La residencia, lugar perfecto para follar
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Allí estaba yo hecho un pasmarote. No hacía ni dos horas que estaba corriéndome dentro del coño de mi suegra ante los ojos de mi suegro, después de una follada tan inesperada como lujuriosa. Y ahora tenía delante de mí la sonrisa irónica de mi mujer, enterada de todo, y que no sólo no me echaba los trastos a la cabeza sino que se lo tomaba con un humor y una soltura que me desconcertaban. De todos modos, tras su aparente desenvoltura, Lola dejaba ver un cierto nerviosismo ante la nueva situación familiar. Comprensible. No todos los días te llama tu madre por teléfono para decirte que acaba de follar y mamarle la polla a tu marido delante del suyo. No todos los días se abre ante uno la puerta del deseo sin censuras con una invitación tan descarada a franquearla y cerrarla a cal y canto a tus espaldas. No todos los días se te moja el coño y te masturbas mientras tu madre se recrea en los detalles por teléfono contándote una aventura que sobrepasa con mucho lo que siempre has imaginado. A mi Lola se le notaba en la forma de tragar saliva, de humedecerse y morderse el labio inferior, de “bailar” nerviosa por el picor que debía de estar sintiendo en su coño.
Y a mí, su media sonrisa me estaba empezando a resultar demasiado atractiva. “¿Pero ahora no te irás a olvidar de la hija, verdad?” me volvió a preguntar. Por toda respuesta me acerqué a sus labios y la besé suavemente. Ella me relamió como una gatita. “¿Es el coño de mi madre el que sabe así?”. Sonreí, la respuesta era obvia, y la volví a besar, ahora metiendo la lengua hasta el fondo de su boca, para que siguiera saboreando el flujo de su madre en mis labios. Llevé la mano a su entrepierna, le separé los muslos un poco y apunté el dedo corazón al centro de su coño. Chorreaba. En voz baja, sin dejar de besarla, pregunté. “¿Cuántas pajas te has hecho mientras me esperabas?”. Entre jadeos, Lola me respondió. “Cinco, seis, qué se yo. Las dos primeras conversando con mamá. Veinte minutos de teléfono corriéndome mientras mi madre me ponía cachonda desde el otro lado de la línea, hablándome de tu polla, de tu lefa llenándole el coño, de mi padre chupándoselo después y bebiendo tu corrida. Me ha puesto tan cachonda que no he podido ni pararme a pensar. Sólo quería estar ahí, con vosotros y correrme y que me eyacularas dentro y fuera y que mi madre me lamiera la leche de las tetas, la cara, el coño o el culo, y que me pusiera su coño abierto y mojado en la boca. Ahhhhhh”.
Lola se estaba corriendo de nuevo. Con mi dedo en el coño y las secuencias que su madre, Mariló, había sembrado en su imaginación. Temblando, se apoyaba en mí, las piernas abiertas y respirando entrecortadamente. Nunca la había visto tan caliente y, al mismo tiempo tan prisionera de su calor. Los nervios y la excitación la tenían al borde del llanto. Y yo seguía ahí, completamente vestido, en la entrada de nuestro pisito, recibiendo en mis dedos la primera consecuencia del polvo con mi suegra. Lola fue dejándose caer hasta el suelo, abrazada a mi cintura, incapaz de aguantar de pie un minuto más. El nervio la había mantenido excitada durante sus ocho orgasmos seguidos, pero ahora, frente a mí, podía al fin relajarse. Quedó de rodillas, las manos levantadas y aferradas a mi pecho y la cabeza apoyada sobre mi cremallera abultada. Pasaron unos segundos y pareció despertarse. Lentamente alzó la mirada hacia mi cara y bajó una mano hacia mi polla. La sacó del pantalón con cuidado y firmeza y sin más preámbulo se la metió en la boca. Besó delicadamente la punta y tragó hasta que no pudo más. Dejó que la saliva que acumulaba se extendiera con cada metida y le rezumara en cada sacada. De pronto paró su dulce mamada y me miró con malicia. Parecía haber recordado de pronto que esta era la misma polla que había follado el chocho de su madre esa misma tarde. Tras esta pausa breve, continuó la mamada, pero ahora era otra Lola la que me chupaba la polla. Era una Lola voraz y en celo que no estaba lamiendo el rabo de su marido, sino la polla de un amante. Era la mamada de una puta a su chulo, de una vieja a su gigoló, de un mecenas a su protegido. No perseguía mi placer, sino su entrega. Sin otra lengua que la que aleteaba en mi prepucio, Lola me estaba implorando mi semen para sentirse parte del polvo sudoroso y morboso que yo había mantenido con sus padres. Parecía decirme. “Hazme lo que quieras, fóllame la boca o úsame como te salga de los huevos, conviérteme en la perra salida que siempre he deseado ser contigo. Desde hoy todo será distinto”.
Firmé este nuevo contrato de matrimonio con una corrida intensa que ella tragó con devoción. Se incorporó con nuevas energías, me sonrió con la boca abierta, los hilillos de esperma tejían una tela de araña blanca y pegajosa entre sus dientes. Se relamió hasta que no quedó ni uno a la vista, los tragó ostensiblemente y sin una palabra más, me tomó de la mano y me guió al interior de nuestro hogar, un nuevo hogar.
Ya desnudos, reposando en el sofá, seguimos indagando en estos morbos recién descubiertos. Lola, desnuda, con las piernas abiertas y los ojos cerrados, se entretenía en acariciarse lánguidamente el coño. Su mano se movía con la cadencia de sus palabras y vagaba a veces pulsando su clítoris. Un “uffffsss” interrumpía entonces su narración y los dedos se movían lentos hacia otro punto de su sexo, como si tuvieran vida propia. Abrían los labios todavía colorados y brillantes, separaban sus paredes carnosas y Lola, a todo esto, seguía hablando, como ajena a la narración que en paralelo contaba su cuerpo. Desde el otro extremo del sofá, yo la escuchaba con los ojos muy abiertos por no perderme ni palabra de sus confesiones ni detalle de su masturbación casi involuntaria. Ante mi mirada, el coño de Lola se comportaba como un animalito cansado al que las caricias de su dueña fueran ayudando a bajar poco a poco de su punto de excitación más alto. Mis ojos disfrutaban del festín como tantas veces, en ese intermedio entre polvo y polvo en el que todavía dudas de si la próxima vez querrás lamer ese chocho abierto y bebértelo entero o clavar en él tu polla de buenas a primeras, para sentir como nuevo el baño de carne y jugos que hay en su interior. ¡Qué delicioso es ver un coño mojado de flujo y sudor, el vello púbico pegado y los labios prominentes y carnosos entre las piernas abiertas de par en par de una mujer que acaba de tener un orgasmo! Después de un polvo, nuestro sexo, la gloriosa polla que se hincaba feroz el minuto anterior, pierde toda su arrogancia y gotea como una nariz resfriada, que inspira cuando mucho ternura y cuando menos ganas de envolverlo en algodones y retirarlo del escenario de la batalla erótica. Qué diferencia con el coño de ellas. Cómo se suceden poco a poco las últimas palpitaciones del climax, con las piernas abiertas, dejando gotear pequeños salivazos de aire y flujo. Cómo aflora entonces su verdadero espíritu orgulloso y provocador tan distinto a los preliminares, como si su inicial timidez y resistencia no fueran más que una treta de guerrero curtido. Al final de la follada, nuestra polla parece haber cumplido el ciclo completo de la vida y sólo confiamos en el milagro de la resurrección, su coño parece, en cambio, haber despertado de un falso sueño y ahora, apenas calmado por una primera corrida, exhibe su hambre sin disfraz. Nos hemos corrido, sí, pero el coño queda a la espera y nuestra polla arruga aún más el tipo ante sus exigencias. Obviamente ajena a los pensamientos que me suscitaba el manipulado de su coñito, desde su mundo de ojos cerrados, Lola revisaba nuestros años de noviazgo en un aspecto hasta entonces inédito para mí, el detalle de las confidencias entre madre e hija.
“Ya me extrañaba que mamá no se te hubiera insinuado antes. Cuando comenzamos a salir no dejaba de preguntarme cómo eran nuestras relaciones. Al principio lo disimulaba bajo una capa de interés y preocupación maternal hacia su única hija. La muy cachonda… La verdad es que en seguida me di cuenta de que lo que más le importaba eran los detalles, sobre todo cuando le hablaba de ti, así que yo también empecé a regodearme en mi relato de nuestra vida sexual. Y además, como casi desde el principio no parábamos de follar, tampoco tenía que inventar mucho. La mitad de las veces terminábamos nuestra conversación fingiendo tener que hacer otras cosas para correr al baño o al cuarto a hacernos un dedo. Cualquiera que nos hubiera visto… madre e hija encerradas y gimiendo de gusto a la vez,… En alguna ocasión coincidía con la llegada de papá y él era el que se beneficiaba de la calentura de mamá, que lo cogía por banda en cuanto cruzaba la puerta de la calle y se lo llevaba a la cama a follárselo. Y yo también me ponía…, de recordar nuestros polvos, e imaginar los de mis padres, a veces me acercaba a la puerta de su dormitorio o bien me encerraba en el mío y me hacía unas pajas de muerte. Lo que más excitaba a mamá era que le pusiera en situación, como decía ella. Le encantaba que le describiera las comidas de coño que me hacías en el parking, dentro del coche, o cuando me follaste en el baño de aquel pub, y una cola de ocho tíos esperaba en la puerta y no paraba de gritar y yo me moría de vergüenza de tener que salir, todavía con las piernas temblando de tus empujones y mi corrida. Era contarle eso a mamá y se empezaba a poner nerviosa y a refrotar un muslo contra otro. Me pedía más, que no dejara de contarle nada, cómo te la había puesto dura, cuántos dedos me habías metido en el coño, cuánto tiempo había estado chupándotela, si me habías quitado las bragas o sólo las habías apartado.
Llegamos a tomarle tanto gusto a nuestras tardes eróticas que a veces era yo misma la que iba directa a contarle nuestro último polvo. Una de esas veces fue realmente especial. No se si te acuerdas, un domingo que habíamos estado encerrados desde la hora de la comida en mi cuarto. Era el primer mes que tomaba la píldora y parecía que no podíamos dejar de hacerlo. Sentir tu leche descargando dentro me había vuelto loca. Eran las cinco y ya tenía el coño encharcadito de semen, me habías echado cuatro polvos y todavía teníamos toda la tarde por delante. De pronto mamá llamó a la puerta, ¿recuerdas? que tu hermano se había quedado tirado con el coche en pleno monte y que el único que podía ir a recogerle eras tú. Así que me diste un beso, te despediste y te largaste a toda mecha. En cuanto desapareciste, mi madre entró en el cuarto. Ni ella ni papá han tenido nunca ningún rollo con que folláramos en casa, así que allí estaba yo, en camiseta y braguitas, tumbada en la cama, entre descansada y con ganas de marcha, vamos el vivo retrato de la mujer recién follada. En la camiseta se me notaba el sudor y en las braguitas, manchas más que sospechosas. Tenía el culo sudoroso, los pelos del coño pegajosos y la tela de las bragas se me metía bien dentro de la raja. Pero estaba tan cansada, tan llena de sexo por dentro y por fuera que no me importaba lo más mínimo que mi madre me viera así. Mala suerte, ¿no, hija?, me insinuó. Mmmm, me retorcí y estiré en la cama, ya lo creo, mira que quedarse tirado… Mamá sonrió. No lo digo por el hermano de Julián, lo digo por ti. Yo seguí haciéndome la tonta, pero ya sabía por dónde iban los tiros y había decidido seguirle el rollo a mamá. ¿Por mí? Mamá seguía empeñada en tirar del hilo. No me dirás que no te han cortado el rollo por la mitad. Seguro que aún teníais cuerda para rato. ¿A ver, qué hacíais cuando he llamado a la puerta? Como estaba claro que mamá quería carne decidí que esta vez se iba a hartar. ¿Justo cuando llamaste a la puerta? Puse mi cara más inocente y miré a mamá directamente a los ojos mientras le confesaba muy, pero que muy despacio. Creo que justo ahí Julián se estaba corriendo dentro de mi coño y yo le estaba pidiendo que siguiera, que no la sacara hasta que se quedara sin leche en los huevos. Mi madre reaccionó como esperaba. Hija, cómo hablas. Yo decidí divertirme un poco más. Es que así era, mamá. Tú sabes lo fuerte que es oírte a través de la puerta mientras la polla de tu novio se vacía a lechazos dentro de tu coño. Me estaba sabiendo a gloria su corrida, le apretaba la polla con mi vagina y notaba como le goteaba semen. Su cuarta corrida, mamá. Si vieras como tengo el chocho.
Los ojos de mi madre eran los de una niña golosa. ¿Cómo lo tienes, cariño? Usé mi tono más putón. Tengo el coño lleno de semen, mamá, todavía noto las gotas que se me salen por los muslos, cada vez que hago fuerza. No se si estaba calentando a mamá, pero yo estaba que me salía. Mamá me confirmó que estaba igual de cachonda con su siguiente movimiento. Se levantó, cerró la puerta, puso el pestillo y se sentó a mi lado en la cama. Medio de bromas, medio en serio lanzó su envite. No puede ser que tengas tan lleno el coño, hija, ni que fuera una fuente. Acepté el juego con el único movimiento que quedaba por hacer. Sin dejar de mirar a los ojos de mamá, retiré con dos dedos el fondillo de mi braga y le mostré mi coño abierto y caliente. ¿Por qué no lo compruebas tú misma, mamá? Mamá lo miró con los ojos brillantes de excitación. ¡Mi niña! Eres tan puta como tu madre. Y las dos nos reímos, pero muy poco, porque en seguida y con total naturalidad, mi madre se abrió la bata que llevaba puesta y se exhibió en su totalidad, ya que no llevaba nada debajo. Anda, sigue contándome tu follada de hoy, pero me vas a permitir que la aproveche bien aprovechada. Y dicho y hecho, se abrió de piernas y ahí mismo comenzó a acariciarse las tetas con una mano y el coño con la otra. Yo comencé a recordar en voz alta lo que habíamos hecho toda la tarde y al poco de empezar yo misma estaba ya en situación. Vamos, que a los dos minutos ya no se oía otra cosa que los gemidos de una y de la otra. Las dos teníamos el coño abierto y nos decíamos las mayores burradas. De pronto, mi madre me metió dos de sus dedos en mi chocho, aprovechando que lo tenía más abierto que un túnel de metro. ¿Qué haces, mamá? le pregunté algo nerviosa. Siempre habíamos hablado de sexo, pero sólo hablado. Su respuesta me confirmó que mamá no era precisamente homosexual. Hija, ya no podía más. De verte el coñito con los chorretones de lefa de Julián estaba deseando probarla. Y al decirlo, se rechupeteaba los dedos con un vicio… Te tengo que confesar que ver a mi madre mojando sus dedos en mi coño para beber un poco de tu leche acabó con cualquier posible barrera que quedara en mi mente. ¿Quieres más? Es toda para ti, le ofrecí. Y me abrí aún más de piernas, para que pudiera mojar a gusto. Algo de pudor le debía de quedar de todas formas, porque tenerme así ante sus ojos, ardiendo de lujuria, frotándome el clítoris con frenesí y permitiéndole empapar sus dedos dentro de mi coño era toda una invitación para hundir su boca y comérmelo todo. Y sin embargo no lo hizo. Hoy hablando por teléfono, en cambio, mientras me contaba vuestro jueguecito en la Residencia, ya me ha dicho. Hija, prepárate, porque la próxima vez no me conformaré con meterte los dedos. El caso es que te puedes imaginar que al poco rato estábamos ella y yo con nuestros dedos follando el coño de la otra a todo meter. Tuvimos una corrida brutal, y desde entonces, fíjate que hace tiempo, siempre he jugado con la fantasía de que algún día mamá y yo acabaríamos follando juntas. Mmmm, y creo que ese día está al caer. ¿No te parece?”. Diciendo lo último, Lola abrió los ojos y me sonrió. Yo había asistido a su monólogo y a su masturbación como al recital de un artista, sin atreverme a intervenir más que con mi propio instrumento. Hacía ya un buen rato que me estaba acariciando los huevos y la polla. Pero ahora estaba claro que Lola quería un cambio de roles. Me incliné sobre ella y casi de forma automática, mi polla encontró el camino de entrar en su coño hasta el fondo. Calientes como estábamos, nos complacimos en un polvo suave y largo casi sin movernos, sólo sintiendo los músculos internos de Lola abrazar mi polla. Llené su boca de besos y, después de un largo rato, su cueva de leche. Antes de separarnos para preparar la cena, Lola me retuvo entre sus brazos, me besó ligeramente en los labios y me susurró una pregunta que me dejó helado. “¿Me seguirás queriendo cuando sea la puta que quieres que sea?”.
Para el siguiente fin de semana no hubo que realizar ningún preparativo ni llegar a ningún acuerdo. Desde que nos despertamos el viernes, tanto Lola como yo sabíamos donde acabaríamos pasando los tres días siguientes. En la ducha, nos enjabonamos mutuamente el sexo para sentir nuestro calor. Meamos el uno enfrente del otro, regándonos con el pis, el agua y el jabón. La calentura que teníamos era el mejor precedente para lo que queríamos vivir. Mientras nos vestíamos, Lola se agachaba para mostrarme sus agujeros abiertos de deseo. Elegía las prendas que más la desnudaban y se restregaba contra mi culo o mi polla a cada paso, con ligeras caricias que aumentaban la temperatura a la que estábamos los dos. La llevé a su trabajo y al despedirnos, simplemente se abrió la falda, se metió un par de dedos en el coño y me los puso en la boca entreabierta. “Ven a recogerme a las cinco” Sin más, se bajó del coche, dejándome incapacitado para pensar en nada más durante el día que no fuera en las horas de sexo que nos esperaban.
Por primera vez creo que pasé a buscarla antes de la hora. Y ella no se hizo esperar. Poco antes de que dieran las cinco ya estábamos en camino a la residencia de mis suegros. Durante el trayecto quedó claro que Lola no quería pensar en nada más que no fuera sexo. Intenté una conversación menos comprometida, sobre la jornada de trabajo y el estado del tráfico, pero ella me devolvió en seguida al verdadero centro de nuestro pensamiento. “Hoy he tenido que meterme en el baño ocho veces a hacerme pajas. Isa ya no sabía qué hacer para justificar mi ausencia”. Isabel es la compañera de oficina de Lola. Las dos comparten despacho, amistad y confidencias desde hace ya años en unas oficinas de gestión administrativa de una empresa de telecomunicaciones. Se casi todo de Isabel por Lola, aunque apenas la he visto más que un par de veces en todos estos años. Nuestras vidas han ido por derroteros distintos, y a distintos ritmos también. Isabel es un poco mayor que nosotros, ya en sus treinta y tantos. Cuando estábamos de novios, ella ya estaba casada y con un hijo. Y cuando Lola y yo nos casamos, ella se divorció, dejó al niño con sus padres en el pueblo y se puso a trabajar gracias a un enchufe de mi mujer. Sin embargo, la relación entre ellas es la más estrecha que se pueda imaginar. A veces, medio en broma, medio en serio, Lola me dice que le costaría separarse más de Isabel que de mí. “Creo que la he puesto tan nerviosa que al final ella también se ha ido a hacer un par de pajas”. Mi mujer me seguía contando, mientras aspiraba las bocanadas de su cigarrillo y se le abrían las piernas inconscientemente. Me fijé que no llevaba las bragas que se había puesto por la mañana. Llevé la mano a su coño. Después de tantas pajas estaba templado y húmedo como esperaba. Recorrí con dos dedos el canal de su chocho hasta llegar al culo, arriba y abajo y luego me los chupé. “Me las quité hace un par de horas. No quería tener que ir más al baño y las últimas dos pajas me las he hecho en mi silla”. No me extrañó que Isa se tuviera que masturbar también, aunque supuse que Lola la había excitado con algo más que su mirada caliente. “Se lo he contado todo”, me confirmó, “y se ha puesto muy caliente, mucho”. Lola se rió. Me la imaginaba relatando maliciosamente la historia de mi polvo con sus padres. “Mi madre me llamó por teléfono con el coño todavía lleno de lefa de Julián, la muy zorra”. Yo también me reí. Sólo de imaginar a la pobre Isa, que siempre se quejaba de su abstinencia medio forzosa, caliente como un fierro y sin poderse aguantar la calentura, corriendo a encerrarse en el baño a meterse los dedos. “¡Cómo eres! ¿Y ahora, con qué cara le miro yo a los ojos?”. “Fácil, no le mires a los ojos, que Isa tiene mucho que enseñar”.
Mi mujer no paraba de sorprenderme. Hasta hacía menos de una semana nuestra vida sexual no pasaba de ser más o menos intensa, según las épocas, pero siempre previsible. En este tiempo, no sólo había aceptado con agrado que me follara a su madre, sino que además estaba dispuesta a no quedarse atrás. ¿Acaso me estaba planteando que la próxima vez que nos encontráramos tratara de seducir a Isa? Metidos en esta conversación decidí tensar la cuerda todo lo que Lola me dejara. “¿Quieres que me acueste con Isa?”. “Mientras no sea a solas…”, dejó caer Lola, con la media sonrisa que había esgrimido tan a menudo durante esta semana. “No sabes con qué envidia recibe todos mis comentarios sobre nuestros polvos. Y ahora que le he contado lo que hiciste con mis padres, no creo que pueda pensar en otra cosa que follarte la próxima vez que te eche la vista encima. Y creo que la entiendo perfectamente”. Sin dejar de sonreír, Lola aprovechó que ya estábamos en la autovía para agacharse sobre mi lado y abrirme la cremallera. Busco la postura más cómoda para poder tocarse el coño mientras me la mamaba y yo reduje la velocidad para que nadie nos molestara. Durante un rato sólo se escuchó el sonido de sus lametones y su respiración fuerte. La sensación de ver a los otros coches adelantarnos mientras su cabeza subía y bajaba rítmicamente era increíble. Con que cualquiera hubiera adelantado a una velocidad más moderada y hubiera echado un vistazo hacia el interior del nuestro no podría haber dejado de percibir que la cabeza de Lola realizaba un ejercicio inconfundible. Pensé que probablemente yo también me habría perdido muchos “espectáculos” de este tipo por ir a toda máquina por las autopistas. Lola lo hizo durar. Chupaba rápido, pero no fuerte, lo suficiente para que mi polla estuviera al máximo durante mucho rato. Así, cuando llegamos a las proximidades de la residencia, ambos llevábamos más de 50 kiilómetros al borde del orgasmo. Nos bajamos del coche calientes como un brasero, recompusimos nuestras ropas y nos encaminamos a la puerta.
La puerta de la Residencia nunca había tenido nada de especial. Un edificio propiedad de la Comunidad, pero construido treinta años antes, respiraba por los cuatro costados su intención de asilo políticamente correcto. La primera vez que la inspeccionamos, pensando en los padres de Lola, todo contribuía a la única preocupación que parecía sustentar sus cimientos: tranquilizar la mala conciencia de los familiares. Las frases hechas del tipo, “fíjate, qué animado es, si tienen baile todos los viernes” o la de “es como un hotel” y su inevitable apostilla, “mejor, mejor que un hotel, que aquí no te cobran tanto”. Todo dicho entre sonrisas de compromiso, seguidos por las miradas atentas de los residentes. El grupito de cinco o seis viejitos siempre de guardia en la puerta, las ternas de señoronas haciendo la ronda a una exacta distancia unas de otras. Cruzar el umbral de aluminio y a la izquierda el mostrador y sus ocupantes, por el día tres, por la noche uno, el vigilante. Al fondo el gran salón para todos los usos: salón-bar, salón de lectura, de baile, de actuaciones, de mus, canasta y dominó, y de televisión por sobre todas las cosas. Más allá el comedor, las cocinas, las dependencias de la dirección. Si seguías caminando llegabas a la entrada de servicio, el único lugar que nunca te enseñaban en el tour, nunca supe por qué. Y hacia arriba, las habitaciones y las salas geriátricas. Arriba, la vida de verdad, con su cuota de muerte real y próxima. Abajo, el escaparate, un casino de pueblo puesto al día. Pero ahora miraba esta estructura de una forma distinta. Arriba prefería imaginar las camas desechas, mojadas, empapadas, los juegos a oscuras y los gemidos. Cada habitación se me presentaba ahora como una oportunidad de explorar una sexualidad a tumba abierta. Una vez realizado el chequeo de entrada, en el que voluntariamente decidías si querías que avisaran o no a tus viejos por megafonía, me sonreí y quise probar una pequeña teoría. Contra la costumbre, pedí al conserje que avisaran a mis suegros por el altavoz. Dicho y hecho, la música ambiental se interrumpió y sonó alto y claro el reclamo. Repetición y vuelta al hilo musical. Y mientras esperábamos, se cumplieron mis expectativas. Disimuladamente, como por casualidad, de a uno, de a dos, tres e incluso pequeños grupos bien de mujeres, bien de hombres o bien mixtos, pasaban y miraban y sonreían de una forma inédita en nuestras visitas. Podía ser mi imaginación pero hubiera apostado todo lo que tenía a que mi suegra había contado todo lo que había pasado entre nosotros y que Lola y yo éramos, desde ese preciso instante, carne de cañón.
Lola me miró con cara de extrañeza y supe que no eran imaginaciones mías en absoluto. “Nunca me había sentido tan desnuda”, me dijo. “La mitad de estos viejitos están comiéndome con los ojos”. “¿Y la otra mitad?”, pregunté. Lola hizo su pequeña y maligna pausa una vez más. Seguía caminado al menos un paso por delante de mí. “Están deseando que me los coma yo”. Sin dejar de sonreír, miró a un grupo de viejos y se relamió ostensiblemente. En ese momento llegó mi suegro y me distrajo de la reacción de los abuelos, pero por el rabillo del ojo creí distinguir cómo alguno de ellos le dedicaba a Lola un apretón de su paquete. Lola se reía todavía mientras se dejaba saludar y abrazar por su padre, como siempre de una forma muy efusiva que hoy se convertía en aperitivo. “Mi Lolita, cariño, qué ganas de verte, qué bien que hayáis venido tan pronto”. Lola se portaba como una hija cariñosa y besaba y rebesaba en la mejilla a su padre, al menos aparentemente. Desde mi posición, un poco atrasada de la suya, mientras avanzábamos por la escalera de ascenso a la primera planta, podía ver perfectamente cómo Lola mojaba con su lengua la oreja de mi suegro y cómo la mano de éste dejaba la cadera para ir directamente al culo. Ya en el rellano de la planta, al abrigo de muchas miradas, Lola siguió comiéndose el cuello de su padre y meneando el culo hasta que consiguió que el viejo perdiera la paciencia y, entre reírle la gracia y regañarle el atrevimiento, le metiera la mano directamente bajo la falda y le sobara el culo y el chochito sin mayor obstáculo que la presión que los cachetes de Lola ejercían sobre el tejido al caminar. Antes de entrar en la habitación de mis suegros, José sacó la mano de entre las piernas de mi mujer, se volvió a mí y me dijo que esperáramos un momento en la puerta, que había una pequeña sorpresa preparada para nosotros.
No nos dio tiempo a contradecirle, porque en seguida se metió en el cuarto y nos dejó solos, excitados y expectantes en el pasillo. “Uff, estoy caliente, cómo estoy de caliente”, resopló Lola. “No puedo estar más empapada, se me abre el coño de las ganas que tengo de follar, me tiemblan las piernas, me retumba el pecho,…” Este cuadro clínico me lo estaba soltando Lola sin dejar de sonreir, llevándome la mano a cada una de las partes de su cuerpo que iba nombrando. “Tengo tantas ganas de meterme hasta el fondo la polla de papá”. “¿Se lo has dicho?”. “Sí, lo primero que he hecho. Mientras le comía la oreja, mmmm, estaba tan caliente que no he podido pararme a pensar. Le he dicho que primero quiero que me folle él y después que quiero ser la puta de la residencia este fin de semana, que quiero terminar con el coño lleno de leche”. No sabía el efecto que estas palabras habrían causado en mi suegro. No creo que le pudiera haber dejado indiferente que su hijita del alma le estuviera pidiendo un polvo como una zorra en celo, peor aún que le estuviera declarando su intención de convertirse en la perra de la Residencia. Y con esa voz de zorra mimosa. Desde luego, a mí no me estaba dejando indiferente. Aunque sólo habían pasado unos segundos, la espera se me estaba haciendo insostenible y las ganas de alzarle la minifalda a Lola y clavársela allí de pie llenaban por completo mi cabeza. Lola me miraba como si no le hubiera importado nada que lo hubiera hecho. Tres días antes me preguntaba si ella aceptaría nuestro nuevo código de relaciones sexuales. Hoy el que se hacía esa misma pregunta era yo. ¿Sería capaz de seguirle a Lola el rollo? Mi suegro interrumpió estas cavilaciones en aquel mismo instante. Se había cambiado de ropa, o mejor dicho, se había quitado alguna prenda de las que llevaba anteriormente. parecía haberse quedado sólo con batín y zapatillas. “Ya podéis pasar, tú primero, Julián”. No me hice de rogar. Dándole un beso en los morros a Lola, que ella me devolvió bien ensalivado, entré en el cuarto. Aún pude ver que mi suegro y su hija se quedaban un poquito rezagados y que José se entreabría el batín y llevaba la mano de Lola a su polla, lo que ella hizo con una especie de falsa resistencia y entre risitas. “Luego, luego, papá, ahora quiero ver…”