La profe inalcanzable – I

PARTE I

Durante 5 años compartimos una relación difícil en la universidad: ella, mi profesora; yo, el alumno menos aplicado. Era estricta, incomprendida, su carácter le cerraba puertas, pero su cuerpo abría otras. Rulos oscuros, piel trigueña clara, no muchas tetas, pero unas piernas y una cola tan bien dibujada que los jeans no sabían disimular. Su figura despertaba deseos, pero su forma de ser los congelaba. Yo, alto, moreno, tranquilo hasta la indiferencia. Eso la sacaba de quicio. Me llamó cínico más de una vez. Años después, regresando a mi ciudad, la vi por casualidad en casa de un amigo. Era amiga de su madre. La descubrí distinta, más suelta, sonriendo. Me sorprendió. Supe que estaba sola, separada. Al verme, su postura cambió. Se puso seria otra vez. Me pregunté: si se divierte con ellos, ¿por qué mi presencia la incomoda?

Le pedí a la madre de mi amigo que le dijera si podía hablar con ella. Aceptó, pensó que necesitaba ayuda o algo parecido. Le dije que no era urgente, pero que me gustaría conversar con calma. Dudó, pero me citó en su casa al día siguiente. Fui. Me recibió con preocupación, como esperando una confesión difícil. Le pedí perdón por mi actitud pasada. Me dijo que ya era historia. Insistió en saber qué más tenía que decirle. Entonces fui directo: le confesé que me gustaba. Se sonrojó. Me preguntó a qué venía todo eso. Le dije que quería una oportunidad. No una excusa para acostarme con ella, sino para construir algo más íntimo, más sincero.

Se rió. Se levantó de la mesa y me miró como si yo hablara en otro idioma. “¿Estás loco?”, dijo. Le respondí que sí, pero que sabía bien lo que decía. “¿Qué esperás de mí?”, me preguntó. Le hablé de deseo, de compañía, de fantasías. Me dijo que era demasiado grande para mí, que eso no podía ser mutuo. Lo entendí, pero no retrocedí. Le dije que no quería su cama, sino su tiempo, su confianza, su deseo. Se cruzó de brazos y sonrió con curiosidad. “Te escucho”, dijo. Quiso saber qué tipo de fantasías. “No te ilusiones advirtió solo me da curiosidad.”

Sabía que era un juego peligroso, pero le hablé sin filtro. Le dije que quería hacerla sentir deseada, que anhelaba que se muriera de ganas. Dudó, pero se acomodó en la silla con un trago en mano, riendo, vestida con un largo vestido blanco que dejaba adivinar sus curvas. Le hablé de cómo la tomaría de la cintura, de cómo la besaría hasta que me ofreciera su boca. Le dije que le pediría que fuera mi puta. Entonces se puso tensa, se levantó de golpe. Me miró con rabia y deseo, y me pidió que me fuera. Me fui.

Le pedí perdón por mensaje. No contestó. Días después me citó para decirme que se había sentido mal, que no debió dejarse llevar. Insistí. Peor. Me echó. Pasó el tiempo. Una noche lluviosa, me llamó llorando. Dijo que se sentía sola. Fui, solo para disculparme. Me despedí en paz. Al día siguiente me llamó de nuevo. Quería aclarar las cosas. Fui. Tenía puesta una bata larga. Me miró y dijo que mis palabras le habían calado. Me levanté para irme. Me pidió que esperara. “No puedo dormir desde que me hablaste así confesó. Quiero saber qué se siente.” Me senté. Me dijo que me daría una oportunidad. No de estar con ella, pero sí de escuchar lo que yo deseaba de verdad. “¿Cómo me tratarías?”, preguntó.

La miré. Le dije la verdad. Jugaría con su mente y con su cuerpo. “¿Cómo?”, insistió. Se soltó la bata. Llevaba un camisón que apenas cubría su trasero y medias tres cuartos verde oscuro. Me contuve. Se alejó. “Solo te voy a dejar mirar”, dijo. “Porque también voy a jugar con vos.” Me preguntó si me gustaba su cuerpo. Le dije que sí, pero que lo que me atraía no era solo eso. “Entonces qué?”, preguntó. “Verte así me basta para saber que te excita sentirte deseada como puta”, dije. “Pero no tuya”, respondió. “No importa – le dije, quería conocer tus deseos.”

“¿Y ahora qué vas a hacer?”, preguntó. “Irme con esa imagen – le dije, y tocarme pensando en vos.” Me empujó hacia la silla. Se sentó sobre mí. Me miró a los ojos. “¿Sabés lo que hace una puta?”, preguntó. “Nada”, respondí. “Se excita sola hasta ser sumisa.” Se levantó, como si fuera a irse. Entonces le dije: “También se queda callada…”

Compartir en tus redes!!