La escultora caliente
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Supongo que el sofocante calor que hacía ayudó a que los acontecimientos se precipitaran. Era verano y ya disfrutaba de las vacaciones estivales. Ella me llamó para preparar un dossier con sus obras de escultura, que quería presentar para una importante exposición. Nos conocíamos desde los tiempos del instituto, hace más de 25 años. Era una amistad compartida con su marido y mi esposa. A pesar de haber estado en infinidad de ocasiones juntos durante las vacaciones, nunca había surgido nada entre nosotros. Aunque, eso sí, ella fue musa de muchas de mis masturbaciones en la adolescencia. Pero ya había pasado tanto tiempo que nada hacía presagiar que pasara nada de sexo entre nosotros.
Cuando llegué a su casa eran las 11 de la mañana de un caluroso día de julio. Ella volvía de dejar a los niños en el campamento de verano y yo la esperaba en el coche, a la puerta de su casa. Nos besamos como de costumbre y pasamos dentro. Ella vestía pantalón vaquero ajustado y una camiseta blanca muy ancha. Me dijo que fuese preparando el ordenador para mostrarle el diseño de su presentación mientras ella se cambiaba de ropa “para estar más fresca”, dijo. Ni por asomo se me ocurrió “lo fresca que se iba a poner”. Apareció con el único atuendo de un holgado camisón que no dejaba nada a la imaginación. Se podía apreciar a la perfección sus rosados pezones coronando unas inmensas tetas que ya fueron inspiración en mis primeras pajas.
Se sentó junto a mí para ver las imágenes que le iba presentando que cada vez le gustaban más. Se sorprendía de la composición que le había preparado tanto como yo lo estaba de la visión de sus pechos bamboleantes y de la creciente erección que me estaba provocando. Cuando se levantó a coger unas cervezas y me mostró la silueta de sus nalgas, transparentadas a través del camisón, sin bragas que las cubrieran, ya tenía mi pene en la máxima expresión. A su regreso, me ofreció una cerveza helada y dio un beso en la mejilla diciendo “Juan, no sé cómo pagarte esto”. No tienes nada que pagar, mujer, sabes que por ti hago lo que sea necesario. En su intento de agradecimiento, me abrazó, girando su cuerpo hacia mí, rozó mi miembro con su codo. Quedó paralizada por un instante para después abrir los ojos como sorprendida por la dureza de mi pene. Con una sonrisa y algo sonrojado, solo atiné a decir: “perdona, es que no soy de piedra y…”. “Doy gracias a Dios por no haberte hecho de piedra”, respondió, bajando su mano para, ahora sí, con toda la intención de agarrarme los testículos suavemente.
Tras varios minutos de besos y tocamientos, se levantó para despojarse del camisón y mostrarse en desnudez plena. Su sexo delicadamente rasurado, comenzaba a mostrar humedad que afloraba por sus labios vaginales. Empujó mis hombros hacia atrás, dejándome tumbado, mirando al techo. Bajó mis bermudas y acercó sus labios al glande, saboreándolo decididamente. Ver como se la metía en su totalidad en la boca, mientras sus pechos rozaba mis piernas, fue la sensación más excitante que nunca pude imaginar. Durante diez minutos se dedicó en cuerpo y alma a mamarla, produciéndome espasmos de placer. Su cuerpo arqueado, ofreciendo su culo al cielo, a modo de ofrenda, y las lamidas desesperadas que proporcionaba a mi cipote, hicieron que éste no soportara más la situación y descargó un torrente de semen sobre su cara que ella saboreó como si del mejor alimento se tratara. Sus dedos recogieron leche de su cara y pechos, por los que comenzaba a deslizarse a modo de río, para posteriormente chupar los dedos con cara de vicio.
Ya mi pene había perdido parte de rigidez, no así sus pezones, que seguían erguidos y tensos. Pensé que ella merecía un trato digno de la mejor de las reinas del placer. Me incorporé para abrazarla sobre mi pecho. Comenzó a dar pequeños mordiscos a mis pezones, acariciando mi culo de forma delicada, muy suave. La puse en el sofá a cuatro, con sus piernas bien abiertas. Desde atrás, comencé a tocarle los muslos, las cercanías de su vagina ya palpitante, que producía un sonido excitante que hizo ponerme de nuevo a mil. En un momento estiré mi brazo para alcanzar sus pezones para rozarlos. Respondió con un leve gemido al que siguieron otros de mayor intensidad cuando mi lengua comenzó a hurgar en su culito, tan apreciado en otro tiempo y ofrecido sin limitación hoy, cuando menos lo esperaba. Por favor, no me hagas sufrir, dámela ya, Juan, decía una y otra vez. Aproveché para acercarle el glande a su húmeda entrada vaginal, metiéndole con facilidad la mitad de mi tronco, para volver a sacarlo y comenzar una comida de coño como ella se merecía.
Dibujando círculos con mi lengua en su clítoris, en sus labios mojados, en la entrada de su culito, conseguí que tuviera un sonoro orgasmo que deslizaba jugos por sus piernas. Ahora sí, ahora la vas a sentir bien dentro, le dije, mientras le ponía la polla en su entrada. Sin el más mínimo rechazo, la absorbió entera, hasta que mis testículos golpearon sus muslos. Varios minutos hurgando en su interior para sacarla brillante de jugos y acariciar con la punta su clítoris fueron suficiente para que tuviera otro orgasmo. Con sus propios líquidos dilaté la entrada de su culo, que era mi próximo objetivo. Cuando se la coloqué, en un principio sentí como la rechazaba, pero sin convencimiento, sabiendo que no había marcha atrás. Fui metiéndosela despacio, mientras mis manos sujetaban sus pechos. Cuando noté que acercó su culo, buscando mi cipote, supe que estaba preparada para ser desvirgada analmente. Confieso que sentirla tan apretada dentro de su culo me volvió loco. Durante cinco minutos no paré de bombearla, hasta que la llené de semen que brotaba de su culito rosado.
Una ducha fresca puso fin a un encuentro tanto tiempo deseado y que parecía dormido. Cuando llegó su marido, todo estaba en aparente normalidad. Tomamos una cerveza y me marché, no sin antes ofrecerme para lo que necesitara, faltaría más.
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