Maldita perra, zorra, ingrata, prostituta. Esas y otras igual de desagradables cosas son las que iba pensando de Sonia, mi ya ex-novia. Afortunadamente no se cumplió el cliché de que me engañase con mi mejor amigo, pues entonces no sé que hubiera hecho. Debí haber zurrado a aquel mequetrefe que me robó a quien (me parecía) era la mujer más hermosa del mundo.
Claro que teniendo 25 años todas las mujeres se le hacen maravillosas a uno, en especial cuando andan contigo. No me sentía con ganas de ahogar en alcohol mis penas porque ya lo había probado una vez en una decepción previa y la cruda que en consecuencia me atacó así como de que casi terminé en la cárcel municipal me hicieron aprender los peligros del alcohol ingerido en exceso. De modo que lo que hice fue regresarme a mi casa y ponerme a leer.
En aquellos años aunque ya estaba trabajando, seguía viviendo en casa de mi familia. Éramos (y hemos sido hasta el momento) una familia normal sin problemas o características que la distinguieran de las demás. Aunque no era necesario, mi padre me exigía que contribuyera con una parte de mi sueldo a la manutención general de la casa, algo a lo que no me oponía. De todas maneras con lo que conseguía ahorrar me había podido comprar un coche y era relativamente independiente en tanto respetara las reglas de la casa (no llegar tarde; si pensaba hacerlo lo mejor era avisar con anticipación; ayudar a los gastos y las labores de la casa, etc.). Los domingos no tenía inconveniente en llevar a mi madre a las compras semanales, pues así tenía un motivo para salir de la casa y además admirar a las demás asistentes al centro comercial a donde solíamos acudir. La clientela era en general de clase acomodada, y varias de las mujeres que iban ahí a hacer sus compras se arreglaban decentemente y era mi deleite ver a las jóvenes y a veces no tan jóvenes señoras que iban ahí. Mi madre sabía de mi afición a ver a los ejemplares del sexo opuesto y sólo reaccionaba a veces con un resignado encogimiento de hombros a las miradas que dirigía a las otras mujeres.
Regresé pues a mi casa después de que se me calmó un poco el coraje. Me fui derecho a mi cuarto a oír música en mis audífonos (mis padres no soportaban la música que me gusta) y tomé un libro para distraerme del remolino de emociones que traía en ese momento. Incapaz de concentrarme en la lectura, dejé el libro para pensar en el desquite que me iba a tomar con la perra de Sonia. Aunque pareciera claudicante, decidí que dejaría inmediatamente de hablarle y no iba tampoco a contestarle en el remoto caso de que ella me hablara. Más confortado con ese pensamiento, pude al final concentrarme en la novela que estaba leyendo, para luego quedarme dormido.
Al día siguiente estuve muy callado y contestaba monosílabos a todo lo que me hablaban. Mi madre inmediatamente advirtió que yo tenía algún tipo de situación pero no me dijo nada mientras nos daba desayuno esa mañana de domingo. Mi padre por su parte debió igual advertirlo porque no le solté mi pulla habitual de “plátano, plátano” (era abogado y le fastidiaba que lo comparara con los plátanos porque yo consideraba que al igual que estos frutos, no había ni un abogado derecho), pero seguramente ha de haber pensado en lo que sentía e igual no me importó. Mi hermana sí me comentó que “me había comido la lengua el gato” pero no agregó más.
La radio estaba encendida en la estación por donde se transmitían los partidos de baseball de la liga local y para ese domingo a partir de mediodía estaba programado un partido que se celebraría entre el equipo de la ciudad y uno bastante fuerte de otra ciudad vecina. A mi padre como a muchos de su edad sin importar educación o profesión le pasaba que era un auténtico aficionado al baseball y no había cosa en la tierra que lo hiciera no asistir los domingos al estadio cuando había juego, e inclusive a veces visitaba alguna ciudad vecina si estaba jugando el equipo de nuestra ciudad. Por lo que nos avisó que se iría ese domingo y nos asignó a mi hermana y a mí lo que quería ver hecho en la casa ese día. Yo no tenía más que terminar de pintar una pared que por pereza y decidía tenía tres semanas terminando de pintar y decidí terminar “ahora sí, hoy”. Mi hermana dijo que iba a estar toda la tarde con sus amigas y no iba a llegar a comer probablemente. Y a mi mamá no le gustaba el baseball, por lo que seguro se iba a pasar una parte del día sola. Bueno, conmigo porque yo tampoco tenía planes de salir.
Ah, mi madre. Aunque ya rozaba la cincuentena todavía conservaba algo de la guapura que disfrutó en sus días más jóvenes. Aunque la edad y la gravedad empezaban a cobrar su tributo, sus caderas todavía se veían bien y su busto aunque un poco caído todavía llamaba la atención especialmente cuando se vestía con blusas ajustadas. Era relativamente alta, morena clara, de rostro cuadrado pero simpático, de grandes ojos café con dientes blancos y perfectos como de comercial de pasta dental, y su rostro había resistido exitosamente hasta el momento el paso de los años, debido a la sabia aplicación que religiosamente hacía de diversas cremas, lociones y variopintos menjurjes que con ese fin se han formulado. Su cabello largo también era el beneficiario de esos cuidados. También por ese motivo me encantaba ir a las compras de la semana, del brazo de una guapa mujer madura, aunque en este caso se tratara de mi madre.
Me vestí apropiadamente y me preparé para terminar de pintar esa maldita pared. En el estado más bien reflexivo y melancólico en el que me encontraba me tomé mi tiempo para aplicar brochazos parejos y derechos. Mi madre se aproximó a ofrecerme un vaso de refresco, todavía con la interrogación en la mirada pero no me preguntó de momento nada.
Acabé al fin mi labor y me paré frente a mi obra para apreciar y corregir detalles que se me hubieran pasado. Acabado esto me metí a la regadera. Después de bañarme me cambié y quedé listo para las compras del domingo. Mi madre estaba en la sala leyendo el periódico cuando me le acerqué.
– Ya estoy listo, acabé con la pared y cuando quieras nos vamos.
– Espérate un momento, déjame terminar de leer el periódico.
No había prisa. Regresé a mi cuarto para seguir leyendo el libro. No me di cuenta cuando mi madre vino a mi cuarto y se sentó en el borde de la cama. A las mujeres les encantan los chismes y como muchas madres, era poco cómplice en los asuntos sentimentales de los hijos. Ya antes habíamos platicado de mis otras aventuras pero en esa ocasión no me sentía muy dispuesto a las confidencias.
– ¿Té pasa algo?
– ¿Eh? No, no me pasa nada. Todo tranquilo.
– ¿De veras que no? Has estado muy callado todo el día.
– Si, bueno, a veces me pasa. – Renuente aún.
– ¿Se trata de Sonia?
– ¿Qué? Ah, no, no, no pasa nada
– ¿Seguro? A mí se me hace que ahí está pasando algo.
– Eh, bueno… no especialmente.
También como muchísimas madres tenía algo de sicóloga y sabía cómo tirarle la lengua a los obstinados. No en balde me había conocido 25 años.
– Qué se me hace que ya tronaron…
– Oh, bueno pues sí y ni modo. A veces pasa.
– ¿Y no me quieres contar?
– Pues, no tengo ganas.
– A ver cuéntame. Mejor que se lo diga a alguien de confianza y que no salgas a emborracharte.
Ya con eso me decidió. Dejé el libro y le conté en pocos y sucintos detalles, sobre mis sospechas previas, las citas canceladas y las ausencias que la madre de Sonia tenía dificultades en explicar. Sobre el auto sospechoso con los vidrios ahumados que ya había visto varias veces cerca de la casa. Sobre las citas abreviadas cuando alegaba algún pretexto para separarnos temprano. Sobre el descubrimiento vergonzoso y de cómo me daba coraje.
– Ya. ¿Y cómo es que ahora no me contaste?
– Bueno, a veces no anda uno de humor.
Tenía buena comunicación con mi madre y no eran pocas las veces que nos habíamos puesto a platicar de chicas, a veces por las noches, tomando una taza de café sentados en el porche de la casa. Esa vez, sin embargo, pensaba que mi relación iba más en serio y de alguna manera esto me refrenaba en contar lo que me había pasado. Como que sentía fracasado y no me sentía especialmente dispuesto a compartir mi fracaso con nadie, aunque ese alguien fuera mi madre. Pero de todos modos mi resistencia duró poco y al rato me sorprendí diciéndole todos los detalles de mí recientemente fracasada relación. Me sentía mejor compartiendo mi pena. Mi madre siempre la sicóloga sentenció:
– ¿Y no crees que tenga arreglo?
– ¿Arreglo? No señora, arreglo madres (¡perdón!)
– Entonces ya estuvo. – Sin reaccionar a mi exabrupto.
– Por mí que se muera la muy…
– Babosa. Ella se lo pierde…
Reímos juntos. Me sentí mejor. Mi madre aprovechó para remachar el clavo:
– ¿Sabes? No es que me alegre pero Sonia nunca me convenció; me parece mejor para tí que hubiera terminado la relación
– Ay, yaaaaa…
– Bueno, pues. Si quieres vamos nos tomamos un capuccino y luego nos vamos a comprar el mandado. Nada más deja me cambio para no ir tan fachosa.
– Me pareció bien la idea. Podría comprarme además un disco o un libro o tal vez una camisa. Me sentí agradecido.
– Excelente. Oye y gracias.
– Para servirte. A la orden.
Me abrazó y me besó en la mejilla. Volteé para devolverle el beso y nuestras bocas se encontraron. Ella sorprendida abrió los ojos. Pero había algo en el contacto que no la animó a rechazarme. La tomé de la cintura y ella me echó los brazos al hombro. Se separó brevemente para mirarme a los ojos. Me animé a darle otro beso en la boca, no sé que se fuera a arrepentir:
– ¿Sabes algo, mamá? Te quiero…
– Sí, pero… – No la dejé terminar y la callé con otro beso.
Me sentí más atrevido con cada segundo que pasaba. Bajé una mano y la puse en una de sus piernas. Se sentía suave y cálida al tacto. Subí la mano hasta llegar a la entrepierna y acaricié su cosita a través de la tela. Me sorprendió agradablemente darme cuenta de que también se depilaba el pubis. Para esto la comprensión se abrió paso en su mente y trató de separarse pero había algo en ese encuentro, tal vez lo equívoco y lo incorrecto de lo que hacíamos, que nos hacía sentirnos más excitados y atrevidos. De todos modos intentó una débil protesta:
– Oye, no, no hijo, no deberíamos…
– Tal vez no vuelva a pasar, y ahora siento que te deseo, aunque esté mal decirlo.
Tomé su mano y la guié hacia mi pene. Estaba sintiendo una rica erección y más que nada quería la mano de mi madre acariciar mi virilidad, quería tenerla, quería poseer a una mujer madura. Su mano no necesitó más y me aflojó el cierre para deslizarse dentro de mi ropa y acariciar mi verga. Le acaricié un seno y sentí cómo se endurecía el pezón. Me acosté boca abajo y la hice ponerse encima de mí. Volví a meter mis manos bajo su falda y acaricié las nalgas de mi madre. Bajo la tela, nuestros genitales se encontraron y palpitantes los hicimos que se frotaran en anticipación de placeres aún mayores. Para ese momento ya habíamos perdido nuestras inhibiciones y sólo éramos dos seres hambrientos de sexo, dispuestos a saciar todos nuestros antojos de la manera más salvaje posible. Mi madre se había excitado completamente pero aún había restos de su conciencia obnubilada por la lujuria.
– Mmmm, hijo, hijo… si lo vamos a hacer por lo menos haz que valga la pena…
Nos desnudamos con prisa, atropelladamente. Ya de pie y desnudos nos abrazamos nuevamente para besarnos y ahora sin algo que lo impidiera mi verga se acercó, se frotó con esa vulva que ya empezara a mojarse. Mi madre soltó un gritito muy sexy y tomó mi verga para metérsela pero se lo impedí. Tenía más cosas que ésa en mente. La senté en la cama, le abrí las piernas y me arrodillé en el suelo, dispuesto a mamar esa cosita rica, su panocha afeitada, lampiña que me embrutecía de deseo.
– Acuéstate, mamá. Voy a hacerte algo que me gusta mucho.
Algo que había aprendido con otras mujeres era a darles sexo oral. Me encantaba meter mi cara y mi lengua en esa cueva húmeda y caliente que me fascinaba y me atraía como un manjar exótico. Besé y mordí suavemente la parte de adentro de los muslos de mi madre, antes de clavar mi lengua en el objeto de mi deseo. Mi madre me recompensó con jadeos y gemidos que indicaban que se estaba excitando más y más. Al parecer ella tenía tiempo sin probar las mieles del sexo porque entre gemido y jadeo decía que era ya tanto tiempo, que ya lo merecía, una verga dentro de ella. Así acicateado renové mi ataque a su sexo, besando los labios de su concha, lamiendo su clítoris y metiendo mi lengua en su vagina. Mientras estaba así pensé en cómo se sentiría meter mi verga en esa boca grande y de dientes perfectos que mi madre tenía. Por lo que me subí a la cama y me acomodé para que ambos quedáramos en la posición para practicar el 69. Mi madre no lo pensó más al tener ese pene en su boca y nos regalamos ambos una mamada memorable.
Yo sentía que me iba a correr en aquella boca pero la experiencia de mi madre se impuso. Diciendo “cógeme hijo y cógeme bien, quiero que me la metas, que te corras dentro de mí”, cambiamos posición y mi madre abrió sus preciosas piernas mostrando su cueva del amor, más que lista para recibirme. Antes de penetrarla me asaltó una duda ridícula:
– ¡Diablos!
– ¿Qué, hijo, qué?
– No tengo condones…
– Y qué con eso, yo me operé para no tener más familia. Ahora, ven…
La penetré. Su panocha era la más rica que había tenido, mejor todavía porque la estaba penetrando sin condón. Yo siempre usé condones en mis relaciones por temor a contagios y embarazos y esa fue la primera vez que no los usaría. Era más que apropiado que fuera así con mi madre. Me puse entre sus piernas y empecé a bombear, despacio porque no quería que el momento pasara demasiado pronto, y quería también asumir más posiciones antes del orgasmo. Mi madre gemía y jadeaba suavemente, diciendo lo rico que cogíamos, y de cuánto había estado sin sexo. Me arreglé para acariciar sus senos, y después de estar un rato en la posición que teníamos, me retiré de ella para voltearla. La hice ponerse en cuatro para penetrarla por detrás. La visión de sus nalgas me enardeció. La volví a penetrar de esa manera y sentía riquísimo al meterla y sacarla así. Sus senos colgaban de su pecho y me incliné más a fin de tomarlos con mis manos.
Mi madre se sacudía como posesa, mascullaba sobre lo rico que estaba, me urgía a penetrarla más profundo y en fin era un cuadro de placer desbocado. Mi pene la taladraba con la furia y la pasión de mi juventud, ya olvidada toda mesura, mi mente sólo tenía espacio para pensar en el placer que estaba obteniendo y lo mejor de todo, que el mejor placer de mi vida hasta ese momento lo estaba experimentando con mi madre, que además de mi amiga y confidente, por ese día sería además mi amante.
Se acercó al orgasmo. Con voz entrecortada me suplicó “ya córrete hijo, suelta tu leche dentro de mí” y sentía como al correrse ella los músculos de su vagina se contraían apretando más mi verga. Poco después de venirse ella no aguanté más y me vine en una corrida bestial, que ambos sentimos al llenar con mi semen su vagina ansiosa. Aún alcancé a moverme unos segundos más para exprimir todo el placer posible al momento, tras lo cual nos desplomamos sobre la cama, cansados y desfallecidos. No alcanzamos a dormir porque de inmediato pensamos al unísono en la consecuencia de este acto. Con voz donde se asomaba la vergüenza me dijo:
– Quiero que sepas que por bien que la pasamos, esto no se debe repetir.
– Tal vez no, pero quién sabe si vuelva a pasar.
– De todas maneras no quiero que pienses que vamos a volver a estar así en el futuro.
Acepté. De momento no quería una confrontación por lo que sin decir más, me incorporé y me di una ducha. Ella por su lado hizo lo mismo. Después de vestirnos nos fuimos en el coche al mall y aunque no volvimos a decir nada, caminamos por los pasillos tomados de la mano, volviendo a recordar el momento y, quizá pensando en cuándo se volvería a dar.