hacia mí, queriendo devorarme con su sexo.
Su respiración agitada, sus gemidos cada vez más ahogados, eran mi mapa, mi guía. Cada sonido suyo me enseñaba cómo recorrerla. Me animé a más: un par de mis dedos se unieron al juego, entrando con suavidad mientras mi lengua seguía acariciando su punto más sensible.
Fue cuestión de segundos antes de que el cuerpo de Brenda comenzara a temblar violentamente. Y de repente, mi rostro fue salpicado por un chorro caliente y delicioso, mientras ella sujetaba con fuerza mi cabello, tirando de él con desesperación, gimiendo, deshaciéndose sobre mi boca.
La respiración de Brenda poco a poco comenzó a calmarse, mientras su cuerpo aún se estremecía por los últimos espasmos de su orgasmo. Yo, aún jadeante, me incorporé buscando por el dormitorio algo para limpiar mi cara, impregnada todavía con su sabor, ese sabor suyo que ya sabía a adicción. Mientras me limpiaba, sentía su mirada fija en mí, encendida, traviesa, con esa sonrisa amplia y descarada dibujada en su rostro. No necesitábamos palabras. Ambas sabíamos cuánto habíamos disfrutado de aquella primera entrega.
Le devolví la sonrisa, mordiéndome ligeramente el labio, pero cuando vi cómo me extendía su mano, invitándome de nuevo a la cama, entendí perfectamente: la madrugada aún no terminaba. Y yo tampoco quería que terminara.
Tomé su mano sin pensarlo, dejándome guiar hacia la cama nuevamente. Esta vez fui directa a buscar sus labios, ansiosa, con hambre renovada. El beso que nos dimos fue puro fuego, cargado de deseo, de lujuria, de esa necesidad de tocarnos, de devorarnos una vez más. Nuestras lenguas se entrelazaron como si quisieran fundirse, sin prisas pero con la intensidad de dos cuerpos que ya no querían límites.
Las manos de Brenda no se quedaron quietas ni un segundo. Mientras nuestras bocas se fundían, ella iba guiando, moldeando mi cuerpo bajo el suyo, buscando el ángulo perfecto para tener cada rincón de mí al alcance de sus dedos. Su mano se deslizaba por mi cintura, mi espalda, mis muslos, mientras su rodilla se interponía entre mis piernas, obligándome a abrirlas sutilmente, preparándome para lo que sabía que vendría.
Mis pezones, aún sensibles, se rozaban contra su pecho desnudo, provocando escalofríos deliciosos. Mi cuerpo entero vibraba bajo el control que ella ejercía con maestría, como si cada uno de sus movimientos estuviera calculado para hacerme perder el control.
Cuando Brenda terminó de acomodar mi cuerpo bajo el suyo, me miró a los ojos, tan cerca que su respiración tibia acariciaba mis labios. Su mirada era tierna, pero llena de un deseo sereno, paciente, como quien sabe exactamente lo que va a hacer, pero quiere que el viaje sea tan placentero como el destino.
—Tranquila, preciosa… —susurró, mientras una de sus manos acariciaba mi mejilla—. Déjame mostrarte lo bonito que es esto… lo bonito que es nosotras.
Su boca volvió a buscar la mía, y el beso fue distinto ahora: más lento, más profundo, cargado de esa dulzura que derrite. Mientras nuestros labios se entrelazaban, sus dedos descendieron despacio, recorriendo la curva de mi costado, bajando por mi vientre, hasta llegar nuevamente entre mis piernas.
Sus dedos comenzaron a acariciar mis labios húmedos con una suavidad exquisita, explorando cada pliegue con una precisión deliciosa, como si me estuviera estudiando, como si quisiera memorizar cada detalle de mi sexo. Y lo hacía con tanto cuidado, con tanto mimo, que mi cuerpo entero se fue relajando, abriéndose más a ella, dispuesto a dejarse guiar.
—Así, mi amor… —me susurraba mientras sus dedos deslizaban la humedad para esparcirla sobre mi clítoris—. Quiero que sientas cómo encajamos… cómo nos damos placer las dos…
Entonces, mientras su mano jugaba conmigo, sentí cómo su pierna se acomodaba entre las mías, su muslo presionando contra mi entrepierna, generando ese roce delicioso. Al mismo tiempo, ella comenzó a moverse, frotándose suavemente contra mí, mientras mi sexo se deslizaba contra la calidez de su muslo, y yo, apenas consciente, me dejaba llevar, siguiendo sus movimientos.
Mi respiración se aceleraba, y ella lo notaba. Sus labios descendieron a mi cuello, dejando pequeños mordiscos húmedos que me hacían arquear la espalda.
—Déjate llevar, preciosa… —me susurró al oído, ronca, cargada de lujuria.
Fue entonces cuando guió mi mano, con delicadeza, llevándola hasta su sexo húmedo, caliente, palpitante. Mi piel temblaba al sentir la suavidad de sus pliegues bajo mis dedos.
—Ahora tú, amor… tócame así… —me indicó suavemente, moviendo mi mano, guiándome a acariciarla como ella lo hacía conmigo—. Despacito al principio… que tus dedos la sientan… ahí… sí… así…
Su respiración comenzó a entrecortarse mientras yo seguía sus indicaciones, recorriendo su humedad, hundiendo un poco mis dedos en su interior, sintiendo cómo la recibía cálida y suave, cómo la textura de su cuerpo me daba la bienvenida.
Nuestras caderas comenzaron a moverse al mismo ritmo, nuestros gemidos se mezclaban en la habitación. Brenda seguía frotándose contra mi muslo mientras sus dedos continuaban masajeando mi clítoris. Cada movimiento, cada roce nos hacía encajar, embonar como piezas perfectas, sincronizadas en un vaivén de placer mutuo.
Mis dedos dentro de ella, los suyos en mí, nuestras respiraciones agitadas, los gemidos saliendo al unísono… era un juego de dar y recibir al mismo tiempo. Yo aprendía rápido, guiada por sus susurros, por su cuerpo, por el lenguaje exquisito de dos mujeres explorándose por primera vez con ternura, pero con una lujuria creciente.
Y así, mientras nuestros cuerpos comenzaban a convulsionar juntas, entendí que esa madrugada no sólo me estaba enseñando cómo hacerle el amor a una mujer… Brenda me estaba enseñando a descubrirme a mí misma.
La madrugada ya había cedido hacía horas, pero ninguna de las dos tuvo ánimos de romper aquel momento. Olvidé por completo la idea de llamar un taxi. No quería irme. Prefería quedarme así, sintiendo su piel cálida pegada a la mía, sus caricias suaves, sus dedos dibujando círculos perezosos en mi espalda, y sus labios posándose tiernos sobre mi frente como si quisieran sellar lo que acabábamos de compartir.
Así, poco a poco, el sueño nos venció a ambas, envueltas en el aroma mezclado de nuestros cuerpos, en la tibieza de aquella cama que ya sabía nuestros secretos.
Cuando abrí los ojos, el reloj en la mesita marcaba 8:40. Me giré lentamente, y allí estaba Brenda, todavía medio dormida, mirándome con esa sonrisa suya, cómplice, traviesa. Nuestras miradas se cruzaron, pero ni una sola palabra fue necesaria. Nos quedamos así unos segundos, sabiendo que el mundo afuera ya empezaba a moverse… y los papás de Brenda no tardarían en llegar.
Aún desnudas, nos fundimos en un beso largo, dulce, como si fuera un pequeño tributo a lo que habíamos vivido horas antes. Finalmente, Brenda fue la primera en moverse, levantándose ágilmente y yendo directo a la ducha mientras yo, todavía envuelta en la tibieza de la cama, alcancé el teléfono para pedir el taxi.
Mientras esperaba que el coche llegara, mis ojos repararon en las bolsas de basura aún junto a la puerta. Sonreí, como si fueran los últimos testigos silenciosos de nuestra pequeña locura nocturna. No quería que los papás de Brenda las vieran ahí, así que las tomé y bajé hasta el contenedor. El aire fresco de la mañana me acarició las piernas mientras regresaba al departamento.
Cuando subí, Brenda ya había salido de la ducha. Su cabello aún húmedo caía en ondas suaves sobre sus hombros mientras se abotonaba la blusa frente al espejo. Me miró al verme entrar, y durante unos segundos sólo nos contemplamos, como dos cómplices a punto de separarse.
Tomé mi bolso, lista para irme. Hice un pequeño gesto de despedida con la mano, pero ella, en un impulso, cruzó la sala en un par de zancadas y me detuvo. Me abrazó fuerte y me besó, como debía despedirse a la mujer que había sido su amante aquella madrugada. El sabor de su boca, mezclado con el agua fresca de la ducha, me hizo temblar otra vez.
—Nos vemos, preciosa —susurró al oído, con esa voz suya, dulce y traviesa.
Bajé por las escaleras todavía con una sonrisa boba dibujada en los labios. Mientras subía al taxi, mis ojos alcanzaron a ver, a lo lejos, cómo el auto de los papás de Brenda se acercaba despacio por la calle. Sonreí aún más. El sabor de la aventura todavía me ardía en la piel mientras el taxi arrancaba, alejándome lentamente de aquel edificio… pero no de lo que habíamos despertado.
Lo que Brenda y yo vivimos aquella madrugada fue, simplemente, una gran experiencia. Maravillosa, intensa, deliciosa… pero sólo eso: una experiencia. Con el tiempo, en una de esas tantas charlas entre nosotras, con la misma confianza con la que nos habíamos desnudado aquella noche, Brenda me confesó lo que en el fondo yo ya había sospechado desde hacía tiempo: ella y Liliana ya llevaban años explorando juntas, en la intimidad, ese mismo placer femenino.
No hubo celos, ni reproches, ni malos sentimientos. Al contrario, tal vez por eso siempre existió esa complicidad tan natural entre las tres. De vez en cuando, Brenda y yo repetíamos aquella aventura. Cuando alguna de las dos lo necesitaba, cuando las ganas, el deseo o la simple soledad lo pedían. Pero siempre sin ataduras, sin promesas, sin culpas… sólo el placer compartido de dos amigas que sabían perfectamente cómo darse calor.
Y así, con el tiempo, como suele suceder, la vida, las distancias, las nuevas etapas fueron espaciando esos encuentros, hasta que poco a poco, casi sin notarlo, dejamos de hacerlo. Pero lo que compartimos quedó ahí, guardado como un dulce y ardiente recuerdo, sin arrepentimientos.
Ahora…
De Liliana…
Bueno, con ella la historia fue otra. Algo distinto, algo… más.
Pero eso, eso te lo prometo amor, te lo contaré en mi siguiente relato. Y si me dejas, lo vas a vivir conmigo… muy dentro de ti.
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