El falo de Hermes una maravilla
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La otra tarde estaba hojeando un número atrasado de la Cosmopolitan cuando me fijé en la sección de anuncios que aparecen en las últimas páginas. Ya sabéis, esos que ofrecen masajes corporales, compañía, y todas esas cosas. Nunca antes había llamado a uno de esos, y como me gustan las nuevas experiencias, y además como tampoco tenía nada que perder -en un apuro siempre podía colgar-, pues me decidí por uno y marqué el número de teléfono. Solo quería divertirme un poco y saber de qué iba aquello, hacer unas cuantas preguntas y ya está. Al otro lado del hilo telefónico se oyó una voz masculina:
– “El Templo de los Dioses, ¿Puedo ayudarle en algo?. ?”
Tratando de controlar mi temblorosa voz le pedí que me explicara cómo funcionaba el servicio. Él me informó de los diversos precios, me comentó un poco de qué iba la cosa y después me pregunto que qué era lo que estaba buscando exactamente. Me pilló tan de sorpresa que no supe qué decir… pero me envalentonó la protección del teléfono, así que dejé volar mi imaginación, convencida de la dificultad de mi petición (¡inocente de mí!), y le espeté:
– “Quiero a un hombre negro. Con unos rasgos hermosos y grandes músculos. Cuanto más grande mejor: de más de 20 centímetros, desde luego. Que le vaya el sexo oral y no le haga ascos al sadomasoquismo. Yo encima, por supuesto. Ah, y vestido de romano, con una toga y todo eso. ¿Es posible? De lo contrario…”
– “Comprendido. Déjeme ver…”
Durante unos segundos solo pude oír el seco sonido de las teclas de un ordenador al ser presionadas.
– “Creo que el hombre que busca es Hermes. Un negro jamaicano. 1,95. Musculoso. 27 centímetros en erección, ¿Les preparo una cita?”.
– Eh… si – contesté. De pronto quise conocer al bien – Dotado jamaicano ¿Cuánto tardará?.
– En una media hora estará en su casa.
Le di mi dirección y colgué sin más. Me empezó a entrar el miedo. En un primer momento decidí no abrirle la puerta, como si no estuviera en casa, y así olvidarme del asunto, de aquella broma que se me había ido de las manos. Sin embargo me puse a ordenar el cuarto como una loca, me metí en la ducha, salí, me sequé y me estaba echando perfume cuando tocaron a la puerta. Me quedé paralizada. Volvieron a tocar no una, ni dos, sino hasta tres veces seguidas. Grité que ya iba y me coloqué lo mejor que pude mi mejor sujetador negro, un liguero y unas medias de encaje del mismo color. Sin braguitas ni tanga. Me encaramé en unos taconazos de aguja, muy finos, negros, que había comprado especialmente para la comunión de mi sobrina para dentro de pasado mañana y salí al salón.
Recordé que no me había lavado los dientes, y ya iba a girarme de nuevo hacia el cuarto de baño cuando volvieron a llamar a la puerta. ¡Menuda estúpida, ahora que recuerdo esos momentos! Parecía una colegiala que no había follado en su vida. Respiré hondo, abrí y allí estaba mi deseo hecho carne, materializado, tangible. ¡Y lo mejor de todo es que iba vestido de romano!. Un negro de casi dos metros con una túnica a la altura de las rodillas, blanca, qué digo blanca, ¡in-ma-cu-la-da!, sujeta a la cintura con un hermosos cinturón broncíneo y unas sandalias cuyas tiras se entrelazaban a lo largo del tobillo y las pantorrillas.
– “Hola” – me saludó mirándome de arriba abajo – “Me llamo Hermes y estoy a tu entera disposición”.
Le invité a que entrara, claro, y le ofrecí una copa. Me temblaban tanto las manos cuando se la ofrecí que él me abrazó y me susurró al oído que me relajara:
– “No tienes por qué esta nerviosa, Helena”.
Yo le había dado un nombre falso, tampoco creo que Hermes fuera su verdadero nombre, desde luego.
– “Tú eres la que manda, no vamos a hacer nada que tú no quieras”.
No me veo capacitada para describir lo que se siente cuando un hombre así te dice eso. Dios bendiga a Jamaica. Hermes no pronunciaba muy bien el español, tenía un ligero toque afrancesado. Me pregunté qué clase de vida habría llevado mi dios menor. Pensé en cómo decirle aquello me iba a costar mucho, que quizás en otra ocasión… cuando se sentó en el sillón de cuero y se miró la entrepierna, estirándose la toga sobre la erección más impresionante que he visto en toda mi vida.
Él se dio cuenta de que yo no podía apartar la vista de aquel prodigio, así que se sujetó con ambas manos (una a cada lado) las costuras de la corta túnica, a la altura de las caderas, y tiró de ellas haca arriba, permitiendo que la tela se deslizara suave y lentamente por sus muslos, por su enorme erección… Dios, lo que era ver aquella tela deslizarse por su pene de ébano hasta dejarlo al descubierto. La visión del falo de Hermes me envolvió completamente. Jamás había visto una polla tan grande, tan perfecta, maravillosa verga jamaicana. El falo de Hermes merecía ser inmortalizado.
Una visión tan magnánima produjo la magia. Mi nerviosismo desapareció, sintiéndome la dueña del universo. Su inmenso pene me hacía sentir así. Me acerqué y le acaricié levemente, con respeto, temerosa de que solo fuera un espejismo. Inmediatamente me saludó. Me encanta cuando los hombres hacen que su polla salude. Siempre me hace reír. “El Comandante le presenta sus respetos, mi general”, me dijo un sonriente Hermes, que no dejaba de mirarme penetrantemente.
Me senté en sus rodillas, de cara a él. Cogí su mano y la coloqué sobre mi sexo y me libré del sujetador, sosteniéndole la mirada, mientras él inspeccionaba mis bajos fondos. Sostuve entonces en la mano a su guerrero del amor con casco morado y despacio, muy despacio, fui bajando la cabeza. Una minúscula y brillante gotita de semen le asomó en la punta, como una perla perfecta. Se la limpié con la lengua y su enorme cuerpo se estremeció.
“Y ahora” – dije siguiéndole su broma anterior – “Romano, te voy a dar las órdenes que tú, como soldado, has de cumplir con riguroso detalle. Me vas a quitar el liguero y las medias con los dientes. Vas a rendirle culto a mi coño como si fuera el primero y el último que ves en toda tu vida. Me vas a follar como sólo puede hacerlo un jamaicano con esa enorme polla que Dios o tu madre te han dado, y me la vas a meter hasta que me salga por la boca”.
Y bueno, qué más puedo decir, el resto ya lo imagináis, ¿no?. Por 240 tuve el mejor polvo de toda mi vida. Desde luego mereció la pena cada céntimo que me gasté. Intereses incluidos.
Aliena del Valle.
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