El recuerdo de Andrea se convirtió en una obsesión

En el año 2016, Santiago, un joven de 18 años con el alma encendida por la pasión de las palabras, comenzaba a destacar como escritor editorial, sus textos estaban cargados con una intensidad que apenas contenía su juventud. Pero su mundo, tan cuidadosamente construido con letras y sueños, se tambaleó una noche de verano en la colonia Roma, cuando acudió a la fiesta de Andrea, su vecina de toda la vida, una estudiante de psicología de la misma edad cuya presencia era como un relámpago en su corazón. La casa de Andrea vibraba con risas, el tintineo de vasos de tequila y el ritmo pulsante de la música de reggaetón que llenaba el aire. Las luces tenues pintaban sombras danzantes en las paredes, y en medio de la multitud, los ojos de Santiago encontraron los de Andrea, un café almendra que brillaba con una chispa traviesa, una promesa de algo prohibido.

Ella era un espectáculo, con un cuerpo despampanante a pesar de su juventud, una diosa que parecía esculpida para tentar. Su blusa ajustada, de un rojo ardiente, abrazaba sus pechos voluptuosos, sus pezones se insinuaban bajo la tela, desafiando las leyes de la física con su firmeza. Sus jeans estaban ceñidos a su piel, delineaban sus nalgas redondas, firmes, que se movían con cada paso al ritmo de la música, un vaivén hipnótico que hacía que los hombres en la sala tragaran saliva y las mujeres la miraran con envidia. Santiago, con una cerveza en la mano, no podía apartar la vista, su pene se endurecía bajo sus pantalones, su respiración era agitada mientras ella bailaba, con aquellas caderas bien formadas, su cabello castaño caía en sus hombros, brillando bajo las luces de la fiesta.

—Santi, ¿no vas a bailar? —preguntó Andrea, acercándose con una sonrisa coqueta, su voz era suave pero cargada de una provocación que le aceleró el pulso.

—No soy tan bueno como tú —respondió Santiago, su voz temblaba ligeramente, sus ojos recorrían el contorno de sus curvas, deteniéndose en el escote que dejaba entrever la piel cremosa de sus pechos.

Ella sonrió, era puro fuego, y lo tomó de la mano, llevándolo al centro de la pista. —Vamos, escritor, muéstrame lo que tienes —susurró, su aliento cálido rozó su oído, enviando escalofríos por su espalda.

Bailaron por varios minutos, sus cuerpos se acercaban más de lo que la amistad permitía, sus caderas lo rozaban, el calor de su piel traspasando la tela. Cada movimiento de Andrea era una tortura exquisita, sus nalgas tocando su entrepierna, su perfume exquisito lo envolvía, su risa era como una melodía que lo atrapaba. La química entre ellos era innegable, un cable eléctrico chispeando bajo la superficie, y cuando sus ojos se cruzaron de nuevo, el mundo pareció desvanecerse, dejando solo el latido de sus corazones y el deseo que rugía en sus venas.

—Ven conmigo —dijo Andrea, con un susurro, mientras lo guiaba hacia el balcón, lejos de la multitud, donde la luz plateada de la luna bañaba todo en un resplandor etéreo.

En el balcón, el aire fresco de la noche contrastaba con el calor de sus cuerpos. Andrea se apoyó en la barandilla, sus nalgas eran resaltadas por sus jeans, su blusa estaba tensa contra sus pechos, parecía que quería reventar, y Santiago sintió su pene palpitar, su deseo estaba al borde de estallar. Se acercó, sus manos temblaban, y sus labios se encontraron en un beso apasionado, profundo, sus lenguas se enredaban con una urgencia que era puro vicio. El sabor de sus labios, dulce con un toque de tequila, lo enloqueció, y sus manos, tímidas al principio, rozaron su cintura, sintiendo la calidez de su piel bajo la tela.

—Santi, ¿qué haces? —gimió Andrea, pero su voz no era de reproche, sino de entrega, mientras sus manos guiaban las de él hacia su blusa, invitándolo a explorar.

Sin pensarlo, Santiago desabotonó la blusa, la tela cayó a un lado, y retiró su brasier, revelando sus pechos gloriosos, grandes, firmes, los pezones eran de un café claro y en ese momento ya estaban endurecidos. Se inclinó, su lengua lamió uno de ellos, saboreando la piel suave, ligeramente salada por el sudor, mientras su mano estrujaba el otro seno, sintiendo su peso, su firmeza. Andrea gimió, un sonido gutural que resonó en la noche, sus manos se enredaban en el cabello de Santiago, atrayendo su cabeza hacia ella, hundiendo su rostro entre sus pechos, el calor de su piel envolviéndolo, el aroma de su cuerpo intoxicándolo.

—Dios, Santi, ¡qué rico! —jadeó, mientras su cuerpo se arqueaba, sus nalgas se apretaban contra la barandilla, mientras él lamía con voracidad, chupando sus pezones, arrancándole gemidos que eran música para su alma.

Andrea, con un movimiento fluido, se quitó la falda, dejándola caer al suelo, revelando un cachetero de encaje negro que abrazaba sus nalgas perfectas, como esculpidas por un dios lujurioso. Sus piernas tonificadas, largas, brillaban bajo la luna, y el encaje apenas cubría su vagina, los pliegues rosados se insinuaban bajo la tela transparente, reluciendo con una humedad que hizo que el pene de Santiago palpitara con una urgencia dolorosa. Él se arrodilló, sus manos acariciaron los muslos de Andrea, sus dedos rozaban el borde del cachetero, tentado a arrancarlo, a lamerla hasta que gritara su nombre.

—Santi, espera —dijo Andrea, su voz temblaba, una risa nerviosa escapó de sus labios mientras se apartaba, sus manos recogieron y abotonaron rápidamente su blusa, subiendo su falda con dedos torpes. —No podemos, somos amigos.

Santiago se quedó congelado, su pene estaba erecto, palpitando bajo sus pantalones, su respiración era agitada, el deseo rugía en su pecho como una bestia enjaulada. —Andrea, por favor —suplicó, con frustración, sus manos aun temblaban con el recuerdo de su piel.

Ella lo miró, con una mezcla de deseo y duda, su pecho subía y bajaba con rapidez. —Lo siento, Santi, no podemos —susurró, antes de girarse y volver a la fiesta, sus nalgas se menearon llenas de deseo, dejándolo solo en el balcón, con el corazón acelerado y una erección que dolía.

Desde esa noche, el recuerdo de Andrea se convirtió en una obsesión que lo perseguía como un espectro. Cada noche, al cerrar los ojos, veía sus nalgas redondas, sus pechos enormes, sentía el calor de su piel bajo su lengua, escuchaba sus gemidos resonando en su mente. Se masturbaba con furia, imaginándola desnuda, con sus piernas abiertas, su vagina brillando con sus jugos, gritando su nombre mientras la penetraba, pero la realidad de su “no podemos” lo dejaba con un vacío que no podía llenar. Durante años, esa noche en el balcón se convirtió en su tormento, un fuego que ardía en su alma, alimentado por la frustración de no haberla hecho suya, de no haber reclamado cada centímetro de su cuerpo despampanante.

 

Nueve años después de aquella noche en el balcón, Santiago, a sus ahora 27 años, se había convertido en un editor independiente, con días llenos de manuscritos y deadlines, pero su alma seguía atrapada en el recuerdo de Andrea. La colonia Roma, con sus calles adoquinadas y sus edificios art déco, era un escenario constante de su obsesión, cada esquina era un eco de ese beso apasionado bajo la luna, de sus manos rozando la piel cálida de aquellos pechos, de sus gemidos resonando en la noche. Ahora, Andrea, trabajaba en la tienda de abarrotes de su familia en la Condesa, un sacrificio para apoyar a su madre enferma, a pesar de su título en psicología. Su cuerpo era aún más impresionante: esbelto, con una cintura que parecía esculpida, nalgas redondas y firmes que se delineaban como una obra maestra en sus jeans ajustados, y pechos voluptuosos que tensaban las blusas de algodón que usaba, desafiando la gravedad con cada movimiento.

Santiago encontraba cualquier pretexto absurdo para visitar la tienda: un refresco, una lata de atún, un paquete de chicles, cualquier cosa que le diera una excusa para verla. Entraba con el corazón acelerado, a pesar de que el aire de la Condesa estaba lleno de aromas a café y pan recién horneado, para él, solo existía el perfume floral de Andrea, que lo envolvía como un veneno dulce. Ella se movía tras el mostrador con una gracia felina, sus nalgas se meneaban al agacharse para reponer mercancía, la tela de sus jeans se expandía con aquellas curvas, revelando el contorno de una tanga negra que apenas contenía su carne. Sus blusas, siempre ajustadas, dejaban ver la curva de sus senos, grandes, firmes, rebotando ligeramente cuando reía, sus pezones endurecidos marcándose cuando el aire acondicionado de la tienda la rozaba. Cada encuentro era una danza de miradas furtivas, brillando con una chispa que era tanto inocencia como provocación, y conversaciones casuales que escondían una tensión sexual que lo consumía.

—Santi, ¿otra vez por un refresco? Vas a terminar con una colección —dijo ella, apoyándose en el mostrador, su escote se abrió ligeramente, dejando entrever la división de sus pechos, el borde de un sostén de encaje blanco se asomaba.

—Es que aquí tienen el mejor surtido —respondió Santiago, con voz temblorosa, sus ojos recorrían el contorno de sus nalgas mientras ella se giraba para tomar la botella, los jeans se tensaban, delineando cada centímetro de su culo perfecto.

Ella rio, y le entregó el refresco, sus dedos rozaron los suyos, enviando una corriente eléctrica por su cuerpo. —Siempre tan fiel a la tienda, escritor —susurró, inclinándose un poco más para permitirle ver algo más, la tela de su blusa estaba a punto de ceder.

Santiago salía de la tienda con el pene endurecido, palpitando bajo sus pantalones, su mente quedaba atrapada en la imagen de Andrea, con ese meneo de nalgas, con el rebotar de sus senos. En la soledad de su departamento, volcaba su obsesión en cuentos eróticos que escribía en secreto, páginas llenas de descripciones vívidas de aquella chica que era su obsesión: su vagina reluciendo con jugos, sus nalgas marcadas por nalgadas imaginarias, sus gemidos gritando su nombre mientras la penetraba en cada rincón de su fantasía. Cada noche, releía sus historias, su mano se deslizaba sobre su pene, masturbándose con una furia que era casi dolorosa, imaginándola desnuda, con sus piernas abiertas, su tanga arrancada, su vagina rosada y húmeda succionándolo, sus pechos rebotando mientras la cogía contra el mostrador de la tienda, sus gritos de “¡Santi, cógeme más!”, todas esas imágenes consumían su mente.

Pero su tormento no estaba solo en su deseo insatisfecho. Iván, el novio de Andrea, un fisicoculturista de músculos abultados y mirada posesiva había comenzado a notar las visitas frecuentes de Santiago. Lo veía entrar a la tienda, sus ojos oscuros se entrecerraban, su mandíbula se tensaba mientras observaba cómo Andrea sonreía al escritor, cómo sus caderas se meneaban al caminar hacia él. Una tarde, mientras Santiago pagaba por una lata de atún que no necesitaba, Iván se acercó, su presencia fue imponente llenando el espacio, su camiseta ajustada marcaba cada músculo de su pecho.

—¿Qué tanto vienes a comprar, amigo? —preguntó Iván, con voz grave, cargada de sospecha, apoyándose en el mostrador junto a Andrea, su mano posesiva se deslizaba por su cintura, rozando el borde de sus nalgas.

—Solo cosas que necesito —respondió Santiago, su corazón se aceleraba, y su pene se endurecía al ver la mano de Iván sobre Andrea, un destello de celos que se mezclaba con deseo.

Andrea reía, intentando aligerar la tensión, su mano rozaba el brazo de Iván. —Tranquilo, amor, Santi es de la colonia, siempre viene —dijo, pero sus ojos encontraron los de Santiago, brillando con esa chispa que lo enloquecía, como si supiera el efecto que tenía en él.

Santiago salió de la tienda, su respiración era agitada, su mente ya estaba atrapada en una fantasía oscura: Andrea, desnuda sobre el mostrador, con sus nalgas elevadas, su vagina rozada, mientras él la penetraba con furia, mientras Iván los observaba, impotente, mientras ella gemía, —Santi, eres tú quien me hace suya.

Cuando llegó a su departamento, se sentó frente a su laptop, sus dedos temblaban mientras escribía una nueva historia, describiendo cada detalle de su cuerpo. Se masturbó una vez más, con desesperación, su semen salpicó el escritorio, pero la frustración no se desvanecía. Era solo un amigo, atrapado en una fachada que lo torturaba, su obsesión por Andrea crecía con cada visita, cada mirada, cada roce accidental, mientras Iván, con su presencia amenazante, vigilaba desde las sombras.

Una tarde, mientras el cielo de la Ciudad de México se oscurecía con nubes de tormenta, Andrea, agobiada por las exigencias de Iván, y la presión de cuidar a su madre enferma, invitó a Santiago a quedarse después del cierre.

—Santi, ¿te tomas una cerveza conmigo? Necesito desahogarme —dijo, mientras se apoyaba en el mostrador, su blusa escotada de algodón blanco revelaba el valle profundo entre sus pechos, la curva cremosa de su piel brillando bajo la luz tenue de la tienda.

—Claro, Andy —respondió Santiago, su corazón se aceleró, pero se inclinó para sacar dos cervezas frías del refrigerador.

Se sentaron en un par de sillas detrás del mostrador. La conversación fluyó, primero sobre la madre de Andrea, luego sobre el estrés de su trabajo, pero sus miradas se volvían más intensas, sus ojos encontrando los suyos, brillando con una chispa que era puro fuego.

—Iván me está volviendo loca, Santi —confesó, su voz temblaba, mientras tomaba un sorbo de cerveza, sus labios se humedecían de una manera exquisita—. A veces siento que me asfixia, que no me deja ser yo.

Él, conteniendo el deseo que rugía en su pecho, extendió la mano para consolarla, sus dedos rozaron los suyos.

—Tú mereces más, Andy. Mereces ser libre —murmuró, manteniendo fija su mirada en ella, mientras su pene palpitaba, endureciéndose al sentir el calor de su mano.

Ella no apartó la mano, sus dedos se entrelazaron brevemente, su respiración se volvía agitada, sus pechos tensaban su blusa, sus pezones se endurecían marcándose bajo la tela.

—Gracias, Santi —susurró, inclinándose hacia él, su escote se abrió, dejando entrever el encaje blanco de su sostén, asomando como una provocación.

Antes de que pudieran decir más, un trueno resonó, y la lluvia comenzó a azotar la ciudad, un aguacero torrencial comenzó a golpear las ventanas de la tienda.

—¡Mierda, las cosas de afuera! —gritó Andrea, levantándose de un salto, sus nalgas se menearon mientras corría hacia la entrada, se blusa se pegaba a su piel con las primeras gotas.

—¡Te ayudo! —dijo Santiago, siguiéndola, con el corazón latiendo con fuerza, su mente ya se posaba en la imagen de sus curvas bajo la lluvia.

Corrieron bajo el diluvio, recogiendo cajas de frutas y carteles, el agua los empapaba, la blusa de Andrea se volvió transparente, revelando el encaje de su sostén pegado a su piel. Sus jeans, ahora oscuros por la lluvia, abrazaban sus nalgas, delineando cada curva, delineando sus piernas tonificadas con gotas de agua. Santiago, con la camisa pegada al pecho, sentía su pene endurecerse dolorosamente, su respiración era agitada mientras la ayudaba a llevar las cajas al almacén trasero, un espacio reducido lleno de estantes y el aroma a cartón húmedo.

En el almacén, el espacio estrecho los obligó a rozarse, el brazo de Santiago tocaba la cintura de Andrea, sus manos temblaron al mover una caja, sus cuerpos estaban tan cerca que podía sentir el calor de su piel, el aroma de su cabello mojado. Ella se giró, sus senos rozaron su pecho, el recuerdo de aquella noche en el balcón resurgió como un relámpago.

—Santi, estás todo mojado —dijo, mientras sus dedos rozaban su camisa, la tela pegada revelaba los músculos de su pecho.

—Tú también —respondió, mientras sus ojos recorrían su cuerpo, aquella blusa transparente que dejaba ver sus senos envueltos en aquel brasier.

El aire se cargó de una tensión sexual que era casi insoportable, sus respiraciones eran agitadas, el sonido de la lluvia golpeaba el tejado del almacén como un tambor. Santiago, incapaz de contenerse, extendió la mano, sus dedos rozaron tímidamente la curva de sus nalgas, la tela húmeda de los jeans resbaladiza bajo su toque, la carne firme cedía ligeramente. Andrea no se apartó, su cuerpo temblaba, con una mezcla de deseo y duda.

—Santi, no deberíamos —murmuró, pero su voz era débil, su cuerpo ya estaba inclinándose hacia él, sus nalgas se presionaron contra su mano, invitándolo a explorar.

—No puedo evitarlo, Andrea —dijo con voz llena de lujuria, sus dedos apretaron una de sus nalgas, sintiendo la redondez perfecta—. Llevo años soñando con tocarte así.

Ella gimió, sus manos se apoyaron en un estante, sus nalgas se arquearon hacia él. Santiago, con el pene palpitando, se acercó más, su cuerpo presionaba contra el suyo, su mano se deslizaba por la curva de sus nalgas, rozando el borde de la tanga, tentado a bajarle los jeans, a lamerla hasta que gritara su nombre.

—Santi, Iván… —susurró, pero no se movió, sus nalgas temblaban bajo su toque, sus pechos subían y bajaban con rapidez.

—Solo déjame tocarte —suplicó, mientras su mano subía por su cintura, rozando la piel húmeda bajo la blusa, sus dedos encontraron el borde del sostén, el encaje empapado, mientras su otra mano seguía acariciando aquellas nalgas, apretándolas con una urgencia que era puro fuego.

Andrea giró la cabeza, sus labios se posicionaron a centímetros de los suyos, su aliento cálido rozaba su rostro, sus ojos estaban nublados por el deseo.

—Santi, si cruzamos esta línea… —empezó, pero un trueno la interrumpió, y sus cuerpos se apretaron más en el espacio reducido, el calor de su sexo traspasaba los jeans, su tanga ahora estaba empapada no solo por la lluvia.

Santiago, al borde de la locura, deslizó su mano bajo la blusa, sus dedos tentaban la piel cremosa de sus pechos, sintiendo el peso de uno de ellos, el pezón se endurecía bajo su palma. Andrea gimió, sus nalgas se presionaban contra su pene, y por un instante, el mundo se redujo a ese almacén, a sus cuerpos empapados, a la promesa de un placer que llevaba nueve años gestándose.

 

Andrea, atrapada en un torbellino de deseo y frustración, se giró hacia él, con una lujuria que era casi desesperación.

—Santi, no puedo más —jadeó, arrojándose a sus brazos, sus cuerpos chocaron con una fuerza que hizo crujir los estantes, sus senos se presionaron contra su pecho.

Santiago, consumido por el fuego que había ardido en su alma desde 2016, no lo pensó dos veces. Sus manos arrancaron la blusa de Andrea, los botones saltaron al suelo, revelando sus senos gloriosos, grandes, firmes, brillaban con gotas de lluvia. Desgarró el sostén de encaje, aventándolo al suelo, y hundió su rostro entre sus pechos, su lengua lamía con una voracidad salvaje, saboreando la piel cremosa, ligeramente salada por el sudor y la lluvia. Chupó sus pezones, sus dientes la mordían, arrancándole gemidos que se escuchaban en aquel almacén,

—¡Santi, sí, más! —gritó ella, sus manos se enredaban en su cabello, atrayendo su cabeza hacia sus senos, su cuerpo se arqueaba, sus nalgas temblaban contra un estante.

—Te he deseado tanto, Andy —gruñó Santiago, con una obsesión que había crecido durante años, mientras lamía sus pechos, estrujándolos con sus manos, sintiendo su peso, su firmeza, sus pezones endurecidos pulsando bajo su lengua.

La volteó con un movimiento brusco, su espalda quedó frente a él, la curva de su columna era recorrida con gotas de lluvia, sus nalgas eran resaltadas por los jeans empapados. Besó su nuca, su lengua trazó un camino húmedo por su piel, mientras sus manos rodeaban su cintura, subiendo para masajear sus senos, sus dedos ahora jugaban con sus pezones, arrancándole gemidos que eran puro vicio. Su erección, dura, venosa, palpitaba bajo sus pantalones, rozando el culo perfecto de Andrea, sintiendo la tela de los jeans apenas conteniendo esas nalgas que había soñado poseer.

—Eres mi maldita obsesión —susurró, su voz temblaba, mientras arrimaba su pene a sus nalgas, sintiendo la carne firme ceder bajo la presión.

Andrea, desquiciada por el deseo, se desabotonó los jeans con dedos torpes, bajándolos junto con su tanga, la tela empapada cayó al suelo, revelando sus nalgas desnudas, su vagina ahora estaba expuesta, con pliegues rosados abiertos, brillando con su humedad, un charco de sus jugos goteaba en el suelo.

—Tócame, Santi —suplicó, mientras lo ayudaba a quitarse los pantalones, sus manos buscaron su pene, encontrándolo duro, palpitante, el glande expulsaba liquido preseminal.

Sus dedos envolvieron su verga, masturbándolo con una lentitud deliberada, sus uñas rozaban la piel sensible, arrancándole un gruñido que resonó en el almacén.

—He escrito historias sobre ti, Andrea —confesó Santiago, besándola con una intensidad que era puro fuego, sus labios devoraban los suyos, sus lenguas se enredaban, la saliva goteaba por sus barbillas—. Cada noche, me masturbo pensando en cogerte, en llenarte, en hacerte mía.

Andrea gimió, su mano acelerando sobre su pene, sus nalgas temblaban mientras se inclinaba hacia adelante, apoyándose en un estante, sus piernas quedaron abiertas, invitándolo a entrar en su vagina.

—Hazlo, Santi, cógeme como en tus historias —jadeó, acomodando su pene con su mano, guiándolo hacia su entrada, hacia sus pliegues húmedos y calientes que ya rozaban la punta de su verga.

Santiago, consumido por años de deseo reprimido, la penetró desde atrás con una embestida profunda, su pene se deslizó dentro de su vagina, el calor de sus paredes lo succionaban, sus pliegues abiertos lo envolvían, sus jugos lo empapaban.

—¡Dios, Andrea, eres perfecta! —gruñó, sus manos abandonaron sus senos para tomar su cintura, empujándola hacia él, sus nalgas chocaban con sus muslos, el sonido húmedo resonaba como aplausos. Ella colocó sus manos en el estante para no caerse, sus nalgas temblaban con cada embestida, sus gemidos resonando como nunca.

—¡Santi, cógeme más, no pares!

Las embestidas eran salvajes, su pene entraba y salía, mientras los jugos de ella escurrían por sus muslos. Santiago la nalgueó con fuerza, el sonido seco se amplificó por las paredes, su piel se enrojecía, marcas rojas aparecían mientras ella gritaba.

—¡Sí, Santi, nalguéame! Su cuerpo se arqueaba, sus senos rebotaban, sus pezones rozaban el estante, mientras sus dedos se deslizaban a su clítoris, frotándolo con una furia que hacía temblar su cuerpo.

—Llevo casi toda mi vida soñando con esto —gimió Santiago, mientras sus manos apretaban su cintura, sus embestidas se hicieron más profundas, su verga pulsaba dentro de ella—. Cada historia, cada orgasmo, eras tú, Andrea.

Ella convulsionó, un chorro cálido de sus jugos empapó el suelo, sus gritos invadieron el lugar.

—¡Santi, me vengo!

Su vagina se contrajo alrededor de su pene, succionándolo, mientras él explotaba, chorros calientes de semen, inundaron aquella panocha que tanto había deseado, goteando por sus muslos, sus nalgas temblaban contra él. Se desplomaron contra el estante, sus cuerpos estaban sudorosos, empapados, el almacén quedó lleno del aroma de sus fluidos, de sus respiraciones agitadas, mezclándose con el sonido de la lluvia.

Andrea, jadeando, giró la cabeza, sus labios rozaron los de él.

—Quiero que me cojas otra vez, Santi. Como en tus historias.

Santiago, con el pene aun palpitando, la besó, su lengua saboreó sus labios, con la promesa de más. Pero en el fondo, sabía que este momento, este cruce de la línea, los había cambiado para siempre, y la sombra de Iván, con su mirada posesiva, acechaba en el horizonte.

—Santi, penétrame otra vez —jadeó, mientras se apartaba, sus nalgas se menearon al caminar hacia el mostrador de la tienda, su vagina con los pliegues rosados abiertos goteaba sus jugos y el semen de Santiago.

Se subió al mostrador con una gracia felina, este crujió bajo su peso, y con un movimiento deliberado, abrió sus piernas, levantándolas en alto, sus manos sostuvieron sus muslos tonificados, exponiendo su vagina, brillante, húmeda, como una flor en plena floración.

—Métemela, Santi, cógeme como siempre soñaste —suplicó, sus pechos voluptuosos rebotaron ligeramente, sus pezones seguían endurecidos, brillando con el sudor y las gotas de lluvia que aún perlaban su piel.

Santiago, con el pene duro, venoso, palpitando con una urgencia dolorosa, se acercó, su respiración era agitada, sus ojos estaban fijos en el espectáculo de su cuerpo.

—Por esto venía a la tienda todos los días, Andy —confesó, alineando su pene con su entrada, la punta rozaba los pliegues húmedos, antes de penetrarla con una embestida profunda, sus paredes cálidas y apretadas lo succionaron, arrancándole un gemido que resonó en la tienda. —Soñaba con cogerte así, cada maldita noche.

Ella gimió, sus manos apretaron sus propios muslos, manteniendo sus piernas abiertas, sus nalgas temblaban contra el mostrador con cada embestida.

—Si vienes en las noches, Santi, esto pasará una y otra vez —susurró, con una promesa lujuriosa, mientras él se inclinaba, su lengua lamía sus senos, chupando sus pezones con una voracidad salvaje, arrancándole gritos que eran puro placer.

Santiago, perdido en el frenesí, la penetraba con embestidas salvajes, el mostrador crujía, sus jugos escurrían por el borde, goteando el suelo.

—Eres mi maldita obsesión, Andrea —gruñó, mientras sus manos estrujaban sus tetas, al mismo tiempo ella gritaba, —¡Cógeme más, Santi, hazme tuya por siempre!

Ella lo empujó suavemente, y señaló una silla en la esquina de la tienda.

—Siéntate, escritor —ordenó, llena de deseo, mientras él obedecía, su pene aun estaba erecta, palpitando en el aire fresco.

Andrea se acercó, y se subió sobre él de espaldas, con sus piernas abiertas, sus nalgas redondas temblaban mientras se empalaba en su pene, dándose sentones que hacían resonar la silla. Arqueó su espalda, sus pechos rebotaban, mientras Santiago mallugaba sus senos, sus dedos apretaban la carne firme, sus pezones pulsaban bajo sus palmas.

—Dios, Andrea, tu culo es perfecto —gimió, sus manos recorrían aquellas maravillosas nalgas, nalgueándolas con fuerza, mientras ella gemía, —¡Más, Santi, márcame!

Ella se giró, ahora de frente, subió sus pies a la silla, quedando en cuclillas con sus nalgas abiertas, los pliegues rosados de su panocha envolvieron aquella verga mientras se daba sentones con una furia animal.

—Siento tu verga hasta el estómago —jadeó, sus manos estaban apoyadas en los hombros de él, sus senos rebotaban frente a su rostro, mientras Santiago lamía sus pezones, chupándolos con desesperación.

Santiago, consumido por la lujuria, deslizó su mano a sus nalgas, acariciándolas, sus dedos rozaron el orificio de su ano. Jugueteó con su dedo índice, presionando lentamente, sintiendo los pliegues arrugados abriéndose a su paso. Andrea gritó, un sonido lleno de dolor mezclado con placer.

—¡Santi, duele, pero me gusta! —jadeó, su cuerpo temblaba, mientras él metía el dedo con cuidado, sintiendo el calor apretado de su interior, sus nalgas se contraían alrededor de su dedo.

—Eres mía, Andrea, siempre lo has sido —afirmó, mientras su pene se movía dentro de su vagina, y su dedo trazando círculos en el interior de su ano, mientras ella gritaba, —¡Cógeme, Santi, lléname!

Sus cuerpos se movían en un ritmo frenético, la silla crujía, sus fluidos goteaban, sus gemidos se escuchan dentro de la tienda, pero eran ocultos al exterior por el sonido de la tormenta. Andrea convulsionó nuevamente, soltando un chorro cálido de orgasmo empapando los testículos de Santiago, escurriendo por sus muslos, mientras él explotaba, chorros de semen llenando su vagina, goteando por sus pliegues, marcando la silla. Se quedaron abrazados, agitados, con sus cuerpos sudorosos pegados, besándose lentamente.

—Esto no puede parar, Santi, pero debe ser a espaldas de Iván —susurró Andrea, mientras movía en círculos sus nalgas contra los muslos de Santiago.

—Con tal de cogerte, acepto cualquier cosa —respondió Santiago, mientras sus manos acariciaban aquel manjar de nalgas y sus dedos rozaban el semen que goteaba de su vagina.

Con el paso de los días, continuaron cogiendo a espaldas de Iván, cada encuentro más intenso, en la trastienda, en el departamento de Santiago, en cualquier rincón donde pudieran desatar su lujuria. Andrea se entregaba a él con una furia que igualaba sus fantasías, mientras Santiago, atrapado en su obsesión, sabía que este secreto, este fuego, los consumiría a ambos, pero no quería detenerse.

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ElPecado
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