De copas con mi compañera de clase Teresa
Era un sábado por la tarde. Teresa, mi compañera de clase, me había escrito por sorpresa para que saliéramos a tomar unas cervezas. Acepté sin pensarlo. Siempre me había llamado la atención, pero hasta ese día nunca me había dado señales claras. Quedamos en un bar discreto, casi vacío, y nos instalamos en un reservado al fondo, con luz tenue y sillones tapizados que invitaban a la cercanía. Desde el primer momento, el ambiente se sintió distinto.
Conversamos de tonterías, nos reímos y bebimos sin prisa. Para cuando pedimos la quinta cerveza, yo ya me sentía embriagado, pero no por el alcohol, sino por ella. Llevaba una camiseta blanca ajustada y, al verla de cerca, noté que no llevaba sujetador. Sus pezones se marcaban con descaro y parecían endurecerse cada vez que cruzábamos miradas. Debajo, una minifalda vaquera cortísima que dejaba entrever el borde de unas braguitas blancas cada vez que se movía.
No pude resistirme más. Le sostuve la mirada un segundo, como esperando una señal, y luego le puse las manos sobre las tetas, por encima de la camiseta. Lo hice temblando, esperando un rechazo, pero no dijo nada. Al contrario. Se mordió el labio inferior, se levantó del asiento y, sin una sola palabra, se quitó la camiseta con calma, dejando sus pechos al aire. Tenía los pezones duros y la piel erizada. Luego se bajó la falda lentamente, dejando que mis ojos siguieran el movimiento.
Sin dejar de mirarme, se quitó las braguitas y las dejó sobre la mesa como si fueran una provocación silenciosa. El reservado parecía ahora otro lugar: más pequeño, más íntimo, más salvaje. Me acerqué a ella y la atraje hacia mí con hambre contenida. Su piel olía a calor, a cerveza, a deseo. La besé con fuerza, y ella respondió trepándose sobre mis piernas, rozando mi erección con su pelvis desnuda. Se retorcía suavemente mientras nuestras bocas se devoraban.
Mi mano bajó entre sus piernas y la encontré húmeda, palpitante, completamente entregada. La penetré con los dedos mientras ella gemía quedo, con la cabeza apoyada en mi hombro. Cada movimiento suyo era una invitación a perder el control. En aquel rincón oscuro, rodeados de música baja y murmullos lejanos, Teresa se corrió en mi mano, temblando, agarrada a mi cuello como si fuera a deshacerse. Yo solo pensaba en cuánto tiempo había deseado exactamente eso… y lo que vendría después.
Entonces me miró con los ojos encendidos, se subió de nuevo sobre mí, rozando mi pantalón con su sexo caliente y mojado, y me susurró al oído:
– Aquí no termina. Quiero que me folles como llevas tiempo imaginando.
Y sin darme tiempo a responder, desabrochó mi cinturón, liberó mi erección y se hundió sobre mí con un gemido ronco, desesperado. Cada embestida era un choque brutal entre el deseo contenido y la lujuria desatada. El sonido de nuestros cuerpos chocando llenaba el reservado mientras ella se agarraba a mis hombros con fuerza. Terminamos jadeando, pegados, empapados en sudor y cerveza, sabiendo que ese sábado marcaba un antes y un después.
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