“Chupándoselas a Dos Maduritos Calientes”
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Introducción
Con la mañana apenas despuntando, debía sumergirme en los números, en las cifras que definían mi éxito profesional. La dualidad de mi existencia se manifestaba en esos momentos, como si dos mundos chocaran en mí: una mujer que dominaba el mundo financiero y, al mismo tiempo, una criatura salvaje que se rendía ante el placer absoluto que poresa noceh, solo esos dos hombres podían darme.
Trataba de enfocarme, pero mis pensamientos continuaban vagando, reviviendo los momentos más intensos de la noche anterior, donde la lujuria se había convertido en mi único lenguaje. Mis labios aún sentían la presión, el estiramiento, mientras las dos vergas se abrían camino en mi boca al mismo tiempo, llenándola por completo. Era una sensación abrumadora, la mezcla de sabores y texturas invadiendo mi paladar, mientras Mark y Javier empujaban juntos, sincronizando sus movimientos, forzando sus miembros dentro de mí hasta que apenas podía respirar. Solo podía gemir alrededor de ellos, dejándome llevar por el placer y el dolor entrelazados.
Sentía cómo sus cuerpos, esos cuerpos marcados por los años, se movían al unísono, sus manos aferrándose a mi cabeza, controlando cada movimiento, guiándome para que tomara más, para que los tragara enteros, hasta el fondo, hasta que las lágrimas brotaban de mis ojos y la saliva resbalaba por mi barbilla. Los dos estaban dentro de mí, sus vergas hinchadas rozándose dentro de mi boca, chocando contra mis mejillas y garganta, mientras mis dedos temblorosos intentaban seguir el ritmo, acariciando sus escrotos, sintiendo el calor y la tensión que se acumulaba en ellos.
Era un acto de total sumisión, de rendición a la lujuria que ellos habían despertado en mí. Cada vez que uno de ellos se retiraba ligeramente, el otro empujaba más profundo, obligándome a abrir más la boca, a estirar más mis labios, a recibirlos completamente, a sentir cómo sus cuerpos se volvían uno dentro de mí. El sabor salado de sus cuerpos, la mezcla de sus fluidos y mi propia saliva, me embriagaba, alimentando el fuego insaciable que ardía dentro de mí.
Fácilmente, podía sentir la impresión de esos momentos en mi cuerpo, como si sus vergas aún estuvieran ahí, reclamando mi boca, mi ser. El deseo de volver a sentir ese poder sobre mí, de ser llevada al límite por esos dos hombres experimentados, no me dejaba en paz. Incluso mientras intentaba concentrarme en los informes que tenía delante, cada número, cada cifra se desvanecía, reemplazada por la imagen de sus cuerpos sobre mí, de sus gemidos, de mi boca estirada al máximo, de mi garganta tomada por completo, entregada a su placer.
La dualidad de mi existencia se manifestaba de nuevo, pero esta vez, no como una lucha entre control y sumisión, sino como una integración completa, una aceptación de que ambos mundos podían coexistir en mí. Podía ser la mujer poderosa que dominaba el mundo financiero, y al mismo tiempo, la criatura salvaje que se rendía ante el deseo más primitivo. No había contradicción, solo una plenitud que me hacía más fuerte, más consciente de mi propio poder, un poder que se encontraba tanto en la sumisión como en el control.
Sabía que esa noche, esa experiencia, no sería la última. La necesidad de volver a sentirlas, esas dos vergas en mi boca, llenándome por completo, empujándome más allá de mis límites, seguiría ardiendo dentro de mí, esperando el momento en que pudiera rendirme nuevamente a ese placer absoluto, donde el dolor y la lujuria se convertían en mi única realidad.
Ayer por la noche, la mujer que soy se transformó, por unas horas, en la encarnación viva de la lujuria más pura, dejando atrás cualquier rastro de humanidad, abrazando la oscuridad con un fervor que solo los que han tocado el borde de sus límites pueden entender.
Esto es lo que sucedió la noche anterior… cuando el deseo se apoderó de mí y no quedó más que rendirme ante él, llevando a esos hombres al abismo, llevándome a mí misma a descubrir que, en la profundidad del deseo, el dolor se convierte en el más dulce de los placeres.
Y ahora, mientras el mundo sigue su curso, yo permanezco atrapada en ese deseo, en esa necesidad insaciable, sabiendo que, al final, siempre volveré a ese lugar donde los dos mundos se encontraban, donde podía ser a la vez poderosa y completamente sometida, donde podía ser yo misma, en toda mi complejidad y deseo.
* * *
Siete horas atrás
El ambiente en el interior del Rolls-Royce estaba cargado de una tensión palpable, una mezcla de anticipación y deseo que hacía que el aire pareciera vibrar. Mientras nos deslizábamos por las calles de Dublín, la atmósfera dentro del coche se volvía más espesa con cada kilómetro recorrido. Sentía la presencia de Liam, el conductor, como una sombra constante, su mirada atrapada en mi reflejo, en la forma en que mis muslos desnudos se apretaban contra el cuero frío de los asientos. Era un placer delicioso, el contraste entre la textura suave de la tapicería y el calor que se acumulaba en mi interior, un fuego que amenazaba con consumir todo a su paso.
Los ojos de Javier y Mark, pesados por el alcohol y el deseo, se encontraron con los míos, sus miradas prometiendo una noche de lujuria desbordante. Sus manos comenzaron a moverse, rozando las mías con una familiaridad que ya no era necesaria. Sabíamos todos hacia dónde nos dirigíamos, y cada caricia, cada toque, era una promesa de lo que estaba por venir. La tensión en el coche era casi tangible, como un cable a punto de romperse, y yo, atrapada en el centro de este torbellino de deseo, no podía evitar sentirme más viva que nunca.
Javier, el primero en ceder a sus impulsos, deslizó sus dedos por la abertura de mi vestido, exponiendo la delicada piel de mi clavícula. Su toque era seguro, lleno de una confianza adquirida a través de años de explorar cuerpos como el mío, cuerpos que respondían a cada uno de sus movimientos con un hambre insaciable. Mientras su mano se deslizaba hacia el borde de mis bragas, sentí la mirada de Liam intensificarse a través del espejo retrovisor, captando cada detalle, cada suspiro. Esa mirada, cargada de un deseo reprimido, me llenó de una emoción oscura y excitante, sabiendo que él estaba tan involucrado como nosotros, aunque intentara mantener su fachada de profesionalismo.
—Qué suave piel tienes, Lilith —murmuró Javier, con su voz cargada de deseo, mientras sus labios descendían hacia mi cuello. Sentí su aliento caliente contra mi piel, una sensación que me hizo cerrar los ojos momentáneamente, entregándome al placer de su boca, rozando cada centímetro de mi cuello hasta llegar a mis pechos. Mi blusa, ya desabrochada, cayó ligeramente hacia atrás, exponiendo mis pechos al aire fresco del coche.
Mark no tardó en unirse, su mano ascendiendo por mi muslo, deteniéndose justo antes de alcanzar la humedad que ya se estaba formando entre mis piernas. Sus ojos, oscuros y llenos de lujuria, se encontraron con los míos en un intercambio cargado de promesas no dichas. Su mano, firme y cálida, provocaba un escalofrío que se extendía desde el punto donde me tocaba, recorriendo mi cuerpo hasta asentarse en mi vientre. La anticipación era una droga poderosa, y yo estaba completamente atrapada en su hechizo.
—Liam —dije en un tono bajo pero firme, rompiendo momentáneamente el hechizo que nos envolvía—. Lleva el coche con calma, no tenemos prisa. Mi voz era suave pero cargada de una autoridad que sabía que él no podía ignorar. Podía ver el esfuerzo que le costaba mantener la compostura, cómo sus dedos se apretaban un poco más alrededor del volante, y su respuesta fue casi un susurro, controlado, pero lleno de un deseo latente.
—Como desee, Señorita Ravenscroft —respondió el chofer, con su voz más grave de lo habitual, como si cada palabra le costara un esfuerzo monumental.
El coche continuó su camino, con el ronroneo del motor apenas audible sobre el sonido de nuestras respiraciones cada vez más pesadas. La tensión en el aire se volvía más densa, casi sofocante, pero no de una manera que hiciera que quisiera detenerme. Javier, sin perder tiempo, deslizó su mano sobre una de mis tetas desnudas, con su pulgar acariciando mi pezón endurecido con una precisión que me hizo arquear la espalda hacia él. Sentí la urgencia en sus movimientos, una necesidad de poseerme, de reclamarme de la manera más primitiva posible.
Mark, no queriendo quedarse atrás, dejó que sus labios se encontraran con los míos en un beso cargado de hambre y promesas. Lo que comenzó como una exploración suave se convirtió rápidamente en una batalla de lenguas y dientes, una manifestación física de la tensión que nos envolvía. Mis manos, movidas por un instinto primario, se dirigieron hacia sus pantalones, encontrando sus vergas, gruesas y palpitantes, listas para ser adoradas. Sentí cómo sus músculos se tensaban bajo mis dedos, cómo respondían a cada toque, a cada caricia.
El mundo exterior comenzó a desvanecerse, quedando solo el eco de nuestros suspiros y el sonido de nuestras respiraciones entrecortadas como testigos de la pasión desbordada que nos consumía. Y mientras el Rolls-Royce seguía su camino, sabía que la noche no había hecho más que comenzar. Lo que ocurrió después fue un torbellino de placer, un frenesí que nos llevó al borde del delirio. Cada roce, cada gemido, cada partícula en el ambiente vibraba con una energía que parecía sincronizarse perfectamente con la excitación que se gestaba en mi interior. El cuero de los asientos crujía bajo nuestros movimientos, susurrando promesas obscenas de lo que estaba por venir. El aroma del cuero, cálido y envolvente, se fusionaba con el creciente olor del deseo, creando una mezcla embriagadora que hacía que cada respiración fuera un sorbo de esta intoxicante esencia.
Javier y Mark, dos hombres maduros, irradiaban un deseo crudo, una lujuria refinada por la experiencia, que amenazaba con arrancar cada capa de mi autocontrol con solo sus miradas. Las luces de la ciudad se reflejaban en sus ojos, llenos de anticipación, como si cada destello fuera un recordatorio de lo que estaban a punto de devorar. Mis sentidos estaban hipersensibilizados, y cada detalle se amplificaba en la atmósfera de la noche, donde el coche no era solo un medio de transporte, sino nuestro santuario de placer, un lugar donde todas las inhibiciones se desvanecerían, permitiendo que el deseo reinara sin oposición.
Mark, con su cuerpo flácido pero aún lleno de una vitalidad lasciva, se acercó a mí con una mirada que ardía de pura lujuria. Sus ojos, pequeños y vidriosos, estaban llenos de una necesidad insaciable, una hambre que solo podía ser saciada de la manera más carnal. La piel arrugada de sus manos, que contrastaba fuertemente con la suavidad de la mía, recorrió mi cuerpo con una avidez que solo los años podían afilar. Cada toque era como un incendio controlado que encendía chispas en mi interior, arrancando gemidos suaves de mis labios mientras su mano descendía por mi espalda, enviando oleadas de placer a través de mi cuerpo.
A mi izquierda, Javier, siempre metódico y calculador, observaba con ojos cansados pero llenos de una seguridad y deseo que solo la experiencia puede otorgar. Su respiración, agitada y profunda, coincidía con la mía, creando un ritmo compartido que nos conectaba en este juego de lujuria. Sus manos, firmes y huesudas, se posaron en mis caderas con una fuerza inesperada, una presión que solo aumentaba mi excitación, mientras su barba canosa rozaba mi cuello, enviando una descarga eléctrica a través de mi columna vertebral. El contraste entre la rugosidad de su piel y la suavidad de la mía intensificaba cada sensación, haciendo que cada uno de mis nervios clamara por más.
Me encontraba atrapada entre los dos, mis largas y estilizadas piernas enredadas con las suyas, el calor de sus cuerpos presionando contra el mío. Cada movimiento de mis caderas hacía que mis muslos rozaran contra ellos, enviando ondas de placer que se expandían como el fuego, recordándome mi dominio sobre ellos y su sumisión ante mi presencia. Mi piel ardía con un deseo tan feroz que casi dolía, y podía sentir la humedad acumulándose entre mis piernas, un río de lujuria que solo ellos podían navegar.
Mark, con una mirada lasciva, dejó que su mano recorriese mi espalda, bajando con firmeza hasta el borde de mi falda, deslizándola lentamente hacia arriba, revelando la curva de mis nalgas firmes y redondeadas. Mis ojos verdes se entrecerraban mientras me concentraba en cada sensación que inundaba mi cuerpo, mis labios rojos y llenos se entreabrían, dejando escapar gemidos que llenaban el coche con una música erótica.
Podía sentir la presión de su mirada en cada centímetro de mi piel desnuda, como si sus ojos se convirtieran en otra caricia, recorriendo mi cuerpo con una intensidad que solo avivaba más el fuego dentro de mí. Mark, con su mano firme y demandante, levantó mi falda hasta mis caderas, dejando expuesta la humedad que se acumulaba entre mis muslos. La anticipación vibraba en el aire mientras sus dedos gruesos y arrugados se deslizaban hacia mi centro, rozando la fina tela de mis bragas con una precisión que me arrancó un gemido involuntario.
Javier, siempre observador, no perdió tiempo en unirse. Desde atrás, sus manos hábiles encontraron el cierre de mi falda y la bajaron suavemente, dejándome en nada más que mi lencería, un conjunto de encaje negro que contradecía la inocencia que alguna vez podría haber poseído. Sus dedos recorrieron el borde de mis bragas, jugando con la elasticidad de la tela, tirando de ellas con una tentación torturante, mientras sus labios comenzaban a besar la línea de mi columna vertebral, bajando lentamente, dejando un rastro de calor a su paso.
—No tienes idea de lo que provocas en nosotros, Lilith —murmuró Javier contra mi piel, sus palabras tan densas de deseo que parecían fundirse con mi carne. Su mano continuó descendiendo, sus dedos finalmente deslizándose bajo la tela húmeda de mis bragas, tocando la humedad acumulada entre mis piernas. La intensidad de su toque, combinada con la presión del cuerpo de Mark contra el mío, hizo que mis piernas temblaran, un signo de la necesidad urgente que había estado acumulando dentro de mí desde que esta noche había comenzado.
Javier y Mark estaban sentados a mi lado, y sus movimientos eran, dentro de todo, lentos, casi ceremoniales, pero cada gesto estaba impregnado de una determinación feroz. Javier, con su espalda ligeramente curvada y un vientre que delataba los años, comenzó a desabrochar su cinturón. Sus manos temblaban apenas, sus dedos luchando contra la hebilla, pero sus ojos permanecían fijos en mí, cargados de una lujuria que desmentía la fragilidad de su cuerpo. Su abdomen, cubierto de un vello gris y ralo, se contraía con cada respiración, revelando un cuerpo que aún conservaba vestigios de una fortaleza pasada. Sus pantalones de lana cayeron pesadamente al suelo, y ahí estaba, su virilidad apenas contenida por unos calzoncillos viejos y amarillentos, que apenas podían ocultar el bulto que comenzaba a formarse, un bulto que me llamaba a adorarlo, a consumirlo.
Mark, con una complexión más robusta, pero igualmente marcada por el tiempo, desabrochó su pantalón con la misma calma deliberada. Sus calzoncillos azules, descoloridos por el tiempo, se aferraban a su cuerpo, mostrando su pubis cubierto de un vello gris rizado, que enmarcaba una polla que aún tenía la capacidad de despertar un deseo voraz en mí. Sus piernas delgadas, llenas de venas que parecían mapas de su vida, sostenían su cuerpo con firmeza, y su mirada dejaba claro que estaba listo para lo que venía, independientemente de los años que habían pasado.
Cuando sus calzoncillos finalmente tocaron el suelo, mis ojos recorrieron sus vergas. Ambas estaban ahí, frente a mí, listas para ser adoradas. Sentí la necesidad de tenerlas dentro de mi boca, de sentir cómo cada una de ellas llenaba mi cavidad oral, como si no pudiera saciarme nunca. Mis labios se cerraron alrededor de ellas con devoción, mi lengua recorrió cada pliegue, cada vena prominente que sobresalía bajo su piel envejecida, saboreando el contraste entre la suavidad de mis labios y la firmeza de sus miembros. Era un juego de contrastes que me hacía perder la cabeza, la suavidad de mis labios contra la dureza de sus miembros, un juego perverso que alimentaba mi lujuria.
Javier dejó escapar un gemido bajo mientras empujaba suavemente su verga más profundamente en mi boca. Sentí cómo su sabor, una mezcla de sal y almizcle, comenzaba a extenderse por mi lengua, y no pude evitar aumentar el ritmo, ansiosa por probar más. Mark, observando con una lujuria apenas contenida, no tardó en tomar el relevo. Su polla, aunque menos firme que la de Javier, se sentía increíblemente real en mi boca. Cada pulsación, cada temblor que sentía contra mi lengua me impulsaba a seguir, a no detenerme hasta que ambos estuvieran vacíos dentro de mí.
Mis manos se enredaron en sus vellos púbicos grises, canosos, inhalando el aroma de sus cuerpos, esa mezcla de sudor y los restos de su juventud. Sentía cómo sus vergas palpitaban dentro de mi boca, luchando contra el tiempo para mantenerse firmes, y eso solo intensificaba mi deseo. Podía saborear sus ansias, sus años de experiencia y placer comprimidos en cada gota que se derramaba en mi lengua. Era como si estuviera al borde de un abismo oscuro y tentador, un lugar donde el placer era la única ley, donde no existía más que la necesidad de consumir, de devorar, de ser devorada.
Mark, incapaz de esperar más, deslizó su verga fuera de sus pantalones, su miembro duro y palpitante empujando contra mi muslo, mientras sus manos me guiaban hacia abajo, forzando mi cuerpo a arrodillarse en el estrecho espacio entre sus piernas. Así lo hice. Sentía la presión de su otra mano en la parte posterior de mi cabeza, acercándome hacia él, la punta de su verga rozando mis labios, mientras yo abría la boca, permitiéndole entrar.
Pero Javier no se quedó atrás. Con una rapidez que solo la desesperación podía justificar, se aacomodó junto a Mark, con sus pantalones en el piso y mostrándome su verga, más delgada pero igual de firme, apuntando directamente a mis labios entreabiertos. Podía sentir el calor irradiando de ambos hombres mientras sus vergas rozaban mis mejillas, susurrando promesas de placer mientras mi boca se preparaba para recibirlas a ambas.
Rápidamente, como les decía, quedé de rodillas con ambos mayorcitos sentados en frente de mí, sin lugar a dudas, era la mejor posición.
Luego, con un jadeo, abrí mi boca más, sintiendo la textura diferente de ambas vergas mientras las dos entraban lentamente, estirando mis labios, llenando mi boca con una mezcla de sal y deseo. La sensación de tenerlas a ambas dentro, rozando entre sí dentro de mi boca, cada una reclamando su espacio, era abrumadora, un acto de sumisión completa que me dejaba sin aliento, literalmente.
Sentía cómo mi lengua se movía desesperada, intentando acomodarse a ambas, lamiendo las venas hinchadas, mientras mis labios se estiraban al máximo para recibirlas por completo. Los gemidos de Mark y Javier, combinados con los míos, llenaban el coche con una sinfonía de lujuria que reverberaba en mis oídos, intensificando el placer que recorría cada fibra de mi ser.
Las manos de Mark enredadas en mi cabello, tirabande mi cabeza hacia abajo, obligándome a tragar más profundamente. Mientras que Javier empujaba con un ritmo constante, sus gemidos se volvían más urgentes con cada embestida. Podía sentir cómo sus vergas chocaban entre sí dentro de mi boca, la fricción provocando una mezcla de dolor y placer, que me hacía gemir en voz alta, sin importarme que mis sonidos estuvieran casi ahogados por el grosor de sus miembros.
Sentía cómo sus cuerpos, esos cuerpos marcados por los años, se movían al unísono, sus manos aferrándose a mi cabeza, controlando cada movimiento, guiándome para que tomara más, para que los tragara enteros, hasta el fondo, hasta que las lágrimas brotaban de mis ojos y la saliva resbalaba por mi barbilla. Los dos estaban dentro de mí, sus vergas hinchadas rozándose dentro de mi boca, chocando contra mis mejillas y garganta, mientras mis dedos temblorosos intentaban seguir el ritmo, acariciando sus escrotos, sintiendo el calor y la tensión que se acumulaba en ellos.
Era un acto de total sumisión, de rendición a la lujuria que ellos habían despertado en mí. Cada vez que uno de ellos se retiraba ligeramente, el otro empujaba más profundo, obligándome a abrir más la boca, a estirar más mis labios, a recibirlos completamente, a sentir cómo sus cuerpos se volvían uno dentro de mí. El sabor salado de sus cuerpos, la mezcla de sus fluidos y mi propia saliva, me embriagaba, alimentando el fuego insaciable que ardía dentro de mí.
La necesidad en sus ojos, el puro deseo de poseerme por completo, se reflejaba en cada uno de sus movimientos, en la manera en que me forzaban a tomar más, a rendirme completamente a su voluntad. Y yo, atrapada en este remolino de lujuria, me entregaba sin reservas, sintiendo cómo el control se deslizaba de mis manos y se convertía en puro placer.
El aire dentro del Rolls-Royce se había vuelto, insoportablemente, denso, cargado de nuestra lujuria compartida. Cada respiración que tomábamos estaba impregnada con el aroma del deseo y el sudor que goteaba de nuestros cuerpos. Mi boca, llena de ambas vergas, no dejaba espacio para el aire, solo para el placer, para la rendición absoluta ante los dos hombres que ahora me reclamaban como suya.
Y mientras sus manos apretaban mi cabeza con más fuerza, llevándome al límite, sabía que estaba exactamente donde quería estar: entre ellos, llenada y estirada más allá de mis límites, en un estado de puro éxtasis. No había otra realidad más allá de este momento, de este placer, de este dolor que se entrelazaba con la lujuria en una danza que nos consumiría a todos antes del amanecer.
Las dos vergas llenaban mi boca, rozándose y chocando dentro de ella, provocando una mezcla de sensaciones que me llevaba al borde de la locura. Mis labios se estiraban al máximo, el sabor salado de ambos hombres se mezclaba con mi propia saliva, creando un cóctel de deseo que me hacía gemir con cada embestida. Sentía cómo sus manos enredadas en mi cabello tiraban de mí, forzándome a tomar más, a recibirlos completamente hasta el fondo de mi garganta, casi ahogándome en su lujuria.
A todas luces, podría parecer molesto, pero, en lugar de retroceder, me entregué más profundamente a la perversión que estábamos creando. Con un movimiento decidido, saqué las manos que estaban sosteniendo mi cabeza y las deslicé hacia sus muslos, apretando sus carnes mientras mis dedos se movían hacia abajo, rozando sus escrotos hinchados. Se los chupé con devoción, Lamieéndolas. Sentí, inmediatamente, cómo sus cuerpos respondían a mi toque, sus gemidos se volvieron más intensos mientras mis dedos jugaban con sus testículos, apretándolos suavemente, provocando un placer mezclado con una ligera tortura.
La necesidad de ir más allá, de explorar hasta dónde podía llevarlos, se encendió dentro de mí. Con cada embestida, sentía el calor y la dureza de sus vergas llenándome, pero quería más. Sin previo aviso, saqué mi boca de ellos por un momento, dejando que ambas vergas rozaran mis labios, y la punta de mi lengua lamiendo la mezcla de saliva y preseminal que se acumulaba en sus cabezas. Mi lengua jugaba entre ellas, deslizándose por cada surco, mientras mis manos se movían con más urgencia, explorando sus cuerpos sudorosos y peludos con una precisión casi clínica. Llenando cada rincón con el aroma de nuestro deseo compartido. Estaba enloqueciendo de placer.
El cuero del asiento crujía y crujía bajo nuestros movimientos, como si incluso los objetos inanimados se sumaran a la sinfonía de placer que estaba por estallar. Sentía el calor de sus cuerpos, cada uno tan diferente, tan cargado de historia, pero ambos convergiendo en la misma urgencia animal que nos envolvía a todos.
Mis manos, temblorosas pero firmes, se aferraron a sus vergas con una necesidad tan cruda que casi me hizo perder el control. Podía sentir cómo sus pieles envejecidas, arrugadas y marcadas por el paso del tiempo, se estiraban bajo mi toque, reaccionando a cada caricia, cada apretón. Los ojos de Javier se entrecerraron en un gesto de puro deleite. Sus labios temblaban mientras su respiración se volvía más pesada, más profunda. Mark, por otro lado, gemía con cada movimiento de mis manos, su verga respondiendo con un temblor que me recordaba la fragilidad de su cuerpo, pero también la intensidad de su deseo.
—¡Oh, sí, sí! —gemí, dejando que mi voz se alzara por encima de los jadeos y suspiros que llenaban el coche—. ¡Quiero sentirlas a las dos… dentro de mí… en mi boca, en mi garganta… quiero devorarlas!
Gritaba mientras recorría mi rostro con sus vergas, bañándome la cara con sus semen.
El sabor agridulce de sus pieles, mezclado con el leve rastro de sudor y deseo, era un banquete que no podía resistir. Así que, envolví mis labios alrededor de la verga de Javier, con mi lengua trazando cada vena de su polla deliciosa,. Recorrí cada surco con una devoción casi religiosa. Su pene, aunque marcado por los años, aún mantenía una firmeza que me hacía temblar. Lo llevé hasta el fondo de mi garganta, sintiendo cómo su cuerpo entero se tensaba en respuesta. Javier soltó un gemido ahogado, sus manos encontraron mi cabeza, tirando de mi cabello con una fuerza inesperada, obligándome a tomarlo más profundo, a dejar que me llenara completamente.
Pero no estaba satisfecha. Mi boca anhelaba más, necesitaba más. Solté a Javier momentáneamente, y me giré hacia Mark, cuya verga temblaba con anticipación en sus mano. La envolví con mis labios, sintiendo cómo su sabor diferente, más terroso, más añejo, invadía mi boca. Mis manos no dejaron de moverse entre sus muslos, acariciando y apretando, provocando sus gemidos que se mezclaban con los míos en un crescendo de lujuria. Con cada succión, sentía cómo se endurecía un poco más, luchando contra el tiempo y la gravedad que intentaban abatirlo.
—Oh, sí… ¡Así! —jadeó Mark, sus ojos fijos en mí, en cómo mi boca devoraba cada centímetro de su miembro—. ¡No pares… sigue… sigue!
Entonces, en un arranque de pura necesidad, volví a tomar la verga de Javier, y luego la de Mark, alternando entre ambas con una desesperación que solo aumentaba el placer. Sentía cómo mi lengua se deslizaba de una a otra, mis labios estirándose para acomodarlas juntas en mi boca, empujándolas hasta el fondo, llenándome completamente hasta que casi no podía respirar. El dolor se entrelazaba con el placer, intensificándolo, llevándome a un estado de éxtasis tan profundo que nada más importaba.
Podía sentir cómo sus vergas palpitaban al unísono, cómo sus cuerpos reaccionaban al unísono al ritmo frenético de mi boca. Mi lengua trazaba círculos alrededor de sus glandes, mis labios apretaban con fuerza, succionando con una ferocidad que los dejaba sin aliento. Javier y Mark gemían al unísono, sus manos enredadas en mi cabello, guiándome, controlándome, pero también rindiéndose al poder de mi lujuria.
—¡Más! —grité, mis palabras ahogadas por la presencia de sus miembros en mi boca—. ¡Dame más… quiero más, más, más!
Ellos respondieron, con sus cuerpos cediendo a mi demanda. Javier y Mark empujaban, agotados, con más fuerza, con más urgencia, mientras yo me arrodillaba más bajo, tomando ambas vergas a la vez, sintiendo cómo mis labios se estiraban hasta el límite, cómo mis mejillas se llenaban de ellos, mi lengua luchando por abarcar cada pulgada de sus vergas, saboreando cada gota de preseminal que comenzaba a brotar de ellos.
El coche estaba lleno del sonido de nuestros jadeos, de sus gemidos roncos y profundos, del ruido húmedo y obsceno de mi boca mientras los chupaba, mientras me sumergía en la lujuria que ellos despertaban en mí. Podía sentir cómo sus cuerpos temblaban, cómo sus músculos se tensaban bajo mi toque, cómo sus vergas se endurecían más, pulsando con un ritmo que hacía eco en mi propio cuerpo, en mi propia lujuria.
—¡Sí! ¡Sí! —jadeé, sintiendo cómo la presión en mi vientre aumentaba, cómo el calor se extendía desde mi núcleo vaginal hasta cada rincón de mi cuerpo, cómo el orgasmo se acumulaba, una ola imparable que estaba a punto de estallar—. ¡No paren… quiero sentirlas hasta el fondo… quiero que me llenen!
Y entonces, lo sentí. La explosión de placer en mi vientre, la ola de calor que me arrasaba, que me sacudía hasta la médula. Mi cuerpo se arqueó, mis caderas se movieron por sí solas, buscando más, necesitando más, mientras mis manos se aferraban desesperadamente a sus cuerpos, mientras mis labios se cerraban con fuerza alrededor de ellos, exprimiendo cada gota de su esencia.
¡Ahhh! ¡Ahhhhhhhhhh! Los gritos se escaparon de mis labios sin control, resonando en el pequeño espacio del coche, mezclándose con sus propios gemidos de placer. Podía sentir cómo ellos también, en un esfuerzo físico, estaban al borde, cómo sus vergas palpitaban con más fuerza, cómo sus cuerpos se tensaban mientras se preparaban para liberarse, para rendirse al placer que yo les estaba arrancando con mi boca.
—¡Más… sí, más… no paren! —grité, mi voz casi quebrada por la intensidad del orgasmo que me arrasaba.
Me arrodillé de mejor manera en el coche, para pajearlos y chupárselas, mis rodillas apenas sostenían el peso de mi cuerpo mientras la alfombra suave rozaba mi piel desnuda. Tenía las dos vergas frente a mis ojos. Podía sentir el latido frenético de mi corazón bombeando un fuego abrasador por mis venas, un deseo insaciable que me consumía desde dentro, empujándome más allá del punto de no retorno. Me retumbaba hasta mis oídos.
Mis caderas se movían instintivamente, buscando más contacto, más fricción, mientras empujaba ambas vergas más profundamente en mi boca. Quería sentirlas más adentro, más profundamente, hasta que no hubiera espacio para nada más que para ellos en mi cuerpo. Mark comenzó a empujar más fuerte, su mano en mi cadera mientras sus dedos se deslizaban dentro de mi culo, estirándome y llenándome de una manera que solo la experiencia podía otorgar. Cada embestida era una descarga eléctrica que recorría mi columna, haciéndome ver estrellas con cada penetración más profunda que la anterior. Podía sentir cómo el control sobre mi cuerpo se desvanecía, entregándome completamente a la lujuria que me consumía.
Cada movimiento, cada caricia, era un escalón más hacia ese abismo del placer incontrolable, un lugar donde ya no existía Lilith Ravenscroft, solo una extensión de deseo puro y necesidad insaciable. Mis gemidos se mezclaban con los suyos, creando una sinfonía primitiva, un ritual en el que el placer era la única guía. Sentía cómo sus manos se aferraban a mi cabello, tirando de él con fuerza, sus caderas moviéndose con una urgencia que solo la desesperación puede alimentar. Estaba preparada para otro orgasmo. Cada vez que uno de ellos gemía mi nombre, sentía cómo la presión en mi vientre crecía, extendiéndose como una llama voraz que consumía todo a su paso.
No quería detenerme. No podía detenerme. Sentía cómo el orgasmo, nuevamente, se acercaba, inevitable y devastador, mientras mis manos se aferraban a sus muslos, obligándolos a seguir, a no detenerse hasta que me llevaran al borde del clímax.
La fuerza de mi deseo era demasiado para ellos, podía ver el miedo en sus ojos, el pánico mezclado con la lujuria, mientras luchaban por seguirme, por no sucumbir bajo el peso de lo que estábamos creando juntos.
Los cuerpos se mezclaban en un caos de sudor y desesperación, una danza primitiva donde no había más que la necesidad cruda y violenta de poseer y ser poseída. La oscuridad del coche parecía amplificar cada sonido, cada jadeo, cada golpe de carne contra carne, creando una sinfonía de depravación que llenaba el espacio con una vibración oscura y electrizante.
Mis manos se aferraban con fuerza a sus muslos, tirando de ellos, obligándolos a sumergirse más profundamente en mi boca. La sensación de sus vergas llenando mi garganta me provocaba una asfixia placentera que solo me incitaba a querer más, a abrirme más, a tragar más. Mis ojos se llenaban de lágrimas, pero no era suficiente para detenerme. Quería más, necesitaba más.
—¡Mmm, sí, sí, más, más!—, gemí con la boca llena, mis palabras ahogadas por el grosor que empujaba hacia el fondo de mi garganta. Podía sentir cada vena, cada pulso de sangre en sus miembros, como si sus corazones latieran dentro de mí, enviando oleadas de deseo que me quemaban desde dentro. Mis manos se enredaban en sus vellos púbicos, babeándolos, mordiéndolos, tirando de ellos con la desesperación de quien se aferra a la vida misma.
El coche olía a sexo, un aroma pesado y denso que me envolvía en una nube de lujuria, donde no había espacio para la decencia ni la moral. Solo había cuerpos, sudor y fluidos intercambiándose en un ciclo interminable de placer y dolor. Mi nariz se hundía en sus flácidas caderas, inhalando profundamente su olor, embriagándome con su esencia masculina que me volvía loca, que me hacía querer perderme en ellos.
—¡Más, más!—, jadeé, mi voz entrecortada por los espasmos de placer que recorrían mi cuerpo. Podía sentir cómo mi garganta se abría, acogiendo su tamaño con una facilidad que rozaba lo obsceno, permitiendo que entraran más profundamente, más allá de lo que hubiera imaginado posible. La presión en mi pecho aumentaba, pero en lugar de detenerme, me empujaba a seguir, a no detenerme hasta que todo mi ser estuviera lleno de ellos.
Sus caderas, al borde del colpaso, se movían con un ritmo frenético, golpeando contra mi cara una y otra vez, como si intentaran borrar cualquier rastro de humanidad que quedara en mí. Mi garganta se llenaba de su pre-semen, un líquido espeso y salado que me hacía desear más, mucho más.
Sentí cómo una mano bajaba hasta mis tetas, pellizcando mis pezones con una brutalidad que me arrancó un grito ahogado. Los retorcía con rabia. El otro buscaba meterme un dedo por el culo y lo lograba. La mezcla de dolor y placer era tan intensa que pensé que me volvería loca, pero en lugar de retroceder, mis caderas comenzaron a moverse por sí solas, buscando algo, cualquier cosa que pudiera calmar el fuego que ardía entre mis piernas.
—¡Joder, sí, sigue así!—, gruñí, mi voz apenas reconocible, transformada en un gruñido animal. Sentí cómo su mano se deslizaba entre mis piernas, buscando mi sexo húmedo y palpitante. Su tacto fue un golpe eléctrico que recorrió mi cuerpo, haciendo que mis muslos se abrieran más, ofreciendo todo lo que tenía, todo lo que era.
Sus dedos se aferraron a mi concha, manoseándola con una fuerza desesperada mientras recorrían mi clítoris hinchado, provocando un torrente de gemidos y suspiros que resonaban en el coche como una letanía de desesperación. Sentí cómo mis jugos se derramaban sobre sus dedos, empapándolos, haciéndolos parte de mí de una manera que era más profunda que cualquier penetración.
El ritmo de sus embestidas en mi garganta aumentó, y pude sentir cómo sus testículos golpeaban mi barbilla con cada movimiento, un recordatorio constante de su tamaño, de su poder, de su dominio sobre mí. Y mientras más me tragaba, más quería. Mi boca se convirtió en un vacío insaciable, un pozo sin fondo que solo podía llenarse con su semen, con su esencia, con su alma.
—¡Sí, ahhhh, dame todo!—, grité, con mi voz desvaneciéndose en un gemido ronco mientras mi cuerpo se sacudía con espasmos de placer. Sentí cómo sus vergas se tensaban, hinchándose aún más dentro de mi boca, antes de que el primer chorro caliente explotara en mi garganta, llenándome, ahogándome, poseyéndome.
¡Qué rico! grité satisfecha del banquete de semen que bebería.
Mi lengua jugaba con su semilla, saboreándola, disfrutando de la salinidad clorada que ardía en mi paladar mientras los tragos seguían, incesantes, interminables. Sentí cómo mis muslos temblaban, mi coño empapado y palpitante, exigiendo más, exigiendo todo. Se la estrujé hasta la última gota.
El otro no se quedó atrás. Su mano tomó mi nuca, empujando su polla hasta el fondo, obligándome a tragar cada gota, cada pedazo de su ser que me ofrecía. Sentí cómo mi garganta se llenaba, cómo el líquido espeso se deslizaba por mi lengua, cubriendo cada rincón, cada pliegue, antes de que su esencia cayera en mi estómago, un recordatorio de su dominio, de su poder.
Y mientras ambos, agotados y jadeantes, terminaban dentro de mí, pude sentir cómo mi cuerpo finalmente cedía, nuevamente, al clímax, un estallido más devastador que los anteriores he hizo que arqueara la espalda, mis manos agarrándose a cualquier cosa que pudiera sostenerme, mientras mi mente se perdía en un torbellino de placer y dolor. Grité, un sonido animal que llenó el coche, ahogando cualquier otra cosa que no fuera nuestro deseo. Los dos mayorcitos calientes estaban exhaustos. Desermados en el asiento del coche.
En ese instante, el mundo exterior no existía, solo el frenesí en el que estábamos envueltos, un círculo vicioso de placer, dolor y lujuria que parecía no tener fin. Sabía que este momento quedaría grabado en mí para siempre, un recordatorio de hasta dónde podía llegar la depravación, de cuán profundo podía sumergirme en las aguas oscuras del deseo.
Y mientras sus vergas se deslizaban, ahora encogidas, lentamente fuera de mi boca, dejándome con la sensación de vacío, supe que nunca podría volver a ser la misma. Mis labios estaban hinchados, mis ojos llenos de lágrimas de placer, mi rostro bañado de semen y mi cuerpo temblaba de la intensidad de lo que acababa de experimentar.
Pero, aun así, en el fondo de mi mente, una parte de mí sabía que lo único que quería era más.
Epílogo
El coche apestaba a sexo, a lujuria desbordada y a sudor mezclado con los fluidos vaginales y seminales que habían impregnado cada rincón del espacio. La oscuridad dentro del vehículo era densa, casi tangible, y el aire estaba cargado de esa tensión peligrosa que sólo surge cuando la razón se pierde y queda únicamente el instinto primitivo. Los gemidos de placer habían dado paso a jadeos entrecortados. Sus cuerpos ya no podían seguirme, pero yo no había tenido suficiente. El deseo seguía quemando dentro de mí, incontrolable, insaciable. Necesitaba más.
Mis labios se apartaron de las vergas que había devorado con una voracidad casi caníbal. Los ojos, entrecerrados por el placer, brillaban con un destello oscuro mientras los observaba. Sus cuerpos envejecidos y sudorosos colapsaban bajo el peso de lo que acabábamos de hacer. Uno de ellos, su rostro pálido y perlado de sudor, llevaba una mano temblorosa al pecho, donde el marcapasos luchaba por mantener su corazón a flote. Podía verlo apretar la mandíbula, jadeando mientras su rostro se contraía de dolor, su otra mano temblorosa enredada en el asiento, buscando estabilidad mientras la sangre seguía bombeando en un ritmo errático.
Podía ver cómo la sangre se drenaba de su rostro, su piel pálida y sudorosa mientras intentaba alejarse, su cuerpo ya demasiado débil para soportar el frenesí de mi deseo. Pero no me detuve. No podía. Mi necesidad era insaciable, y cada gemido de dolor, cada mirada de desesperación solo alimentaba más mi lujuria. ¿Seguimos?
Mark, tambaleándose, intentó levantarse, sus manos temblorosas luchando por subirse los pantalones, pero su cuerpo estaba demasiado exhausto, demasiado débil para resistir. Su rostro estaba desencajado, sus ojos nublados por el miedo mientras me miraba, su cuerpo temblando como una hoja al viento, sabiendo que no podía seguir, que no podía darme más sin arriesgarlo todo.
—¡Lilith, basta!—, jadeó, con su voz rota por la desesperación, pero su cuerpo me decía otra cosa. Incluso en su terror, en su debilidad, podía ver un pequeño destello de lujuria, el deseo insaciable que aún ardía dentro de él, y eso solo me hizo querer más, exigir más.
—¿Qué pasa? ¿Eso es todo?—, susurré, mi voz llena de lujuria, los labios aún manchados con los restos de su semen. Sentía la oscuridad en mí, un deseo que iba más allá de lo físico, una necesidad de ver hasta dónde podía llevarlos, cuánto podían soportar antes de romperse. Me acerqué más, mis dedos jugando con su pecho, sintiendo el latido descontrolado bajo su piel.
—¡Para… no puedo… mi corazón…!—, jadeó, su voz rota, y siendo apenas un agotado susurro.
Al verlo, mi sonrisa sólo se amplió. La debilidad en sus ojos, el miedo, la desesperación, todo alimentaba mi deseo, mi necesidad de tener más. Sentía una energía oscura envolviéndome, una corriente que me hacía vibrar de placer. No estaba satisfecha, no podía estarlo, no aún.
El otro viejo, encorvado y pálido, intentaba desesperadamente subirse los pantalones, la chaqueta colgando de su brazo mientras se tambaleaba hacia la puerta del coche. Estaba huyendo. El miedo en sus ojos era palpable; su cuerpo temblaba mientras sus manos torpes luchaban por cerrar el cinturón. Podía ver cómo sus piernas flaqueaban, el sudor goteando por su frente, su respiración agitada, casi asmática, mientras se apresuraba a escapar.
—¡Lilith, no. Por favor!—, rogó con voz quebrada, su mano buscando la manija de la puerta con la desesperación de un hombre al borde del abismo.
Pero yo no podía parar. Sentía la necesidad creciente en mi interior, un fuego que ardía y consumía todo a su paso. La visión de su miedo, de su debilidad, solo avivaba las llamas, y me incliné hacia él, mis manos aferrándose a su chaqueta mientras tiraba de él hacia mí, obligándolo a mirarme, a ver el deseo oscuro que me poseía.
—No pueden irse… todavía no—, susurré contra su piel, mi aliento caliente, mis labios rozando su oreja. Lo sentí temblar lleno de pánico bajo mi toque, su cuerpo frágil y viejo cediendo a la presión, a la lujuria que emanaba de mí como un veneno dulce e insaciable.
Él gimió, no de placer, sino de puro terror, su cuerpo convulsionando mientras sus piernas cedían, y cayó pesadamente sobre el asiento, su pecho agitado, su rostro pálido y desencajado. Sus ojos se cerraron un segundo, y por un momento, pensé que había muerto, que la intensidad del momento lo había superado. Pero luego, escuché su respiración, un jadeo débil y quebrado, y supe que aún estaba conmigo, aunque al borde de la inconsciencia.
—¡Dios, no puedo… no puedo…!—, jadeó el otro, con sus manos apretándose con fuerza sobre su pecho, su rostro contorsionado por el dolor mientras su marcapasos luchaba por mantenerlo con vida… Pero mi cuerpo aún lo deseaba, mi lujuria aún no estaba saciada, y cada segundo que pasaba solo aumentaba mi necesidad de más, más, más…
—¡Lilith, por favor. Detente!—, rogó, con su voz, siendo apenas un susurro, quebrada por el miedo y la agonía, pero en sus ojos vi algo más. Vi la atracción, la oscuridad, el deseo prohibido que aún lo ataba a mí, a pesar de la muerte que acechaba en cada latido de su corazón.
Pero no hubo piedad en mí, no hubo compasión. Solo la necesidad insaciable de poseerlos, de llevarlos al límite, de ver hasta dónde podían llegar antes de romperse completamente. Y mientras uno de ellos, el más débil, se deslizaba hacia la inconsciencia, el otro, aún luchando por abrocharse los pantalones, finalmente logró abrir la puerta, tambaleándose hacia la salida, medio desnudo, con la chaqueta arrugada en una mano, descalzo y la otra apretando su pecho en un intento inútil de calmar su corazón desbocado.
Lo vi tropezar fuera del coche, con su cuerpo encorvado y tambaleante mientras corría, víctima del pánico, hacia la oscuridad, con su respiración convertida en un jadeo agónico. Aunque no era la idea, debía hacerme cargo del que lucía mareado y jadeando sin aire. Lo trasladaría a un centro asistencial.
El calor de su cuerpo aún estaba sobre mí, la sombra de su presencia aún me rodeaba, y sentí una oleada de satisfacción retorcida al saber que había llegado al límite, que los había llevado al borde de la muerte.
Pero no era suficiente. No podía ser suficiente. Mi cuerpo aún ardía, mi piel aún pedía más, mis manos temblaban con la necesidad de sentir, de tocar, de poseer. Y mientras el otro hombre se deslizaba hacia el olvido en las calles de la noche, con sus ojos vidriosos fijos en mí, supe que no había final para este deseo, que estaba atrapada en un ciclo interminable de lujuria y oscuridad.
Llena de un silencio mortal, me recosté en el asiento, dejando que la oscuridad me envolviera, sabiendo que esto era solo el comienzo, que el deseo nunca se extinguiría, que siempre buscaría más, hasta que no quedara nada en este mundo que pudiera saciarme.
Fué entonces cuando mis ojos, apenas entreabiertos, captaron un destello en el espejo retrovisor. Liam, (también un sesentón) el fiel conductor del Rolls, mantenía sus ojos fijos en mí a través del espejo, sus manos firmemente agarradas al volante, pero su respiración, apenas perceptible, traicionaba la calma que intentaba proyectar. Había algo en su mirada, una mezcla de curiosidad y lujuria reprimida, como si hubiera presenciado cada detalle, cada gemido, cada momento de nuestra depravación.
No pude evitar sonreír, un gesto lento y deliberado que sabía que él podía ver. Mis labios, aún húmedos con los rastros de lo que acababa de ocurrir, se curvaron en una invitación silenciosa. Liam había sido un testigo silencioso de la decadencia, un observador en las sombras, pero en sus ojos veía algo más, un fuego que esperaba ser avivado, una chispa de deseo que aún no había sido consumida.
Mientras me estiraba, con las tetas al aire y baboseadas, dejé que mi vestido cayera de nuevo sobre mis muslos, mis ojos no se apartaban de los suyos. Sentía cómo su respiración se aceleraba, cómo sus dedos tamborileaban nerviosamente en el volante. Sabía que había captado su atención, que el silencio entre nosotros estaba cargado con la promesa de algo más, algo que aún no se había desatado.
—Liam…—, susurré su nombre con voz baja y sensual, apenas audible, pero lo suficientemente clara como para que él la escuchara. Sus ojos se oscurecieron, un destello de incertidumbre mezclado con deseo, y supe que la semilla estaba plantada. Su tiempo llegaría, pronto. Había más oscuridad por explorar, más deseos por saciar, y sabía que él sería el siguiente.
No había prisa. Podía esperar. Sabía que la lujuria, una vez encendida, no se apagaba fácilmente, y que él también caería en mi abismo, tarde o temprano.
“¿A la Clinica señorita Ravenscroft?” preguntó Liam de manera diligente y británica.
“Sí Liam, al Hospital más cercano” susurré con mi voz apenas audible, sabiendo que él se encargaría de solucionar el problema cardíaco de mi ocasional amante mayorcito.
Y mientras el coche arrancaba suavemente, alejándose de la escena, me recosté contra el asiento con una satisfacción retorcida, mis dedos jugueteando perezosamente con el dobladillo de mi vestido, sintiendo el calor de la promesa no dicha entre nosotros. La noche aún era joven, y la oscuridad, como siempre, tenía mucho más que ofrecer.