Conejita Traviesa – Capitulo 2: Allison
Desde aquella noche en la estética, donde el roce de nuestras pieles encendió un fuego que aún ardía, Vanessa y yo no podíamos dejar de recordarlo. Cada videollamada, cada mensaje, era un juego de evocaciones: sus susurros al otro lado de la pantalla, su risa suave cuando mencionaba cómo mis manos habían explorado su cuerpo, y la pregunta que siempre flotaba entre nosotros: ¿Qué habría pasado si hubiéramos cruzado esa línea?
— ¿Todavía piensas en esa noche? —me preguntó una vez, su voz cargada de picardía mientras su rostro iluminaba mi teléfono.
— Siempre —respondí, mi tono grave, dejando que el silencio entre nosotros hablara por sí solo.
Nuestras charlas oscilaban entre lo romántico y lo provocador. Yo sentía que caía más profundo en su hechizo, enamorado de su risa, de la forma en que sus ojos brillaban cuando me provocaba. Pero no era solo deseo; había algo más, un anhelo que me apretaba el pecho cada vez que colgábamos.
Un viernes, Vanessa me sorprendió con un mensaje:
“¿Te gusta Allison? Van a tocar en el Multiforo Alicia. Ven conmigo.”
No lo dudé. La sola idea de estar cerca de ella, de sentirla otra vez, me aceleró el pulso.
Esa noche, el lugar estaba abarrotado. El aire olía a cerveza y a la energía vibrante de la multitud. Vanessa estaba radiante: una blusa ajustada que marcaba sus curvas y unos jeans que abrazaban su figura de una manera que me hacía difícil concentrarme. Nos abrimos paso entre la gente, con un par de cervezas frías en la mano, y nos quedamos cerca del escenario, donde las luces parpadeaban al ritmo de la música.
— ¡Me encanta esta canción! —gritó ella, acercándose a mi oído para que la escuchara sobre el estruendo de las guitarras. Su aliento cálido rozó mi piel, y un escalofrío me recorrió.
Sin pensarlo, la rodeé con mis brazos por detrás, pegando mi cuerpo al suyo. La música de Allison nos envolvía, pero lo único que sentía era el calor de su cuerpo contra el mío. Mis manos descansaron en su cintura, y poco a poco, subieron hasta rozar sus senos por encima de la blusa. Ella no se apartó; al contrario, se apretó más contra mí, moviendo sus caderas al ritmo de la música, consciente de la erección que crecía bajo mis jeans.
— ¿Qué haces? —susurró, girando apenas el rostro, sus labios tan cerca de los míos que podía sentir su respiración.
— Solo sigo el ritmo —respondí, mi voz baja, mientras mis dedos se atrevían a apretar suavemente, sintiendo la firmeza de su cuerpo bajo la tela.
Ella soltó una risa suave, cargada de complicidad, y se giró para besarme. Sus labios eran dulces, con un leve sabor a cerveza, y el beso se volvió profundo, casi desesperado. La multitud a nuestro alrededor desapareció; solo existíamos nosotros, perdidos en el calor de nuestros cuerpos y el pulso de la música.
— Si sigues así, no sé si pueda controlarme —me dijo al oído, su voz era temblorosa pero juguetona.
— ¿Y quién dice que quiero que te controles? —repliqué, dejando que mi mano bajara por su espalda, deteniéndose justo en la curva de su trasero.
Vanessa se rio y volvió a besarme, esta vez más lento, como si quisiera grabar cada segundo en mi piel. Mis manos se deslizaban por su cuerpo, y cada roce era una promesa de lo que ambos deseábamos, pero que aún no nos atrevíamos a tomar.
Al salir del Multiforo Alicia, el aire fresco de la noche contrastaba con el calor que aún corría por mis venas. Caminábamos juntos, todavía electrizados, cuando le dije:
— Mi hermano nos va a llevar. Te dejo en tu casa, ¿va?
Vanessa asintió, pero la noté distinta. En el coche, se sentó junto a mí, pero su atención estaba en su teléfono. Sus dedos volaban sobre la pantalla, y cada tanto, una sonrisa fugaz cruzaba su rostro, la misma que me dedicaba en nuestras videollamadas. Un nudo de celos se formó en mi pecho. ¿Con quién hablaba? ¿Por qué esa mirada que yo creía mía ahora parecía destinada a otro?
— ¿Todo bien? —pregunté, tratando de sonar casual, aunque mi voz delataba una chispa de inseguridad.
— Sí, claro —respondió ella, sin levantar la vista, sus dedos aun seguían tecleando.
El silencio en el coche era pesado, roto solo por el murmullo del motor y la música suave que mi hermano puso para llenar el vacío. Entonces, Vanessa habló, con tono firme:
— No me lleves a mi casa. Voy a otro lado, con unos amigos.
Los celos me apretaron más fuerte, pero me tragué las palabras que querían salir. No iba a dejar que viera mi debilidad. En cambio, dije:
— Ya es tarde, Vanessa. No te voy a dejar ir sola por ahí. Mejor ven conmigo.
Ella frunció el ceño, pero no discutió. Cambié el rumbo hacia la casa de mi abuelita, donde la estética nos esperaba, un lugar que ya guardaba nuestros secretos. Cuando llegamos, Vanessa seguía distante, molesta. Entramos en silencio, y ella se dirigió directo al sofá, cubriéndose con una manta.
— Quiero dormir —dijo secamente, dándome la espalda.
Intenté acercarme, mi deseo por ella aun ardiendo. Besé suavemente su cuello, buscando recuperar la chispa del concierto. Mis manos se deslizaron hacia su pecho, pero ella las apartó con un movimiento firme.
— No, por favor. Estoy cansada —murmuró, su voz era más fría de lo que esperaba.
No insistí, pero no pude resistirme del todo. Con cuidado, desabroché su sostén bajo la blusa, levanté la tela lo justo para exponer su espalda y comencé a besarla, lento, trazando un camino de besos suaves por su piel. Ella no se movió, no me detuvo, pero tampoco respondió. Era lo único que me permitió, y lo tomé, dejando que mis labios memorizaran cada centímetro de su espalda hasta que su respiración se volvió lenta y profunda, señal de que se había dormido.
Me quedé allí, a su lado, con el corazón dividido entre el amor que crecía por ella y los celos que me quemaban. La noche en la estética no fue como la primera, pero incluso en su distancia, Vanessa seguía siendo un imán que no podía soltar. ¿Qué sería de nosotros después de esta noche?
Con Vanessa dormida, el silencio de la estética se sentía opresivo. Los celos que había enterrado en el coche volvieron con más fuerza, alimentados por la imagen de su sonrisa mientras mensajeaba. Su celular estaba a un lado, tentándome. Sabía que no debía, pero la necesidad de saber fue más fuerte. Con cuidado, lo tomé y desbloqueé la pantalla, mi corazón latía con una mezcla de culpa y rabia.
Abrí WhatsApp y revisé sus chats. Había varios mensajes de tipos que le escribían con descaro, diciéndole todo lo que le harían si la tuvieran frente a ellos. Cada palabra era un golpe, pero seguí leyendo, incapaz de parar. Entonces, un nombre destacó entre los demás: Kevin, un chico colombiano de 19 años, alguien que ella siempre había mencionado como “solo un amigo”.
Abrí el chat y lo que vi me cortó el aliento. Era un torrente de mensajes subidos de tono, un intercambio que nunca imaginé. Vanessa le escribía o mandaba audios de cómo se tocaba pensando en él, describiendo cada detalle con una crudeza que me dejó helado. Había fotos de su cuerpo desnudo, videos donde sus dedos exploraban su piel, su clítoris, su vagina, mientras gemía su nombre. En uno, se untaba aceite sobre los senos, lamiéndolos con una sensualidad que yo nunca había recibido.
— Kevin, me vuelves loca —decía en un video, su voz estaba cargada de deseo mientras sus manos recorrían su cuerpo brillante por el aceite.
Cada palabra, cada imagen, era un puñal. La rabia me quemaba el pecho, porque a mí siempre me había dicho que “no era de ese tipo de mujeres”, que no le gustaba enviar ese contenido. Cuando le pedía algo así, me esquivaba con risas o excusas, pero con él… con él se entregaba sin reservas.
Cerré el celular y lo dejé donde estaba, mi respiración agitada. Miré a Vanessa, dormida, ajena a la tormenta que acababa de desatar en mí. Quise despertarla, confrontarla, gritarle por qué me había hecho creer que yo era especial. Pero no lo hice. En cambio, me quedé allí, atrapado entre el amor que sentía por ella y la traición que ahora me consumía.
La estética, que antes había sido nuestro refugio, ahora se sentía como una jaula. ¿Podría seguir con ella después de esto? ¿Podría olvidar lo que vi? No lo sabía. Solo sabía que, incluso con la rabia ardiendo en mi pecho, su presencia seguía atrayéndome, y eso era lo que más dolía.
Minutos después, no sé qué me pasó. La rabia seguía ardiendo, pero también había algo más, algo oscuro y primal que me empujaba a actuar. Volví a tomar su celular, abriendo de nuevo esos chats, esas fotos, esos videos. Mientras los veía, mi mano se movió casi por instinto, deslizándose bajo mis jeans. Miré su espalda desnuda, la curva suave de su piel bajo la luz tenue de la estética, y el deseo se mezcló con la furia. Me masturbé allí mismo, con la imagen de sus mensajes a Kevin y la realidad de su cuerpo frente a mí.
No pude contenerme más. Me acerqué a ella, con cuidado para no despertarla. Lentamente, desabotoné sus jeans y los bajé, revelando un cachetero de encaje blanco que abrazaba sus nalgas perfectas. Mi respiración se aceleró mientras lo deslizaba hacia abajo, dejando al descubierto esas nalgas gloriosas. El aroma de su piel era embriagador, una mezcla de su perfume y algo más íntimo, más suyo.
Saqué mi celular y comencé a grabar, capturando cada momento mientras mis manos acariciaban esas redondas masas de carne, suaves y cálidas bajo mis dedos. Me incliné, incapaz de resistir, y lamí y besé la piel de sus nalgas, saboreando cada centímetro. Luego, llevado por un impulso que no podía controlar, mi lengua exploró más allá, adentrándose en su estrecho ano, sabía delicioso. Vanessa gimió suavemente en su sueño, un sonido que me encendió aún más, pero no se despertó.
Seguí grabando, mi mano moviéndose de arriba abajo sobre mi pene mientras mi lengua continuaba su danza en aquel orificio. La mezcla de deseo y rabia era abrumadora. Me levanté, abrí sus nalgas con cuidado, y terminé, eyaculando sobre esa piel blanca que tanto me obsesionaba, dejando mi semen justo en medio de su ano y parte de su espalda. No la limpié; en cambio, seguí grabando y posteriormente tomarle fotografías, luego subí su cachetero y sus jeans con cuidado, como si nada hubiera pasado.
Antes de acostarme, envié a mi celular todo el material que había encontrado en el suyo: las fotos, los videos, los mensajes. Quería guardarlos, no sé si como prueba o como trofeo. Me acosté a su lado, agotado, pero con la mente en llamas.
A la mañana siguiente, Vanessa se despertó como si nada. No notó nada extraño, no sospechó de mi intrusión en su celular ni de lo que le había hecho a su ano. Me miró con una sonrisa cansada, ajena a la tormenta que rugía dentro de mí.
— ¿Dormiste bien? —preguntó, estirándose mientras la manta resbalaba de su cuerpo.
— Sí —mentí, mi voz neutra, pero mis ojos recorriendo su figura con una nueva intensidad.
Ya no la veía con el amor ciego de antes. Ahora era deseo puro, un ansia posesiva que me consumía. Quería que Vanessa, esa mujer que se entregaba sin límites a otros, fuera mía, no solo esa noche, sino todas las noches. Quería reclamarla, hacerla mía de una forma que borrara a Kevin y a todos los demás. Pero por ahora, guardé silencio, dejando que ese deseo ardiera en secreto, esperando el momento para actuar.
¿Te gustó este relato? descubre más literatura erótica gratis en nuestra página principal.