La leche de otro macho en mi esposa

Nunca pensé que me excitaría tanto. Siempre fui un hombre normal, con mis 15 cm de verga que daban para un polvo decente, pero no para esas cogidas salvajes que ella soñaba en silencio. Lo descubrí una noche, después de varias copas, cuando me confesó lo que de verdad quería: que otro hombre la follara delante de mí.

La idea me revolvió el estómago al inicio, pero luego noté que me ponía duro solo de imaginarlo. Y lo organizamos.

El día llegó. Un tipo alto, fuerte, con una sonrisa arrogante, entró en nuestra casa. Lo había elegido ella misma, y lo primero que noté fue el bulto enorme en su pantalón. Mi esposa se mordió el labio solo de verlo.

No hubo presentaciones largas. Ella lo llevó directo al sofá, me miró a mí, y empezó a besarlo como nunca me había besado. Sus manos bajaban ansiosas, buscando esa verga enorme que ya se marcaba más fuerte en el pantalón.

Cuando la sacó, casi me trago mi propio orgullo. Era monstruosa, gruesa, palpitante. Ella se arrodilló frente a él y empezó a chuparla con devoción, como si fuera un manjar. Yo, sentado en la silla, miraba con la verga dura pero sintiéndome pequeño.

Él gemía, agarrándola del pelo, haciéndola tragársela entera. Yo veía cómo sus labios se estiraban, cómo sus ojos se cerraban intentando metérsela toda. Mis 15 cm nunca habían logrado eso. Y, joder, me calentaba verla esforzarse.

Cuando él la levantó y la puso de espaldas en el sofá, yo ya estaba temblando de excitación. La abrió de piernas, y sin preguntar, le metió esa polla gigante de golpe. Mi esposa gritó, no de dolor, sino de puro placer absoluto.

“¡Eso! ¡Rómpeme!” – le pedía ella, con la voz rota de lujuria.
Yo veía cómo la penetraba tan profundo que pensé que la desgarraría. Pero ella lo pedía más fuerte, más duro.

Yo me pajeaba mirando cómo la llenaba entera, cómo sus nalgas rebotaban contra sus muslos, cómo mi esposa gemía como nunca conmigo. Era una mezcla de humillación y morbo imposible de resistir.

Él le daba nalgadas, le agarraba el cuello, la llamaba su putita caliente, mientras ella lo afirmaba gritando que era suya, que me había abandonado en esa cama. Y yo, en vez de odiarlo, sentía el placer subir más y más.

La puso de rodillas y le escupió el culo. Se lo abrió con un dedo y luego le metió la verga por detrás. Ella gritaba, lloraba de gusto, se corría una y otra vez. Yo nunca me había atrevido a tanto. Él sí.

Su ritmo era brutal, animal, pero preciso. La follaba en todos los ángulos posibles, la destrozaba con esa polla gigante, y yo solo podía mirar, jalándomela y suplicando no correrme antes de tiempo.

Cuando llegó el momento, él la puso boca arriba, la abrió bien y le dijo: “Te voy a dejar mi leche dentro, para que tu marido te lama después.” Ella lo aceptó con una sonrisa sucia.

Y entonces se vino. Un gemido ronco llenó el aire, y yo vi cómo la bañaba por dentro, cómo su semen espeso se derramaba y goteaba entre sus labios hinchados. Ella se retorcía, disfrutando cada gota.

Cuando él salió, el semen chorreaba. Yo me acerqué sin que nadie me lo pidiera, y me arrodillé frente a mi esposa. Ella me miró con ternura y me abrió más las piernas.

Lamí todo. Limpie cada gota de ese macho de su coño ardiente, mientras ella me acariciaba el pelo. Era humillante, sí, pero era nuestro juego. Era nuestro placer.

Desde esa noche, no he dejado de pensar en repetirlo. Porque aunque solo tengo 15 cm, la verdad es que soy más feliz viendo a mi esposa llenarse con lo que yo no puedo darle. Y después, quedándome con su sabor.

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Juan Felipe
Juan Felipe
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