“Entregada a un Gang Bang”
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El calor en l cuarto de baño se tornaba insoportable, una atmósfera sofocante cargada de lujuria y humedad, como si el aire mismo se hubiera impregnado del deseo que ambos irradiábamos. Cada respiración era una mezcla de anticipación y anhelo, el aroma del sexo colgando pesado en el ambiente. James me había empujado con fuerza contra la fría pared del baño, y el aire salió de mis pulmones en un jadeo ahogado. La mirada intensa que me dirigía, oscura y voraz, parecía devorarme sin piedad. El impacto resonaba a través de mi cuerpo, un estremecimiento que se expandía desde la espalda hasta mis pezones, que se endurecían al instante bajo el fino tejido de mi vestido, como si cada fibra de mi ser respondiera a su fuerza bruta.
Sentía sus manos, grandes y seguras, deslizarse por mi cuerpo con una precisión que bordeaba lo quirúrgico, pero que al mismo tiempo estaba impregnada de un hambre insaciable. Sus dedos recorrían cada curva, cada contorno, como si estuviera deleitándose en esculpir una obra maestra. Era como si me estuviera conociendo de nuevo, redescubriendo cada rincón de mi piel, cada punto sensible que me hacía temblar bajo su tacto.
Mis caderas, como movidas por una voluntad propia, se arqueaban hacia él, buscando más de ese contacto que hacía que mi piel ardiera bajo su escrutinio. No podía evitarlo, era como si mi cuerpo entero respondiera a su llamado, a esa necesidad imperiosa que él desataba con cada caricia, con cada apretón. Mis manos, que hasta entonces habían estado aferradas a la pared en un intento inútil de mantener el control, se deslizaron hasta su espalda, aferrándose a su camisa como si fuera lo único que me mantenía anclada a la realidad.
El frío de la pared contrastaba con el calor que brotaba desde mi interior, una combustión lenta pero inexorable que amenazaba con consumirme. Podía sentir su aliento cálido contra mi cuello, sus labios rozando mi piel con esa mezcla de suavidad y urgencia que solo él sabía manejar. Cada beso, cada mordisco, era una promesa de lo que vendría después, una promesa de placer que me hacía perder la razón.
Mis caderas se movían al ritmo de sus manos, cada vez más desesperadas por sentir más de él, por saciar ese deseo que se alimentaba de cada roce, de cada suspiro. James sabía exactamente cómo tocarme, cómo hacerme sentir vulnerable y poderosa al mismo tiempo. Su cuerpo, tan firme y seguro, era la respuesta a una pregunta que mi cuerpo llevaba formulando desde hacía tiempo: ¿cuánto placer podía soportar antes de desmoronarme por completo?
El roce de sus dedos sobre mi espalda desnuda era eléctrico, como si cada toque encendiera un fuego en mi interior que se extendía sin control, ardiendo a través de mi vientre, bajando hasta mis muslos que temblaban de deseo. James, acercándose aún más, hasta que sentí el calor de su aliento contra mi cuello, susurró con una voz tan grave y cargada de promesas sucias que me hizo estremecer: “Denise”, sus labios apenas rozaron mi oído, enviando un escalofrío de anticipación a través de mi columna, “esta noche, vamos a romper tus límites, crear nuevos, explorar lo que nunca antes habías imaginado”.
Cada palabra fue como un latigazo de placer directo a mi clítoris, que ya palpitaba con una urgencia casi dolorosa. Sentí cómo la humedad entre mis piernas se hacía más intensa, empapando la delgada tela de mis bragas que se adherían a mi piel como una segunda capa, atrapando el calor y la necesidad que se acumulaba dentro de mí. El mero pensamiento de lo que estaba por venir, de las fronteras que íbamos a cruzar juntos, me arrancó un gemido bajo y gutural que resonó en el pequeño espacio, haciéndome consciente de lo completamente vulnerable que estaba ante él, y de cuánto me excitaba esa idea.
Antes de que pudiera procesar lo que estaba sucediendo, James levantó mi vestido con un movimiento decidido, dejando al descubierto mis bragas de encaje, que ya estaban empapadas de deseo. Sentí el aire frío golpear mi piel caliente, contrastando con la humedad que se acumulaba entre mis muslos. Sus dedos, largos y hábiles, se deslizaron con facilidad por la tela húmeda, encontrando mi clítoris que palpitaba de anticipación. Con movimientos lentos y calculados, comenzó a frotarlo, aplicando la presión justa que me arrancó un gemido profundo, resonando en la habitación como un eco de nuestra lujuria compartida. Cada roce de sus dedos enviaba oleadas de placer que se propagaban desde mi centro, haciendo que mis caderas se movieran instintivamente hacia él, buscando más contacto, más fricción, más de todo lo que él podía ofrecerme en ese momento.
“Mírate”, susurró con voz ronca, mientras me giraba hacia el espejo del baño. “Mira lo jodidamente sexy que te ves, cómo suplicas por más”. La orden en su voz hizo que mi corazón se acelerara aún más. Nuestros ojos se encontraron a través del reflejo, y la imagen que vi me encendió aún más, casi llevándome al borde de la locura. Mis pezones estaban tan endurecidos bajo la tela fina que parecían pedir ser liberados, mi piel ruborizada por la excitación y mis labios entreabiertos en un suspiro de lujuria incontrolable. El reflejo de mi cuerpo arqueado hacia él, rogando por más, por cualquier cosa que él quisiera hacerme, me hizo morderme el labio, la necesidad de ser tomada llenándome de un calor abrasador.
James no se detuvo ahí; sus dedos encontraron la orilla de mis bragas y las deslizó lentamente hacia abajo, dejándome completamente expuesta. El aire frío sobre mi piel desnuda contrastaba con la calidez de sus manos, que no dejaban de explorarme. Cuando finalmente se deshizo de la molesta barrera, liberando la prenda que aún quedaba entre nosotros, su mano volvió a encontrar mi clítoris, esta vez sin nada que se interpusiera entre su toque y la piel sensible de mi vulva. Sentí cómo sus dedos rozaban el pliegue cutáneo que cubría mi clítoris, ese punto de encuentro tan delicado donde los labios menores se unían, protegiendo el centro de mi placer. Al deslizar su dedo bajo el prepucio, me estremecí, el contacto directo con el glande de mi clítoris, ahora expuesto y completamente erecto, enviaba descargas de placer puras y crudas por todo mi cuerpo.
La sensación era mucho más intensa, más real, como si cada nervio estuviera en llamas bajo su tacto. Mi aliento se cortó, y un gemido que llevaba su nombre escapó de mis labios, un sonido tan lleno de necesidad que me sorprendió a mí misma. Mi cuerpo, totalmente entregado, rogaba por más, imploraba por el siguiente toque, por el próximo movimiento que me llevara aún más cerca del abismo del placer. No había vuelta atrás; lo único que existía era ese momento, esa conexión tan íntima y primitiva, donde cada caricia sobre mi clítoris descubierto era un recordatorio de cuán exquisito y desgarrador podía ser el deseo.
La humedad que sentía no era solo mía; su propio deseo estaba plasmado en cada caricia, cada roce, cada susurro lleno de promesas sucias. El espejo reflejaba cada expresión de mi rostro pervertido, cada espasmo de placer que recorría mi cuerpo, y no pude evitar sentirme más expuesta, más vulnerable, y al mismo tiempo, más deseada que nunca.
De pronto, la puerta del baño se abrió de golpe, el sonido reverberando en el pequeño espacio, y mi corazón dio un vuelco al ver que no estábamos solos. Un grupo de hombres entró en la sala, y cada uno de ellos tenía la misma expresión de deseo hambriento, sus ojos brillando con una lujuria desenfrenada que parecía clavarme en el sitio. Algunos ya estaban desnudos, con sus erecciones rígidas y pulsantes, mientras otros se desvestían con una prisa frenética, sus miradas fijas en mi cuerpo, como si yo fuera un banquete exquisito dispuesto solo para ellos. La tensión en el aire era palpable, el sonido de la ropa cayendo al suelo mezclándose con el pesado ritmo de mi respiración.
“Déjalos mirar”, ordenó James con una autoridad que no dejaba lugar a dudas. Su mano firme se movió con decisión, bajando mis bragas hasta mis tobillos, el encaje deslizándose por mis piernas hasta quedar amontonado en el suelo. La sensación de estar expuesta ante tantos ojos me hizo temblar, no de miedo, sino de una excitación tan intensa que me quemaba por dentro. Sentí cómo mi trasero quedaba completamente expuesto, cada centímetro de mi piel desnuda siendo devorado por las miradas lujuriosas que no perdían ni un detalle. “Quiero que vean cómo te follo, cómo te hago mía”, sus palabras eran una promesa oscura que me hizo gemir involuntariamente, la mezcla de humillación y deseo ardiendo en mi vientre como una llama incontrolable.
El sonido húmedo de mi excitación resonó en la habitación, un eco que se mezcló con los jadeos de los hombres que masturbándose me observaban, con sus manos moviéndose hacia sus erecciones mientras me devoraban con la mirada. Sabían lo que estaban a punto de presenciar, y eso solo encendía más mi cuerpo. Podía sentir la humedad empapando mis muslos, cada gota de mi deseo siendo una prueba visible de mi sumisión a James y a lo que estaba por venir. El reflejo en el espejo mostraba mi cuerpo arqueado, vulnerable, y más dispuesto que nunca. La mezcla de miradas, el calor en sus ojos, la crudeza de la situación, todo se unió en una tormenta de lujuria que me hacía querer más, que me hacía suplicar con cada fibra de mi ser.
James me giró bruscamente, haciéndome inclinar sobre el lavabo, mis nalgas en alto, expuestas y temblorosas. El frío del mármol bajo mis manos contrastaba con el calor ardiente que sentía en mi piel, una mezcla de vergüenza y excitación que me hacía temblar. Podía sentir las miradas ardientes de los hombres recorriéndome, sus ojos devorando cada centímetro de mi cuerpo con una intensidad que me hacía sentir aún más desnuda, más vulnerable. El olor del sudor y del deseo llenaba el aire, una mezcla de aromas embriagadores que me envolvían, avivando el fuego que quemaba dentro de mí. Podía escuchar el sonido de sus respiraciones aceleradas, los susurros de lujuria mientras comentaban entre ellos lo que estaban a punto de presenciar.
“Mira cómo te abres para mí” murmuró James, con su voz baja y grave resonando en mis oídos como una orden que no podía desobedecer. Sentí cómo alineaba su verga con mi entrada, su dureza presionando contra mi abertura ya húmeda y palpitante. El primer contacto fue como un chispazo eléctrico que recorrió todo mi cuerpo, arrancándome un gemido que resonó en la habitación, un sonido bajo y cargado de necesidad que dejó claro cuánto lo deseaba. La sensación de su grosor deslizándose dentro de mi conducto anal, abriéndome lentamente, llenándome con cada centímetro, era tan intensa que mi espalda se arqueó hacia él, mis manos aferrándose desesperadamente al lavabo, mientras el placer me invadía como una ola imparable.
“Por favor, James… no pares,” supliqué, mi voz temblando de anticipación y deseo, casi quebrándose bajo el peso de la excitación. Cada embestida enviaba ondas de placer que se propagaban desde mi centro, irradiando calor y haciendo que mis piernas temblaran de pura debilidad. Podía sentir el calor de su cuerpo pegándose al mío, el sonido húmedo de nuestra unión mezclándose con los jadeos y gemidos que llenaban la habitación. La fricción era deliciosa. Cada movimiento suyo enviaba un fuego abrasador a través de mis venas, haciéndome gemir más fuerte, más desesperada, por más de ese placer salvaje que me hacía perder la razón.
En el espejo, podía ver a los hombres cómo seguían, sin parar, con sus manos moviéndose frenéticamente sobre sus erecciones mientras se masturbaban, sus miradas hambrientas fijas en la escena que James y yo estábamos creando. Verlos así, tan desesperados por participar, tan consumidos por el deseo, solo intensificaba mi propio placer. El ritmo de James se volvió más rápido, más profundo, cada embestida arrancándome un grito de placer que resonaba en la habitación, una sinfonía de gemidos, jadeos y el sonido húmedo de la piel chocando contra la piel, cada uno de nosotros perdido en un mar de pura lujuria.
Sin embargo, no fue solo James quien se encargó de mí esa noche. Sentí el calor de otro hombre acercarse, con su verga ya goteando preseminal, ofreciéndose con una arrogancia irresistible. Mis labios, húmedos de anticipación, se separaron instintivamente, acogiendo esa dureza palpitante. Mi lengua se deslizó lentamente por cada vena que surcaba su longitud, saboreando la salinidad que se mezclaba con mi saliva mientras mis manos lo envolvían, siguiendo el ritmo de mis labios, que lo devoraban con hambre creciente. El sabor intenso de su preseminal se volvió una adicción en mi boca, mezclándose con el deseo que crecía en mi interior. Los jadeos profundos que brotaban de su garganta eran música para mis oídos, una señal de que lo estaba llevando al límite, de que estaba a punto de estallar por la presión de mi lengua y mis labios que lo abrazaban sin tregua.
De repente, otro hombre se colocó detrás de mí, su verga dura y expectante rozando la entrada prohibida de mi trasero. Podía sentir su calor pulsante, la promesa de lo que vendría. James, con una sonrisa perversa que me incendiaba por dentro, se retiró ligeramente, dándole paso al otro hombre, quien con precisión oscura alineó su verga con mi ano ya dilatado y lubricado. La cabeza hinchada de su verga presionó con firmeza, abriéndose paso lentamente. Un gemido escapó de mis labios, mitad dolor, mitad placer, mientras él se hundía en mi interior, haciendo que mi cuerpo entero temblara bajo la intensidad de la doble penetración. El dolor inicial pronto se transformó en una ola de placer abrumador, que me arrancaba gritos desesperados que resonaban en la habitación, como ecos de lujuria pura.
Sentía cómo ambas vergas se movían dentro de mí en un ritmo perfectamente sincronizado, estirándome, llenándome hasta el límite. Cada embestida era un choque de placer que se propagaba como electricidad a través de mi cuerpo, haciendo que mis músculos se tensaran y se liberaran en un ciclo sin fin. Ambos orificios estaban completamente ocupados, y la presión combinada de ambas vergas dentro de mí me hacía perder el control, cada movimiento empujándome más allá de los límites del placer conocido. Podía sentir sus cuerpos sudorosos, el calor de su piel mezclándose con la mía, el aroma del sexo llenando el aire, saturando mis sentidos, mientras mi mente se desvanecía en un torbellino de lujuria y desenfreno.
Mis manos se aferraban con desesperación a lo que encontraba a mano, buscando un ancla en medio de la tormenta de placer que azotaba mi cuerpo. Cada embestida los acercaba más al borde, y sus jadeos se volvían más fuertes, más salvajes, mientras mis gemidos llenaban el aire con una sinfonía de deseo descontrolado. Mi cuerpo vibraba con cada movimiento, cada penetración; una explosión de sensaciones que me llevaban más alto, más lejos. Estaba atrapada en un ciclo interminable de éxtasis, cada segundo más intenso que el anterior, mientras las vergas dentro de mí se movían con una precisión que solo podía describirse como cruel, así con mayúsculas, llevándome al borde del abismo una y otra vez, hasta que el placer se convirtió en mi único pensamiento, mi única realidad.
Mientras los dos hombres me penetraban simultáneamente, mi cuerpo se convirtió en un templo de placer al que otros acudían, ansiosos por ofrendarme sus vergas. Se iban turnando uno a uno. Mi boca, siempre húmeda, siempre abierta, era un recipiente de placer interminable para ellos, cada una entrando y saliendo, deslizando su dureza a lo largo de mi lengua, presionando contra mi paladar, y llenándome de su sabor salado y almizclado. Mis labios se movían con devoción, succionando, chupando con fuerza mientras los gemidos de los hombres retumbaban a mi alrededor, mezclándose con el sonido de sus manos frenéticas que se movían en sus erecciones, el ruido húmedo de la piel golpeando contra la piel mientras los otros dos, turnándose, me follaban con una fuerza que hacía eco en mis huesos, llevando mi mente al borde de la locura.
Cada movimiento era una sinfonía de lujuria: el chapoteo de los fluidos que se mezclaban, el olor espeso del sexo llenando el aire, la mezcla intoxicante del sudor y la esencia masculina que impregnaba cada respiración. Sentía cómo sus vergas se deslizaban dentro de mí, estirándome al máximo, llenando cada centímetro de mi ser con su dureza palpitante. Sus jadeos eran una constante en mis oídos, cada vez más intensos, cada vez más desesperados, y yo los acogía con gemidos profundos, vibrantes, que resonaban en mi pecho y escapaban de mi garganta con cada embestida que me llevaba más y más lejos del control.
El orgasmo que se acumulaba dentro de mí era una tormenta inminente, creciendo con cada embestida, cada gemido, cada mirada cargada de deseo que se clavaba en mi piel. Sentía el calor subiendo por mi vientre, mis músculos tensándose en anticipación del éxtasis que sabía que vendría, pero que aún se resistía, alimentado por el frenético ritmo de sus movimientos. No quería detenerlo, no podía detenerlo. El placer se apoderaba de mí, me poseía, y en ese momento me entregué por completo a la oleada que estaba por desatarse.
Finalmente, cuando el orgasmo estalló dentro de mí, fue como una explosión volcánica que arrasó con todo a su paso. Mi cuerpo se sacudió violentamente, cada músculo convulsionando mientras el placer se derramaba a través de cada célula de mi ser. Grité sus nombres, (según lo que recordaba cuando James me presentó a los cinco ex compañeros de la universidad) uno tras otro, mientras mis sentidos se nublaban por la intensidad del clímax, mi voz entrecortada por los gemidos que me arrancaban con cada nueva ola de placer. Mi cuerpo se tensaba y se liberaba, una y otra vez, en un clímax interminable que me dejaba jadeando, mi piel ardiendo con el calor del deseo satisfecho y mi mente flotando en un mar de satisfacción absoluta.
Los hombres no se detuvieron, cada uno de ellos ansioso por reclamarme como suya. Sus cuerpos se movían con urgencia, sus vergas endurecidas llenándome sin descanso, cada embestida más profunda, más brutal que la anterior. Podía sentir el calor de su piel contra la mía, el olor salado del sudor que impregnaba el aire, mezclándose con el aroma espeso del sexo que flotaba en la habitación. Mis músculos se contraían instintivamente alrededor de ellos, succionando cada pulgada con una necesidad desesperada, mi cuerpo hambriento de más. Sus gemidos se alzaban en el aire, cada uno de ellos un eco de placer, mientras se perdían en el frenesí de mis entrañas, descargando su semilla en cada uno de mis orificios.
El semen caliente llenaba mi interior, inundándome con cada liberación, y podía sentir cómo goteaba por mis muslos, mezclándose con mis propios fluidos que ya empapaban mi piel. Mis labios, hinchados de tanto uso, trataban de atrapar cada gota, mi lengua moviéndose frenéticamente, mi garganta ardiendo mientras intentaba tragar todo lo que me daban. Sentía el líquido espeso resbalando por mis comisuras, bajando por mi barbilla, mientras jadeaba, mi cuerpo temblando con el exceso de placer que se acumulaba en cada rincón de mi ser.
James, con una sonrisa perversa, vio una oportunidad para llevarme más allá de lo imaginable. “Arrodíllate frente a ellos,” ordenó, su voz profunda resonando en mi oído como una promesa de lo que vendría. Obedecí sin vacilar, mis rodillas tocando el suelo frío, mientras los hombres me rodeaban, formando un círculo de lujuria a mi alrededor. “Abre bien las piernas y la boca”, continuó, su tono más oscuro, y lo hice, exponiendo mi cuerpo sin reservas, mi conchita palpitando de puro deseo mientras los chorros de semen comenzaban a bañarme.
Cada eyaculación era una explosión de calor sobre mi piel, el líquido espeso y caliente cubriéndome por completo, resbalando por mi rostro, mis pechos, mi vientre, hasta llegar a mi conchita empapada. Podía sentir cada chorro golpearme, el semen mezclándose con el sudor y mis fluidos, formando una capa resbaladiza sobre mi piel que acentuaba cada uno de mis gemidos. La inmensa habitación del baño se llenó del sonido húmedo y visceral de las descargas que caían sobre mí, un coro de jadeos y gritos de placer que me envolvía, llevándome al borde del abismo.
Y entonces, uno de los hombres dio un paso adelante, sus ojos brillando con una malicia que hizo que mi corazón se acelerara. Con una sonrisa perversa, se inclinó sobre mí, y antes de que pudiera reaccionar, comenzó a orinar sobre mi cuerpo ya cubierto de semen. La orina caliente y ácida caía sobre mí en un chorro constante, empapando mi piel, mezclándose con los fluidos que ya me cubrían, cada gota una nueva ola de humillación y excitación que me hacía gemir más fuerte. El líquido corría por mi piel, bajando por mis tetas, empapando mi concha que latía de placer, mientras la sensación de suciedad y degradación se transformaba en una excitación aún más intensa, más profunda, que me consumía por completo.
Cuando finalmente terminaron, mi cuerpo colapsó, exhausto y tembloroso, cubierto por una capa resbaladiza de sudor, semen y orina. Podía sentir cómo el líquido espeso y caliente se deslizaba lentamente por mi piel, goteando desde mi ano y mi vagina, formando riachuelos pegajosos que recorrían mis muslos. Cada gota que caía hacía que mis músculos adoloridos se contrajeran involuntariamente, una mezcla de dolor y placer residiendo en cada fibra de mi ser. El aire estaba cargado con el olor acre de la orina, que aposaba sobre el piso de cerámica. Mezclado con el aroma salado del semen y el almizcle de nuestros cuerpos sudorosos, creaba un ambiente denso que envolvía mis sentidos.
Mi mente estaba nublada, sumergida en un mar de sensaciones contradictorias. El cansancio pesaba sobre mí como una manta, pero debajo de esa capa de agotamiento físico, una satisfacción oscura y profunda latía con fuerza. Había cruzado un límite, explorado un rincón de mi deseo que nunca antes había tocado. Y aunque cada centímetro de mi cuerpo estaba adolorido, sabía que no me arrepentía de nada. El placer había alcanzado una nueva dimensión, una que no conocía, y que ahora, después de haberla descubierto, sabía que necesitaba más.
James, observándome desde el otro lado de la habitación, tenía una sonrisa satisfecha en los labios, sus ojos brillando con una mezcla de orgullo y deseo cumplido. “Eres increíble, Denise,” murmuró su voz ronca, aún cargada de la lujuria que acabábamos de desatar. Cada palabra suya resonaba en mi pecho como un eco de lo que acababa de suceder, su tono impregnado de una autoridad que hacía que mi estómago se retorciera de anticipación. “Esta noche, has demostrado lo que realmente significa entregarse al placer.”
Sentí un escalofrío recorriendo mi columna al escuchar esas palabras, una promesa implícita en ellas que no podía ignorar. Miré a James a los ojos, y en ellos vi algo más allá del simple placer físico: una promesa de noches aún más intensas, más perversas. Sabía que lo que habíamos experimentado esta noche era solo el comienzo, que ambos estábamos listos para explorar esos oscuros caminos juntos, y que no había vuelta atrás. Estaba lista para lo que viniera, para sumergirme aún más en el abismo de mi deseo, y mientras los hombres que nos rodeaban me miraban con el mismo brillo en sus ojos, supe que cada uno de ellos estaba dispuesto a llevarme más allá de cualquier límite que hubiera conocido.