Una tarde con una virgen
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Pasaba yo por una calle aledaña a la que yo vivía, para ir a saludar a una chica con la cual entreteníamos estrechas relaciones, que eran muy satisfactorias y, había un par de chicas paradas en una puerta que yo pensé era su casa, que me parecieron de lo más ligeras. Una era grande y blanca, tremendo culo, de apariencia más vulgar que otra cosa, no tenía cara ni cuerpo ni apariencia atractiva, para mi. La otra aunque se veía rústica, corriente, sin ser bonita, atrajo mi atención. Yo me acerqué a ella como el perro que huele el sexo de la hembra sintiendo, anticipadamente, el acoplamiento. Su apariencia era mas de provinciana que otra cosa y, era cierto, recién había llegado a la gran ciudad y estaba experimentando lo que en una ciudad pequeña no puede gozarse. Ignoro porqué razones ellas vivían juntas y, aún a presente, me importa un pito. Me gustó su cuerpo moreno, bien hecho, una piel de color uniforme, tersa, fina, juvenil y de carnes sólidas. Ella me transmitía, sin hablar, sensaciones que me atraían más y más. No puedo explicarlas, y en ese momento o en esos momentos, porque fueron muchos, no estaba para darme explicaciones ni buscar información alguna, lo que yo deseaba era pasar al acto lo más rápidamente posible para disfrutar de nuestra juventud.
Hablamos de todo y de nada, ni siquiera me recuerdo de qué, seguramente estupideces. Como estuvimos mucho tiempo platicando, nuestros ojos no se despegaban ni un instante, se diría que estaban unidos en un beso virtual retorciéndose y enroscándose como culebras, gozando de esa sensación divina de un abrazo libidinoso, lúbrico, cachondo, impúdico. No pude más y cogiéndola por las manos, la atraje hacia mí y la besé con un beso de tirabuzón, enroscando mi lengua a la suya yendo hasta el fondo de su esófago. La tenía por la cintura, bien apretada, sintiendo aquellas piernas de carnes sólidas masajear mi miembro y sintiendo éste toparle el entrepiernas. Ella no abría las piernas para nada, las tenía selladas, no pasaba ni el aire. Yo cada vez más caliente y audaz, trataba de levantarle la falda de su vestido, pero ella se resistía sin decir ni una sola palabra. Como ya era tarde cuando empezamos a platicar, la noche había avanzado y nosotros no teníamos ninguna intención de separarnos. Llegó el amigo de Paula y se metieron a un cuarto con una gran cama. Sofía, que así se llama la susodicha, me pidió que me fuera, pero yo insistí tanto en quedarme un rato más que paró acostándose en la cama en donde estaba su amiga con su el otro tipo. Yo me acosté a la par de ella y en total éramos cuatro en la misma cama.
Los otros como que estaban acostumbrados a tener compañía que no pusieron ninguna resistencia, es más, se dedicaron a hacerse el amor muy tranquilamente. Esta situación me ponía todavía más cachondo. Como estábamos vestidos, le dije que tenía mucho calor y que me iba a quitar la ropa, no dijo ni si ni no. Luego le quité su vestido y se quedo solo en ropa interior. Después de una ardua batalla pude quitarle su brassiere y, a la guerra como a la guerra, le arranqué su bikini. Qué mata de vellos más deliciosa, negritos, frisados, suavecitos, pero no me dejó meter ni un dedo. Las piernas me parecían como las piedras de los edificios de Machu Pichu, ni una hoja de rasurar podía deslizarse entre ellas. Me coloqué encima de ella para tratar de excitarla al máximo y fue completamente inútil. Horas y horas tratando de hacerla abrir las piernas y nada, por lo que de tanto frotarme contra su entrada sexual, exploté con gran fuerza que el líquido espermatozoide regado en nuestros abdómenes, hacía que nuestros cuerpos se deslizaran, esto aunado con los sudores de nuestros cuerpos bien abrazados y, además, de los otros dos al lado nuestro que no paraban sus juegos sexuales, hacía que los sudores fueran intensos, como en un baño sauna.
Como tenía que ir a trabajar, decidí que mejor me iba a casa. Se puso su vestido y me acompañó a la puerta. Mañana regresaré, es decir, hoy por la tarde porque son las tres de la madrugada. Quieres que vuelva?. Si, me contestó con su gesto de provinciana. Me fui con la tranca apuntando al cielo. Mi orgullo de seductor estaba en juego. Mi ego me repetía que no podía perderla. En mi cabeza se agolpaba la idea de poseerla y no me abandonó ni en mi cama ni en mi trabajo. Los ojos me brillaban de lujuria visualizando aquel cuerpo moreno, terso, de carnes sólidas y aquella mata de vellos que, eventualmente, tendrían que ser testigos de mi presencia viril. No puede ser que no sea capaz de abrirle las piernas, tengo que encontrar la manera. No puede ser que no sienta nada, es casi imposible. Ella es de fuego y yo también, tenemos que hacer un incendio sexual, me decía secretamente apretando los dientes con la mirada fija en un punto cualquiera sin saber qué estaba viendo. Recorría, imaginariamente, su cuerpo y hasta le di vuelta. La puse boca abajo para ver si por detrás sería más fácil. Esta noche tengo que intentar algo más efectivo, me decía. Tratando de convencerme que yo era capaz de eso y más. Hasta ahora ningún culito se me ha escapado, porqué ésta se me va a escapar?. Estas y miles de preguntas y conjeturas alimentaban mi imaginación libidinosa y mi instrumento goteaba de deseo, saboreando desde ya, la posesión de esa concha que, hasta el momento no había podido conocer, y menos saborear. Hubiera querido intentar con la lengua lo que mi pene no logró, pero creo que la hubiera mandado a bañarse antes.
Como el perro en celo, regresé con la firme convicción que esa sería mi noche. Iba erguido, como una carpa de circo. Iba como indicando la dirección a la cual me dirigía. Allí estaba ella, esperándome, como convenido. Te traje algo de comer y de tomar, comencé por decirle dándole una bolsa de víveres. Entra, me dijo. Nos fuimos a instalar en una mesa pequeña para que pudiera disfrutar las golosinas. No podía quitarle la vista de encima. La desnudaba toda con la mirada y babeaba. Ella se hacía la desentendida, pero la empecé a besar y a acariciar y se dejó hacer y deshacer apasionadamente. Era completamente otra de lo que había sido la noche anterior. Le brotaba fuego, estaba ardiendo y yo también.
Espérame un momento, por favor, me dijo y salió. Cuando regresó venía bien bañada, excepcionalmente limpia, vestida de blanco casi transparente y se veía a través su ropa interior blanca, también. No podía yo soportar aquella visión, aquel cuerpo casi perfecto, de mujer de fuego, sin precipitarme a comérmela completamente. Pude, finalmente, quitarle toda sus prendas y acostarla delicadamente en la gran cama. Su amiga Paula había salido y no sabía a qué horas regresaría, de todos modos, que me importaba. Pude saborearla a mi antojo. Acariciarla por delante y por detrás. Todas las imágenes que durante el día me habían perseguido, las estaba realizando. Qué delicia de chica. Pero no abrió las piernas!!!. Apenas me dejó pasarle la lengua en la puntita del clítoris que no pudo soportar mi fuego y, yo estaba seguro, de que había alcanzado algunos orgasmos, pues cuando le pasaba las manos por debajo de las nalgas, se sentía la corriente de sus líquidos más íntimos deslizándose indiscretamente por sus muslos. La lujuria total. Me tuve que masturbar con sus entrepiernas otra vez, no me dejó penetrarla y ya yo estaba completamente exhausto de intentar esto y lo otro y nada. Otra vez salí de madrugada y otra vez le prometí volver por la tarde. Una semana pasó y la situación no cambió nada. Yo estaba al borde de mandarla cuarenta mil veces a la mierda y quedarme frustrado, pero mi orgullo de macho herido, me hizo volver. Un sábado les ayudé a cambiarse de casa. Esta vez alquilaron un apartamento con dos habitaciones y sus demás servicios. Instalamos todo en sus respectivos lugares y su amiga salió y nos dejó solos toda la tarde.
Como había mucho calor, nos fuimos a bañar. Yo la lavé como se debe tomando mi tiempo y, especialmente, en sus partes íntimas que, esta vez, me fueron ofrecidas sin ningún esfuerzo. Aquel antro de lujuria escurría de furor y de placer y aunado con el agua de la regadera, le bañaba las piernas. Aquellas tetas divinas, morenas, medianas, sólidas, tenían los pezones apuntándome sin recato. Yo le apuntaba con mi instrumento, pero no me dejó penetrarla. Salimos del baño y me invitó a comer algo que ella misma había preparado. No me recuerdo que fue, me lo comí sin quitarle la mirada. Era como un imán, irresistible. Yo estaba completamente seguro de que ella se estaba muriendo por acoplarse conmigo, pero algo la retenía y yo deseaba saber qué era, para vencerlo.
La empecé a besar y nos fuimos bien abrazados hacia su cuarto y caímos en su cama como pegados con una cola especial. AH, que sorpresa cuando me coloqué encima de ella que abrió las piernas y mi cuerpo pudo, finalmente, ser abrazado por aquellos músculos de acero. Me la harté toda. La cara, el cuello, las tetas, los abdominales y, finalmente, llegué hasta la meta. Estaba completamente desbordada de líquidos íntimas de ansiedad y de deseo de ser poseída. Mi lengua no tuvo ningún empacho ni impedimento alguno para disfrutar de ella completamente, totalmente, hasta el fondo mismo. Ella me apretaba contra si halándome la cabeza contra su sexo y en movimientos rotatorios y otros de atrás para adelante y de adelante para atrás, solo mugía y se retorcía en mi boca. A pesar de que todavía le quedaban energías y reservas, se tomó una pausa para recostarse y relajarse.
Aprovechando esos instantes en que ella estaba recargando sus baterías, aproveché para besarla todita. La puse boca abajo y empecé a darle un masaje desde los pies hasta el cuello. Aproveché para hurgarse el trasero con mi instrumento que goteaba y goteaba y se deslizaba por aquel sendero entre nalgas y la piel se le erizaba y se me pegaba más y más. Poco a poco se dio vuelta y abrió las piernas y yo quedé exactamente casi dentro de su vagina. “Nunca he estado con un hombre y menos de esta manera,” me dijo, con sus ojos de provinciana angustiada. Deseas gozar como lo has venido haciendo durante toda la tarde?, le pregunté. “Si, pero me da miedo,” me contestó”. Bésame y abrázame muy fuerte y piensa que es lo más divino que te puede ocurrir. Empecé a frotarme a todo lo largo de su rajita, para que sintiera mi instrumento en todo su esplendor. Se mojaba y se mojaba una y otra vez y mugía y pujaba. La introducción fue gloriosa, era el premio a mi constancia, paciencia y esfuerzo. Cuando se sintió completamente llena, me apresó con sus piernas de acero y me tiraba hacia ella con tremenda fuerza y yo la embestía sin piedad en un mete y saca, mete y saca, mete y saca, sin fin, hasta que no pude soportar el fuego de aquella vulva que me quemaba y la llené totalmente con mi leche: aaaahhhh, me quejaba yo, y ella me hacía coro con sus mugidos y sus quejidos hhhuuummm aaahhh.
Nos quedamos abrazados horas de horas haciendo el amor como locos, una y otra vez y mil veces. Todavía siento la humedad de su sexo cuando pienso en ella. Su primera vez, estoy seguro, fue una experiencia fuera de este mundo.