La colegiala rebelde expulsada por mala conducta
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Me habían expulsado del colegio por mala conducta. Todos en mi casa sabían lo que eso significaba. Una vez más, no había podido reprimir mis impulsos femeninos y mis compañeros de colegio, que quedaba salón me habían convertido en su compañerita, en la reina de la clase. Me habían prohibido que me comportara como una niña en el barrio, pero en el algo lejos de mi casa, yo podía dar rienda suelta a mis femeninos deseos.
A mi padre se le quitaron las ganas de llevarme al psicólogo cuando después de varias sesiones, el doctor acabó pidiéndome que se la chupara, y yo volví con la blusa mojada por su semen. Pese al llanto de mi madre, no pudieron impedir que asista al consultorio vestida de chica. Y en vez de “curarme”, terminé la terapia más convencida de que lo que yo quería era ser una mujer.
Y ahora estaba yo lista para entrar en el nuevo colegio, un nuevo salón, con nuevos compañeros. La noche anterior me la pasé imaginándolos bien masculinos. Me puse mi baby doll y me acosté frotando mi pequeño pene contra el colchón. Soñé que el más fuerte del salón me ponía contra la pared, me levantaba el vestido y me penetraba delante de todos.
Debo decir que hasta ese entonces, yo era virgen. Sólo había probado el delicioso sabor de una verga bien erecta en mi boca. Había saboreado la viscosidad del néctar exquisito de la masculinidad en mis labios. Me habían llenado la boca de semen, pero mi orificio posterior aun era un territorio inexplorado. Lo había hecho con el técnico que llegó para reparar una falla en el agua caliente, con el pintor y con el chofer. Todos ellos dejaron sus jugos en mi boca.
El que más lejos llegó fue el psicólogo. Cuando crucé las piernas y le dejé ver mi calzón, el se abalanzó sobre mi y me tomó por detrás, pero sólo llegó a poner su verga entre mis dos nalgas y humedecer la puertita de mi agujero. Ante la cercanía de la penetración, creo que me asusté, así que me solté de sus brazos y me puse de rodillas ante el para llevarme, como Mónica Lewinsky, un recuerdo de él en mi femenina vestimenta.
No podría decirse que estaba decidida a ser inaugurada, pero algo me picaba detrás. Esa noche en que soñaba ser penetrada en el salón de clases tomé con mi dedo algo del juguito de mi pequeño sexo y me lo puse detrás, jugué con mi huequito y mi dedo. Lubricada por mi propio néctar, decidí empujar. Mi dedo estaba en mi interior en un punto que ya no podía seguir. Empuje más y me dolió, así que me quede allí, metiendo y sacando mi dedo pero sin pasar esa barrera que anunciaba una etapa tal vez nueva. Tal vez estaba reservando el lugar más profundo para una verga de verdad.
Lleve mi mejor vestido escondido en mi maletín, para esperar la oportunidad de mostrarle a mis nuevos compañeros mi verdadera personalidad. Ya en el salón de clases, mi corazón latía de la emoción. Eran un grupo muy indisciplinado, y me sentí algo tímida.
Había puesto la mirada en el chico más fuerte y alto de la clase. Sin duda, era un gran deportista, ya que lucía una espléndida musculatura. Lo miraba con deseo y de reojo tratando de no delatarme todavía. Lo seguí con la mirada cuando se levantó de su sitio y se dirigió al lugar del profesor para hablarle a los demás. Me puse roja al escuchar sus primeras palabras. Anunció que “tenemos una amiguita que va a desfilar vestida de mujer”. Pensé que mis intentos de pasar desapercibida habían sido infructuosos, que por mucho que intentara esconderme mi alma de mujer, la feminidad se me salía por los poros. Agaché la cabeza algo avergonzada, pero preparándome para la ocasión.
Iba a abrir mi maletín para sacar mi vestido, cuando todas las miradas se dirigieron a otro lugar. Al fondo de la clase, otra chica travesti se estaba cambiando de ropa. Parecía algo planeado de antemano. Ella se dirigió hacia el chico fornido, quien le indicó que se escribiera su nombre en la pizarra. Ni bien terminó de escribir “Paola”, el chico se puso detrás de ella y la tomó por la cintura. Luego la volteó y pude ver su rostro perfectamente maquillado. Se veía preciosa y tenía una expresión de excitación envidiable. Su trasero levantado era tocado por la masculinidad del chico fuerte, quien ya había comenzado a moverse y a balancearla. Luego la llevó de nuevo a la pizarra para que dibujara un corazón con dos nombres: “José y Paola”. Advirtió a los demás que ella sería su chica exclusiva y que nadie más que él la tocaría. Sin duda, José era el macho dominante de la clase.
Experimenté por primera vez en mi vida lo que son los celos. Todas mis fantasías, y mi ilusión de ser la única señorita de la clase me habían sido arrebatadas por Paola. La odiaba con todas mis fuerzas…
Esperé con paciencia la ocasión de arrebatarle el trono de reina, sufriendo cada vez que José la acariciaba. Con el paso de los días los juegos entre ellos fueron más atrevidos. José le levantaba el vestido y le tocaba el trasero con frecuencia y ella se ruborizaba con un deleite que yo quería para mí. Reconocí en ella el mismo estilo de mujer que yo, y eso me hizo muy competidora. Asistí al gimnasio para mejorar mis formas femeninas hasta redondear mi trasero, cuidé de mi piel, mis uñas de las manos y los pies. Ensayé el tono de mi voz hasta hacerlo bien delicado y femenino. Compré la mejor ropa. Al cabo de unas pocas semanas, yo misma quedé sorprendida del éxito conseguido.
Había llegado el momento de despojar a Paola de su privilegiada posición. Era la clase de Educación Física y yo tenía toda mi indumentaria de mujer lista para el ataque. Me cambié sin que nadie se diera cuenta, y en medio de todo el salón desnudo y de Paola algo desaliñada en un rincón del vestidor, aparecí de pronto con una minifalda, zapatos de tacos, medias negras y un liguero que podía verse claramente debido a la cortedad de la mini. Me acerqué a José y le di un beso en la mejilla. Luego seguí mi camino mirando a otro chico para besarlo, pero Paola se interpuso en mi camino y me lanzó una sonora bofetada. Me tiró al piso, me hizo una llave de lucha libre y me obligó a pedirle perdón. Una nueva sensación me invadió. Una chica como yo, una travesti, me estaba dominando… Y lejos de sentirme mal, experimenté un placer lésbico algo confuso. Me estaba gustando sentirme humillada por ella. Aunque demostraba lo contrario tratando de zafarme de ella y llorando, en verdad gozaba descontroladamente.
Me había tirado sobre el piso boca arriba. Y puso su pene en mi boca. Lo chupé disfrutando cada lamida. A pesar de que era mucho más pequeño que los de los hombres que ya había chupado, bastaba para que en mi boca yo lo sintiera como algo delicioso. Nunca imaginé que pudiera salir tanta lechecita de esa verguita. Me llenó la boca y casi me atoro. Me estaba limpiando, cuando Paola me puso en posición de una perra, mojó mi agujero con el semen que aun le brotaba, y me penetró en toda la longitud, que no era mucha, pero fue suficiente para que traspasara la barrera que a la antes no había llegado con mis dedos. Me dolió. Lancé un grito de dolor y de placer. Sentí que algo se rompió dentro de mí. Y luego de unas pocas arremetidas, ya entraba y salía con facilidad, enloqueciéndome. Mojada en la boca, con el sabor de su leche en mis labios, mi culito era penetrado una y otra vez, y quien lo hacía no era un macho, sino alguien como yo.
La experiencia lésbica acabó cuando uno de los chicos puso su verga en mi boca aún mojada y me inundó de nuevo. A él le siguieron otros. No sé cuántos, pero debo haber chupado una docena por lo menos. Y cada una de esas chupadas terminó con una violenta eyaculación. Tenía semen por todos lados. Ya Paola había salido de mí y había dejado mi culito huérfano de verga. Y apareció mi deseo por sentirme penetrada otra vez. Tanta verga en mi boca no era suficiente, ya que mi culito latía por ser invadido de nuevo. Y si la pinga que debía hacerlo fuese más grande, yo sería muy feliz.
Supe del tamaño del instrumento de Juan antes de verlo, pues al primer contacto de mi orificio anal con la cabeza de su miembro, yo estaba como una perra y él se me acercó por atrás. Primero un suave toque que me anunció su presencia, y luego una empujadita que me hizo saber de su diámetro. Mi culito cedió a su paso, anchándose. Una segunda arremetida y ya pude medir algo de su longitud. Me había atravesado llegando a donde la pequeña pieza de Paola no pudo llegar. Y aún faltaba más. Una tercera embestida, y yo ya estaba en la gloria. Me sentí totalmente poseída, con un dolor inmenso, pero que me brindaba un placer nunca antes experimentado.
Desde ese día, yo fui la reina, y Paola sólo una de las damas de mi corte.