Conejita Traviesa – Capitulo 7: Puta conejita
Pasó cerca de un mes desde aquella tarde en la habitación de Vanessa, donde nuestro éxtasis fue interrumpido por la mirada ardiente de su hija Nicole. Desde entonces, un abismo invisible se había abierto entre nosotros. Vanessa respondía mis llamadas y mensajes, pero sus palabras eran breves, distantes, como si una cortina de dudas hubiera caído sobre nuestra conexión. Cada “te quiero, Pollito” que escribía en WhatsApp carecía del fuego que antes encendía mi piel, y sus negativas a verme en persona eran un puñal que se clavaba más profundo con cada día que pasaba. La imagen de sus nalgas enrojecidas por mis nalgadas, su vagina reluciendo con sus jugos y mi semen, seguía atormentándome, una obsesión que me mantenía despierto por las noches, mi cuerpo ardiendo de deseo mientras mi mente luchaba con la incertidumbre.
Una noche, mientras estaba en mi departamento, el aire se sentía pesado con el calor del verano mexicano, y lo usé de pretexto para llamar a su número, mi corazón latía con una mezcla de esperanza y frustración. La llamada conectó, y su voz, suave pero tensa, llenó el silencio.
— Pollito, estoy ocupada, —dijo con tono evasivo, pero no colgó, como si una parte de ella aún quisiera mantener el hilo que nos unía.
— ¿Qué pasa, conejita? —pregunté, intentando sonar tranquilo, aunque el nudo en mi pecho crecía. — No me has dejado verte. ¿Es por Nicole?
Hubo un silencio, largo y pesado, antes de que respondiera.
— Sí… ella me cuestionó por lo que vio, —admitió, — Me preguntó ¿por qué estaba contigo?, ¿y por qué no estaba con alguien como Frans?
— ¿Frans? ¿Quién es él? —pregunté, mi tono se endureció, encendido por una chispa de celos en mi sangre.
— Es alguien que me está cortejando, —respondió, con voz firme, casi desafiante. — Un hermano de la religión. Nicole dice que quiere a alguien bueno para mí, alguien que comparta mi fe.
La palabra “bueno” fue como un golpe.
— ¿Y yo no lo soy? —pregunté, con una mezcla de dolor y desafío, mi mente evocó la imagen de su cuerpo temblando bajo el mío, sus gemidos resonaban en mi memoria.
— Sí lo eres, Pollito, —dijo, su voz se suavizaba, pero con un trasfondo de resignación. — Pero tú no piensas en convertirte a mi religión, y eso es lo que quiero para mi futuro. Es lo que Nicole quiere para mí.
Sus palabras me cortaron, pero también avivaron algo más oscuro, una mezcla de posesión y deseo que fue imposible de controlar.
— Conejita, déjame verte este fin de semana, —insistí, casi suplicante. — Podemos hablar, aclarar esto.
— No puedo, —respondió, de manera fría. — Voy a trabajar a Toluca, al restaurante de la hermana de Frans.
— ¿Y dónde te vas a quedar? —pregunté, mi corazón se aceleró, los celos apretaban mi pecho como una garra.
— En la casa de Frans, allá, —dijo con tono casual, como si intentara restarle importancia. — Es solo por trabajo, Pollito. No pienses mal.
— ¿Solos tú y él? —pregunté con voz tensa, las imágenes de un desconocido tocándola, poseyéndola, comenzaron a formarse en mi mente.
— Solo es trabajo, —repitió, y antes de que pudiera decir más, colgó la llamada, dejándome con el eco de su voz y una tormenta de emociones que no podía contener.
Lejos de apagar mi deseo, sus palabras encendieron un fuego que me consumió. Me recosté en mi cama, el ventilador giraba perezosamente en el techo, el aire caliente apenas alivianaba el calor que rugía en mi interior. La idea de Vanessa con Frans, un hombre que compartía su fe, que podía ofrecerle lo que yo no, me llenaba de una mezcla de rabia y lujuria. En lugar de ahogar mi deseo, imaginé a Vanessa con él, su cuerpo desnudo entregándose a otro, y esa imagen, en lugar de herirme, me excitó de una manera que no podía explicar.
Me levanté, con respiración agitada, y saqué de un cajón la tanga blanca de Victoria’s Secret que había robado de su casa la última vez que estuvimos juntos, con ese moñito negro que aún guardaba el aroma de su piel. La sostuve en mis manos, la tela suave y ligeramente rígida por los restos de nuestra última pasión, y la acerqué a mi rostro, inhalando profundamente. El aroma era embriagador, una mezcla de su perfume floral, el leve sudor de su cuerpo y la esencia cruda de su sexo, un recuerdo vívido de cuando mi lengua exploró su ano y su vagina, de cuando mi semen llenó su interior.
Me quité la ropa con una urgencia casi desesperada, mi erección era dura y palpitante, una gota de pre-semen brillaba en la punta como una perla. Me recosté de nuevo, la tanga en una mano, mi pene en la otra, y cerré los ojos, dejando que la fantasía tomara el control. Imaginé a Vanessa en la casa de Frans, su cuerpo desnudo bajo la luz tenue de una habitación desconocida, sus senos llenos y firmes rebotando mientras él la penetraba, sus pezones rosados endureciéndose bajo sus caricias. La veía de rodillas, sus nalgas redondas y enrojecidas por nalgadas como las que yo le daba, su vagina reluciendo con sus jugos, abierta y lista para él. Escuchaba sus gemidos, los mismos que resonaban para mí, pero ahora gritando su nombre, “¡Frans, más fuerte!”, mientras su cuerpo temblaba, sus caderas empujando contra él, su sexo contrayéndose alrededor de su pene.
La imagen era tan vívida que mi mano se movió con furia sobre mi pene, la tanga blanca rozaba mi piel, su suavidad contrastaba con la dureza de mi erección. Imaginé a Vanessa en cuatro, como aquella tarde en su cama, sus nalgas abiertas, su ano expuesto, su vagina chorreando mientras Frans la llenaba, su semen escurriendo por sus muslos como el mío lo había hecho. La fantasía era un torbellino, una mezcla de celos y deseo que me consumía. “¡Conejita, eres mía!” gruñí, mi voz resonó en la soledad de mi departamento, mientras mi mano aceleraba, la tanga envolvía mi pene, su aroma llenó mis sentidos.
El clímax llegó como una explosión, mi semen salió en chorros calientes, empapando la tanga blanca, la tela absorbía cada gota mientras mi cuerpo temblaba, con mi respiración agitada, mi mente estaba atrapada en la imagen de Vanessa, su cuerpo entregado a otro, pero aún mío en mi obsesión. Me desplomé en la cama, la tanga húmeda aún en mi mano, el aroma de mi semen mezclándose con el suyo, un recordatorio de nuestra conexión, de mi necesidad de poseerla, incluso si ahora estaba tan lejos.
Los días siguientes fueron una tortura. Vanessa seguía respondiendo mis mensajes, pero cada conversación era un recordatorio de la brecha que nos separaba. Sus palabras eran amables, pero distantes, y la mención de Frans seguía quemándome, un fuego que alimentaba tanto mi rabia como mi deseo. Intenté imaginarla en Toluca, trabajando en el restaurante, durmiendo en la casa de ese hombre, y cada vez que lo hacía, la fantasía regresaba: su cuerpo desnudo, sus gemidos, su vagina reluciendo bajo las manos de otro. Pero en mi mente, siempre era yo quien la reclamaba al final, quien la llenaba, quien la hacía gritar mi nombre.
Una noche, mientras miraba la tanga blanca, ahora seca pero aún impregnada de nuestro aroma combinado, decidí escribirle un mensaje:
“Conejita, te extraño. No puedo dejar de pensar en ti, en tu cuerpo, en lo que hicimos. Vuelve a mí, por favor.”
Mi dedo vaciló sobre el botón de enviar, pero finalmente lo presioné, mi corazón latía con la esperanza de que sus palabras, su voz, su cuerpo, volvieran a ser míos.
Su respuesta llegó horas después, un mensaje breve pero cargado de una calidez que me dio esperanza:
“Pollito, yo también te extraño. Pero necesito tiempo. Hablamos cuando regrese de Toluca, ¿sí?”
Me recosté, con la tanga en mi mano. Sabía que el fin de semana en Toluca sería una prueba, no solo para ella, sino para mí. ¿Podría soportar la idea de compartirla, aunque fuera en mi imaginación? ¿O encontraría la manera de reclamarla, de hacerla mía de nuevo, a pesar de Frans, de Nicole, de su fe? El deseo ardía en mi pecho, un fuego que no se apagaría hasta que la tuviera frente a mí, desnuda, temblando, suplicando que la llenara una vez más.
El fin de semana en Toluca pasó como una eternidad, cada hora una tortura mientras imaginaba a Vanessa en la casa de Frans, su cuerpo siendo entregado a otro hombre, sus gemidos resonando en una habitación que no era la mía. La tanga blanca de Victoria’s Secret, aún impregnada de su aroma y los restos de la mía, se había convertido en mi refugio, un talismán que acariciaba cada noche mientras mi mente recreaba escenas de su cuerpo desnudo bajo las manos de un desconocido. Cuando finalmente regresó a la ciudad, marqué su número con una mezcla de ansiedad y deseo, mi corazón latía con fuerza, mi cuerpo ya anticipando el fuego que su voz siempre encendía.
La llamada conectó, y su voz, suave pero cargada de una tensión que no podía ocultar, llenó el silencio de mi departamento.
— Hola, Pollito, —dijo, con tono cálido, pero con un trasfondo de nerviosismo.
Hablamos de su viaje, del restaurante, de las largas jornadas de trabajo, pero mis pensamientos estaban en otra parte. La imagen de Frans, un hombre que no conocía pero que ya odiaba, se cernía sobre mí. Finalmente, no pude contenerme más.
— ¿Qué pasó con Frans, conejita? —pregunté, intentando sonar casual, aunque el nudo en mi pecho apretaba. — ¿Cogiste con él?
El silencio al otro lado de la línea fue ensordecedor, unos segundos que parecieron eternos, cada uno alimentando la tormenta de celos y excitación que rugía en mi interior.
— No, Pollito, no pasó nada, —respondió finalmente, su voz era vacilante, como si las palabras fueran un escudo frágil.
— Dime la verdad, conejita, —insistí, mi tono era firme, pero sin rastro de enojo, mi mano ya se deslizaba bajo mis jeans, encontrando mi erección, dura y palpitante. — No me voy a enojar. Quiero saber.
Otro silencio, más pesado esta vez, antes de que su voz, temblorosa y cargada de culpa, rompiera el aire.
— Perdóname, Pollito, por favor, —susurró. — Al principio no fue porque yo quisiera… pero el sábado en la noche, él entró a mi habitación. Me ofreció un masaje en las piernas, y… no sé cómo pasó.
Mi mano se movió más rápido, mi respiración agitándose más y más mientras la escuchaba, mi mente pintando cada detalle con una claridad que me hacía salivar.
— Cuéntame todo, conejita, —dije, con una excitación que no podía disimular. La idea de Vanessa, mi Vanessa, entregándose a otro hombre, lejos de enfurecerme, encendía un fuego voyerista que me consumía.
Ella suspiró, su voz temblaba mientras continuaba.
— Estaba cansada, Pollito. Me dolían las piernas después de trabajar todo el día. Él empezó a masajearlas, sus manos eran fuertes, cálidas, subiendo por mis pantorrillas, mis muslos… y luego, no sé cómo, sus dedos estaban en mi ropa interior, rozando mi vagina. Intenté detenerlo, pero mi cuerpo… no pude contenerme.
Cerré los ojos, con mi mano apreté mi pene con más fuerza, la tanga blanca en mi otra mano llenaba mis sentidos mientras imaginaba la escena. Vanessa, tendida en una cama desconocida, sus piernas abiertas, sus muslos brillando bajo la luz tenue, sus leggins bajados, su tanga apartada, dejando al descubierto su vagina rosada, húmeda, con sus suculentos jugos. Imaginé los dedos de Frans, desconocidos pero firmes, deslizándose por sus labios vaginales, explorando su interior cálido y resbaladizo, su clítoris pulsando bajo su toque.
— ¿Qué más pasó, conejita? —pregunté, mientras mi mano se movía con un ritmo frenético, el calor de mi propia piel mezclándose con la fantasía que ella pintaba con sus palabras.
— Me quité la blusa, —admitió, su voz era un susurro culpable. — No llevaba sostén, y él se abalanzó sobre mis senos, Pollito. Los chupó con fuerza, sus dientes rozaban mis pezones, su lengua lamiéndolos de una manera tan… atascada. No era como tú, no tan intenso, pero… me excitó. Y luego me cogió. Me penetró, su pene estuvo dentro de mí por varios, moviéndose como desquiciado, pero no lo hacía tan duro como tú, Pollito. No como tú.
Sus palabras eran gasolina sobre el fuego que ardía en mí. Imaginé a Vanessa, con sus senos llenos y firmes, sus pezones rosados endureciéndose bajo la boca de Frans, su lengua dejando un rastro húmedo sobre su piel, sus gemidos llenando la habitación mientras él la penetraba, su vagina contrayéndose alrededor de un pene que no era el mío. La idea de que Vanessa, mi conejita, era una puta sin cobrar, entregándose a otros hombres, me excitaba de una manera que no podía explicar. Era mía, pero también era libre, y esa contradicción me volvía loco.
— Perdóname, Pollito, —continuó, — No quiero nada con él, de verdad. Fue solo esa noche, y no significa nada. Tú eres el que quiero.
— Tranquila, conejita, —dije, con voz temblorosa, mi orgasmo se acercaba, pero aún no estaba listo para dejarla ir. — Dime una cosa… ¿es la única vez que has cogido con alguien estando conmigo?
Otro silencio, más largo esta vez, y mi corazón dio un vuelco.
— No, —admitió finalmente, su voz apenas era audible, cargada de una mezcla de culpa y algo más, algo que sonaba casi como un desafío. — No es la primera vez.
Esas palabras fueron el detonante. Mi mente se llenó de imágenes de Vanessa con otros hombres, sus nalgas enrojecidas por manos desconocidas, su vagina reluciendo bajo lenguas que no eran la mía, sus gemidos resonando en habitaciones que nunca conocería. La tanga blanca, aún en mi mano, se convirtió en un fetiche, un recordatorio de su cuerpo, de su entrega, de su lujuria. Mi mano se movió más rápido, mi pene palpitaba, el calor de mi piel alcanzó un punto insoportable. Exploté, mi semen salió en chorros calientes, empapando la tanga, mientras mi cuerpo temblaba, mi respiración era agitada, mi mente permanecía atrapada en la imagen de Vanessa, su cuerpo entregado, su vagina llena de otros, pero siempre mía en mi obsesión.
— ¿Con quién más, conejita? —pregunté, con mi cuerpo agotado pero mi deseo intacto. — Cuéntame todo.
La voz de Vanessa al otro lado del teléfono era un veneno dulce, cada palabra avivando el fuego que rugía en mi interior. Su confesión sobre Frans había encendido una chispa voyerista que no podía controlar, y su última revelación, que no era la primera vez que se había entregado a otro, me tenía al borde de la locura.
— ¿Cuándo fue la vez anterior, conejita?
Hubo un silencio, pesado y cargado, antes de que su voz, temblorosa pero sincera, llenara el aire.
— ¿Recuerdas esa noche que estaba enojada y no quería que me tocaras? —dijo, con tono suave pero cargado de una culpa que parecía mezclarse con algo más, algo que sonaba a liberación.
Asentí, aunque ella no podía verme, mi mente viajó a esa noche semanas atrás, cuando sus respuestas frías y su cuerpo tenso me habían desconcertado.
— Sí, lo recuerdo, —respondí, mi mano se movía lentamente sobre mi nueva erección.
— No fue por el vello púbico, Pollito, —continuó, como si temiera que alguien más pudiera escuchar. — La noche anterior fue la fiesta de mi hermana. Su novio, Luis, se ofreció a llevarme a casa. Estaba muy ebrio, así que le dije que se quedara. Total, a mi hermana ya la habíamos dejado en su departamento, y seguramente ya estaba dormida para abrirle. Lo acosté en el sillón de la sala y me fui a mi habitación, pero… en la madrugada, me desperté con su verga en mi boca.
Sus palabras fueron como un relámpago, mi mano aceleró sobre mi pene, envolviéndolo con aquel pedazo de tela blanco. Imaginé a Vanessa, dormida en su cama, su cuerpo envuelto en una camisola ligera, sus senos libres, sus pezones rosados visibles bajo la tela fina. Imaginé a Luis, un hombre que apenas podía visualizar, irrumpiendo en su habitación, su pene duro y palpitante, rozando sus labios, despertándola con una invasión que era tan prohibida como excitante.
— Sigue, conejita, —murmuré, mi mente pintaba cada detalle con una claridad que me hacía salivar.
— Me había quitado la blusa mientras dormía, —continuó, pero ahora con un matiz de excitación que no podía ocultar. — Sus manos estaban en mis senos, apretándolos, sus dedos pellizcaban mis pezones. No sé cómo explicarlo, Pollito, pero me excitó muchísimo. Saber que el novio de mi hermana me deseaba, y ahora me poseía despertó en mí un deseo incontrolable. No pude resistirme más. Me giré, tomé su verga con mi boca, y se la mamé, mi lengua lamió cada centímetro, su sabor salado me llenaba, sus manos estaban en mi cabello guiándome mientras gemía. No paré hasta que eyaculó, chorros calientes de semen cayeron sobre mis senos, cubriéndolos, resbalando por mi piel.
Mi respiración se volvió entrecortada, imaginé sus senos con el semen de Luis, los pezones rosados endurecidos bajo la humedad.
— ¿Qué más, conejita?, —jadeé.
— Él no se detuvo, —continuó, — Se inclinó sobre mí, lamió sus propios fluidos de mis senos, su lengua chupó mis pezones, limpiando cada gota mientras yo gemía, mi cuerpo temblaba de deseo. Nos besamos, Pollito, un beso apasionado, sus labios sabían a su semen y a mi piel. Te juro que no quería, pero no pude contenerme. Le pedí que me cogiera. Se subió encima de mí, su pene estaba duro otra vez, y me penetró, su cuerpo chocaba con el mío, el sonido de aplausos inundó mi habitación, sus manos se postraron en mis nalgas, apretándolas con fuerza. Toda la madrugada estuvimos cogiendo, en todas las posiciones posibles, mi vagina chorreaba a cantaros, mis gemidos llenaron la casa. Fue intenso, pero… no como contigo, Pollito.
Sus palabras eran un torbellino, cada detalle avivaba mi excitación hasta un punto que nunca había sentido. Imaginé a Vanessa, la veía en cuatro, como conmigo, sus senos rebotando, su cabello oscuro cayendo en ondas desordenadas, sus gritos resonando en la oscuridad.
— ¿Qué pasó después? —pregunté, mi orgasmo se acercaba, pero necesitaba más, necesitaba cada pedazo de su confesión.
— Cuando desperté, él ya se había ido, —dijo, con su voz ahora cargada de una tristeza que contrastaba con la lujuria de su relato. — Encontré una nota en la mesita. Decía que lo nuestro solo fue de esa noche, que esperaba que mi hermana no supiera nada, porque él solo quería cogerse a ‘esta putita’, pero a la que amaba era a ella. Eso me destrozó, Pollito. Me sentí utilizada, como si no valiera nada más que mi cuerpo.
Sus palabras, aunque cargadas de dolor, fueron el detonante final. La idea de Vanessa, mi conejita, siendo tomada por otro, siendo llamada “putita” mientras su cuerpo se entregaba sin reservas, me llevó al borde. Mi mano se movió con furia y exploté, mi semen salió disparado, empapando la tanga, más intenso que nunca, mi cuerpo tembló con una fuerza que me dejó sin aliento. Nunca me había venido con tantas ganas.
La confesión de Vanessa sobre su aventura con Luis, el novio de su hermana aún resonaba en mi mente, cada palabra grabada como un tatuaje en mi piel. Su voz al otro lado del teléfono, temblorosa pero cargada de una honestidad cruda, había avivado un fuego que no podía apagar. Mi cuerpo temblaba, mi pene aún sensible, pero mi corazón latía con una mezcla de amor y obsesión que me mantenía atado a ella, a pesar de todo.
— Conejita, eres una mujer espectacular, —dije, con una admiración que iba más allá de la culpa o los celos. — Cualquiera que te conozca se moriría por cogerte. Eres una diosa del sexo, con unas nalgas descomunales, tan bien formadas que podría perderme en ellas para siempre. Tus senos son deliciosos, perfectos, con esos pezones rosados que saben a gloria en mi lengua. Tu vagina… Dios, tu vagina es un paraíso, húmeda, cálida, con un sabor que me vuelve loco. Y tu ano, conejita, tan apretado, tan perfecto, es una tentación que no puedo resistir. Amo cómo gimes, cómo gritas como nadie, cada sonido tuyo es una droga que me enciende. Honestamente, no me molesta saber lo que has hecho. Te quiero en mi vida. Sigamos juntos.
Mis palabras eran una confesión, una declaración de amor y lujuria que no podía contener. La imaginé allí, al otro lado de la línea, con su cuerpo desnudo en mi mente.
Hubo un silencio, largo y pesado, antes de que su voz, suave pero cargada de sorpresa, rompiera el aire.
— ¿Por qué no te molesta, Pollito? —preguntó, su tono ahora era vacilante, como si no pudiera creer mi reacción. — Soy una puta. ¿Cómo puedes querer estar conmigo después de todo lo que te he contado?
— Porque te amo, conejita, —respondí, — Y honestamente me excita saber que coges con otros. No lo entiendo del todo, pero la idea de ti, entregándote, gimiendo, con tu cuerpo temblando bajo otras manos… me vuelve loco. De hecho, me gustaría verte mientras lo haces, imaginarte no es suficiente.
— Eso nunca va a pasar, Pollito, —dijo, — Perdóname, pero no me sentiría cómoda. No puedo hacer eso.
— Está bien, conejita, —dije, intentando mantener la calma, aunque mi mente ya estaba recreando la imagen de ella con Frans, con Luis, sus cuerpos chocando, sus gemidos resonando. “Pero quiero que sigamos juntos. Eres mía, aunque otros te tengan.
Otro silencio, más pesado esta vez, y cuando habló, su voz era baja, casi un susurro.
— Quería hablar de algo, Pollito, —dijo, y el tono en su voz me puso en alerta, un nudo formándose en mi pecho.
— ¿Qué es, conejita?
— He estado hablando con alguien, —confesó, su voz temblaba ligeramente. — Se llama Joshua. Tiene mi edad, es parte de mi religión, y… me gustaría intentar algo con él.
Las palabras fueron un golpe, un puñal que atravesó mi pecho, encendiendo una oleada de celos que contrastaba con la excitación que había sentido momentos antes.
— ¿Joshua? —repetí, — No es justo, conejita. Lo nuestro no es algo casual. Te amo, te deseo.
— En el corazón no se manda, Pollito, —respondió, su voz suave pero firme, cargada de una tristeza que no podía ignorar. — Lo siento.
Y con eso, colgó la llamada, el silencio repentino llenó mi departamento como un eco de su ausencia.
Me quedé allí, con el teléfono en la mano, mi corazón latía con una furia que era tanto dolor como deseo. Pero ahora, la idea de Joshua, un hombre que compartía su fe, que podía ofrecerle un futuro que yo nunca podría, me consumía. No eran solo celos; era una mezcla de rabia, pérdida y una lujuria enfermiza que me hacía imaginarla con él.
Los días sin hablar con Vanessa fueron una tortura lenta, un vacío que se llenaba con el eco de sus confesiones y la imagen de su cuerpo temblando bajo otros hombres. Cada llamada sin respuesta, cada mensaje ignorado, era un puñal que se clavaba en mi pecho, una mezcla de decepción y deseo que me mantenía despierto por las noches, la tanga blanca en mi mano, con su aroma desvaneciéndose, pero aún capaz de evocar sus nalgas descomunales, su vagina sabiendo a gloria, sus gemidos resonando en mi alma. Me sentía atrapado en un torbellino de amor, celos y lujuria, incapaz de soltarla, incluso cuando ella parecía alejarse hacia Joshua, hacia una vida que no me incluía.
El jueves, mi teléfono vibró con un mensaje suyo, y mi corazón dio un vuelco.
“Pollito, necesito un favor,” escribió, su tono era directo pero cargado de una urgencia que no podía ignorar. “Me quedé sin trabajo, y necesito dos mil pesos para la renta. ¿Me los puedes prestar?”
Leí el mensaje varias veces, mi mente dividida entre la decepción y la oportunidad que sus palabras representaban. Respondí con una mezcla de audacia y deseo, mi voz interior temblaba, pero era decidida.
— No te los presto, conejita, —dije cuando la llamé, mi tono fue firme, pero sin rudeza. — Te los regalo, pero a cambio, pasa la noche de mañana conmigo.
Hubo un silencio al otro lado de la línea, largo y pesado, antes de que su voz, suave y cargada de conflicto, respondiera.
— Pollito, por favor, no me hagas esto, —susurró. — Ya no puedo. Estoy enamorada de otro.
Sus palabras fueron un golpe, pero también avivaron el fuego que ardía en mí.
— Entonces dile a él que te los preste, —respondí, los celos apretaban mi pecho como una garra. Pero antes de que pudiera colgar, su voz, resignada, pero con un matiz de desafío, me detuvo.
— Pasa por mí a las siete, Pollito, —dijo. —Te daré la mejor noche de tu vida.
Colgó, y el silencio que siguió fue ensordecedor, mi cuerpo vibraba con una mezcla de triunfo y anticipación. La idea de tenerla de nuevo, de reclamarla, de hacerla mía, aunque fuera por una noche, me consumía.
El viernes a las siete en punto, me estacioné frente a su casa, mi corazón latía con fuerza, mi cuerpo ya se anticipaba al calor de su piel. Vanessa salió, y el mundo pareció detenerse. Llevaba el mismo vestido negro que la primera vez que la vi, ceñido como una segunda piel, abrazando cada curva de su cuerpo, sus senos llenos y firmes destacando bajo la tela, sus nalgas redondas moviéndose con cada paso, el dobladillo subiendo lo suficiente para dejar entrever la suavidad de sus muslos. Su cabello oscuro caía en ondas sobre sus hombros, y sus labios, pintados de un rojo profundo, se curvaron en una sonrisa que era tanto promesa como desafío.
No hablamos mucho en el camino a mi departamento, el aire entre nosotros estaba cargado de una tensión que era tanto sexual como emocional. Cuando llegamos, no pude contenerme. La tomé de la mano y la llevé directamente a mi habitación, mi deseo quemaba como un incendio forestal. La empujé suavemente hacia la cama, sus piernas cayeron abiertas, el vestido subió por sus muslos, revelando una tanga negra de encaje que apenas cubría su sexo, el contorno de sus labios vaginales era visible a través de la tela translúcida. Me arrodillé frente a ella, mis manos abrieron sus piernas más, mi respiración era agitada mientras apartaba la tanga con un dedo, exponiendo su vagina: rosada, húmeda, reluciendo con una invitación que me hacía salivar.
Mis dedos encontraron su clítoris, acariciándolo con movimientos lentos pero firmes, sintiendo cómo se endurecía bajo mi toque, sus jugos cubrían mis yemas, el aroma de su excitación llenaba mis sentidos. Vanessa gimió, su voz rompió el silencio.
— ¡Pollito, sí!
Cada gemido era un eco de las noches que habíamos compartido, su cuerpo temblaba bajo mis caricias. Lo estaba gozando, sus caderas se movían contra mi mano, su vagina chorreaba, sus gemidos se intensificaban mientras mis dedos se deslizaban dentro de ella, sintiendo el calor aterciopelado de su interior, sus paredes se contraían alrededor de mis dedos.
Pero en un impulso, llevado por la intensidad del momento, por los celos que aún ardían en mi pecho, mi mano se alzó y le di una cachetada, el sonido seco resonó en la habitación. Vanessa me miró, sus ojos estaban abiertos del susto, sus mejillas enrojecieron bajo el impacto.
— Puta, Vanessa —gruñí, mi voz estaba cargada de una posesión que no podía controlar, la frase escapó de mis labios antes de que pudiera detenerla.
Sus ojos se llenaron de lágrimas, y el silencio que siguió fue como un puñal. Me arrepentí al instante, mi corazón se apretó al verla vulnerable, herida. La abracé con fuerza, su cuerpo temblaba contra el mío, sus senos presionaban contra mi pecho, su respiración agitada se mezcló con la mía.
— Lo siento, conejita, —mis manos acariciaron su espalda, intentando borrar el dolor que había causado. Permanecimos así, enredados en un abrazo, el calor de su piel calmando la tormenta en mi interior, hasta que ella rompió el silencio.
— Ya, Pollito, —dijo, con voz aún temblorosa pero firme, mientras se apartaba ligeramente, sus ojos brillaron con una mezcla de determinación y deseo. — Hay que hacerlo. Pero… espera, te tengo una sorpresa.
Se levantó de la cama, su vestido negro cayó al suelo, dejando al descubierto su cuerpo glorioso, sus nalgas redondas apenas cubiertas por la tanga, sus senos temblando con cada movimiento.
— Sal un momento de la habitación.
Cuando me permitió entrar de nuevo, me quedé boquiabierto, mi aliento se quedó atrapado en la garganta. Vanessa estaba de pie en el centro de la habitación, transformada en una visión de pura tentación. Llevaba un corset rosa que abrazaba su torso, levantando sus senos hasta hacerlos parecer aún más llenos, sus pezones rosados apenas visibles a través de la tela translúcida, endurecidos y rogando por mi boca. La tanga a juego, también rosa, se hundía entre sus nalgas, el contorno de sus labios vaginales delineado bajo el encaje, una gota de humedad brillaba en la tela, evidencia de su excitación. Unas medias blancas subían hasta la mitad de sus muslos, abrazando su piel, resaltando la curva de sus piernas, haciendo que cada movimiento suyo fuera una invitación a perderme en ella.
— Cógeme sin piedad, Pollito, he sido una chica mala —susurró, llena de lujuria, mientras se acercaba a mí, sus caderas se balanceaban, sus senos rebotaban ligeramente dentro del corset, sus ojos tenían una promesa que me hacía temblar.
El calor de Vanessa cayó en la cama contra mi cuerpo, su corset rosa se había desajustado, sus medias blancas se deslizaban por sus muslos sudorosos, era una visión que me consumía. Sus palabras, resonaban en mi cabeza como un mantra, avivando un fuego que no podía controlar. Pero en el fondo, el eco de Joshua, de su amor por otro, seguía quemándome, una herida que solo podía calmar reclamándola de una manera que nadie más pudiera igualar. Quería que esta noche fuera inolvidable, un sello de mi posesión sobre ella, incluso si era la última vez.
La levanté ligeramente de la cama, sus senos volvieron a rebotar dentro del corset, sus nalgas gloriosas eran apretadas por la tanga rosa, y la llevé hasta la cabecera.
— Quédate quieta, conejita, —murmuré, mientras tomaba unas cuerdas suaves de un cajón, restos de una fantasía que nunca habíamos explorado. Sus ojos brillaron con una mezcla de curiosidad y excitación mientras ataba sus muñecas a la cabecera, la cuerda estaba mordiendo suavemente su piel blanca, sus brazos extendidos, su cuerpo vulnerable y expuesto. Luego até sus tobillos a los postes de la cama, sus piernas quedaron abiertas, la tanga rosa revelaba el contorno de su vagina. Finalmente, saqué un pañuelo negro y vendé sus ojos, sumiéndola en la oscuridad, su respiración aceleró.
— ¿Qué haces, Pollito? —preguntaba llena de deseo, mientras yo, sin que ella lo supiera, tomé mi teléfono y comencé a grabar, la cámara capturaba cada detalle de su cuerpo: el corset levantando sus senos, sus pezones rosados visibles a través de la tela, sus muslos temblando dentro de las medias blancas, la tanga rosa empapada entre sus piernas. Pero no me detuve ahí. Con un impulso de celos, tomé su celular de la mesita de noche, abrí su chat con Joshua, ignorando los stickers de corazones que me apuñalaban el pecho, y comencé a grabar un audio, mi voz baja estaba cargada de posesión.
“Mira lo rico que te ves, conejita,” dije, asegurándome de que el audio capturara cada palabra. “Vestida así, tan putita para mí. Vanessa, mi puta.” La cámara seguía grabando, su cuerpo estaba atado y expuesto, una visión que quería que Joshua escuchara, que supiera que ella seguía siendo mía, aunque fuera por esta noche.
Vanessa gritó, su voz resonó en la habitación.
— ¡Siempre seré tu puta, Pollito! ¡Siempre seré tuya!
Sus palabras eran un desafío, una entrega, y cada grito avivaba mi deseo. Me arrodillé entre sus piernas, mi rostro quedó a centímetros de su vagina, de aquella tanga empapada, el aroma de su excitación llenó mis sentidos: dulce, salado, embriagador. Mis manos masajearon su vulva, mis dedos rozaron la tela húmeda, sintiendo el calor de su piel, la suavidad de sus labios vaginales bajo el encaje. Con un movimiento lento, hice a un lado la tanga, exponiendo su cuevita: rosada, reluciendo con sus jugos, sus labios carnosos hinchados, su clítoris pulsando como un pequeño corazón.
Me atasqué como nunca lo había hecho, mi lengua recorrió sin piedad sus labios vaginales, saboreando su esencia, mi nariz quedó enterrada en su escaso vello púbico oscuro, el aroma de su sexo me embrujaba como un hechizo. Chupé su clítoris con una voracidad que la hizo arquearse contra las cuerdas, sus gemidos se convirtieron en gritos
— ¡Pollito, no te detengas!
Sus caderas se empujaban contra mi boca, sus jugos empapaban mi barbilla, goteando por mi cuello. Mi boca exploró cada rincón, lamiendo, chupando, mordisqueando, mientras mis manos apretaban sus muslos, las medias blancas se deslizaban bajo mis dedos, su piel cálida y sudorosa temblaba bajo mi toque.
— ¿Quieres que te masturbe, conejita?
— ¡Mejor méteme el puño, Pollito!” gritó, llena de placer y una urgencia desesperada. — ¡Quiero que me destroces la vagina!
Sus palabras fueron un detonante, mi deseo alcanzó un nuevo pico, mi mente se nubló por la necesidad de complacerla, de marcarla, de hacerla mía en cada sentido.
Lubriqué mi mano con sus jugos, mis dedos abrían sus labios de lado a lado, lentamente, preparándola, sintiendo cómo se abría para mí poco a poco, cálida y resbaladiza. Con cuidado, pero con una determinación alimentada por la lujuria, introduje mi mano, primero dos dedos, luego tres, mientras la masturbaba, cuatro dedos, y después todo el puño, sintiendo la resistencia de su interior, sus paredes contrayéndose alrededor de mí. Vanessa gritó, un sonido que era tanto dolor como placer, su cuerpo temblaba violentamente contra las cuerdas, sus senos rebotaban dentro del corset, sus pezones endurecidos eran visibles a través de la tela.
— ¡Toca mi interior, Pollito! —gritó con voz desgarrada, jadeante y agitada. — ¡Ah, mueve tu puño, más rápido, destrózame, recuerda como otros me han metido la verga una y otra vez, maldito!
Moví mi mano, lentamente al principio, sintiendo cada pliegue de su vagina, su calor me envolvía, sus gritos resonaban en la habitación mientras mi puño la llenaba, estirándola, su cuerpo convulsionándose con una intensidad que era casi animal. Sus jugos chorreaban por mi muñeca, un río caliente que empapaba las sábanas, el sonido húmedo de mi movimiento estaba mezclándose con sus gritos. La cámara seguía grabando, capturando cada gemido, cada contracción de su cuerpo, cada palabra que gritaba, un testimonio de su entrega que quería que Joshua escuchara, que supiera lo que ella era capaz de darme y hacer con otros.
Retiré mi puño de su interior, observando el boquete que había dejado, sus labios vaginales abiertos, palpitando, brillando con sus jugos, cerrándose lentamente mientras su cuerpo temblaba.
— ¡Cógeme, Pollito! —gritó desesperada.
Pero en lugar de complacerla, me arrastré hacia su pecho, bajando el corset con un movimiento lento, liberando sus senos: dos bolas de carne exquisitas firmes, llenas de sudor, sus pezones se endurecieron al contacto con el aire.
— Amo tus tetas, conejita —gruñí. — Cada vez que las chupo, me dan ganas de arrancarlas.
— ¡Hazlo, Pollito, arráncalas, ¡ah! —gimiendo y retorciéndose contra las ataduras, su cuerpo se arqueaba, ofreciéndose a mí.
— ¿Quieres que lo haga como lo hizo Frans? —pregunté, con una chispa de celos mezclándose con mi lujuria, recordando su confesión sobre el hombre que la había poseído en Toluca.
— No, tú lo haces mucho mejor, papi —respondió, con voz extasiada, y me abalancé sobre sus senos, mi lengua lamió sus pezones, chupándolos con una voracidad que rayaba en la desesperación, mis dientes rozándolos, mordiéndolos suavemente, estrujándolos con mis manos hasta que ella gritaba, su cuerpo temblaba bajo mi toque. — ¡penétrame, Pollito! —suplicaba, pero yo prolongaba la tortura, lamiendo, mordiendo, saboreando la textura aterciopelada de su piel, el leve sabor salado de su sudor mezclándose con el aroma de su excitación.
Después de varios minutos, la desamarré, dejando la venda en sus ojos, y la hice ponerse de rodillas en la cama, su cuerpo aun temblaba, sus nalgas elevadas, la tanga rosa aún apartada, exponiendo su vagina y su ano. Tomé mi pene, duro y palpitante, y lo deslicé cerca de la comisura de sus labios, rozando su boca, tentándola.
— Aaah, déjame mamarte la verga, Pollito — rogó, con deseo. — Me muero por tener el sabor de tu semen en mi garganta otra vez.
— ¿Me la chuparás como se la mamaste a tu cuñado? —pregunté, con mezcla de desafío y excitación, recordando su aventura con Luis, el novio de su hermana.
— ¡Te la mamaré mucho mejor, amor! —gritó extasiada, y sin esperar más, metí mi pene en su boca, sus labios cálidos y húmedos lo envolvieron, su lengua danzaba sobre mi piel, las arcadas resonaban mientras me ensalivaba, sus gemidos vibraban contra mi carne. Sus manos se deslizaron a su vagina, sus dedos acariciaron su clítoris, su cuerpo temblaba mientras se tocaba, el sonido húmedo de su auto placer mezclándose con el de su succión. Durante quince minutos, me perdí en su boca, sus arcadas, sus gemidos, la forma en que sus labios se apretaban alrededor de mi pene, succionándome con una intensidad que me llevaba al borde.
— ¡Me voy a venir, perra! —grité, mi cuerpo tembló, y ella, con un movimiento desesperado, agarró mis nalgas, empujándome más profundo en su garganta, sus uñas se clavaron en mi piel. Exploté, chorros calientes de semen llenaron su boca, su lengua se movía para tragar cada gota, sus gemidos resonaban mientras limpiaba mi pene, saboreando los restos de mi clímax.
— Tu verga es la mejor que he mamado, Pollito, —jadeó, con voz ronca, sus labios estaban hinchados brillando con saliva y el semen que escurría. — Amo tragarme tu semen. Te encanta que esta perra lo haga, ¿verdad?
— Sí, putita, la mamas como ninguna —gruñí, con voz temblorosa, mientras la miraba, su cuerpo permanecía arrodillado, su corset estaba debajo de sus tetas, sus medias blancas abrazaban sus muslos.
Antes de retirar la venda, envié el audio a Joshua y bloqueé su celular, mi plan cruel pero deliberado: quería alejarlo, marcar mi territorio, asegurarme de que Vanessa fuera mía y solo mía.
Cuando le quité la venda, sus ojos brillaron con una mezcla de sorpresa y deseo, y la besé apasionadamente, mis labios devoraban los suyos, mi lengua exploró su boca, intentando recordarle lo mucho que la amaba. Pero en el fondo, sabía que esto ya no era solo amor; era una obsesión, un deseo ardiente de poseer cada rincón de su cuerpo, de borrar a todos los demás de su mente.
— Ponte en cuatro, conejita
Vanessa obedeció, sus nalgas redondas y firmes se elevaron, el corset rosa se tensó contra su piel, la tanga apenas cubría su sexo. Mis manos cayeron sobre sus nalgas, nalgada tras nalgada, más de cien en cada lado, cada golpe resonando en la habitación, su piel enrojeciendo hasta un rojo ardiente, casi brillante, bajo la luz. Vanessa gritaba, lágrimas corrían por sus mejillas, pero sus gemidos eran una mezcla de dolor y placer, suplicando
— ¡Más, Pollito, ¡no pares!
Arranqué su tanga con un movimiento rápido, llevándomela a la boca, saboreando el sabor salado y dulce de su excitación, la tela húmeda se impregnaba en mi lengua. Sin avisarle, me posicioné detrás de ella, mi pene seguía duro y palpitante, y penetré su ano con una embestida salvaje, la resistencia inicial de su interior cedió bajo mi fuerza. Vanessa lloró, sus gritos llenaron la habitación.
— ¡Para, Pollito, detente, ¡por favor!
Pero mi deseo era el de un animal desatado, y no le hice caso. Embestí una y otra vez, mi pene se deslizó dentro de su ano, el calor apretado y elástico de su interior me envolvía, sus lágrimas se mezclaban con gemidos que pronto se transformaron en placer.
— ¡Te amo, Pollito! ¡Nunca dejes de cogerme, ah si, no te detengas! —gritó, su cuerpo temblaba, sus nalgas enrojecidas se embarraban con mis caderas, el sonido chicloso y húmedo de nuestra unión resonaba en la habitación.
Me acosté en la cama, mi erección estaba enrojecida por el roce con su ano, y Vanessa, aun temblando, se posicionó sobre mí en cuclillas, sus muslos fuertes estaban abiertos, su vagina relucía, rosada y chorreante. Tomó mi pene con una mano, guiándolo hacia su entrada, y se lo metió con un movimiento rápido y profundo, sus caderas se movían con una fuerza que me hacía gemir. Contribuí con embestidas incesantes, mis manos apretaban sus nalgas, el corset rosa se deslizaba por su piel sudorosa, sus senos rebotaban libres. Vanessa se retorcía de placer, sus gemidos se transformaban en gritos,
— ¡Te adoro, Pollito!, —gemía mientras su vagina se contraía en un multi orgasmo, chorros calientes empapaban mis caderas, sus jugos escurrían por sus muslos, empapando las sábanas.
No pude contenerme más. Con sus piernas aún en cuclillas, exploté dentro de su vagina, chorros calientes de semen la llenaron, mi cuerpo tembló con una intensidad que me dejó sin aliento, su sexo pulsaba como si quisiera absorber cada gota. Vanessa quedó extasiada, agitada, satisfecha, colapsó sobre mi pecho. El aroma de nuestro sexo llenaba la habitación, una mezcla de sudor, semen y sus jugos, era un recordatorio de la intensidad de nuestra unión.
Tras algunos minutos de silencio, con ella acurrucada contra mí, y su respiración cálida rozando mi piel, su celular vibró en la mesita de noche. El nombre de Joshua apareció en la pantalla, y una chispa de celos se encendió en mi pecho, pero también una satisfacción oscura al recordar el audio que le había enviado.
— Responde, conejita, —dije, con voz cargada de una posesión que no podía disimular.
Vanessa dudó, sus ojos brillaron con una mezcla de culpa y desafío, pero tomó el teléfono y contestó.
— Joshua, ¿qué quieres?
Inmediatamente, su voz al otro lado de la línea se alzó, cuestionándola.
— ¿Dónde estás? ¿Con quién estás? ¡Recibí tu audio, Vanessa, qué demonios significa esto?
Antes de que pudiera responder, tomé sus piernas, levantándolas sobre mis hombros, su vagina aún húmeda y reluciente nuevamente estaba expuesta ante mí. La penetré con una embestida dura, mi pene se deslizó en su interior cálido y resbaladizo, sus paredes se contrajeron alrededor de mí. Mis labios encontraron sus senos, lamieron sus pezones, chupándolos con una voracidad que la hizo gemir en medio de la llamada.
— Aaah, Pollito.
— Di que eres mi puta, conejita —gruñí, mi voz resonó contra su piel, mis embestidas se volvieron más profundas, más salvajes.
— ¡Soy tu puta, Pollito! —gritó Vanessa, su voz era absorbida por el placer, sus gemidos resonaron a través del teléfono mientras su cuerpo temblaba bajo el mío. — ¡No vuelvas a molestarme, Joshua! —exclamó, y colgó la llamada con un movimiento rápido, arrojando el celular a un lado antes de entregarse a mí de nuevo, sus caderas se empujaron contra las mías, sus gritos llenaron la habitación y el celular sonó una y otra vez sin que ella respondiera.
Esa noche no dormimos. Durante el sábado y el domingo, cogimos día y noche, un frenesí de pasión que parecía no tener fin. La tomé en cada rincón de mi departamento: en la cama, contra la pared, en la ducha, sus nalgas estaban enrojecidas por mis nalgadas, su vagina y su ano quedaron llenos de mi semen, sus gemidos resonaban como una sinfonía. Cada orgasmo era una reclamación, una marca que dejaba en su cuerpo, una declaración de que era mía y solo mía.
— Eres mi dueño, Pollito, —susurró entre gemidos, sus ojos mostraban una mezcla de amor y rendición.
Para el domingo por la noche, estábamos agotados, nuestros cuerpos cubiertos de sudor, las sábanas empapadas con nuestros fluidos. Vanessa se acurrucó contra mí, su corset rosa y sus medias blancas estaban olvidados en el suelo, su piel brillante con el resplandor de nuestra pasión.
— Te amo, Pollito, —susurró, casi frágil, mientras sus dedos trazaban círculos en mi pecho.
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