Conejita Traviesa – Capitulo 8: ¿Las ultimas nalgadas?

Después de esos días de sexo incesante, retomamos nuestras constantes llamadas, videollamadas cargadas de susurros subidos de tono, y sesiones de sexting que hacían vibrar mi teléfono con fotos de sus nalgas, sus senos desnudos, o primeros planos de su vagina reluciendo con sus jugos, acompañados de mensajes como “Esto es para ti, Pollito.” Las visitas a mi departamento se volvieron un ritual, cada encuentro era una explosión de lujuria donde la marcaba como mía, sus gemidos resonaban en mi alma, su cuerpo se estremecía bajo mis manos.

Una tarde, mientras charlábamos por teléfono, su voz tenía un matiz diferente, una mezcla de entusiasmo y melancolía.

— Pollito, conseguí trabajo, —anunció, y mi corazón dio un salto de alegría por ella.

— ¡Eso es increíble, conejita! —respondí, mi tono era genuino, pero su siguiente frase me heló la sangre.

— Sí, pero es en Arizona.

El silencio que siguió fue como un abismo. Arizona. La palabra resonaba como un eco de final, un recordatorio de que lo nuestro, tan ardiente y visceral, tenía los días contados.

— ¿Cuándo te vas? —pregunté, mi voz era baja, intentando ocultar el nudo que se formaba en mi pecho.

— En dos días, —respondió — El domingo.

Dos días. El tiempo se deslizó entre mis dedos como arena, pero no estaba dispuesto a dejarla ir sin una última noche.

— Conejita, ven a mi departamento esta noche —dije, con un tono cargado de urgencia y deseo. — Quiero verte, tocarte, una vez más.

Ella aceptó encantada, su voz recuperó el destello de la picardía que me volvía loco.

— A las siete, Pollito, —prometió, y colgó, dejándome con el corazón acelerado y la mente llena de imágenes de su cuerpo.

No pude ir a recogerla, pero pasé la tarde preparando mi departamento, decidido a hacer de esa noche algo inolvidable. Esparcí pétalos de rosa rojos por la sala, su fragancia dulce llenaba el aire, y encendí veladoras que proyectaban un resplandor cálido, creando sombras danzantes en las paredes. Puse música de jazz a bajo volumen, las notas suaves y sensuales de un saxofón tejían una atmósfera romántica que contrastaba con la lujuria cruda que siempre definía nuestros encuentros. Todo estaba listo para reclamarla, para grabar su cuerpo en mi memoria antes de que Arizona me la arrancara.

A las siete en punto, la puerta se abrió, y Vanessa entró, era una visión que me dejó sin aliento. Llevaba un vestido blanco de falda entablada que abrazaba su cintura y se ensanchaba en las caderas, el dobladillo subía lo suficiente para dejar entrever la curva de sus muslos. Cuando se giró para cerrar la puerta, el vestido se levantó ligeramente, revelando sus nalgas bien formadas, redondas y firmes, moviéndose con una sensualidad que era casi hipnótica. El escote del vestido, profundo y atrevido dejaba ver la redondez de sus senos, sus pezones ya endurecidos se marcaban claramente contra la tela fina, una señal de que venía lista para mí. Su cabello oscuro caía en ondas sobre sus hombros, y sus labios, pintados de un rosa suave, se curvaron en una sonrisa que era tanto tierna como provocadora.

— ¡Pollito, ¡qué hermoso!

Sus ojos se llenaron de lágrimas al ver los pétalos y las velas, el resplandor cálido se reflejaba en su piel. Tomó asiento frente a mí en el sofá, sus movimientos eran deliberados, y abrió las piernas lentamente mientras enjugaba sus lágrimas con su mano derecha, el vestido subió por sus muslos, revelando la sorpresa que me tenía preparada.

— Está completamente depilada para ti, Pollito —susurró, su con un ronroneo cargado de lujuria, mientras mi mirada caía sobre su vagina reluciendo con su humedad que brilló bajo la luz de las velas. No llevaba ropa interior, y la imagen de sus labios vaginales expuestos, abiertos como una flor, me hizo salivar.

Me excité al instante, mi pene se endurecía contra mis jeans, mi mente se llenó de imágenes de ella en el transporte público, su vestido blanco subiendo con cada paso, los hombres mirándola con deseo, imaginando lo que yo ahora veía: su sexo desnudo, vulnerable, invitándolos a fantasías que solo yo podía cumplir.

— Conejita, eres una maldita tentación, —gruñí, mientras me levantaba, acercándome a ella, mis manos temblaban con la urgencia de tocarla.

La sala de mi departamento estaba bañada en el resplandor cálido de las veladoras, los pétalos de rosa esparcidos por el suelo crujiendo bajo nuestros pasos, el jazz suave tejiendo una atmósfera que era tanto romántica como cargada de una urgencia primal. Vanessa, sentada en el sofá, era una visión que cortaba el aliento.

Mi cuerpo temblaba con un deseo que era casi doloroso, mi mente atrapada en la imagen de sus nalgas perfectas, sus senos gloriosos, y la certeza de que esta noche, quizás la última, debía ser inolvidable.

Entonces, Vanessa, con una lentitud deliberada que era pura provocación, bajó la parte superior de su vestido, el tejido blanco se deslizó por su piel blanca, liberando sus senos, que rebotaron con un movimiento hipnótico, sus pezones brillaban con la luz de aquellas velas. Era un llamado a poseerlos, una tentación que me hacía salivar, mi pene estaba a punto de reventar mi pantalón. Vanessa tomó una copa de champagne de la mesa, mientras sus ojos permanecían fijos en los míos, brillando con una mezcla de lujuria y melancolía, y comenzó a derramar el líquido lentamente sobre sus senos. Las gotas doradas resbalaron por su piel, siguiendo la curva de sus pechos, acumulándose en sus pezones antes de caer en pequeños riachuelos que brillaban como joyas.

— Quiero que me cojas por última vez, Pollito, —susurró, su voz era lenta, deliberada, cada palabra era un latigazo de deseo. — Hazme ver lo puta que soy y que siempre te voy a pertenecer.

Mientras hablaba, su mano descendió a su vagina, sus dedos comenzaron a masajear su clítoris con movimientos lentos, circulares, sus labios vaginales se hinchaban poco a poco, reluciendo con un hilillo de líquido que goteaba, dejando una mancha oscura y brillante en mi sofá. El aroma de su excitación, dulce y embriagador llenó el aire, mezclándose con la fragancia de los pétalos y el champagne, creando una atmósfera que era puro éxtasis.

— Conejita, eres mía, —dije con una posesión que rayaba en la obsesión, mientras me levantaba, quitándome la camisa y los jeans con una urgencia casi desesperada, mi erección se liberó, dura y palpitante. Me arrodillé frente a ella, mis manos abrieron sus piernas aún más, acerqué mi rostro a sus senos, lamiendo el champagne que goteaba de sus pezones, saboreando la mezcla de su piel cálida y el dulzor efervescente del líquido. Chupé con voracidad, mis dientes rozaban sus pezones, mis manos estrujaron esas bellas tetas, arrancándole gemidos que resonaban sobre el jazz, sus uñas se clavaron en mis hombros mientras su cuerpo temblaba.

— ¡Pollito, no dejes de chupar! —gritó, mientras mi lengua trazaba círculos alrededor de sus aureolas, mi boca succionó con una intensidad que la hacía arquearse, sus senos rebotaban con cada movimiento. La mancha en el sofá crecía, su líquido escurría por sus muslos, un testimonio de su entrega total.

No pude contenerme más. Puse mi mano en su nuca, mis dedos se enredaron en su cabello oscuro, y guie su rostro hacia mí. Vanessa abrió la boca, sus labios húmedos y cálidos me envolvieron lentamente, un gemido gutural escapó de su garganta mientras comenzaba a tragarse mi pene, su lengua comenzó a moverse en un torbellino frenético, lamiendo cada vena, cada centímetro, la saliva goteó por su barbilla, empapando mi piel. El sonido húmedo de sus arcadas llenaba la habitación, un eco erótico que se mezclaba con el jazz, sus ojos lagrimeando cada vez que empujaba mi verga hasta el fondo de su garganta, sacándola justo cuando sentía que se ahogaba.

— ¡Conejita, ¡qué bien lo haces!

La mancha en el sofá crecía aún más, sus dedos frotaban su clítoris con una urgencia desesperada, de vez en cuando se deslizaban dentro de su vagina, sus jugos se escurrían por sus muslos.

— ¡Pollito, no pares! —gimió, con su voz ahogada por mi pene, las lágrimas rodaban por sus mejillas mientras empujaba más profundo, su lengua trabajaba con una voracidad que me llevaba al borde. Mis embestidas en su boca eran implacables, cada movimiento un reclamo, un recordatorio de que, aunque Arizona la esperaba, esta noche era mía.

— ¡Eres mi puta, conejita! —gemí, mientras mi mano apretaba sus senos con más fuerza.

La sala de mi departamento estaba impregnada de una lujuria que parecía vibrar en el aire, el resplandor de las veladoras proyectaba sombras danzantes sobre la piel sudorosa de Vanessa mientras me la mamaba.

Ella, desnuda salvo por el vestido blanco arrugado en sus piernas, era un espectáculo de pura tentación. Mi cuerpo temblaba, mi pene aún permanecía palpitante en su boca, pero mi deseo no se apagaba.

Me senté en el sillón frente a ella, mi respiración era agitada.

— Ven hacia mí, conejita, —ordené.

Vanessa obedeció, tirando el vestido blanco al suelo. La cargué con un movimiento rápido, girándola en el aire hasta que sus manos tocaron el suelo, sus piernas quedaron abiertas alrededor de mi cabeza, su vagina exquisita, con ese aroma embriagante que me volvía loco, quedó justo frente a mi rostro. Mis brazos rodearon su torso, sosteniéndola, sus senos quedaron colgando gloriosamente, rebotando cerca de su barbilla, sus pezones rozaban mis rodillas con cada movimiento.

Como pude, tomé una de las velas de la mesa, la cera aún caliente goteaba ligeramente, y con una lentitud deliberada, comencé a derramarla sobre sus labios vaginales. Las gotas calientes cayeron sobre su piel, enrojeciéndola al instante, y Vanessa gritó, un sonido que era puro placer, su cuerpo se estremeció en mis brazos.

— ¡No te detengas, Pollito! —suplicó, rogando por más. — ¡Quémame, hazme tuya!

Cuando la cera se secó, formando pequeñas placas blancas sobre su vagina enrojecida, apagué la vela y la dejé a un lado. Con mi mano derecha, comencé a retirar las piezas endurecidas, mis dedos rozaban sus labios vaginales, sensibles y húmedos, brillando con una mezcla de sus jugos y el calor de la cera. Vanessa gimió, sus piernas temblaban, el aroma de su excitación cautivaba mis sentidos. Mi mano derecha se deslizó sobre su vagina, cuatro dedos la frotaban con movimientos rápidos, mi pulgar sostenía la vela como un ancla, mientras ella berreaba.

— ¡Lame mi cuevita, Pollito! —Su voz era una súplica desesperada, y yo, quería prolongar su tormento, lamí lentamente, mi lengua trazó la curva de sus labios vaginales, saboreando la dulzura salada de sus jugos, el calor de su piel enrojecida por aquel ardiente líquido.

— ¡Ruégame, conejita!” —exigí, mientras mis manos se movían a sus nalgas, apretándolas con fuerza, mis dedos se hundían en la carne firme, abriéndolas para exponer más de su sexo. Me atasqué en su vagina, empujando mi lengua dentro de ella, lamiendo con una voracidad que era casi animal, mi rostro enterrado en su calor, sus jugos empapando mi barbilla, mi nariz, mi pecho. Quería meter mi cabeza dentro de ella, consumirla, hacerla mía de una manera que ningún otro hombre pudiera igualar.

Vanessa berreaba.

— ¡Penétrame, Pollito, ¡destrózame!

En lugar de mi pene, tomé la vela, aún tibia, y la usé como un dildo, deslizándola dentro de ella con un movimiento lento al principio, sintiendo cómo sus paredes se abrían para recibirla, su calor la envolvía. Comencé a meterla y sacarla, cada vez más rápido, mis movimientos eran frenéticos, el sonido húmedo de su sexo llenaba la habitación. Vanessa gritó, su cuerpo convulsionó, sus senos rebotaban, sus manos arañaban el suelo mientras un orgasmo la atravesaba, un chorro cálido empapó mis manos, mi rostro, mi pecho, su vagina pulsó alrededor de la vela, sus jugos gotearon como un río sobre mi piel.

La bajé con cuidado, sus piernas se mostraban débiles, y la senté en el sofá, la mancha húmeda creció aún más bajo sus nalgas. Me arrodillé frente a ella, mi pene estaba duro de nuevo, palpitante, y la tomé por el cabello, guiándola hacia mí.

— Chúpame la verga, conejita, —murmuré, y ella, con los ojos brillando de lujuria, envolvió mi pene con sus labios, su lengua danzó de nuevo, sus arcadas resonaron mientras me ensalivaba, sus manos acariciaron su clítoris otra vez, sus gemidos vibraban contra mi carne.

Saqué mi pene de su boca, ella me miraba mostrándome que quería seguir mamando, la tomé en mis brazos, cargándola hacia la cama, los pétalos de rosa se pegaban a su piel, el aroma de nuestro sexo se mezcló con la fragancia dulce de las flores. La acosté boca abajo, su culo glorioso quedó expuesto. Me incliné, mi rostro se hundió entre sus nalgas, mi lengua se endurecía mientras la metía en su ano, una y otra vez, saboreando la resistencia elástica de su interior, el aroma íntimo que me volvía loco. Chupé con voracidad, ensalivando todo lo que podía, mis manos abrían sus nalgas, la saliva goteaba por su piel, empapando sus muslos, sus nalgas brillaron cubiertas de un brillo líquido.

Vanessa gritaba, gemía, estaba desquiciada, sus manos arañaban las sábanas, sus caderas se restregaban contra mi rostro.

— ¡Pollito, que rico lames! —berreaba, su cuerpo temblaba con cada lamida, cada succión. Aún acostada, alineé mi pene con su ano, duro y palpitante, y la penetré con una embestida lenta pero firme, mi verga se deslizó en su interior apretado. Mis manos encontraron la comisura de su boca, jalándola con fuerza, sus gemidos eran entrecortados mientras su saliva comenzaba a caer en el colchón, un charco brillante se formó bajo su rostro.

— ¡Más, Pollito, ¡más! —suplicaba, sus palabras eran apenas inteligibles, su cuerpo se entregó por completo.

Minutos después, saqué mi pene, su ano palpitaba, reluciendo con mi saliva, y la hice ponerse en cuatro, sus nalgas quedaron elevadas, un lienzo perfecto para mi obsesión. Comencé a nalguearla, mi mano caía con precisión, cada golpe un estallido seco que resonaba en la habitación, su piel enrojeciéndose aún más, hasta que pequeños hilos de sangre aparecieron donde la piel se abrió bajo la intensidad de los golpes. Cerca de doscientas nalgadas, cada una arrancándole un gemido, un grito, una mezcla de dolor y placer.

— ¡Oh my God! —gritaba en algunas, — ¡Soy tu puta! —en otras, su voz era temblorosa, su cuerpo se retorcía con cada impacto, sus nalgas temblaban de dolor, marcadas por mi mano como un sello de posesión.

La volteé, y Vanessa se sostuvo con los codos en el colchón, sus piernas quedaron abiertas, su vagina estaba hinchada, roja.

— Te quiero dentro, Pollito, —suplicó, relamiéndose los labios con la lengua, sus ojos estaban llenos de lujuria, su rostro estaba enrojecido por los gemidos, las lágrimas y la saliva. Su vagina era un espectáculo: los labios carnosos abiertos, el clítoris pulsando, un hilillo de líquido escurriendo hacia las sábanas, los pétalos de rosa pegados a su piel como un cuadro erótico.

Antes de penetrarla, me incliné, mi rostro se posó frente a su vagina, el aroma embriagante de su sexo llenó mis sentidos, era una mezcla dulce y salada que me hacía salivar.

— Amo lamer tu cuevita, conejita

— ¡Lame más, Pollito, ¡nunca dejes de lamerme! —gritó, mientras sus manos se enredaban en mi cabello, tirando con fuerza mientras sus caderas empujaban contra mi boca.

Paré de repente, su súplica resonó en mis oídos, y me levanté, y la penetré con una embestida profunda. Vanessa me abrazó con sus piernas, sus muslos apretaron mi cintura, sus manos colgaban de mi nuca, sus uñas se clavaron en mi piel. Lamí sus senos, mordiendo sus pezones con una voracidad que la hizo jadear.

— ¡Más, más, mi amor! —Su voz era un grito desesperado, sus caderas se movían al ritmo de mis embestidas, nuestros cuerpos chocaban con un sonido húmedo que llenaba la habitación.

La besé con intensidad, mi lengua exploraba su boca, saboreando el residuo de nuestros fluidos, sus labios hinchados respondían con la misma urgencia. Me acosté en la cama, atrayéndola conmigo, y Vanessa comenzó a cabalgarme, sus caderas se movían con una furia que era tanto placer como desafío.

— ¡Quiero tu verga dentro de mí siempre! —gritó, mientras su vagina se deslizaba sobre mi pene, sus nalgas rebotaban contra mis muslos dando aplausos, sus senos temblaban con cada movimiento.

— Me encanta lo perra y puta que suelen ser las de tu religión —gruñí, recordando sus confesiones, su entrega a otros hombres, pero sabiendo que esta noche era mía.

— ¡Yo soy la más puta de todas! —gritó, llena de éxtasis, su cuerpo se arqueaba mientras su vagina se contraía, pulsando con una intensidad que me llevaba al borde. No pude contenerme más.

— ¡Eres mía, conejita! —gemí, explotando dentro de ella, chorros de semen salían a borbotones, llenándola, su vagina succionó mi verga mientras su cuerpo convulsionaba en un orgasmo que la hizo poner los ojos en blanco, completamente ida, sus gritos invadieron como una sinfonía de placer. Su espalda se arqueó, empapando mis caderas con un chorro cálido que se mezclaba con mi semen, goteando sobre el colchón.

Nos desplomamos, agotados, pero Vanessa no estaba satisfecha.

— Grábame, Pollito —susurró, mientras se recostaba en la cama, sus piernas otra vez abiertas, su vagina palpitaba con mi semen y sus jugos. Tomé mi celular, encendiendo la cámara, y la enfoqué mientras ella se masturbaba para mí, sus dedos masajeaban su clítoris, entrando y saliendo de su vagina, recogiendo el semen que escurría de su interior y llevándolo a su boca, lamiéndolo con una lentitud deliberada, gimiendo mi nombre, — ¡Pollito, esto es para ti! — El colchón estaba empapado, un charco de nuestros fluidos se extendía bajo ella.

Después de varios minutos, sus gemidos se suavizaron, su cuerpo tembló con los últimos espasmos de placer. Nos dormimos, totalmente desnudos, enredados en la cama, sus senos presionaban contra mi boca, sus nalgas estaban atrapadas bajo mis manos, el aroma de nuestro sexo envolviéndonos. Por primera vez en toda la noche, el silencio nos abrazó, el jazz era apenas audible, y las veladoras se consumieron lentamente.

Al día siguiente, el sábado, despertamos con el sol filtrándose por la ventana, los pétalos de rosa aun seguían esparcidos por la cama, el colchón aún estaba húmedo, un recordatorio de la noche anterior. Vanessa, estaba sentada en mi cara, se restregaba esperando a que yo sacara mi lengua, y así lo hice, un último sexo oral, ella se agarraba la cabeza desordenando su cabello, sus labios estaban hinchados, y la piel de sus nalgas estaba marcada por mis manos, me miró con una sonrisa suave, y explotó, empapando mi rostro por última ocasión. Luego se acostó a mi lado, con la vista cargada de una tristeza que no podía ocultar. Nos metimos a bañar y nos vestimos en silencio, el peso de su partida a Arizona colgaba entre nosotros como una sombra.

La llevé a su casa, el trayecto fue silencioso, mis manos apretaban el volante, mi mente estaba atrapada en la imagen de su cuerpo bajo el mío, sus gemidos resonaban en mi alma. Cuando llegamos, se giró hacia mí, sus ojos brillaban con lágrimas contenidas.

— Te estaré esperando, amor —murmuré con esperanza que sabía que podría desvanecerse. La besé con una intensidad que era tanto amor como desesperación, mis manos apretaron por última vez ese par de nalgas exquisitas. Sus labios respondieron, su lengua danzó con la mía, un pacto sellado en ese beso final.

Mientras se alejaba, su figura desapareció tras la puerta de su casa. Me quedé allí, luego subí al auto, mi corazón latió con una mezcla de amor, lujuria y pérdida. Arizona se la llevaría al día siguiente, pero su cuerpo, sus gemidos, su entrega, estaban grabados en mi alma, un recuerdo que me perseguiría para siempre.

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