El Calor Bajo la Falda

Apenas eran las seis cuarenta y cinco de la mañana y en una zona exclusiva de la ciudad, donde las bardas son altas, los jardines están siempre podados y los autos no bajan de medio millón, dentro de una elegante casa color marfil, los primeros sonidos del día comenzaban a escucharse.

Ana Sofía caminaba por el pasillo de su habitación rumbo a la cocina, descalza, aún con los párpados hinchados por el sueño y el cabello lacio cayéndole como seda sobre la espalda. Llevaba puesto un conjunto de pijama que, aunque diseñado para cubrir, terminaba marcando lo que ya no podía ocultarse desde hacía un par de años: sus caderas redondeadas, la curva de su trasero que parecía más bien dibujado con esmero, y ese par de piernas largas que se deslizaban con natural sensualidad sobre el mármol frío del piso.

Bostezó mientras se frotaba los ojos y se agachaba para abrir el refrigerador. La blusa de algodón se le levantó un poco por detrás, dejando al descubierto parte de su espalda baja y la fina línea de su ropa interior ajustada a su piel clara. Nada vulgar. Todo inocente. Pero si alguien la hubiera estado mirando, difícilmente habría podido apartar los ojos.

—Ugh… —murmuró—. Ya es miércoles otra vez…

Sacó una botella de jugo de naranja y unos yogures. Puso a calentar pan en el horno mientras sacaba platos del mueble con movimientos torpes, sin dejar de mirar de reojo su celular que vibraba con alguna notificación de grupo.

—Andrés… —susurró al leer un mensaje de su hermano—. Siempre con sus tonterías.

El silencio era casi total, salvo por el zumbido leve de los electrodomésticos y el leve clic del horno tostador. A esa hora sus padres aún no bajaban, y su hermano, el menor, seguía roncando en su cuarto. Ana Sofía respiró hondo, estirando los brazos sobre su cabeza, y por un instante, sus pechos medianamente grandes se alzaron con suavidad bajo la blusa, marcándose apenas bajo la tela.

Hasta que escuchó un ruido afuera.

Un portazo. Vozarrones. Una risa tosca.

Frunció el ceño.

Se acercó a la ventana, corrió con cuidado un pedacito de la cortina y lo vio: el albañil. Otra vez ese hombre de complexión tosca, camisa mal fajada y pantalón de mezclilla manchado de pintura seca. Tenía una panza visible, el cabello grasoso bajo la gorra y una manera de moverse que a ella simplemente le parecía… vulgar. Como si su sola presencia ensuciara la estética de su casa perfecta.

—Ugh… qué horror —susurró sin pensar, arrugando un poco la nariz.

Él levantó la mirada justo en ese momento. La vio. Y le lanzó una sonrisa ladeada, de esas que uno no sabe si son amistosas o con doble intención.

Ana Sofía retrocedió al instante y soltó la cortina. No era la primera vez que lo hacía. Ese tipo siempre parecía estar al pendiente de quién salía o quién lo miraba desde dentro. No le gustaba. No confiaba en él. Algo en sus ojos, o en esa forma de masticar el chicle con la boca medio abierta, le daba mala espina.

—Pinche señor corriente… —susurró con voz baja, apenas audible.

Suspiró. Sacudió la cabeza. Volvió a enfocarse en el pan tostado.

Aún no lo sabía, pero esa molestia, ese desagrado que sentía al verlo… no era del todo desagrado. No todavía. Algo en ella se activaba cada vez que él aparecía. Una especie de energía que no quería reconocer. Un calor que no estaba segura de dónde venía.

Pero eso vendría después. Por ahora, sólo lo despreciaba.

O eso creía.

Ana Sofía aún sentía una leve incomodidad en el estómago. No sabía si era el sueño, el jugo ácido o el hecho de haber cruzado miradas —otra vez— con ese hombre que trabajaba afuera. Sacudió la cabeza una vez más y se concentró en la mesa.

Sacó los platos. Puso pan, fruta picada, y colocó con cuidado servilletas dobladas al lado de los cubiertos. Su madre era obsesiva con los pequeños detalles, así que había aprendido a hacer las cosas bien desde que tenía memoria.

—Anaaaa… —se escuchó desde arriba la voz suave pero firme de su madre, Mónica—. ¿Ya bajaste?

—Sí, mamá. Ya está casi todo listo.

—Avisa a tu papá, por favor. Y a Andrés, que no se le haga tarde otra vez —dijo, aún desde el cuarto.

Ana Sofía suspiró. Subió las escaleras con lentitud, con la blusa pegándose apenas al contorno de su espalda. Golpeó suavemente la puerta del estudio.

—Papá… ya está el desayuno.

—En un minuto, mi cielo —respondió la voz profunda de Eduardo, el ingeniero. Siempre con ese tono sereno que parecía controlar el ambiente sin levantar la voz.

Siguió al cuarto de su hermano.

—¡Andrés! ¡Desayuno!

Del otro lado no hubo respuesta, solo una vibración leve. Luego, pasos rápidos y el crujido de la cama.

—Ya voy, ya voy, no empieces —se escuchó con tono adormilado.

—Es tu primer día de clases, no llegues tarde.

—Tú también entras temprano —respondió él con burla—. ¿O vas a ir así?

Ana Sofía giró los ojos y no respondió. Bajó otra vez.

Cuando volvió a la cocina, su madre ya estaba sirviendo el café. Tenía el cabello recogido en un moño perfecto y vestía un conjunto beige, elegante pero discreto. Era de esas mujeres que siempre parecían recién salidas del salón de belleza, incluso un miércoles a las siete de la mañana.

—¿Estás nerviosa? —le preguntó con una media sonrisa, mientras revolvía el azúcar con su cucharita de cerámica.

—Un poco —dijo Ana Sofía mientras se sentaba, arreglándose el cabello detrás de la oreja.

—Hoy tienes clase con el doctor Herrera, ¿verdad? Dicen que es excelente. Exigente, pero muy preparado. Y guapo —añadió con una risita—. Aunque eso último a ti no te debe importar todavía.

Ana Sofía solo asintió, sin contestar. No porque no le interesara. Sino porque no sabía cómo decirle a su madre que últimamente le costaba ignorar ciertas cosas. Las miradas. Las sensaciones. Los detalles que antes no la inquietaban y ahora sí.

El padre bajó un minuto después. Alto, imponente, con camisa de botones bien planchada y olor tenue a loción. Saludó a su hija con un beso en la frente.

—Buenos días, princesa.

—Buenos días, papá.

—¿Lista para hoy?

—Sí —respondió suave.

Se sentó en su lugar habitual, al centro de la mesa. Alzó el periódico sin abrirlo aún, y comenzó a hablar sobre una junta que tendría con un cliente en la tarde. Mónica asentía. Ana Sofía comía en silencio. Andrés bajó apurado y se sentó sin saludar, masticando como si no hubiera mañana.

La familia de Eduardo era, desde fuera, la imagen perfecta: mesa servida, todos desayunando a la misma hora, cada uno vestido y aseado. Pero por dentro, no todo era tan parejo. La armonía tenía sus grietas. Pequeñas, casi invisibles. Como los pensamientos que Ana Sofía comenzaba a tener, esos que no se atrevería a contarle ni a su reflejo.

Cuando terminó de desayunar, subió a cambiarse. Cerró la puerta de su cuarto. Se quitó la blusa con un solo movimiento y se quedó un momento frente al espejo, en ropa interior. Observó su reflejo como si no supiera del todo quién era. Esa era ella. Esa figura que ahora los hombres miraban distinto. Que algunas mujeres le criticaban sin palabras. Esa forma de reloj de arena que se marcaba aún más con la luz de la ventana.

Se puso el brasier, luego la blusa blanca ajustada del uniforme. Acomodó con cuidado la falda. Nada escandaloso. Todo perfectamente reglamentario. Pero ni así podía evitar que la tela se le pegara en la cintura. Que sus caderas se marcaran. Que el escote, aunque mínimo, se notara cuando se inclinaba.

Se recogió el cabello en una coleta y bajó de nuevo, lista para que su padre la llevara.

El albañil seguía afuera. Esta vez ni lo miró. No quería sentir esa incomodidad otra vez.

—Lista —le dijo a su padre, con la mochila colgada al hombro.

—Vamos —respondió él.

Salieron juntos. La camioneta negra los esperaba en la entrada. El sol apenas comenzaba a calentar el día, pero Ana Sofía ya sentía ese otro calor. El que venía de adentro. El que no sabía aún cómo explicar.

La camioneta negra ya estaba encendida, con el motor vibrando en silencio. Eduardo revisaba por última vez su celular desde el asiento del conductor. Ana Sofía estaba en el asiento del copiloto, aún en silencio, con la mirada fija en el retrovisor. Su hermano Andrés venía detrás, acomodándose la mochila y quejándose porque no encontraba sus audífonos.

—Ya vas tarde, Andrés —dijo su padre con tono firme, sin alzar la voz.

—Ya sé, ya sé… —contestó el menor mientras hurgaba entre sus cosas—. Pero no voy a ir sin música, es criminal.

—Lo que es criminal es que no pongas atención a la hora. Tienes el reloj en el teléfono y aún así te retrasas —añadió Eduardo, mientras giraba la camioneta hacia la calle.

Ana Sofía solo giró un poco la cabeza hacia la ventana. El albañil seguía en la cochera, cortando unas tablas de madera. Volvió a evitar mirarlo directamente, pero pudo notar que él sí la vio subir al auto. Esa mirada… otra vez. Como si quisiera decirle algo sin palabras.

—¿Qué pasa, princesa? —le preguntó su papá, sin apartar la vista del camino—. Estás muy callada.

—Nada, papi —respondió ella—. Sólo estoy pensando en la clase de hoy.

—¿Con el doctor Herrera, verdad?

—Sí.

—Escuché que es exigente. Eso me gusta. Ya sabes que Derecho no es cualquier carrera —dijo con orgullo—. Si algún día quieres un despacho propio, tienes que empezar fuerte desde ahora.

Ana Sofía asintió levemente. Andrés bufó por detrás.

—Ya vas a empezar con lo del despacho otra vez, pa’…

—¿Y tú? —respondió Eduardo al instante—. ¿Ya sabes qué quieres hacer con tu vida?

—¡relájate! —dijo con una risa nerviosa.

Ana Sofía sonrió apenas, bajando la mirada.

—Ya estás en prepa, hijo. La vida no espera —remató su padre.

Se detuvieron frente al instituto privado donde estudiaba Andrés. El portón estaba abierto, los estudiantes comenzaban a entrar. Algunos iban solos, otros en grupo, varios revisaban sus celulares mientras caminaban. Y ahí, entre ellos, apareció un rostro nuevo para la historia: Diego.

Amigo de Andrés, flaco, más alto que él, moreno claro, cabello revuelto como si nunca se lo peinara. Tenía algo en la mirada, un descaro contenido que se notaba incluso desde lejos. Al ver la camioneta, levantó una ceja y sonrió de lado.

Se acercó hasta el vehículo mientras Andrés abría la puerta trasera.

—¿Qué onda, bro? —saludó con una palmada en el hombro—. Te estaba esperando. Pensé que ya no venías.

—Es que me traen como relojito suizo —respondió Andrés, bajando con la mochila colgando.

Diego, sin mirar a Eduardo ni a Ana Sofía, se inclinó un poco hacia el interior del auto, lo justo para ver quién estaba en el asiento del copiloto. Sus ojos chocaron fugazmente con los de Ana Sofía, y su sonrisa se ensanchó con un dejo de picardía que no disimuló ni un segundo.

—¿Me saludas a tu hermana, no?

Ana Sofía sintió un golpe de calor leve en el pecho. No era una frase vulgar, ni demasiado atrevida, pero dicha con ese tono… se coló por debajo de la piel.

Andrés lo empujó levemente.

—No empieces, güey.

Diego soltó una risa.
—Nomás digo.

Cerró la puerta con una palmada y se alejaron juntos entre los estudiantes, conversando como si nada. Ana Sofía lo siguió con la mirada unos segundos, sin saber muy bien por qué. No era guapo. No era fino. Pero… tenía algo.

—¿Ese es nuevo? —preguntó su padre, avanzando de nuevo.

—No —respondió Ana Sofía—. Lo he visto antes… con mi hermano.

Eduardo no comentó nada más. Solo la miró de reojo. Y aunque Ana Sofía fingía normalidad, por dentro algo se movía. Primero el albañil. Ahora el amigo de su hermano. Miércoles apenas… y el día ya empezaba a sentirse distinto.

La camioneta volvía a rodar, dejando atrás el bullicio juvenil del instituto de Andrés. Dentro, Ana Sofía acomodó con delicadeza la falda de su uniforme, que aunque sobria, no dejaba de ajustarse a su cintura con cierta coquetería involuntaria. Su coleta alta le daba un aire pulcro, casi clásico. El tipo de imagen que su mamá amaba ver en ella.

Eduardo, su padre, conducía con una mano sobre el volante y la otra descansando sobre su pierna. Siempre serio, pero con esa forma de mirar que lo decía todo. Miró a su hija un instante de reojo, como si evaluara algo.

—Te queda muy bien ese uniforme, ¿eh?

—¿Sí? —Ana Sofía sonrió con timidez, mirando su reflejo en el retrovisor—. Pensé que me hacía ver… no sé, muy chica.

—Al contrario —respondió su padre, con voz segura—. Te ves elegante. Como debe ser.
Ana Sofía se quedó callada unos segundos, cruzando las piernas.

—Gracias, pa’…

—¿Estás nerviosa? —insistió él.

—No tanto. O sea… es como raro. No conozco a todos todavía, pero Mafer y Cami ya están ahí.

—Eso está bien. Pero no olvides a qué vas. Amigas, sí, pero lo primero es estudiar.

—Lo sé, lo sé. No te preocupes. Prometo ser toda una futura abogada exitosa —respondió con voz juguetona.

—Esa es mi hija.

El resto del trayecto fue tranquilo. El tráfico a esa hora era pesado, pero fluido por esa zona de la ciudad. Ana Sofía miraba por la ventana los autos de lujo, los edificios con cristal y los cafés donde ya se veían personas reunidas con laptops y desayunos elaborados. La ciudad parecía diseñada para quienes, como ella, habían crecido sin carencias… pero con otras presiones.

Finalmente, llegaron. El campus era amplio, con jardines cuidados, arquitectura moderna y un ambiente limpio, casi silencioso. Estacionaron frente a la entrada principal.

Eduardo bajó del vehículo y caminó con ella hasta la reja. No era que desconfiara. Era rutina. Parte de cómo él protegía a su hija sin decirlo demasiado.

—Te veo en la tarde. Avísame si sales más tarde o si necesitas que pase por ti antes —dijo mientras le arreglaba suavemente la blusa del uniforme en el hombro.

—Sí, pa’. Te escribo más tarde. Gracias.

Se despidió con un beso en la mejilla, y él se quedó observando un momento mientras ella entraba.

El campus olía a pasto recién cortado y a café con pan dulce. Los estudiantes se repartían por los pasillos: algunos en grupitos, otros solos con audífonos, otros corriendo porque ya iban tarde. Ana Sofía caminaba con paso suave, buscando con la mirada a sus amigas entre el movimiento.

—¡¡Anasof!! —gritó una voz dulce y chillona a unos metros—. ¡Estás divinaaa!

Era Camila. O mejor dicho, Cami. Morena clara, cabello suelto, sonrisa grande, de esas que iluminan. Iba saltando prácticamente hacia ella con su mochila colgando de un solo hombro.

—¡Cami! —Ana Sofía sonrió con fuerza al verla, y ambas se abrazaron con ese entusiasmo que sólo se tiene a los dieciocho.

—O sea, neta… te ves demasiado bien. ¿Qué usaste en el cabello? ¿Cómo te queda tan brillante?

—Literal me bañé corriendo —respondió Ana Sofía entre risas—. Ni me dio tiempo de alaciarlo bien.

—Pues te quedó divino igual, maldita —bromeó Cami, y luego giró para saludar con una seña—. ¡Mafer! ¡Aquí está!

María Fernanda, Mafer, caminaba con calma. Alta, de piel clara, labios rosados y una forma muy sutil de sonreír. Era menos escandalosa que Cami, pero tenía una energía tranquila que se sentía agradable.

—Hola, Anasof —dijo con tono dulce mientras le daba un beso en la mejilla—. Por fin miércoles. No sobrevivía un día más de tareas.

—Igual —respondió Ana Sofía—. ¿Ya vieron con quién tenemos clase hoy?

—Obvio —dijo Cami con los ojos bien abiertos—. ¡El doctor Herrera! Dicen que está… bueno. O sea, exigente, pero que impone.

—¿Y guapo? —preguntó Ana Sofía, como si no le importara.

—Mira, no es un influencer ni nada, pero tiene ese rollo de señor inteligente que sí te atrapa —agregó Cami con tono juguetón—. Y además, no es casado.

—Cami… —rió Mafer.

—¿Qué? Nomás digo. Uno no es de piedra.

Las tres rieron. Ana Sofía sentía cómo el día se volvía más llevadero con ellas. Aunque algo en el fondo la mantenía en una ligera tensión… como si el miércoles apenas comenzara.

El salón estaba impecable. Pizarras inteligentes, bancas acolchadas, aire acondicionado y un ventanal amplio que dejaba entrar la luz suave de la mañana. Ana Sofía entró con sus amigas y se acomodó en la fila del centro, ni tan cerca para parecer intensa ni tan lejos como para distraerse.

Sacó su libreta nueva de tapas rosadas y su estuche beige de tela. Mientras buscaba su pluma favorita, escuchó cómo varias voces bajaban el tono al ver que alguien entraba al aula.

—¿Es él? —susurró Cami.

Ana Sofía levantó la mirada.

El doctor Herrera.

Alto, delgado, cabello negro peinado hacia atrás, apenas salpicado de canas en las sienes. Ojos serios, voz profunda. Vestía camisa blanca, corbata azul oscuro, saco entallado. Caminaba con seguridad, sin mirar a nadie en particular. No saludó. No sonrió.

Se dirigió directo al escritorio, dejó su maletín de cuero, sacó una carpeta con hojas impresas y escribió su nombre en la pizarra:
Dr. J. Herrera — Derecho Constitucional I

—Buenos días.
Su voz llenó el salón sin necesidad de gritar.

—Mi nombre es J. Herrera. Bienvenidos al curso. Espero que todos aquí tengan claro que esto no es instituto. Aquí no hay “me esforcé pero no pude”, ni “es que no me dio tiempo”. Hay lectura, análisis y trabajo constante. El que no esté dispuesto, puede retirarse ahora.

Silencio absoluto.

Ana Sofía cruzó mirada con Cami, que abrió los ojos como diciendo “qué intenso”. Mafer solo bajó la vista, nerviosa.

—Los exámenes serán orales. Nada de copiar. Nada de Wikipedia. El que no puede hablar con fundamentos, no merece un diez. ¿Quedó claro?

—Clarísimo… —murmuró Ana Sofía para sí, con una mueca casi imperceptible.

El doctor Herrera empezó a repartir el temario sin perder tiempo. Caminaba entre las filas con paso firme. Su perfume era discreto, elegante. Al pasar cerca de ellas, Ana Sofía notó algo en su presencia que no era del todo desagradable. Transmitía control. Poder. Seriedad.

Sí… era atractivo.

Pero también le parecía mamón. Mucho.

Después de cuarenta minutos de clase, donde ya había corregido a dos alumnos que hablaron sin permiso y regañado a una que llegó cinco minutos tarde, tocó el timbre.

—Para el lunes quiero leída y subrayada la Constitución. No toda, los artículos marcados en la hoja. Y no se limiten a leerla. Entiéndanla. Ustedes quieren ser abogados. El mundo está lleno de ignorantes con título.

Se guardó los papeles, dio media vuelta, y salió sin despedirse.

Un murmullo explotó en el salón.

—¡Qué trauma de tipo! —dijo Cami en voz baja—. ¿Quién le hizo tanto daño?

—O sea, sí está guapo —admitió Ana Sofía, acomodando su blusa—. Pero literal, cero carisma.

—Demasiado duro. Parece que te está evaluando hasta cómo respiras —añadió Mafer, bajando la mirada.

—Y aparte como que se siente superior, ¿no? Súper prepotente —agregó Ana Sofía—. A mí eso me apaga todo, sorry.

—Pero igual lo vas a soñar, ¿verdad? —bromeó Cami.

—Ni en mis pesadillas —respondió Anasof con media sonrisa.

Pero mientras se reía, algo dentro de ella no estaba tan convencido. Porque había algo en esa mirada —esa forma seca de hablar, esa distancia— que no era simplemente rechazo.

Era otra cosa.
Todavía sin nombre.

El sol ya estaba alto, pero el aire seguía fresco en los pasillos de la universidad. Después de la clase con el doctor Herrera, el grupo de primer semestre se dispersó entre el jardín central y la zona de cafeterías. Camisetas blancas ajustadas, mochilas de marca, perfumes caros y risas que salían entre tragos de matcha, frapuccinos y jugos prensados.

Ana Sofía, Cami y Mafer caminaron por la explanada, con sus carpetas apretadas contra el pecho y los pasos acompasados sobre losetas limpias. Iban hablando bajito, con ese tono de burla elegante que usan las chicas fresas cuando algo no les cuadra.

—O sea, neta… ese profe tiene issues —decía Cami mientras sorbía su bebida—. ¿Qué necesidad de tratarte como si fueras estúpida?

—Ya sé —añadió Mafer—. Yo lo único que quería era pasar desapercibida y el tipo parecía que te leías mal un artículo y te expulsaba.

—Literal —respondió Ana Sofía—. Sentí que me estaba escaneando cada vez que hablaba. Pero bueno, mínimo está decente.

—¿Decente? —Cami se giró hacia ella con una ceja levantada—. Amiga, please… te vi mordiéndote el labio.

—¡Ay, qué oso! Ni lo noté —dijo Anasof, riendo y escondiendo la cara entre las manos.

—Obvio que lo notaste —añadió Cami con picardía—. Y tú también, Mafer, no te hagas la santa.

—¡Yo solo estaba nerviosa! —se defendió Mafer entre risas.

Pasaron junto a una jardinera donde algunos chicos las saludaron. Ana Sofía apenas si devolvió la sonrisa. Estaba en su mundo, observando todo como si fuera nuevo. Porque en parte lo era. Era su primer día, su primer paso en algo más adulto. Pero lo más extraño era que no se sentía del todo pequeña… ni del todo mujer. Estaba justo ahí. En medio.

—Oye —dijo de repente Cami, bajando el tono y observándola de arriba abajo—. ¿Siempre estuviste así de… nice?

—¿Nice cómo? —preguntó Ana Sofía sin entender.

—O sea, ve ese cuerpazo, amiga. No es justo. Pareces modelo de revista cara. Si yo tuviera ese trasero me pondría leggings hasta para dormir —bromeó Cami mientras daba un giro alrededor de ella.

—Cállate, qué exagerada —dijo Anasof entre risas, cubriéndose un poco por pudor.

—No, en serio —añadió Mafer con su sonrisa tranquila—. Siempre has tenido buena figura, pero como que ahora… no sé. Te ves más segura. Más mujer.

—Literal —remató Cami. Y sin aviso, le dio una nalgada juguetona con la palma abierta—. Estás divina, no lo niegues.

—¡Oye! —gritó Ana Sofía, girando hacia ella, colorada y entre risas—. ¡Estás loca!

—Es que sí, perdón, pero alguien tenía que decirlo. Estás fatal. Si yo fuera hombre, me enamoro diario.

Ana Sofía solo negó con la cabeza, pero su sonrisa no se fue. Le gustaba que la vieran así, aunque no lo admitiera del todo. Había algo adictivo en sentirse deseada, incluso en broma, aunque viniera de una amiga. Más aún, porque venía de alguien que no lo decía con morbo, sino con cariño y envidia sana.

—¿Vamos a la cafetería o al área chill? —preguntó Mafer.

—Al área chill, obvi. Quiero estirarme en un puff y no pensar en ese profesor infernal por al menos media hora —respondió Cami.

—Va, jalo —dijo Ana Sofía, ya más relajada.

Y mientras caminaban entre risas y bromas, el miércoles seguía avanzando. Pero dentro de Ana Sofía, algo se movía distinto. Una sensación nueva, eléctrica, que no sabía si era orgullo, deseo… o solo una forma distinta de comenzar a mirarse a sí misma.

El área chill estaba decorada como si una revista de diseño hubiera mezclado Pinterest con Spotify: puffs gigantes, sillones bajos de colores neutros, luces cálidas colgantes y un aroma a vainilla que salía discretamente de los difusores escondidos entre las plantas.

Ana Sofía se dejó caer sobre uno de los puffs grises con un suspiro largo. A su lado, Cami se acomodó en posición de mariposa, moviendo el celular con rapidez, y Mafer, con una botella de agua saborizada en la mano, estiró las piernas sobre una alfombra tipo shaggy.

—Estoy agotada y van apenas dos clases —dijo Cami, sin despegar la vista de su pantalla—. ¿Así van a ser todos los días o solo fue tortura porque es miércoles?

—Amo cómo dices “miércoles” como si fuera sinónimo de tragedia —respondió Ana Sofía con una sonrisita, echando la cabeza hacia atrás.

—No es mi culpa que el Dr. Herrera tenga trauma con la vida —bromeó Mafer—. Aunque sí está hot.

—¿Otra vez con eso? —dijo Anasof, rodando los ojos pero sonriendo igual.

—Ay, no te hagas, sí te movió el piso —soltó Cami sin filtro—. Aparte se nota que le gustas.

—¿Qué? No digas locuras.

—Se te quedó viendo, amiga. Yo estaba ahí. Fue como una escaneada suave, pero muy de “te vi”.

Ana Sofía tragó saliva sin responder. No sabía cómo procesar esas miradas. Porque no era la primera vez que sentía esa clase de atención… pero antes no le molestaba. Ni le gustaba. Solo era una incomodidad. Ahora… era confuso.

—¿Y tú qué? —dijo Mafer, cambiando de tema y dándole un empujoncito con el pie a Cami—. ¿Te metiste a mil grupos o ya decidiste dónde vas a echar relajo?

—Estoy viendo, pero… —hizo una pausa dramática— ¿sabían que ya abrieron convocatoria para el equipo de porristas?

—No me digas —respondió Ana Sofía, levantando una ceja.

—Te lo juro. Es para el equipo de americano. Hay tryouts el viernes en la tarde. Van a hacer rutina nueva para los partidos de octubre.

—No me veo brincando con pompoms —dijo Mafer, riendo bajito.

—Tú no, pero Ana Sofía, tú sí —dijo Cami señalándola directo.

—¿Yo? Ni de chiste —respondió ella enseguida, cruzando los brazos.

—Amiga, por favor. Tienes cuerpazo, te ves mega elegante, y encima bailas bien. Las capitanas mueren por chicas como tú.

—Además, imagina el uniforme. Mini falda plisada, top pegadito, botines blancos. Literal te van a ovacionar solo por caminar —añadió Mafer, divertida.

—Y eso que no han visto lo que hay debajo —remató Cami con picardía, lanzándole otra vez una mirada de “te estoy chuleando con amor”.

Ana Sofía sonrió, algo avergonzada, y bajó la mirada. No era que no le interesara… la verdad, sí le llamaba la atención. No por los chicos, ni por el uniforme. Sino porque… por primera vez, quería hacer algo que la pusiera en el centro. Ser vista. Ser admirada. Ser deseada, incluso si no lo admitía ni en voz alta.

—¿Te imaginas a tu papá si te ve brincando en mini falda en la cancha? —dijo Cami, soltando una carcajada.

—Literal le da un infarto —respondió Ana Sofía entre risas—. Pero bueno… no estoy diciendo que sí, ¿okey? Solo… lo voy a pensar.

—Eso ya es un “sí” disfrazado —dijo Mafer con una sonrisa tranquila.

—No. Es un “tal vez, si no me da pánico escénico y si no me resbalo frente a todo el estadio” —respondió Ana Sofía, medio en serio.

Se hizo un breve silencio. No incómodo, sino de esos en los que las tres sabían que algo estaba cambiando. Que algo en Ana Sofía se estaba despertando. Y que ya no era la misma chica tímida que entró calladita al campus.

Era miércoles, apenas el primero.
Y la historia apenas comenzaba.

El resto del día transcurrió entre clases introductorias, presentaciones rápidas con otros compañeros y comentarios que se repetían como eco: “¿Ya viste al profe Herrera?”, “¿Te metiste a Derecho por vocación o porque suena elegante?”, “¿Sí viste lo de porristas?”.

Ana Sofía ya se sentía más cómoda. Cami la llenaba de energía con cada comentario y Mafer era esa especie de ancla emocional que la hacía sentir tranquila. A pesar de las exigencias del día, no se sentía agotada, sino… viva. Como si su cuerpo estuviera más despierto que nunca.

Pasadas las dos de la tarde, la universidad comenzaba a vaciarse. Muchos estudiantes caminaban hacia las salidas o se dirigían al área de comida. Ana Sofía revisó su celular:
“Voy en camino. Ya pasé por Andrés.” —Papá

Suspiró, se acomodó el cabello frente a un espejo de cristal del pasillo, y salió por la puerta principal.

La camioneta negra ya estaba estacionada justo frente al acceso peatonal. La reconoció al instante. Su padre estaba parado afuera, recargado ligeramente contra la puerta del conductor, con su reloj brillante y la camisa aún perfectamente planchada. Estaba serio, como siempre, pero al verla sonrió.

—¿Lista? —preguntó con voz tranquila.

—Súper —dijo Ana Sofía mientras caminaba hacia él, su falda ondeando apenas con el viento suave.

Eduardo le abrió la puerta del copiloto con ese gesto que usaba siempre: discreto, protector, casi automático.

—¿Cómo te fue? —preguntó mientras ella subía.

—Bien… pesado, pero bien —respondió ella, colocándose el cinturón—. El doctor Herrera es como… intenso.

—¿Intenso cómo?

—Pues… súper estricto. Como que no le importa caerte bien. Solo le importa que seas brillante.

—Eso no suena mal —dijo él mientras rodeaba la camioneta para subir del lado del conductor—. A veces los mejores maestros no son los más simpáticos.

Ana Sofía no respondió. Miró por la ventana. No quería parecer la típica hija que se queja de todo. Pero en el fondo, algo le decía que el profesor Herrera la iba a marcar más de lo que imaginaba.

La puerta trasera se abrió de golpe y dos voces invadieron el aire.

—¡Quítate, güey! —dijo Andrés riendo.

—Ya, ya, no empujes —respondió Diego, el amigo.

Ambos se subieron entre risas y codazos. Andrés fue directo a su asiento, pero Diego se detuvo un segundo al ver a Ana Sofía en el asiento delantero.

—¿Qué onda, Anasof? ¿Tú también ya saliste?

—Sí —respondió ella con una sonrisa breve, sin mirarlo de lleno.

Diego no dijo más, pero su mirada fue descaradamente lenta: bajó de su rostro, recorrió su cabello, su blusa ajustada, y se detuvo apenas un segundo en su cintura antes de tomar asiento detrás de ella.
Ana Sofía lo notó.
Y también notó que no se sintió incómoda esta vez.

—Va a venir a la casa un rato —dijo Andrés como si nada—. Pa’ terminar lo del proyecto de química.

—¿Y tus papás están enterados? —preguntó Eduardo desde el volante.

—Sí, mamá dijo que no había problema. Vamos a estar en mi cuarto.

—Me parece bien. Pero con la puerta abierta —agregó Eduardo con su tono firme.

—Papá, ni que fuéramos a hacer una peda —respondió Andrés.

Ana Sofía solo miraba por la ventana, con una sonrisa mínima. Sentía la presencia de Diego detrás de ella, como si su respiración le rozara el cuello. Él no decía nada. Pero estaba muy consciente de que estaba muy cerca. Y ella también.

La camioneta se puso en marcha. Y el silencio no era incómodo. Era expectante.
Miércoles… y aún quedaba tarde por vivir.

El camino de regreso fue tranquilo. El tráfico empezaba a moverse con lentitud típica del mediodía. Dentro de la camioneta, Andrés y Diego hablaban entre risas sobre un profe de química que tenía voz de caricatura, mientras Eduardo mantenía una expresión serena y Ana Sofía revisaba su celular en silencio.

A pesar de que todos parecían relajados, ella sentía la mirada de Diego colgando en el aire como perfume invisible. No era descarado. Pero estaba ahí. Atenta. Cuidada. Pesada.

Cuando por fin llegaron a casa, el portón eléctrico se abrió con su zumbido habitual y la camioneta se estacionó junto al pequeño jardín perfectamente cortado. Bajaron los tres, cada uno con su mochila al hombro.

La puerta principal se abrió antes de que tocaran. Mónica, la madre, ya los esperaba desde la cocina.

—¡Ya llegaron, por fin! —dijo con esa voz dulce que usaba cuando no estaba de mal humor.

—Hola, ma —dijo Ana Sofía mientras entraba—. ¿Qué haces?

—Estoy haciendo pasta. ¿Cómo te fue, mi amor? A ver, cuéntame.

Eduardo dejó sus llaves en la bandeja de la entrada y fue directo al comedor. Diego y Andrés subieron sin mucha ceremonia.

—Vamos a hacer lo del proyecto, ¿va, ma?

—Sí, sí, pero no me hagan tiradero —respondió Mónica mientras Ana Sofía se acomodaba en una de las sillas altas de la barra.

—El día estuvo… pesado, pero bien —dijo Ana Sofía mientras soltaba el cabello de la coleta—. El profe de Derecho Constitucional es súper estricto. Así, nivel miedo.

—¿El Herrera? Dicen que es muy bueno —agregó Mónica.

—Sí, pero es cero simpático. Es como… muy seco. Pero lo peor fue que nos dejó lectura para el lunes. O sea, el primer día, mamá.

—Así es la universidad, hija —dijo Eduardo con su tono siempre calmo.

—Pero aparte… hay algo que te quería decir —añadió Ana Sofía, girándose hacia su mamá—. Hoy abrieron convocatoria para el equipo de porristas.

Mónica se emocionó de inmediato.

—¿Porristas? ¡Ay, mi amor! ¡Eso sería lindísimo! Te verías preciosa con ese uniforme.

—Eso dije yo —respondió Ana Sofía con media sonrisa—. No estoy segura, pero… lo estoy considerando.

—¿Cómo que porristas? —saltó Eduardo desde la sala, sin levantar la voz, pero con esa seriedad casi teatral que lo caracterizaba—. ¿Brincando en minifalda enfrente de medio estadio? ¿No tienes suficiente con las clases?

—Papáaa —dijo Ana Sofía, entre divertida y avergonzada.

—¿Y si te caes? ¿O si algún chavito se enamora? ¿Cómo voy a salir de mi casa sabiendo que mi princesa anda haciendo splits en público?

—Ay, ya —interrumpió Mónica riendo—. Exageras. Si le hace bien, que lo haga. Está joven, guapa… ¡tiene el cuerpo!

—Y ese es el problema —replicó Eduardo con una mueca de falsa resignación.

Ana Sofía solo sonrió y negó con la cabeza.

—Voy a pensarlo, ¿okey? No dije que sí aún.

—Está bien, está bien… pero si lo haces, al menos practica aquí para irme acostumbrando a los ataques de ansiedad —dijo su papá con una sonrisa contenida.

Todos rieron. El ambiente se sentía cálido. Familiar. Perfecto, en apariencia.

Ana Sofía tomó su mochila y empezó a subir las escaleras. Los escalones de madera crujían apenas bajo sus pies. El segundo piso estaba en silencio… hasta que pasó por el pasillo que llevaba a los cuartos.

El de Andrés estaba entreabierto. Y desde dentro, se escuchaban las voces bajas de los dos chicos. Risas, frases entrecortadas.

Cuando iba a seguir de largo, escuchó su nombre.
Y se detuvo.

Se acercó con suavidad, apenas lo suficiente para oír sin ser vista. Su corazón comenzó a latir más rápido. Algo le decía que no debía escuchar, pero algo más fuerte le decía que no se fuera aún.

—…te lo juro, güey, no inventes —dijo Diego, con voz baja pero clara—. Tu hermana está buenísima.

Silencio. Luego, la voz de Andrés, casi resignada:

—Ya lo sé, pero… es mi hermana, güey.

—No, sí, respeto y todo, pero… o sea, neta, no me la esperaba. ¿Siempre fue así o apenas le pegó el boom?

—Nah, siempre ha estado así. Nomás que no se arreglaba tanto. Aparte… es bien seriecita. No se deja.

—Eso la hace más atractiva, ¿no? Como que te dan ganas de… no sé, moverle algo.

Ana Sofía sintió un calor distinto. No de vergüenza. Era otra cosa. Como si de pronto se viera desde fuera. Como si las palabras de Diego le mostraran algo que ella misma aún no aceptaba.
Sí, la estaban viendo.
Sí, hablaban de ella.
Y lo sabían.

Se alejó despacio, sin hacer ruido, y siguió hasta su cuarto.

Cerró la puerta con suavidad. Dejó la mochila en la cama. Se quedó de pie frente al espejo, observándose. Lenta. En silencio.

Y por primera vez, pensó algo que no se atrevía a decir en voz alta:

“¿Y si es cierto? ¿Y si… sí les provoco algo?”

La puerta estaba cerrada. Las cortinas, corridas. Pero la luz tenue del sol de la tarde se colaba por los bordes, dibujando un contorno suave sobre la piel clara de Ana Sofía.

Seguía frente al espejo. Callada. Observando su reflejo como si de pronto tuviera nuevos ojos.

Su uniforme aún la envolvía: la blusa blanca ajustada, marcada por el movimiento de sus senos cuando respiraba; la falda de tablones firmes, que caía sobre sus muslos como un secreto que no terminaba de esconderse.

Se soltó el cabello, dejando que el castaño largo cayera como un velo lacio sobre sus hombros.
Suspiró.

Y entonces, empezó a desvestirse.

Primero, desabotonó la blusa, uno a uno, con dedos lentos. Cada botón que soltaba era como un segundo más de exposición. Su piel se asomaba blanca, tibia, suave… hasta que el sostén blanco sujetó la atención del espejo. Sus pechos, redondeados y firmes, respiraban con ella. No eran enormes, pero se veían llenos, perfectos para su figura.

Luego bajó la falda. Dejó que resbalara sola por sus caderas anchas. El elástico rozó su piel con una suavidad húmeda. Se deslizó hasta el suelo, dejando sus piernas largas y torneadas al descubierto.
Sus muslos eran un poema escrito con curvas.
Y su trasero, firme y en forma de corazón, parecía desafiar la lógica de la ropa interior.

Se giró levemente de perfil. Se miró de espaldas. Se acercó al espejo.
Se gustó.
No lo dijo. Pero esa sensación estaba ahí, palpitando debajo de la piel.

Abrió el cajón del clóset y sacó un short gris de algodón. Era corto, ceñido, justo hasta medio muslo. Se lo subió con movimientos lentos, uno por cada pierna, subiendo elástico sobre piel hasta que le abrazó la cadera como si hubiera nacido para ello.

Encima, eligió una sudadera oversized blanca.
Grande. Suelta. Cómoda.
Cuando se la puso, cubrió todo su torso hasta la mitad de los muslos. A primera vista, parecía que no llevaba nada debajo.

Se miró otra vez.
Sudadera, cabello suelto, piernas desnudas hasta media pierna.
Parecía inocente.
Pero había algo en ella… algo distinto.
Una electricidad sutil que solo se notaba si se miraba muy de cerca.

Y justo ahora, ella sabía que alguien ya la había mirado así.

El aroma a pasta al pesto llenaba la casa. Mónica había preparado una ensalada de hojas verdes con nuez y queso de cabra, mientras Eduardo servía jugo natural en vasos altos con hielos.

—¡A comer! —llamó la madre desde la cocina.

Ana Sofía bajó las escaleras despacio. Sentía la tela suelta de la sudadera rozarle los muslos como un susurro, y el elástico del short bien ceñido debajo. Nadie lo veía, pero ella sabía lo que llevaba… o lo que no parecía llevar.

Al entrar al comedor, Diego fue el primero en levantar la vista.
Y se quedó quieto un segundo.
Solo un segundo.
Pero ese segundo fue suficiente.

Sus ojos descendieron desde su cara hasta el final de la sudadera.
Y su respiración cambió.
Sutil. Pero cambió.

—¿Tú ya no usas pantalones? —dijo Eduardo bromeando—. ¿O ahora está de moda salir en blusa larga?

—Papá… sí traigo short, solo que no se ve —respondió Ana Sofía con una sonrisa pequeña, mientras se sentaba.

Diego tragó saliva y se sirvió agua como si necesitara enfriar algo.
Andrés, ajeno, hablaba de fútbol con su madre.

La comida fue normal. Risas, charlas cruzadas, un comentario de Mónica sobre el nuevo diseño del jardín, una queja de Eduardo sobre el tráfico.

Pero Ana Sofía no dejó de sentir los ojos de Diego en sus piernas, en su cuello, en la piel visible cuando se inclinaba a servirse más ensalada.

Y por dentro, algo crecía.
Lento.
Como un fuego sin llama.
Como un juego que apenas empezaba y que nadie más, salvo ellos dos, sabía que se estaba jugando.

Los platos ya estaban en el fregadero. La sobremesa había terminado. Andrés subió primero con pasos apresurados, Diego se quedó un momento en la cocina, como si esperara algo. Ana Sofía se había quedado sola, recogiendo un par de vasos y guardando el aderezo en el refrigerador.

Se giró, y ahí estaba él. Apoyado levemente en el marco de la puerta, con las manos en los bolsillos del pantalón deportivo, mirada inquieta. Nerviosa, como si de pronto le hubiera dado frío, Ana Sofía se subió un poco el short por dentro de la sudadera, sin darse cuenta.

—Oye —dijo Diego, rascándose la nuca como si le pesara hablar—. Este… ¿qué tal tu primer día?

La voz le salió un poco más grave de lo normal.

Ana Sofía lo miró con sorpresa, como si no esperara esa pregunta de él, justo él.
Sonrió leve, sin mostrar dientes.

—Bien. Cansado, pero… bien. Tengo a un profe medio pesado, pero fuera de eso estuvo cool.

—¿Ya te tocó Derecho Constitucional, no?

—Ajá… el Dr. Herrera.

—Dicen que ese tipo te quita el alma en cada clase —dijo Diego medio riendo.

—Más o menos. Es como si le diera flojera sonreír —dijo ella, bajando la mirada.

Hubo un breve silencio.
No incómodo. Solo lleno de cosas no dichas.
Diego se acomodó contra la pared, sus ojos bajaron una vez más, como si la sudadera de Ana Sofía fuera una caja de secretos.

Ella lo notó.
No dijo nada.
Pero su corazón ya no latía al ritmo normal.

—Diegooo —gritó Andrés desde arriba—. ¡Trae el control, güey!

—Ya voy —respondió Diego, sin moverse todavía.

Ana Sofía giró levemente hacia el fregadero, buscando una excusa para romper la tensión.

—Bueno… suerte con su proyecto.

—Gracias —respondió él. Y antes de irse, añadió con voz más baja—: Te ves… diferente. Pero chido.

Y se fue.

Ana Sofía se quedó sola.
No sabía si quería sonreír o esconderse.
Así que hizo ninguna de las dos cosas.
Solo se apoyó en la encimera y cerró los ojos unos segundos.

Eduardo apareció justo después, bajando con una botella vacía en la mano.

—¿Puedes llevarle esto con agua al señor que está trabajando afuera? Está con la carretilla junto al jardín.

Ana Sofía lo miró con gesto automático. Se tensó.

—¿Tiene que ser yo?

—¿Por?

—No sé… es que estoy haciendo tarea y ya sabes que luego… —intentó buscar excusa.

Eduardo la miró unos segundos, como evaluándola.

—¿Te dijo algo? ¿Te molestó?

—No, no, papá. Todo bien. Solo… prefiero quedarme en mi cuarto.

Él asintió. No presionó.
—Está bien. Yo se la llevo.

Y se fue.

Ana Sofía respiró hondo. No sabía si era alivio, vergüenza o culpa. Pero sentía que, de algún modo, si bajaba esa botella… iba a cruzar una línea que no estaba lista para pisar.

Subió con pasos lentos. El sol de la tarde se colaba cálido por la ventana, tiñendo su habitación de un dorado suave. Se sentó frente al escritorio con la libreta abierta. Los apuntes del día estaban frente a ella, pero su mente no estaba ahí.

Estaba en la cocina, con Diego.

En el comedor, con su papá preguntando por su ropa.

En la puerta del cuarto de su hermano, escuchando cómo alguien decía “tu hermana está buenísima” sin saber que ella oía todo.

Y estaba en el espejo.
Mirándose.
Recordando cómo se había desnudado unas horas antes no solo de ropa… sino de ingenuidad.

Ana Sofía ya no era la misma de esa mañana.
No por algo que hubiera hecho.
Sino por lo que había empezado a sentir.

Y aún no sabía si eso la emocionaba…
…o la asustaba.

—¿Tú lo llevas? —preguntó Mónica desde la cocina mientras guardaba los últimos trastes de la comida.

—Sí, yo lo llevo —respondió Eduardo, poniéndose la chaqueta mientras miraba a Diego, que ya bajaba con su mochila al hombro.

—¡Gracias, señor Eduardo! —dijo Diego con tono educado.

—No tardes, pa —agregó Ana Sofía desde el sillón.

—No tardo. No abras la puerta a nadie —respondió su padre, dándole un beso en la cabeza al pasar.

La puerta se cerró.
El motor de la camioneta arrancó.
Y Ana Sofía quedó sola.

La casa entera respiraba en silencio. El aire acondicionado hacía un zumbido tenue. El reloj de pared marcaba las 6:42 p.m., y la luz del exterior se apagaba lento, dejando ese tono dorado que acariciaba los muebles, el piso y su piel.

Llevaba aún la sudadera oversized blanca. Nada más. Bajo ella, el short gris se marcaba apenas, pero no se notaba si no se estaba muy cerca. Sus piernas largas, desnudas desde medio muslo hasta los tobillos, se veían aún más suaves bajo esa luz tenue.

Estaba por ir por un vaso de agua cuando tocaron la puerta principal.

Golpes suaves. Medidos.

Se detuvo. Frunció el ceño.
—¿Papá?

Nada.

Se acercó con paso lento, desconfiado. No abrió del todo: dejó solo una franja, suficiente para mirar.

Y ahí estaba el albañil.

Moreno, mayor, con la camiseta sucia, la gorra hacia atrás y las manos llenas de polvo seco. Sostenía una tabla en un brazo y la otra le colgaba relajada. Su cara de siempre —tosca, bronceada, medio caída— se transformó al verla.

Sus ojos cayeron directo a sus piernas.
Y se quedaron ahí.
Como si no supiera que debía mirar a otro lado.

Ana Sofía sintió cómo la piel se le erizaba. No por frío. Por la forma descarada en la que la desnudaba con la mirada sin decir ni una palabra.

Ella no dijo nada. Solo se escondió un poco tras la puerta, cubriéndose instintivamente con más fuerza la sudadera.

—¿Está el señor? —preguntó él al fin, con voz grave, como si le costara hablar.

—Salió —respondió Ana Sofía sin abrir más la puerta.

—Ah… bueno… le iba a preguntar por el material de mañana… pero… luego regreso.

Ella solo asintió, sin mirarlo más.
Y cerró la puerta lentamente.

No estaba asustada.
Pero sí se sentía… expuesta. Como si su cuerpo hubiera sido tocado solo con los ojos.

La puerta ya estaba cerrada. El albañil se había ido.
Ana Sofía se apoyó un segundo en la madera, como si necesitara recuperar el aire que no sabía que estaba conteniendo. Su pecho subía y bajaba con lentitud, la tela de la sudadera pegada apenas a sus curvas. El pasillo estaba en penumbra, y el silencio se sentía más denso ahora.

Fue directo a la cocina, abrió el refrigerador, sacó la botella de agua fría, la destapó.
Levantó el brazo y bebió.
El trago bajó lento, fresco. Su garganta se movía suave.
Su otra mano rozaba con calma el borde de la mesada. Sus piernas, largas y desnudas hasta el muslo, se estiraban con soltura, y el short gris, escondido bajo la sudadera suelta, parecía no existir.

Y entonces giró.

Y pegó un grito ahogado.

—¡Ay, no manches!

Estaba Andrés, su hermano.
Parado en la entrada del pasillo. Quieto. Silencioso.
Mirándola.

Y no como se mira a una hermana.

No al menos esa vez.

Sus ojos estaban bajos, clavados en el punto exacto donde la sudadera terminaba.
En ese espacio de piel tibia, lisa, que subía desde sus rodillas hasta el borde del algodón, apenas visible.
Estaba perdido.
Absorto.
Preso.

Los ojos de Andrés subieron lentos, como si no quisiera hacerlo pero algo más fuerte que él lo obligara. Recorrieron con calma la curva perfecta de los muslos, el pliegue natural que marcaban sus caderas.
Y luego subieron por la espalda, la nuca, el cabello suelto…
Hasta que se cruzaron con los de Ana Sofía.

Y ella lo supo.

No era una mirada casual. No era accidente.
Era deseo.
Instintivo. Confuso. Pero real.

Andrés parpadeó, como despertando de un trance. Retrocedió un paso, torpe.

—Eh… perdón. Bajé a agarrar una soda… no sabía que estabas… así.

Ana Sofía no respondió al instante. Solo lo miraba.
Sabía que debería gritarle. Decir algo.
Pero no lo hizo.

Porque por dentro, en algún rincón que no entendía, una parte de ella no se sintió ofendida.
Se sintió poderosa.

—Ya vete —dijo al fin, con voz seca.

Andrés asintió, casi sin verla más.
Se dio la vuelta y subió.

Ana Sofía se quedó ahí, con la botella en la mano y la espalda pegada a la nevera.
Su piel ardía.
No de vergüenza.
Sino de algo más oscuro. Más inesperado. Más real.

Por primera vez, alguien la había mirado como si no fuera solo su hermana.
Y aunque sabía que estaba mal…
una parte de ella no quería olvidar esa mirada.

La casa ya dormía.
Las luces apagadas, las puertas cerradas, el silencio envuelto en sombras suaves.

Ana Sofía caminó descalza por el pasillo del segundo piso con una bata ligera de algodón que apenas rozaba sus muslos. El cabello suelto le caía sobre la espalda como una cascada oscura, y sus pasos eran casi inaudibles.

Entró al baño. Cerró la puerta. Encendió la luz suave, cálida.
El espejo la recibió con un reflejo que ya no le parecía tan familiar.
Era ella… pero también otra.

Abrió la regadera. El vapor comenzó a llenar el espacio como una niebla íntima. Se desanudó la bata con calma, dejando que se deslizara por sus hombros, por su espalda, por sus caderas… hasta caer al suelo en un susurro de tela.

Se miró desnuda frente al espejo.
No como alguien que se juzga.
Sino como alguien que se descubre.
Que se reconoce.
Que se gusta.

Entró a la regadera.
El agua cayó caliente, firme, delineando cada curva.
Desde el cuello hasta los tobillos, su cuerpo se volvió un paisaje mojado, envuelto en vapor.

Sus manos se deslizaron lentamente por su piel —el cuello, los hombros, los pechos llenos de espuma que se movían con su respiración agitada. El vientre plano. La línea suave que bajaba entre sus caderas.
Cada parte se sentía más viva.
Más despierta.
Más suya.

El agua resbalaba entre sus muslos con ritmo pausado, casi provocador, y por un momento se quedó ahí, quieta, con los ojos cerrados…
Recordando.

La mirada del albañil.
La de Diego.
Y, por último… la de Andrés.

El agua no podía borrar esas imágenes.
Solo las volvía más calientes.
Más reales.

Cuando terminó, cerró la llave. Se envolvió de nuevo en la bata, y se miró una vez más al espejo.
Sus mejillas estaban sonrojadas.
Sus labios, entreabiertos.
Y sus ojos… no eran inocentes.

De regreso a su habitación, Ana Sofía encendió la lámpara de escritorio.
Sacó su caja de skincare.
Tónico.
Sérum.
Contorno de ojos.
Crema ligera con aroma a rosas.

Cada movimiento era delicado, lento, como si su cuerpo necesitara calmarse… pero no quisiera del todo.

Al terminar, bajó en silencio a despedirse de sus padres.

—Buenas noches, mami.
—Buenas noches, preciosa —respondió Mónica, apenas volviéndose desde la sala.
—Buenas noches, princesa —dijo su papá desde su sillón, sin dejar de revisar su correo en la tablet.

Ana Sofía solo sonrió.
Subió a su cuarto.
Apagó la luz.

Se metió bajo las sábanas frescas.
Se quedó de lado.
La habitación oscura, apenas iluminada por la luz pálida que entraba por la ventana.

Y entonces, volvió la voz.

“No inventes, güey… tu hermana está buenísima.”
“Ya lo sé… pero es mi hermana.”

Ana Sofía apretó las piernas bajo la sábana.
Sintió el calor subirle por el pecho.
Por el vientre.
Por dentro.

Cerró los ojos.
No quería pensar en eso.
Pero no podía dejar de hacerlo.

Y antes de dormirse, se dijo a sí misma, en un susurro que solo el silencio oyó:

“Hoy… algo cambió.”

 

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