Todos estaban de fiesta, la habitación estaba rebosante de sana e intensa diversión, que provenía de las conversaciones y las risas de los presentes. Aún así, era una habitación pequeña, en la cual sólo cabía una inmensa mesa y sus sillas, un par de muebles y las dos puertas que comunicaban con el resto de la casa. Era una mesa rectangular, alargada, con los instrumentos, platos, copas y comida desordenados, después de una larga cena.
El ambiente era cargado, sin ventanas; todo el mundo había estado fumando, y la luz era tenue, como si las lámparas que colgaban del techo iluminasen con velas. La combinación de la madera rojiza de los muebles y el suelo, y el granate del viejo color del papel de la pared, le daban a la estancia un aire atemporal, rústico y acogedor, a la vez extraño e intrigante, casi mágico. Todo podía pasar en aquel lugar.
Ella había bebido; casi nunca bebía lo suficiente como para entrar en ese estado de paz, extraña y excitante, que te hace sentir, a la vez, que estás más vivo y más dormido que nunca. Pero ese día se había dejado llevar por el ambiente romántico y relajado de la habitación, esa pequeña burbuja dentro de su vida. Ella sabía que aquella noche se acostaría con alguno de aquellos hombres, sabía que escogería a uno y lo seduciría; tenía muchas ganas de encontrar una emoción que le hiciese sentir especial, que le hiciese escuchar a su cuerpo y el sonido de la vibración del placer, la deliciosa oscuridad al cerrar los ojos con fuerza y simplemente sentir a la otra persona y a ella misma como a un cuerpo. Ella no solía hacer esas cosas, de hecho era la primera vez que pensaba y separaba los sentimientos del placer físico; y por esa razón era tan excitante.
Había unos ojos que la miraban profundamente desde el otro lado de la mesa. Unos ojos marrones, grandes y rasgados le miraban como si pudiesen ver más allá de los suyos, como si pudiesen ver más allá; sus pensamientos, sucios y extraños, que no se delataban a través de su actitud exterior. Esos ojos le hacían sentir como si la desnudasen sin si quiera tocarla, y eso le excitaba mucho. Sentía como esa presencia era especial, como si todo a su alrededor fuese mucho más rápido que ellos, ligados en el silencio murmurante por la unión invisible de una mirada que ejercería sobre ella una atracción profunda e hipnótica. Esa sensación la asustó de golpe, y desvió la mirada hacia otras posibilidades. A su lado había un hombre guapo, joven, de piel morena y camisa granate, ojos verdes y pelo negro y brillante como el azabache. Le gustó su cuello, su piel que parecía brillar en contraste con la camisa, el final de su pelo oscuro que hacía un último bucle antes de morir en su espalda, ancha y atractiva.
Puso la mano en la pierna del hombre sin pensarlo dos veces, y este se giró sorprendido. Ella no hizo ningún movimiento extraño a los ojos de los demás, y él rió ante su desvergüenza. Sin dejar de mirarla con esos ojos verdes, cogió la mano de ella y la puso de nuevo en sus piernas, devolviendo cada cosa a su sitio. Él no quería jugar con ella esa noche, pero le desconcertaba aquella mirada traviesa al devolverle su propia mano. Dejó su mano puesta sobre las piernas de ella; él no había querido colocar todo en su lugar, sino que se encontraba ante un auténtico contraataque. Ella sonrió de nuevo, sin mirarle aún. Dejó la mano largo tiempo, sin moverla, aunque ella cada vez la notaba más caliente sobre su pierna; era grande, de dedos fuertes y largos. No se atrevió a moverse en todo el rato, pensando que cualquier pequeño movimiento sería interpretado como un gesto de incomodidad o de rechazo, y la retiraría de su pierna. Eso aún le excitaba más profundamente. Miró de nuevo su cuello, y no pudo evitar mover un poco las caderas, recolocando la unión de las piernas. La mano se movió, acercándose más al interior de su falda. La falda era ajustada, y sólo podía tocar piel si bajaba hacia el centro.
Era enormemente excitante hacer todo aquello entre las conversaciones de toda aquella gente, y la mirada de ojos marrones desnudando sus pensamientos, cada vez más claros y más sucios. No quiso mirar a la cara de aquel hombre de al lado ni en el momento en el que necesitó abrir las piernas para que la cupiese la mano, como una extraña provocación, un juego. Se subió la falda tapándose con el mantel, y ocultó su cara con su mano y su pelo, que caía por encima de sus ojos. Abrió las piernas tanto como pudo, y de repente la mano paró de moverse; claramente esperando una mirada de sorpresa y de súplica. Ella sonrió, sin mirarle, y cogió su mano quieta con la suya, como si fuese un juguete inerte que ella usaba a su antojo. Pasó los dos dedos centrales por encima de su ropa interior, con más intensidad en cada una de las veces que dibujaba sobre la ropa, y al final deteniéndose en ese pequeño montículo que siempre le proporcionaba tanto placer. La mano volvió a moverse; ella había ganado.
Oyó como la silla del hombre se acercaba sin cuidado y la otra mano cogía la suya para depositarla sobre la parte delantera de su pantalón, negro y ajustado. Entonces ella notó el resultado de todos esos momentos silenciosos, pero siguió sin hacer otra cosa que sonreír. Él movió la mano con libertad, jugando a apretarla contra la sensible y fina piel la goma de su ropa interior, y después apartarla para poder acariciarla directamente con su dedo. Eso la volvió loca, y apretó las piernas con fuerza sin poder contenerse. Acarició también el pantalón de él, pero de manera instintiva, casi sin poder pensar.
El contacto de una mano sobre su espalda la sobresaltó. Era una persona que había cogido la botella de vino, y se había apoyado un momento sobre su hombro, sin imaginar lo que pasaba bajo el mantel. Al verla con la cara entre las manos y el pelo le preguntó si se encontraba bien, y ella respondió con un sí tan sincero como poco convincente, que aún así bastó para que la dejasen en paz de nuevo. De repente la mano paró, y ella esta vez no pudo evitar mirarle a los ojos. Él sonrió, eufórico, y se levantó de repente de la silla. Ella le siguió con la mirada mientras él se marchaba por la puerta, lanzándole una mirada de provocación antes de dejarla entreabierta.
Tardó unos segundos en colocarse bien la falda y decidirse a seguirlo. Casi sin poder caminar, se levantó, caminó hasta la puerta, y la abrió con delicadeza mientras la mirada de ojos marrones se clavaba por última vez en su espalda.
Deja un comentario