Conejita Traviesa – Capitulo 9: Hazlo como lo hacías con ella

Han pasado cinco años desde aquella noche en mi departamento, cuando los pétalos de rosa, las veladoras y los gemidos de Vanessa llenaron mi mundo, marcando un adiós que aún resuena en mi alma. Hoy en día tengo treinta y cinco años, la vida ha seguido su curso, pero Vanessa permanece como un fuego que nunca se apaga. Arizona se la llevó, pero no pudo arrancarla de mí. A través de videollamadas sexuales y sesiones de sexting que llegan a mi teléfono en los momentos más inesperados, hemos mantenido viva nuestra conexión, un lazo de lujuria y obsesión que la distancia no ha logrado romper. Sus mensajes, acompañados de fotos de sus nalgas descomunales, sus senos gloriosos, o videos de sus dedos deslizándose por su vagina reluciente, siguen haciendo palpitar mi pene, llevándome a noches solitarias donde su voz, sus gemidos, son mi único refugio.

Sin embargo, no hemos vuelto a tocar nuestros cuerpos, no hemos vuelto a cogernos. La distancia, los horarios, la vida misma han conspirado contra nosotros. Pero mi conejita, ha encontrado una manera de mantenerme al borde: me cuenta, con detalles que son tanto tortura como éxtasis, cómo coge con su compañero de trabajo, un hombre sin rostro al que solo conozco por las imágenes que ella me envía. Durante nuestras videollamadas, me deja verlos, la cámara enfoca su cuerpo desnudo, sus nalgas redondas temblando bajo las embestidas de él, sus senos rebotando, sus pezones rosados endurecidos, brillando con sudor. Cada vez que él la penetra, ella grita mi nombre

— ¡Pollito, esto es para ti!”, —grita de placer, mientras sus ojos permanecen fijos en la cámara, sabiendo que lo estoy disfrutando al otro lado de la cámara, con mi pene en la mano, mi respiración más que agitada, mi cuerpo temblando con una excitación que es casi dolorosa.

Era una dinámica voyerista, saber que ella entrega su cuerpo a otro, pero me dedica sus gemidos, me excita más de lo que puedo explicar. Cada video, cada mensaje, es un recordatorio de que, aunque no puedo tocarla, Vanessa sigue siendo mía en algún rincón de su alma. Pero hay un secreto que no le he revelado, un peso que cargo en silencio, algo que me quema cada vez que la veo con él, cada vez que escucho su voz gimiendo mi nombre mientras otro hombre la posee.

Hace un año, exactamente en abril de 2024. mientras levantaba pesas en el gimnasio, con el aire cargado de sudor y el sonido metálico de las máquinas resonando, una chica rubia, muy joven, capturó mi atención. Su parecido con Vanessa era inquietante, pero sus senos, eran aún más voluptuosos, se alzaban prominentes bajo un top de gimnasio ajustado, la tela elástica delineaba cada curva de su cuerpo tonificado, sus músculos definidos brillaban con un leve sudor que reflejaba la luz fluorescente. Sus leggins negros se adherían a sus caderas como una segunda piel, marcando el contorno de sus nalgas redondas y firmes, que parecían moverse con una sensualidad deliberada con cada paso. Sus ojos, de un azul penetrante, se clavaron en mí, su mirada permanecía fija, descarada, sosteniendo la mía sin parpadear, un desafío silencioso que hizo que mi pulso se acelerara y un calor subiera por mi cuerpo.

No me incomodó; al contrario, su atención encendió una chispa de deseo que recorrió mi piel, mi pene comenzó a endurecerse bajo mis shorts. Decidí acercarme, el suelo vibraba bajo mis pasos, el olor a metal y esfuerzo llenaba mis pulmones.

— ¡Hola! ¿Cuál es tu nombre? —pregunté, intentando sonar casual, aunque el hambre en mis ojos probablemente me delataba.

Ella curvó sus labios en una sonrisa coqueta, sus dientes blancos mordieron su labio inferior con una lentitud provocadora, su carne rosada atrapada entre ellos, brillaron con un toque de saliva.

— Aún no es momento de darte ese dato, —susurró.

Sin darme tiempo a responder, sus manos, suaves pero firmes, tomaron mi cabeza, sus dedos rozaron mi nuca, y me atrajeron hacia ella, sus labios encontraron los míos en un beso lento, deliberado, su lengua se deslizaba con suavidad, explorando mi boca, un sabor dulce y cálido que me hizo gruñir contra su piel.

El beso duró apenas unos segundos, pero fue suficiente para dejar mi cuerpo temblando, mi erección a punto de despertar contra la tela de mis shorts. Ella se apartó, sus ojos azules mostraban picardía, y tomó sus cosas; una botella de agua y una toalla blanca, con un movimiento elegante. Luego, salió caminando, sus caderas se balancearon con una cadencia hipnótica, sus nalgas redondas marcadas bajo los leggins, cada paso era un espectáculo que atrajo las miradas de todos en el gimnasio. Los hombres y mujeres a mi alrededor se quedaron en silencio, sus ojos estaban fijos en ella.

— Al menos dime tu edad. —Grité curioso.

Ella volteó coqueta, sonrió levemente, y dijo.

— Veintidós.

Y continuó su camino, mi mente se desbocó, imaginándola en el centro del gimnasio, yo persiguiéndola, arrancándole los leggins con un movimiento brusco, la tela rasgándose para revelar su piel blanca, sus nalgas expuestas, firmes, temblando bajo mis manos. La imaginé gimiendo descaradamente, su voz resonando, “¡Vean cómo me coge!”, mientras la penetraba frente a todos, sus senos rebotando bajo el top, su vagina reluciendo con humedad, sus ojos azules fijos en los míos mientras su cuerpo se convulsionaba bajo mis embestidas.

La fantasía era tan vívida que sentí mi pene endurecerse aún más, la tela de mis shorts se comenzó a tensar, amenazando con delatar mi excitación. Tuve que suprimir el pensamiento, mi respiración agitada, y me obligué a volver a mi rutina, levantando pesas con una furia que intentaba canalizar el deseo que rugía en mi interior. La imagen de la rubia, su beso, el meneo de sus caderas, se quedó grabada en mi mente, un eco de Vanessa que me perseguía, alimentando una lujuria que no podía apagar.

Durante una semana, la chica desapareció del gimnasio, su ausencia fue un eco constante en mi mente, su beso lento y provocador quemaba mi piel cada vez que cerraba los ojos. Sus nalgas perfectas, meneándose bajo los leggins, y la fantasía de poseerla frente a todos seguían alimentando mis noches solitarias, mi pene se endurecía con solo recordar su sonrisa coqueta.

Pero una noche de sábado, al terminar mi rutina, con el cuerpo sudoroso y los músculos tensos, me metí a las duchas del gimnasio, el vapor llenó el aire, el sonido del agua golpeó las baldosas blancas resonando en el espacio vacío. Me enjaboné la cabeza, el jabón escurrió por mi rostro, mis ojos estaban cerrados mientras el agua caliente relajaba mi cuerpo.

De repente, sentí unas manos tersas, cálidas y decididas, deslizándose por mi pene, sus dedos lo envolvieron con una caricia firme, provocadora, que hizo que mi respiración se detuviera. Antes de que pudiera reaccionar, una boca cálida y húmeda lo engulló, los labios suaves se apretaban alrededor de mi carne, la lengua giraba en movimientos lentos y deliberados, lamiendo cada centímetro, succionando con una intensidad que me hizo gemir. Mi verga reaccionó al instante, endureciéndose, palpitando contra la calidez de su boca, el placer tan exquisito que casi me hizo perder el equilibrio, mis manos se apoyaban en la pared húmeda para sostenerme. El agua seguía cayendo, el sonido de las gotas se mezclaba con los chasquidos húmedos de su succión, el vapor nos cubría en una nube de calor y lujuria.

Terminé de retirar el jabón de mi rostro, el agua escurría por mi pecho, y al abrir los ojos, la vi: la chica rubia, completamente desnuda, arrodillada frente a mí. Su cuerpo brillaba bajo el agua, las gotas resbalaban por su espalda arqueada, recorriendo la curva de su columna hasta deslizarse por sus nalgas, redondas, blancas, tan exquisitas que parecían esculpidas por un artista, su piel suave relucía bajo la luz tenue de la ducha. Sus senos, grandes y firmes, se alzaban con cada movimiento, sus pezones rosados, endurecidos, goteando agua, tentándome a tocarlos. Su cabello rubio, empapado, caía en mechones sobre sus hombros, pegándose a su piel como un velo erótico.

Me miró, con ese color azul lujurioso, una chispa que decía “te tengo bajo mi control”. Su mirada era puro fuego, sus labios hinchados alrededor de mi pene, su saliva se mezclaba con el agua, goteando por su barbilla mientras me chupaba con una voracidad que me hacía temblar. No aguanté más. Con mi mano derecha, tomé su cabeza, mis dedos se enredaron en su cabello mojado, y la pegué a mi vientre, empujando mi pene hasta el fondo de su garganta. Ella no se inmutó, sus ojos fijos en los míos brillaban con lujuria descarada mientras mi cuerpo se convulsionaba. Exploté, chorros calientes de semen llenaron su boca, mi gemido resonó en la ducha, el placer era tan intenso que mis piernas temblaron. Ella tragó todo, sus labios se apretaron más alrededor de mi pene, su lengua lamió cada gota, su garganta engullía mi semen, un gesto de pura entrega que me dejó sin aliento.

El vapor de la ducha envolvía la escena, el agua caliente caía en cascada, golpeando las baldosas blancas y mezclándose con el calor de nuestros cuerpos. Ella, aún arrodillada, acababa de tragar mi semen, sus labios hinchados relucían con saliva y el resplandor de su propia lujuria. Sin pensarlo, la levanté con un movimiento rápido, mis manos firmes se posaron bajo sus axilas, sintiendo su piel suave y resbaladiza deslizándose contra la mía. La pegué contra la pared de la ducha, las baldosas frías contrastaron con el calor de su espalda, su cuerpo temblaba bajo mi toque mientras el agua seguía cayendo, empapando su cabello que se pegaba a sus hombros como un velo erótico.

Comencé a besarla apasionadamente, mis labios devoraban los suyos, su boca cálida y húmeda respondía con una urgencia que igualaba la mía. Mi lengua exploró la suya, saboreando el residuo de mi semen mezclado con su saliva, un sabor que era puro vicio. Mis manos recorrieron su cuerpo, deslizándose por su cintura, y sin dudarlo, me incliné hacia sus senos, grandes y firmes, sus pezones seguían endurecidos bajo el agua caliente. Los chupé con voracidad, mi lengua se pegó alrededor de ellos, saboreando la mezcla exquisita de su piel y el agua tibia, un dulzor salado que me hacía gruñir contra su carne. Ella jadeaba, sus gemidos resonaban en la ducha, el sonido se amplificaba por las paredes.

— ¡Sigue, no pares! —gritaba, sus manos se enredaron a mi cabello mojado, tirando con fuerza de él mientras su cuerpo se arqueaba, ofreciéndome más.

Me puse en cuclillas, el agua cayó por mi espalda, y levanté su pierna derecha, colocándola sobre mi hombro izquierdo, abriendo su cuerpo ante mí. Su vagina quedó expuesta, cubierta por vello púbico rubio, perfectamente recortado, reluciendo con gotas de agua y su propia humedad. Sus labios vaginales, rosados y ligeramente hinchados, brillaban bajo la luz tenue, invitándome a perderme en ellos. Sin pensarlo, me lancé, mi lengua encontró su clítoris, lamiéndolo con una intensidad que no admitía reservas, jugueteando con él, succionándolo, saboreando el dulzor de sus jugos que se mezclaban con el agua caliente. Mis manos sujetaban sus nalgas, apretándolas con fuerza, mis dedos hundiéndose en la carne firme y resbaladiza, mientras ella sostenía mi cabeza con ambas manos, sus uñas se clavaban en mi cuero cabelludo, pegándome más a su sexo.

— ¡Más, métete más! —gemía, su cuerpo se estremecía con cada lamida, cada succión, sus caderas se empujaban contra mi rostro, su vagina pulsaba bajo mi lengua. El aroma de su excitación, intenso y embriagador, llenaba mis sentidos, su clítoris se endurecía bajo mi toque, sus jugos escurrían por mi barbilla. De repente, su cuerpo se tensó, sus gemidos se convirtieron en un grito.

— ¡Sigo siendo virgen, quiero que seas el primero! —exclamó, su voz tembló con un espasmo orgásmico que la hizo convulsionar. Un chorro cálido inundó mi boca, sus fluidos dulces y salados me empaparon, gotearon por mi pecho, mezclándose con el agua de la ducha mientras ella temblaba, sus nalgas eran apretadas bajo mis manos, sus senos rebotaban con cada espasmo, el agua resbalaba por su piel como un río de lujuria.

Mi pene, que apenas se había recuperado de su boca, se endureció al instante, venoso, palpitante, mi cuerpo temblaba con un deseo animal que me consumía. La penetré con una lentitud deliberada, mi pene se abrió paso en su interior apretado, rompiendo su inocencia con un movimiento suave pero firme. Un hilo de sangre cálida cayó al suelo, mezclándose con el agua, un testimonio de su entrega, mientras ella gritaba, un sonido que era una mezcla salvaje de dolor y placer.

— ¡Más, cabrón, no la saques nunca! —berreó, sus uñas se clavaron en mi espalda, dejando marcas ardientes en mi piel.

No podía creerlo: me estaba cogiendo a la rubia del gimnasio, la chica más deseada del lugar, la que hipnotizaba a todos con el meneo de sus caderas, ahora era mía, su cuerpo entregándose bajo mis manos, sus gritos resonando para mí.

— ¡Termina dentro de mí, por favor! —suplicó.

Besé su cuello, mi lengua saboreaba el sudor y el agua que resbalaban por su piel, mis dientes la rozaban, dejando pequeñas marcas rojas que reclamaban su carne. Mis embestidas se volvieron más rápidas, más salvajes, el sonido húmedo de nuestros cuerpos chocaba, resonaba en la ducha, sus nalgas golpeaban contra la pared, sus senos rebotando con una furia que me volvía loco.

No pude contenerme más.

— ¡Eres mía! —dije mientras mi pene se convulsionaba, liberando chorros calientes de semen dentro de ella, llenándola, su vagina succionaba cada gota. Ella me abrazó con más fuerza, sus piernas apretaron mi cintura, como si quisiera que todo mi cuerpo se fundiera con el suyo, que mi pene se hundiera aún más en su interior. Su cuerpo tembló, un segundo orgasmo la atravesó, sus gritos resonaron.

— ¡Cabrón, sí!, —mientras un chorro cálido de sus fluidos empapaba mis caderas, goteando por mis muslos, mezclándose con el agua y la sangre en el suelo.

Nos quedamos allí, agitados, exhaustos, bajo el chorro de agua caliente, en una nube de lujuria. Su cuerpo, aun temblando, se apoyaba contra la pared, sus senos subían y bajaban con cada respiración, sus ojos azules estaban nublados por el éxtasis. No sabía cuánto tiempo había pasado, los minutos se desvanecían en el calor de la ducha, pero lo estaba gozando muchísimo, cada segundo quedó grabado en mi piel, en mi alma. Era como cogerme a Vanessa nuevamente, pero con una intensidad y juventud distinta, una mezcla de conquista y posesión, la sensación de haber sido el primero en reclamar a esta diosa rubia, su virginidad ahora mía, su cuerpo lleno de mi semen, sus gemidos clavados en mi memoria.

La sostuve contra la pared, mis manos acariciaban sus nalgas, mis labios rozaban su cuello. Ella, con una sonrisa lánguida, con sus labios hinchados, sus pezones aún endurecidos, me miró, y supe que este encuentro, aunque fugaz, había cambiado algo en mí.

Entonces, ella me dio la espalda, sus manos abrieron con firmeza sus nalgas, exponiendo los pliegues rosados de su ano, un lugar apretado, reluciendo con el agua, que me llamaba con una intensidad primal, como si fuera el último ano que lamería en mi vida.

Me incliné, mi lengua ansiosa comenzó a explorar, pero sus palabras me detuvieron en seco:

— Hazlo como lo hacías con ella, Pollito.

Mi corazón dio un vuelco, un escalofrío recorrió mi espalda.

— ¿Nicole? —dije nervioso, mi voz temblaba, la sorpresa se mezcló con el deseo. Ella se inclinó un poco más hacia adelante, su ano se abrió ligeramente, los pliegues brillaron bajo el agua, una invitación descarada.

— Sabía que no me habías reconocido, —respondió, su voz era baja, pero llena de lujuria, desafío y súplica. — Hazlo, quiero saber lo que sentía mi mamá.

Esas palabras encendieron mi interior, mi pene se endureció al instante, palpitante, venoso. La revelación de que era Nicole, la hija de Vanessa me golpeó como un relámpago, pero en lugar de retroceder, el deseo se volvió más oscuro, más intenso. Me agaché, mis manos sujetaron sus nalgas y lamí su ano con una voracidad salvaje, mi lengua dura y decidida, entrando y saliendo, saboreando la resistencia elástica de aquel orificio, el sabor íntimo se mezclaba con el agua caliente. Lo lamí como lo hacía con Vanessa, cada lengüetazo era un eco de aquellas noches desenfrenadas, pero ahora era Nicole quien gemía, sus gritos hacían eco en la ducha.

— ¡No pares, mi amor, sigue lamiendo! —mientras su mano derecha se deslizaba a su vagina, sus dedos frotaron su clítoris con movimientos rápidos, sus jugos escurrieron por sus muslos, y caían en abundancia al suelo.

Me sostuve de sus nalgas, mis dedos se hundieron en su carne, abriéndolas más, sumí mi rostro entre ellas, mi lengua empujó más profundo, lamiendo, chupando, como si quisiera consumirla entera. Su culo era delicioso, perfecto, tan blanco y firme que cada lamida me hacía gruñir, mi pene palpitaba con una urgencia que no podía contener.

— ¡Qué culo tan delicioso tienes, Nicky! —gruñí, con voz grave, mientras ella, gemía y se masturbaba, arqueaba su espalda, sus senos rebotaban bajo su cuerpo.

Cuando sentí que estaba al borde, me levanté, mi pene estaba duro como roca, la punta relucía con deseo. Sin avisar, la penetré analmente con una sola embestida, profunda y salvaje, su interior apretado resistió al principio, arrancándole un grito que era una mezcla de dolor y éxtasis.

— ¡Para, para! —lloró, sus manos arañaron la pared, las baldosas frías, pero yo no me detuve.

— ¿No que querías sentir lo mismo que la puta de tu madre? —mi voz era una posesión oscura. — ¡Porque sabes que ella sigue siendo mi puta, mi perra!

Nicole respondió con un gemido desesperado, su voz temblaba.

— ¡Yo quiero ser tu única puta, no quiero compartirte con nadie!, ¡penétrame más fuerte!

Sus palabras encendieron algo primal en mí, y obedecí, mis embestidas se hicieron más rápidas, más brutales, el sonido húmedo de mi pene deslizándose en su ano llenaba la ducha, sus nalgas temblaban con cada golpe, el agua caía sobre nosotros, empapando su piel blanca. Ella seguía masturbándose, sus dedos se movían frenéticamente sobre su clítoris, sus jugos escurrían más y más, goteando en el suelo, mientras sus gritos llenaban el espacio.

— ¡Sí, cabrón, más!

Después de varios minutos, su cuerpo se tensó, sus nalgas se apretaron alrededor de mi pene, y explotó en un orgasmo que la hizo convulsionar, un chorro cálido de sus fluidos cayó al suelo, sus gemidos se hicieron más fuertes, un eco de los gemidos de Vanessa. Al mismo tiempo, mi pene se convulsionó, liberando chorros calientes de semen dentro de su recto, inundándola, mis manos apretaron sus nalgas, marcándolas con mis dedos. Nos quedamos allí, agitados, exhaustos, el agua caliente cayendo sobre nosotros, el vapor envolviéndonos, sus senos subiendo y bajando con cada respiración, su ano aun palpitando alrededor de mi pene, mi semen escurriendo lentamente, mezclado con el agua.

Nicole se giró lentamente, sus ojos llenos de éxtasis, su cabello rubio pegado a su rostro, sus labios hinchados curvándose en una sonrisa.

— Ahora soy tuya, Pollito, —susurró, mientras el agua seguía cayendo, limpiando los restos de nuestra pasión, pero no el fuego que aún ardía entre nosotros, un fuego que llevaba el eco de Vanessa, pero que ahora pertenecía a Nicole, su hija, mi nueva obsesión.

El vapor de la ducha aún parecía aferrarse a nuestra piel mientras nos vestíamos en aquel vestidor del gimnasio, el aire tenía el aroma de nuestra pasión. Nicole, con su cuerpo glorioso envuelto en unos leggins negros que abrazaban sus nalgas redondas y un top ajustado que resaltaba sus senos voluptuosos, brillaba con un resplandor post-orgásmico. Yo, poniéndome una camiseta y unos shorts, sentía mi cuerpo vibrar con la intensidad de lo que acababa de pasar, mi pene aun palpitaba con el recuerdo de su ano apretado, su vagina virgen que había reclamado, y la revelación de que era la hija de Vanessa. Cada movimiento suyo, cada roce accidental de su piel contra la mía, encendía un deseo que no se apagaba.

Nos dirigimos a la salida del gimnasio, el suelo resonaba bajo nuestros pasos, el silencio roto solo por el eco lejano de las pesas y las miradas envidiosas de los pocos que aún estaban allí. Sus ojos mostraban celos y curiosidad, nos seguían; sabían lo que había pasado, los gritos de Nicole, “¡penétrame más fuerte!”, se escucharon por todo el lugar, imposibles de ignorar. Ella caminaba con una confianza descarada, mientras yo, a su lado, sentía una mezcla de orgullo y posesión, mi mano tomaba la suya, tentada de volver a acariciarla.

Subimos a mi auto, el interior oscuro y cálido contrastando con el aire fresco de la noche. La llevé hasta su departamento, las calles de la ciudad pasaron a nuestro alrededor, el silencio entre nosotros era una tensión lujuriosa. Antes de bajar, Nicole se giró hacia mí, y me dio un beso largo e intenso, sus labios aún hinchados devoraban los míos. El sabor de su saliva se mezcló con el eco de nuestros fluidos, era un recordatorio de la ducha, de su entrega total.

— A partir de hoy, solo eres mío, —dijo, con una posesión que me estremeció, sus dedos rozaron mi pecho antes de apartarse.

Sonreí, mi mano actuó por instinto, y le di una nalgada antes de que bajara por completo el auto, el sonido seco me excitó, sus nalgas temblaron bajo los leggins.

— Tú eres mi nueva perra, —concluí.

Nicole me miró, sus labios se curvaron con una sonrisa afirmativa, sus ojos mostraron sumisión y desafío, como si aceptara el título con orgullo. Salió del auto, sus caderas se menearon con esa cadencia hipnótica, su figura desapareció tras la puerta de su edificio, dejando un rastro de deseo que me quemaba la piel.

Desde ese día, Nicole y yo hemos cogido casi a diario, cada encuentro se ha hecho más intenso que el anterior. Su departamento se ha convertido en nuestro santuario de lujuria, sus nalgas ya estaban marcadas por mis manos, sus senos rebotaban bajo mis embestidas, su ano y vagina relucían con nuestros fluidos. Cada vez que la penetro, sus gemidos, “¡Soy tu puta, Pollito!”, resuenan, su cuerpo tiembla bajo el mío, sus uñas han quedado marcadas en mi espalda, su clítoris pulsa bajo mis dedos. Me ha confesado que quiere formar una familia conmigo, sus palabras susurradas entre jadeos, “Quiero llevarte dentro de mí para siempre,” mientras su vagina me succiona, sus orgasmos empapan las sábanas. La idea me enciende, la visión de ella embarazada, con sus senos aún más grandes, y su lujuria intacta, me hace desearla aún más.

Pero hay un peso que me oprime, un secreto que no sé cómo confesar. Vanessa, mi conejita, no sabe que su hija, Nicole, es ahora mi nueva puta, mi obsesión, mi todo. Cada vez que veo a Vanessa a través de la pantalla, siento una punzada de culpa, pero también un deseo oscuro de mantenerlas a ambas, madre e hija, unidas por mi lujuria. No sé cómo decirle a Vanessa que su hija me reclama como suyo, que he marcado su cuerpo como marqué el suyo, que Nicole quiere un futuro que podría romper el frágil hilo que aún me une a ella. Mientras tanto, cada embestida en el cuerpo de Nicole, cada chorro de semen que la llena, es un paso más hacia un abismo donde Vanessa y su hija chocan, y yo, atrapado en el centro, no sé cómo escapar.

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