El reencuentro fue motivo para follar sin control
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A finales de los años 70, éramos muy amigos, hasta el punto que perdimos la virginidad juntos. De cuando en cuando buscábamos las vueltas para vernos a solas y hacíamos al amor, después cada cual a lo suyo, y tan amigos. Conservamos una buena amistad durante tres años, más o menos. Después de la época de la Universidad, ella marchó y yo comencé a trabajar. Ahora nuestros encuentros eran más esporádicos. Ella se enamoró de un chico en la universidad y tras terminar los estudios se casaron. A él, que era muy buen estudiante, tan solo terminar la carrera, lo llamaron de una multinacional en Madrid y se marcharon a vivir a la capital, por lo que solo pude verla en la época de verano, pero no hubo ocasión de estar a solas. También yo casé y ella quedó en el olvido.
En alguna ocasión teníamos referencias de nuestras vidas mediante amistades comunes. Ella tuvo tres hijos y yo dos. En nuestros respectivos matrimonios éramos felices. Suelo frecuentar varias veces a la semana la biblioteca municipal del lugar donde resido. Trasteando entre las estanterías, el viernes por la tarde, en busca de alguna novela, me sorprendió una mano desde atrás ofreciéndome un libro: “El principito”. Me volví para ver la persona que ofrecía con ese gesto la obra y la ví, atontado la escuché decir: “¿recuerdas?, deberías volver a leerlo”. Quedé sin habla, mi pensamiento retrocedió 20 años atrás, cuando por mi cumpleaños me regaló una edición de ese magnífico libro. “Despierta, chaval. ¿Te comió la lengua el gato?”. Reaccioné frotándome los ojos, intentando saber si es que estaba soñando o la realidad me la trajo de nuevo. “Bueno…, no sé… ¿eres tú?…, pero…”. Los lectores de la sala nos hicieron ver que era una sala de lectura y que debíamos estar en silencio. Me cogió de la mano y me arrastró hacia el mostrador, registró el libro y nos marchamos.
Seguía sin creer lo que veía frente a mí, en la cafetería de la biblioteca. Pedimos unas cervezas y nos acoplamos entorno a una mesa, junto a una ventana desde donde se podía contemplar los jardines del recinto.
Mientras ella me contaba lo que había sido de su vida, lo feliz que estaba y la buena situación en la que se encontraba, yo no dejaba de mirar a la mujer con quien descubrí el sexo. Sus pechos tan bien formados como hace 20 años, a pesar de la edad y tres hijos. Sus ojos seguían desprendiendo sensualidad, proyectada en el brillo que siempre le aparecía cuando se emocionaba. Tras largo rato intercambiando experiencias, como queriendo recuperar el tiempo perdido, comenzamos a recordar el pasado, cuando inventábamos raras historias para deshacernos de nuestros amigos de pandilla y así poder hacer el amor. Recordamos cuando lo hicimos en el edificio en construcción de lo que hoy es un hotel en un pueblo cercano al nuestro. Recordamos lo atrevidos que fuimos haciendo el amor sin ningún tipo de protección. Notamos que para los dos resultaba muy grato ese recuerdo. La conversación se centró en el sexo. Nos preguntamos si habíamos sido infieles alguna vez. Ella dijo que no se había atrevido, aunque tenía algunas proposiciones que le hubiese gustado aprovechar. Yo por mi parte, le conté que no había tenido muchas infidelidades, pero en dos ocasiones caí en la tentación, aunque me produjo una sensación de culpabilidad que me impidió repetir la experiencia.
– ¿Lo volverías a hacer conmigo?
– Por supuesto, recuerda que nos prometimos estar siempre el uno para el otro – le respondí casi sin pensar.
Llamé a casa para decir que tardaría en llegar porque había encontrado a un viejo amigo y me iba a tomar una copa con él. Ella no tuvo que justificarse, estaba sola en la ciudad porque su marido quedó en Madrid y ella había venido para ver a su madre que enfermó. Así que nos dispusimos a marchar y me pidió ir al hotel donde lo hicimos 20 años atrás. Llegamos en 10 minutos en mi automóvil, me registré y subimos a la habitación. El corazón me palpitaba como cuando lo hicimos por primera vez. Me cogió de la cintura, se izó sobre la punta de sus pies y me besó. La atrapé con fuerza y respondí a su beso de manera apasionada. Estuvimos, al menos, 10 minutos besándonos. La senté en la cama y acaricié su piel, suave, mirándola a los ojos que me encendían la pasión. Del minibar de la habitación saqué dos pequeñas botellas de cava, las descorché y las volqué sobre dos copas. Brindamos por la suerte de habernos encontrado de nuevo. La fui quitando la blusa, despacio, como si el tiempo se hubiera parado. Aparecieron sus pechos, erguidos, tras un sujetador blanco de encajes, que parecía que iban a ser perforados por sus pezones, tan oscuros, tan deseados durante tiempo. Quité el sujetador y con mis labios, rocé sus aureolas. Ella gemía, mordiéndose el labio inferior. Sus manos asieron el cinturón de mi pantalón, que desabrochó con un temblor de excitación. Sacó mi pene, duro, con la piel estirada hasta casi producir dolor. Lamió el glande, cogiendo el pene por la base. “Hola, mi amor, cuánto te he extrañado”, le dijo, como si pudiese entenderla. Las palpitaciones parecieron corroborar que sí que la entendía. La metió en su boca y, suavemente, la fue mamando.
Cuando noté que estaba próximo a la eyaculación, se la retiré de sus labios, la tendí sobre la cama y, con sus piernas aún sobre la alfombra, me senté en el suelo, bajé sus bragas para ver su sexo húmedo, depilado, sus labios vaginales me llamaban. Respondí pasando la lengua de abajo arriba, hasta llegar a su clítoris, hinchado y sabroso. Ella se cogía los pechos y gemía, lo que me hacía subir la excitación hasta límites insospechados. El sabor de su vagina, tan dulce como siempre, agradecía con palpitaciones las caricias que recibía. Ella se volteó, ofreciendo su culo, duro y bien formado, como si el tiempo no hubiese hecho mella en él. Lo chupé, alternando con su vagina, que soltó una cantidad de jugos que me deleitaron. Me puse tras ella y le acaricié su sexo con mi pene, recorriendo la ruta de su tesoro una y otra vez. “Házmelo, por favor, Juan, lo estoy deseando”. Sus palabras encontraron respuesta con una metida suave, para no dañarla, perecía que no pasó el tiempo y que aún pensaba que era la joven que disfruté hace tantos años. “Más fuerte, por favor, fóllame”, hizo que comenzara metérsela hasta que los testículos golpeaban sus muslos. Tuvo dos orgasmos casi seguidos. Comencé a tocarle la entrada de su ano con una mano, mientras la otra la abrazaba para cogerle los pechos que bamboleaban como locos. La giré, dejándola boca arriba, quería verle la cara, tan bonita, tan apasionada. Sobre ella, seguí metiéndosela un buen rato, hasta que abrazado a ella, le alojé una gran cantidad de semen en su interior, que la hizo gritar hasta provocarle un ataque de risas. Se incorporó para limpiar el pene con sabrosos lametones.
En la ducha, me confesó lo mucho que había echado de menos nuestros encuentros y que no quería que volviera a pasar tantos años sin que nos viéramos. Dijo que cada vez que viniera al pueblo, se inventaría cualquier historia para volver a vernos y que yo debía estar dispuesto para ella cada vez que me necesitara. Asentí y la besé, prometiéndole que así lo haría. Se agachó, besó nuevamente mi pene y le dijo: “Pórtate bien, cariño. Te echaré de menos”.
Nos vestimos y, ya de madrugada, salimos del hotel, intercambiamos nuestros números de teléfono y la dejé en la puerta de su casa, como hace 20 años.
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