El albañil gordito

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Continuando con mi experiencia, ese día el maestro de obra constató los avances de sus ayudantes en mi casa. Así continuó dos días más hasta que se terminó el trabajo.

Esa tarde, casi de noche, me dijo que todo estaba bien y si quería ver los acabados. Mientras sus ayudantes se retiraban y se despedían, subimos al piso superior para verlo, pero como estaba casi oscuro bajamos y le dije que mejor lo revisara todo mañana, y así lo hicimos.

Bajamos a la sala, sacamos la cuenta de los gastos y de cuánto me cobraría, y revisamos las facturas de los materiales. Ya sería como las ocho y, como todavía faltaba cuadrar los gastos, me preguntó si podía pedir un pollo para cenar. Le pareció buena idea y así yo no tendría que preparar la mía ni lavar tantos utensilios.
—Mientras, le ofrecí gaseosa del refrigerador —le dije—. Si tiene una cerveza, mejor, como quien celebra el final de las obras.
—Habríamos tomado un par de latitas —me sugirió.
Cuando llegó el pollo, lo cortamos y lo preparamos. Dejamos a un lado los papeles y las cuentas y procedimos.
—Le dije, y así comimos.
Saqué un par de cervezas más, ya eran avanzada la hora, y el maestro me dijo:
—Bueno, todo está bien, y gracias por todo. Mañana vengo con mis ayudantes a recoger mis herramientas y materiales, terminamos todo.
—Me parece bien —le dije.
Él me pidió el baño antes de irse y yo me fui a la cocina para desechar las latas y los huesos del pollo y los desechables.
Estaba yo de espalda al ingreso de la cocina.

Cuando escuché la voz del maestro despidiéndose hasta mañana, le respondí; cuando sentí que me agarraba de la cintura y se colocaba detrás de mí, le dije al maestro que estaba loco y me aparté un poco. Me di la vuelta y estaba vestido, pero con el pene afuera. Prácticamente le grité: «¿Qué te pasa, enfermo?», y él me respondió: «No te hagas, mis ayudantes ya me contaron cómo te gusta». Quedé sorprendida, pues durante la cena y todo el rato no se me había insinuado. A la vez que estaba sorprendida, podía ver cómo su pene no solo crecía, sino que también engordaba.

—Ya ves —me dijo, mientras se quitaba la camisa y dejaba ver su voluminosa barriga y pecho peludos.
Al ver eso, su pene era más notorio.
—¿Hablas de cosas? —le dije por favor, retírate.

Pero se había acercado más a mí, cogió mi mano con cierta fuerza y me llevó hasta su verga. Hizo que con mi mano la atrapara. No podía creer que era una de las vergas más gruesas que había agarrado y estaba tibia, casi caliente, como mis labios vaginales, que los sentía húmedos. No pude más y solo exclame: «¡Qué animal!». Y pensé: «Los gordos lo tienen pequeño». Él sonrió y me dijo: «Eso que no has visto es el de mi hermano». Con ambas manos en mi hombro, me hizo arrodillar en la cocina, puso su verga cerca de mi boca y me lo empujó. Comencé a chupársela prácticamente me atoraba.

Luego nos fuimos a mi cuarto, ya casi desnudos, y me puso en cuatro en el filo de la cama. Yo le pedí despacio y con insistencia:
—Por favor, ¿lo tienes muy grueso? Créanme, es el pene más grueso que me ha entrado en el coño. Me hizo temblar, muslos y brazos apoyados. Lo más rico fue cuando me lo iba sacando y metiendo.

Me tuvo bastante rato y no se venía, así que fui yo quien se vino. Quedé con los muslos mojados, pero se me pasó cuando me dio la vuelta y me secó con la sábana. Se arrodilló al pie de la cama, me abrí de piernas y comenzó a meterme su lengua en la vagina. Luego, empezó a chupármela y a succionarla. ¡Qué delicioso este gordito! Pese a que no aparentaba, tenía una verga demasiado rica.

Luego, se tumbó en el borde de la cama y yo me senté sobre él, dándole la espalda. Fue lo máximo, así no afectaba nada su barriga y me enterré toda esa vergota en mi zorra. Cabalgue como una enferma mientras él golpeaba un poco mis nalgas en movimiento. Podía sentir cómo, con cada embestida, mi vagina se abría más.

Se corrió en un montón de leche espesa y pegajosa. Le pedí que se corriera un ratito más, pero no me paró. Seguí sentada, pese a que notaba que mis nalgas y mis muslos estaban embarrados.

Esa noche, el maestro de obras gordito, que era conocido de mi esposo, me abrió más el coño. Quería darme por el culito, pero solo le permitió algunos roces. Era muy grueso. —Tal vez otro día que esté un poco más borracho, está bien —me dijo—, y seguimos revolcándonos.

Ya relajados, le pregunté por curiosidad si su hermano la tenía realmente más gruesa y que de su esposa.
—Es viudo, ya tiene sesenta años —me dijo, mientras le chupaba el pene y pensaba en lo gruesa que tendría su hermano.
—Ah, les enviaré una foto mía de cuando tenía treinta y cinco. Hoy tengo cuarenta y algo más y estoy un poco más gruesa, pero no mucho, porque voy al gimnasio. Soy menuda, pero culoncita es mi fuerte.

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