Conejita Traviesa – Capitulo 6: Prueba de embarazo
Algunas semanas habían pasado desde aquella noche en mi departamento, donde Vanessa y yo nos entregamos a un frenesí de pasión que aún resonaba en cada rincón de mi cuerpo. Por motivos de trabajo, tuve que salir de la ciudad, instalándome temporalmente en un hotel en Guadalajara, a cientos de kilómetros de ella. La distancia, sin embargo, no hizo más que avivar el fuego que nos consumía. Nuestra conexión, forjada en noches de gemidos y sudores compartidos, se había fortalecido, transformándose en algo más profundo, una mezcla de amor, obsesión y un deseo tan crudo que parecía quemarme desde adentro.
Cada noche, después de largas jornadas de reuniones y presentaciones, regresaba a mi habitación de hotel, mi cuerpo se sentía agotado pero mi mente estaba fija en Vanessa. Las videollamadas se convirtieron en nuestro santuario, un espacio donde la distancia se desvanecía y nuestros cuerpos, aunque separados, se buscaban con una urgencia que desafiaba las pantallas. Había algo en la forma en que ella me miraba a través de la cámara, con esos ojos verdes brillando con una mezcla de picardía y entrega, que me hacía olvidar el cansancio, el estrés, el mundo entero.
Una noche, después de un día particularmente agotador, conectamos por FaceTime. Vanessa estaba en su habitación, iluminada por la luz suave de una lámpara que proyectaba sombras sensuales sobre su piel. Llevaba una camiseta de tirantes negra, tan ajustada que sus senos, llenos y firmes, parecían querer escapar de la tela, sus pezones endurecidos se marcaban claramente, como dos botones rosados que rogaban ser tocados. Su cabello caía en ondas desordenadas sobre sus hombros, y una sonrisa traviesa curvaba sus labios mientras ajustaba la cámara, asegurándose de que pudiera ver cada detalle de su cuerpo.
— Te extraño, Pollito, —susurró, con un tipo ronroneo que atravesó la pantalla y se instaló en mi pecho, calentando mi sangre. —Pero esta noche te voy a hacer sentir que estoy ahí contigo.
Mis ojos se clavaron en la pantalla, mi respiración se aceleró.
— ¿Qué tienes planeado, conejita? —pregunté, lleno de curiosidad, mientras me recostaba en la cama del hotel, desabrochando mi camisa para aliviar el calor que comenzaba a acumularse en mi cuerpo.
Vanessa no respondió con palabras. En cambio, levantó la camiseta lentamente, revelando su abdomen plano, la curva suave de su cintura, y finalmente sus senos, gloriosos y desnudos, que rebotaron ligeramente al liberarse de la tela. Sus pezones erectos, brillaban bajo la luz de la pantalla, y ella los acarició con las yemas de sus dedos, pellizcándolos suavemente, un gemido suave escapó de sus labios mientras que sus ojos no se apartaban de la cámara, como si quisiera devorarme con la mirada.
— ¿Te gusta lo que ves, Pollito? —preguntó, su voz estaba temblorosa de deseo, mientras sus manos bajaban por su cuerpo, trazando un camino lento hacia el borde de su ropa interior. Llevaba una tanga negra de encaje, tan fina que apenas cubría su sexo, el contorno de sus labios vaginales era visible a través de la tela translúcida, una sombra oscura que me hacía salivar.
— No tienes idea de cuánto, conejita, —respondí, excitado, mientras desabrochaba mi pantalón, liberando mi erección, que ya palpitaba, dura y caliente, venosa. La tomé con una mano, comenzando a acariciarme lentamente, mis ojos permanecían fijos en la pantalla, en cada movimiento de su cuerpo.
Vanessa sonrió, con esa sonrisa suya que era puro fuego, y se inclinó hacia un lado, sacando algo de debajo de su almohada: el consolador de conejito que le había regalado antes de mi viaje. Era un juguete rosa, con una punta curva diseñada para estimular su clítoris y un eje texturizado que prometía llenarla. Lo sostuvo frente a la cámara, lamiendo la punta lentamente, su lengua trazaba círculos alrededor del juguete, dejando un rastro brillante de saliva que reflejaba la luz.
— Esto me recuerda a ti, Pollito, —dijo, con su voz cargada de lujuria.
Se recostó en la cama, apoyando su celular en una almohada para que la cámara capturara cada detalle. Lentamente, deslizó la tanga por sus muslos, revelando su vagina: una visión perfecta, con labios carnosos y rosados, ligeramente hinchados, brillando con una humedad que parecía llamarme. El vello púbico, escaso, enmarcaba su sexo como un cuadro, y ella separó sus piernas, abriendo sus labios vaginales con dos dedos, dejando al descubierto el interior rosado, húmedo y reluciente, un tesoro que parecía pulsar con vida propia.
— ¿Quieres lamer esto, Pollito? —preguntó, mientras acercaba su vagina a la pantalla, tan cerca que podía ver cada pliegue, cada gota de humedad que se acumulaba en su entrada. Mi boca se secó, mi lengua se movía instintivamente como si pudiera saborearla, el sabor de su sexo aún estaba vivo en mi memoria: dulce, salado, embriagador.
— Sí, conejita, quiero devorarte, —gruñí, mientras mi mano se movía más rápido sobre mi pene, el calor de mi propia piel se intensificaba mientras la veía. Me incliné hacia la pantalla, mi lengua rozó el aire, imaginando que podía lamer esos labios, sentir su humedad en mi boca, su calor envolviéndome.
Vanessa soltó una risa juguetona, cargada de deseo, y encendió el consolador, el zumbido suave llenó el silencio de su habitación. Lo acercó a su vagina, rozando la punta contra su clítoris, y un gemido agudo escapó de su garganta, su cuerpo se arqueó ligeramente ante el contacto.
— Mírame, Pollito, —jadeó, mientras deslizaba el juguete por sus labios vaginales, cubriéndolo con su humedad antes de introducirlo lentamente, centímetro a centímetro, en su interior.
La cámara capturaba cada detalle: la forma en que sus labios se abrían para recibir el consolador, el brillo de sus jugos cubriendo el juguete, el leve temblor de sus muslos mientras lo empujaba más profundo. Sus gemidos eran una sinfonía, cada uno más fuerte, más desesperado, mientras el consolador se movía dentro de ella, el apéndice de conejo vibraba contra su clítoris, haciéndola estremecerse. Sus senos rebotaban con cada movimiento, sus pezones estaban duros como perlas, y sus dedos libres pellizcaban uno de ellos, tirando con fuerza, un gesto que mezclaba dolor y placer en su rostro.
— ¡Pollito, es como si estuvieras dentro de mí! —gritó, sus caderas se movían al ritmo del consolador, su vagina se contraía alrededor del juguete, sus jugos escurrían por sus muslos, dejando un rastro brillante en su piel. La visión era hipnótica: su sexo pulsando, el consolador entrando y saliendo con un ritmo frenético, sus gemidos llenando la habitación, resonando a través de la pantalla hasta envolverme por completo.
No podía contenerme más. Mi mano se movía con furia sobre mi pene, el calor de mi propia piel se mezclaba con la imagen de Vanessa, su vagina estaba tan cerca de la cámara que podía imaginar el aroma, el sabor, la textura.
— Conejita, me estás volviendo loco, —jadeé, mientras sentía el orgasmo acercándose, una presión ardiente que subía por mi columna.
— ¡Termina conmigo, Pollito! —gritó Vanessa, sus movimientos se volvieron más rápidos, más desesperados, mientras el consolador se hundía en su vagina, el apéndice vibraba contra su clítoris con una intensidad que la hacía temblar. Sus ojos se cerraron, su rostro contorsionó por el éxtasis, y un chorro cálido salió de su sexo, empapando las sábanas, sus gemidos se convirtieron en un grito agudo que resonó hasta en mi habitación del hotel.
No pude resistir más. Exploté, mi semen salió con chorros calientes, cubriendo mi mano y mi abdomen, mi cuerpo tembló mientras mis ojos permanecían fijos en la pantalla, en el espectáculo de Vanessa, su vagina pulsaba, sus jugos escurrían, su pecho subía y bajaba con respiraciones agitadas.
— Conejita, eres increíble, —murmuré.
Vanessa, aun temblando, sacó el consolador lentamente, dejando que la cámara capturara cómo sus jugos brillaban en el juguete, una mezcla de su humedad y el eco de su orgasmo. Lo llevó a su boca, lamiéndolo con una sensualidad que me hizo gruñir, su lengua recorría cada centímetro del juguete, saboreando su propia esencia.
— Esto es para ti, Pollito, —susurró, con una mezcla de satisfacción y desafío. —La próxima vez, quiero que seas tú quien me llene.
Nos quedamos en silencio por un momento, nuestras respiraciones estaban sincronizadas a pesar de la distancia, el aire se sentía cargado con el peso de lo que acabábamos de compartir.
— Te amo, conejita, —dije, — Pronto estaré de vuelta, y no habrá pantalla que me impida penetrarte.
— Eres el amor de mi vida, Pollito, —respondió ella, sus ojos brillaron con una ternura que contrastaba con la lujuria de momentos antes. — Vuelve pronto, que te necesito aquí, dentro de mí.
El regreso a la ciudad tras mi viaje a Guadalajara fue como volver a un sueño del que no quería despertar. Vanessa y yo habíamos convertido cada rincón de mi departamento en un altar de nuestra pasión, y las videollamadas durante mi ausencia solo habían avivado el fuego que nos consumía. Sin embargo, el mensaje que recibí de Vanessa esa mañana, apenas unas horas después de mi regreso, cambió el tono de nuestra conexión.
“Pollito, necesito verte con urgencia. Por favor, ven a mi casa.”
No lo pensé dos veces. Tomé las llaves de mi nuevo coche y manejé hasta su casa, mi corazón latía con una mezcla de anticipación y preocupación. El sol de la tarde bañaba las calles de la Ciudad de México, y el calor del verano se filtraba por las ventanas, pero mi mente estaba fija en ella, en lo que podría estar pasando. Cuando llegué, Vanessa salió a recibirme, corriendo hacia mis brazos con una intensidad que me tomó por sorpresa. Sus brazos me envolvieron, su cuerpo cálido y suave se apretó contra el mío, sus senos firmes se presionaban contra mi pecho, su aroma floral me envolvía como una droga. Pero su rostro, normalmente iluminado por esa sonrisa traviesa, estaba ensombrecido por una preocupación que no podía disimular.
— Conejita, ¿qué pasa? —pregunté, mis manos acariciaban su espalda, sintiendo la curva de su columna bajo la tela fina de su hoodie. Sus ojos, verdes y profundos, evitaron los míos por un momento, y su respiración era irregular, como si cargara un peso que no sabía cómo compartir.
— Me he sentido mal, Pollito, —dijo finalmente, con voz temblorosa, casi como un susurro. — Llevo varios días con náuseas y vómitos… y se siente como cuando me embaracé por primera vez. Creo que estoy embarazada.
Las palabras me golpearon como un relámpago, pero en lugar de miedo, una oleada de emoción me recorrió. La miré, sus ojos mostraban una mezcla de miedo y vulnerabilidad, y no pude evitar imaginarla llevando una parte de mí en su interior. La levanté entre mis brazos, sus piernas colgaron ligeramente, su cuerpo era ligero pero firme contra el mío, y una sonrisa se dibujó en mi rostro.
— Si es así, conejita, deberíamos casarnos, —dije, mi voz estaba cargada de una certeza que nacía del deseo de atarla a mí para siempre, de hacerla mía en cada sentido.
Vanessa se tensó en mis brazos, y con un movimiento rápido, se bajó, sus pies tocaron el suelo con un golpe suave. Sus ojos se endurecieron, una chispa de determinación brilló en ellos.
— No, Pollito, —dijo, con voz firme, aunque temblando ligeramente. — No quiero volver a embarazarme.
Sus palabras fueron un golpe, pero no apagaron el fuego que ardía en mí. La miré, su figura estaba envuelta en unos leggins blancos que abrazaban cada curva de su cuerpo como una segunda piel, sus nalgas redondas y perfectas se meneaban con cada paso, la tela translúcida dejaba entrever el contorno de una tanga blanca que se hundía entre sus glúteos, un espectáculo que me hacía salivar incluso en medio de la tensión. Su hoodie de un rosa pastel, apenas ocultaba la curva de sus senos, y el calor del día hacía que un leve brillo de sudor cubriera su piel.
— Tranquila, conejita, —dije, intentando calmarla mientras mi mano se deslizaba por su mejilla, sintiendo el calor de su piel bajo mis dedos. — Vamos a quitarnos la duda. Compremos una prueba de embarazo en la farmacia, ¿sí? Todo va a estar bien.
Ella asintió, sus ojos permanecieron cargados de preocupación, pero una chispa de alivio cruzó su rostro ante mi calma. Salimos caminando hacia la farmacia más cercana, el sol pegaba con fuerza, el aire caliente nos envolvía, pero a ella parecía no incomodarle. Mientras caminábamos, no podía dejar de mirarla. Esos leggins blancos eran una tortura, cada paso que daba hacía que sus nalgas rebotaran ligeramente, la tela se estiraba sobre su piel, delineando cada curva con una precisión que era casi obscena. El contorno de su tanga era visible, una línea clara que se perdía entre sus glúteos, y cada movimiento suyo era una invitación silenciosa, un recordatorio de las noches en que mi lengua había explorado esas curvas, en que mis manos habían marcado esa piel con nalgadas ardientes. Mi erección crecía bajo mis jeans, una presión dolorosa que luchaba por contener, mi mente dividida entre la preocupación por su confesión y el deseo crudo que ella despertaba en mí.
Llegamos a la farmacia, un local pequeño con aire acondicionado que contrastaba con el calor sofocante de la calle. Vanessa se quedó cerca de la entrada, sus manos estaban cruzadas sobre el pecho, sus senos se empujaban contra la tela de su hoodie. Me acerqué al mostrador, mi corazón latía con una mezcla de nervios y anticipación, y pedí una prueba de embarazo. La dependienta, una mujer de mediana edad, me miró con una sonrisa cómplice que ignoré, mi mente aún estaba atrapada en la imagen de Vanessa, en el recuerdo de mi semen escurriendo por sus muslos.
Volví con la bolsa en la mano, y Vanessa me miró con una mezcla de ansiedad y algo más, algo que parecía reconocer mi deseo incluso en ese momento.
— Vamos a mi casa, —susurró, mientras tomaba mi mano, sus dedos cálidos y suaves se entrelazaron a los míos. El roce de su piel envió una corriente eléctrica por mi cuerpo, y tuve que esforzarme para mantener la compostura, mi erección ya presionaba contra mis jeans, rogando por su liberación.
Caminamos de regreso en silencio, con el peso de la prueba de embarazo en la bolsa como un recordatorio constante de la incertidumbre que nos esperaba. Pero incluso en ese momento, mi mirada no podía apartarse de ella. Los leggins blancos resaltaban la firmeza de esas nalgas gloriosas que parecían moverse con una sensualidad natural, casi hipnótica. Cada paso suyo era un espectáculo, una invitación que me hacía apretar los dientes para controlar el impulso de tomarla allí mismo, en la calle, bajo el sol ardiente.
Cuando llegamos a su casa, ninguno de sus hijos estaba presente, y el aire parecía cargado de una tensión que iba más allá de la prueba que estábamos a punto de hacer. El sol de la tarde se filtraba por las ventanas, bañando el pequeño recibidor de su casa con una luz dorada que contrastaba con la ansiedad que se reflejaba en su rostro. Vanessa caminó delante de mí. Su hoodie rosa, holgada y con un estampado de corazones, oscilaba con su movimiento, pero no podía ocultar la curva de su cintura ni el leve rebote de sus senos, libres bajo la tela.
Noté su nerviosismo, la forma en que sus manos temblaban ligeramente, sus dedos se entrelazaban con fuerza como si intentara contener la tormenta que rugía en su interior.
— Conejita, todo va a estar bien, —dije, acercándome para rozar su brazo con mis dedos, sintiendo el calor que emanaba bajo la sudadera. Ella me miró con una mezcla de miedo y esperanza, y asintió, aunque su sonrisa era tensa.
— Voy a hacer la prueba, —su voz era apenas audible, mientras tomaba la bolsa de la farmacia y se dirigía al baño.
La puerta se cerró tras ella con un clic suave, dejándome solo en su habitación, el silencio fue acompañado por el zumbido lejano de un ventilador. Me senté en el borde de su cama, cubierta con una sábana blanca llena de peluches de Hello Kitty encima, sus rostros sonrientes y rosados contrastaban con la gravedad del momento. Mis dedos rozaron uno de los peluches, su suavidad me recordó la piel de Vanessa, y mi mente divagó hacia la imagen de sus nalgas en esos leggins, la curva perfecta de su cuerpo, el calor de su vagina envolviéndome en nuestras noches de pasión. Mi erección comenzó a crecer, una presión dolorosa contra mis jeans, pero la reprimí, consciente de que este no era el momento.
El tiempo se avanzó con lentitud, hasta que la puerta del baño se abrió. Vanessa salió, llevando la prueba de embarazo en la mano, su rostro aún era tenso, pero con un brillo de esperanza en los ojos. Se acercó a mí, con pasos lentos, casi vacilantes, y se sentó a mi lado en la cama, el colchón se hundió ligeramente bajo nuestro peso. El aroma de su perfume floral se mezcló con el leve sudor de su piel, llenando mis sentidos, y tuve que contenerme para no atraerla hacia mí en ese instante.
— Quiero que veamos el resultado juntos, Pollito, —dijo, mientras sostenía la prueba entre nosotros, sus dedos la apretaron con fuerza. Nos inclinamos sobre el pequeño dispositivo, nuestros rostros estaban casi tocándose, su aliento cálido rozó mi mejilla. El silencio era ensordecedor, hasta que nuestros ojos se posaron en las líneas del resultado: una sola línea, clara y definitiva. Negativo.
Vanessa soltó un grito de alegría, un sonido explosivo que rompió la tensión como un relámpago. Brincó de la cama, sus manos se alzaron en un gesto de triunfo, su cuerpo vibraba con una energía que parecía iluminar la habitación.
— ¡No estoy embarazada! —exclamó, cargada de alivio, con una felicidad que era casi infantil. Yo sonreí, pero mi alegría era más contenida, una parte de mí secretamente decepcionada, atrapada en la fantasía de un futuro con ella, un hijo nuestro sellando nuestra unión. Sin embargo, su entusiasmo era contagioso, y no pude evitar dejarme llevar por la intensidad de su emoción.
En un movimiento rápido, Vanessa se quitó la hoodie, arrojándola al suelo con un gesto despreocupado que me dejó sin aliento. Para mi sorpresa, no llevaba nada debajo, su torso desnudo expuesto ante mí, sus senos gloriosos y llenos rebotando ligeramente con el movimiento. Eran perfectos, sus pezones rosados, pequeños y erectos resaltando sobre su carne. El contraste entre su alivio y la visión de su cuerpo desnudo fue como una chispa en un charco de gasolina, encendiendo un fuego que rugió en mi interior.
— Pollito, me siento tan libre, —susurró, mientras se acercaba a mí, sus senos se balanceaban con cada paso, sus caderas se movían con una sensualidad que era hipnótica. Antes de que pudiera responder, me empujó hacia la cama, mi espalda chocó con los peluches de Hello Kitty, el colchón crujió bajo mi peso. Vanessa se subió encima de mí, sus muslos fuertes y cálidos atraparon mis caderas, sus leggins blancos aun abrazaban sus nalgas, la tela tensa delineó cada curva, el contorno de su tanga visible era como una sombra tentadora.
Puso sus senos en mi cara, su piel suave y cálida rozó mis labios, el aroma de su cuerpo; una mezcla de perfume floral y el leve sudor de su emoción, me envolvió como una droga. Sus pezones rosados estaban tan cerca que no pude resistir; los lamí, mi lengua trazó círculos lentos alrededor de ellos, saboreando la textura aterciopelada de su piel, su leve sabor salado me hacía salivar. Vanessa gimió, un sonido profundo y gutural que vibró en su pecho, sus manos se enredaron en mi cabello, tirando con fuerza mientras empujaba sus senos más contra mi boca.
— Vuelve a llenarme toda, Pollito, —susurró, su voz estaba cargada de deseo, sus ojos brillaron con una lujuria que reflejaba la mía. — Mi cuevita se muere por tu semen.
Sus palabras, resonaron en mi cabeza como un mantra, cada sílaba avivó el fuego que rugía en mi interior.
Me levanté de la cama, mi cuerpo vibraba con una urgencia primal, y la tomé por las caderas, girándola con un movimiento rápido para ponerla en cuatro sobre el colchón, sus rodillas se hundieron entre los peluches, su espalda arqueada en una curva perfecta que me hacía salivar. Esos leggins blancos, que abrazaban sus nalgas como una segunda piel, eran una provocación que no podía ignorar. Mis manos temblaron de deseo mientras las deslizaba por su trasero, sintiendo la suavidad de la tela y la carne cálida debajo.
— Estos leggins no merecen estar puestos, —gruñí, mientras tomaba la tela con ambas manos y jalé con fuerza, el sonido del desgarro resonó en la habitación como un preludio de lo que vendría.
El tejido cedió, revelando una tanga blanca de Victoria’s Secret, delicada y translúcida, con un moñito negro en el centro que descansaba justo sobre la curva de sus nalgas, como un regalo esperando ser desenvuelto. La tanga se hundía entre sus glúteos, apenas cubriendo su ano y su vagina, una visión que me hizo gruñir de deseo y no pude resistirme. Mi mano cayó con fuerza sobre su nalga derecha, un golpe seco que resonó en la habitación, dejando una marca roja que contrastaba con su piel pálida. Vanessa gimió, sus caderas se empujaron hacia atrás como si pidieran más.
— ¡No te detengas, Pollito! —gritó, mientras mi mano caía una y otra vez, cada nalgada más fuerte, más deliberada, haciendo que su piel enrojeciera hasta un rojo ardiente.
— ¡Quiero que me hagas sangrar las nalgas! —jadeó, sus palabras se convirtieron en un desafío que encendió aún más mi deseo, su cuerpo temblaba con cada golpe, sus gemidos eran gritos de placer que resonaban entre los peluches.
Me incliné, mis labios rozaron la piel enrojecida de sus nalgas, cálida y pulsante bajo mi toque. Lamí cada curva, saboreando el leve sabor salado del sudor que se acumulaba en su piel, mi lengua trazaba movimientos lentos, descendiendo hacia el centro donde la tanga blanca apenas cubría su ano. Con un movimiento lento, deslicé la tanga hacia abajo, dejando caer la tela al suelo, y mi rostro se hundió entre sus nalgas, mi lengua se pegó a su ano, pequeño y apretado, con un aroma íntimo que me volvía loco. Lamí con una voracidad que rayaba en la obsesión, explorando cada pliegue, sintiendo la resistencia elástica de su interior, sus gemidos se intensificaban mientras sus caderas se movían contra mi rostro, buscando más.
— ¡Pollito, sí, así! —gritó, mientras mis manos mantenían sus nalgas abiertas, mi lengua alternó entre lamer su ano y descender hacia su vagina, una visión rosada y reluciente, con sus labios carnosos hinchados por la excitación, brillando con una humedad que goteaba por sus muslos. Lamí su vagina, deslizándome por sus labios vaginales, saboreando su esencia dulce y salada, el aroma de su sexo me poseía como una droga. Su clítoris, pequeño y duro, pulsaba bajo mi lengua, y lo chupé con una intensidad que la hizo arquearse, sus gritos llenaron la habitación mientras sus jugos empapaban mi barbilla.
— ¡Lléname de semen, Pollito! —jadeó Vanessa después de varios minutos, su cuerpo temblaba, su vagina era tan húmeda que cada movimiento de mi lengua producía un sonido húmedo y delicioso. — ¡Mi cuevita lo necesita!
Sus palabras fueron el detonante. Me levanté, mi erección ya dura como roca, palpitaba con una intensidad que dolía. La tomé por las caderas, pegando su espalda a mi pecho, su piel cálida y sudorosa contra la mía, y la penetré desde atrás con un movimiento lento pero firme, mi pene se deslizó en su vagina, cálida, apretada y resbaladiza, cada centímetro de su interior abrazándome como un guante de terciopelo.
Mis manos encontraron sus senos, estrujándolos con fuerza, mis dedos pellizcaban sus pezones rosados, que estaban duros y sensibles, arrancándole gemidos que resonaban en la habitación. Mi mano derecha descendió, deslizándose por su abdomen hasta encontrar su clítoris, lo acaricié con movimientos circulares, sintiendo cómo pulsaba bajo mis yemas, su humedad cubrió mis dedos.
— ¡Pollito, no pares! —gritó, sus caderas se empujaban contra las mías, cada embestida era un choque de carne contra carne, una guerra cuerpo a cuerpo que detonó el sonido húmedo de nuestros cuerpos mezclándose con sus gritos. Su vagina se contraía alrededor de mi pene, succionándome con una intensidad que me hacía gruñir, mi mano izquierda apretando sus senos, mi mano derecha trabajaba en su clítoris con una precisión que la llevaba al borde.
— ¡Embarázame, Pollito! —gimió, su voz estaba llena de éxtasis, sus palabras eran un eco de un deseo que contradecía su alivio anterior. — ¡Soy tu puta y siempre lo seré!
Sus gritos eran una sinfonía, cada uno más desesperado, más primal, mientras mi pene la penetraba una y otra vez, mis embestidas se volvieron más profundas, más salvajes, mi cuerpo tembló con la urgencia de cumplir su deseo.
El clímax llegó como una explosión, nuestros cuerpos sincronizados en un momento de éxtasis puro. Vanessa gritó, su vagina contraía con una fuerza que me arrastró al abismo, soltaba un chorro cálido que empapó el colchón, sus jugos escurrían por sus muslos. Al mismo tiempo, exploté dentro de ella, chorros calientes de semen llenando su vagina, mi cuerpo tembló con una intensidad que me dejó sin aliento, su sexo pulsaba como si quisiera absorber cada gota. Era la primera vez que llegábamos al orgasmo juntos, un instante de unión absoluta, nuestros gemidos se mezclaron en el aire, el aroma de nuestro sexo llenó su habitación, un torbellino de sudor, fluidos y deseo.
El éxtasis nos envolvió, nuestros cuerpos colapsaron sobre la cama, aún entrelazados, mi pene todavía dentro de ella, su vagina cálida y húmeda envolviéndome, mi semen escurría lentamente por sus muslos, un rastro que brillaba bajo la luz del atardecer. Pero ese momento de plenitud se rompió de repente con una voz, suave pero clara, que cortó el silencio como un cuchillo.
— ¿Mamá?
El sonido fue un golpe, mi corazón se detuvo por un instante mientras girábamos hacia la puerta de la habitación, que estaba entreabierta. Allí, en el umbral, estaba Nicole, la hija de Vanessa. Que, a sus 18 años, era una visión que casi igualaba a su madre: rubia, con una melena larga y brillante que caía sobre sus hombros, su piel pálida y suave como la de Vanessa, sus ojos azules brillaban con una mezcla de sorpresa y algo más, algo que no pude descifrar en ese momento. Llevaba una blusa ajustada de color azul claro que marcaba sus senos, llenos y firmes, más grandes que los de su madre, y unos jeans que abrazaban sus caderas, resaltando unas curvas que eran tan tentadoras como las de mi conejita. Me miró directamente, mordiendo su labio inferior con una intensidad que me desconcertó, un gesto que era puro fuego, antes de que Vanessa reaccionara.
— ¡Nicole, salte ahora mismo! —gritó Vanessa, con voz aguda, cargada de pánico y vergüenza, mientras se levantaba de la cama, cubriendo sus senos con las manos, y mi semen escurriendo por sus muslos, su cuerpo aun temblaba por el orgasmo. Los leggins rasgados yacían en el suelo junto con la tanga blanca, la cual tomé como un recordatorio de nuestra pasión desenfrenada, el aire estaba cargado con el aroma de nuestro sexo, una evidencia imposible de ocultar.
Nicole me lanzó una última mirada, sus ojos tenían una chispa que me dejó sin aliento, antes de girarse y salir de la habitación, cerrando la puerta tras ella con un golpe suave. Vanessa se giró hacia mí, su rostro estaba enrojecido, sus ojos llenos de una mezcla de culpa y frustración.
— No debimos hacerlo aquí, Pollito, —murmuró, mientras recogía su sudadera rosa del suelo, cubriendo su torso desnudo. — Perdón, pero… debes irte.
El peso de sus palabras me golpeó, pero no había espacio para discutir. El momento de éxtasis se había roto, reemplazado por una tensión que era casi palpable. Me levanté, mis piernas aún estaban débiles, y me vestí rápidamente, mi camisa se pegó a mi piel sudorosa, mis jeans cubrieron la erección que, a pesar de todo, no había desaparecido por completo. La imagen de Nicole, aquella mordida de labio se quedó grabada en mi mente, un destello de deseo prohibido que se mezclaba con la culpa de haber sido sorprendidos.
— Lo siento, conejita, —dije con voz baja, mientras me acercaba a ella, rozando su mejilla con mis dedos. Pero Vanessa apenas me miró, su atención estaba fija en la puerta por donde Nicole había salido.
— Hablamos después, Pollito, —susurró, con voz apagada, mientras me acompañaba a la salida.
Salí de la casa, el sol ya se había ocultado, y el aire fresco de la noche contrastaba con el calor que aún ardía en mi cuerpo. Mientras caminaba hacia mi coche, mi mente era un torbellino: la imagen de Vanessa, sus nalgas enrojecidas, su vagina llena de mi semen, sus gritos de placer; y luego Nicole, su mirada ardiente, su mordida en el labio, una promesa silenciosa que no podía ignorar. Sabía que lo nuestro, ese amor ardiente y complicado, había cruzado una línea nueva, y el camino de vuelta no sería nada sencillo.
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