La vitamina C de Laurita
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Se llamaba Laura Jiménez, tenía 30 años y un cuerpo de escándalo. Mediría 1,80 y sus medidas quitaban el hipo. Realmente imponía tener que mirar para arriba cuando hablas con una chica. Yo mido 1,78 pero los tacones que suelen llevar las chicas (ella los llevaba discretos, de unos 5 cm) hacían que ella me dejase bajito. Su sola presencia física ya imponía un cierto respeto y esto había que añadir su enorme éxito profesional. Antes de los 30 años ya era ejecutiva de la empresa de telecomunicaciones más conocida en la ciudad. Tenía fama de ser despiadada en el trabajo, tanto con sus subordinados (que eran muchos) como con sus competidores. Encarnaba perfectamente aquel estereotipo de los años 80 y 90 de “ejecutiva agresiva”. Lo cierto es que se había convertido en una especie de leyenda para los universitarios, en un ejemplo a seguir.
Yo había oído hablar de ella en mis tiempos jóvenes, pero como era cuatro años menor que ella, no recuerdo haberla conocido en la facultad. Por vía de algunos amigos me enteré de más cosas de la chica en cuestión. Tenía fama de ser una mujer fatal. No estaba casada ni se sabía que tuviese novio. Parecía ser que elegía cuidadosamente a los hombres con los que se acostaba, pero nunca duraban sus relaciones más de una noche. Se decía que más de uno de sus amores de una noche contaban que su apetito sexual era ilimitado, insaciable, pero que al día siguiente no quería saber nada con ellos. No aceptaba llamadas, ni mensajes, ni nada por el estilo, sino que volvía a concentrarse en su trabajo. Eso hasta que encontrase a otro tipo (parece ser que en general debían tener alrededor de 35 años) con quien le apeteciese una intensa sesión de sexo.
Cierta noche de viernes estaba yo con unos amigos en uno de esos bares musicales, medio pub, medio discoteca, en los que ponían música española y no daban bebidas de garrafón. El local era amplio, bien iluminado y la música sonaba alta, pero no demasiado. Así que allí se podía beber, bailar o charlar, o las tres cosas al tiempo. En mi grupo estábamos cuatro chicos y cinco chicas, que no éramos amigos desde la infancia, pero que nos habíamos ido conociendo desde nuestros días universitarios. Estábamos charlando y tomando unos cubatas en una esquina de la barra cuando uno de mis amigos dijo:
– Javi ¿a qué no sabes quién está bailando en el centro de la pista? Laura Jiménez, alias Laurita la terrible.
– ¿Quién dices? – pregunté mientras enfocaba la vista hacía un grupo de gente bailando.
– ¿No la ves? Está ahí mismo, bailando a toda marcha – contestó él.
La verdad es que lo de Laurita la terrible era la primera vez que lo oía, pero pude distinguir una figura que resaltaba sobre el resto. Estaba a unos cinco metros, de espaldas a mí, así que lo pude ver todo bien claro. Tenía unas piernas largas e inmensas, coronadas por un culo que muchas quinceañeras quisieran para sí. Vestía muy ajustada, con unas mallas grises de cintura para abajo, zapatos con un poco de tacón y camiseta gris oscura ceñida. Desde luego a la chica le encantaba marcar formas. Movía su pelo castaño, ondulado y largo con gran soltura. Continué mirando durante unos minutos, para luego volver mi atención a la conversación con mi grupo.
– No está mal la chica… – deje caer como si nada.
– Pues a mí no me parece para tanto – comentó una de mis amigas -. Me parece que se lo tiene muy creído.
– Está más que bien, pero prefiere hombres mayores, o eso es lo que dicen – intervino otra de mis amigas.
– Vamos Javi, que ese manjar no está al alcance de nuestras bocas ni de nuestros bolsillos – dijo Israel, que era quién primero descubrió la presencia de ella allí.
– No veo por qué. La verdad es que los tíos con los que está me parecen algo rancios. Tal vez le apetezca un poco de aire fresco – respondí.
Lo cierto es que estaba bastante animado aquel día y me sentía más audaz que de costumbre. En ese momento ella se acercó a la barra, a unos dos metros de mí. Yo la miraba fijamente y ella me devolvió la mirada, acompañada de una sonrisa. Al cabo de un minuto volvió a mirarme. Yo ya había reducido la distancia que nos separaba, dejándola en menos de un metro. De repente ella me dijo:
– Perdona ¿nos conocemos de algo?
– No, que yo sepa. Lo cual es una pena, por cierto – dije en tono divertido.
Ella rió por la ocurrencia y continuó hablando:
– ¿Puedo invitarte a tomar algo?
– Por supuesto. Lo que estés tomando tú – respondí.
Esto debía ser Laura en estado puro: no esperaba a que los chicos la invitasen, sino que tomaba ella la iniciativa. Pidió dos vodkas, pero no acompañados con el típico refresco con burbujas, sino con zumo de naranja. Cogimos los vasos, brindamos y bebimos.
– ¿Con zumo de naranja? – pregunté curioso.
– Así se consigue un aporte extra de vitamina C, que siempre viene bien para todo – respondió ella.
Cara a cara su presencia era demoledora. Sus ojos quedaban por encima de los míos y eran unos ojos oscuros, grandes y profundos. Su cara presentaba unas facciones perfectas, suaves, pero expresivas. La nariz era bien proporcionada y los labios no muy grandes, pero de apariencia jugosa. La melena ondulada caía sobre sus hombros, abundante y brillante. Sus pechos eran generosos, firmes y rotundos. La cintura, estrecha, lo mismo que las caderas. Más abajo estaban sus espectaculares piernas, de unas proporciones perfectas. Después del primer trago nos presentamos:
– Me llamo Javi – dije.
– Yo soy Laura – contestó, antes de darnos dos besos.
Hablamos unos minutos, mientras dábamos buena cuenta de nuestras bebidas. Cuando acabamos pedí otros dos vasos de lo mismo. Hacía años que no tomaba vodka, pero con el zumo de naranja estaba genial. Seguimos charlando de temas sin importancia, cuando empezó a sonar la canción Las Chicas son Guerreras, del grupo Coz. En una de las estrofas la canción decía “jugar con ellas es como manejar la nitroglicerina. Tienen más vatios que una nuclear y no son tan dañinas y la más cardo puede tener sabor a mandarina”. Esto se refería naturalmente a las chicas. No se por qué encajé aquella estrofa con Laurita. Era evidente que ella no era ningún cardo, pero estaba yo seguro de que su cuerpo sabría mejor que las mandarinas. A los cinco minutos ella miró a la derecha. Si mirada fue a parar a un tipo apoyado en la barra, de treinta y muchos años, con el pelo algo cano y de apariencia vulgar. Estaba a unos metros de nosotros y pude ver que ella miraba hacia él cada vez con más frecuencia. Al final dijo:
– Creo que te tengo que dejar. El tío con el que he venido se está aburriendo.
Miré para él y estuve a punto de tirar la toalla, pero aquella noche estaba yo de un animado y de un atrevido sorprendente. Así que puse cara de póker, miré a los ojos de Laura y dije:
– ¿Siempre tienes tan mal gusto para con los hombres?
Ella me miró sorprendida. Estaba claro que no se esperaba algo así. Al momento recuperó la compostura y dijo:
– ¡Vaya con el jovencito! ¿Crees que debo buscarme algo mejor?
– Evidentemente sí – contesté, sin cambiar la expresión del rostro.
– ¿Me estás desafiando? – preguntó ella, clavando sus ojazos sobre los míos.
– ¿Te molestaría que así fuese? – repliqué.
– No, para nada. Me encanta que me desafíen –dijo, con una mirada entre gélida y apasionada-. Vámonos a otra parte.
Cogió mi mano y salimos del bar. Pude ver la expresión de sorpresa de mis amigos y amigas, al verme salir del bar con aquel monumento. Ella ni siquiera se molestó en avisar al tipo de la barra. Estaba claro que Laura jugaba fuerte, pero aquel día yo también estaba dispuesto a jugarme el físico. La ocasión lo merecía.
Me llevó a su casa, que estaba en una calle céntrica, a no más de diez minutos del bar en el que nos habíamos conocido. Su piso era impresionante: un ático de unos 120 metros, amueblado a todo lujo. Tenía en el salón sofá y sillones de cuero negro, equipo de vídeo y de música ultramoderno, televisión de 48 pulgadas… Era una gozada de lujo y buen gusto. La verdad es que me sentía como si estuviese en la guarida de la leona. Aquel salón enorme (unos 40 metros cuadrados) tenía una pequeña barra, como los pisos americanos.
– Siéntate – me dijo -, que yo voy a preparar algo de beber.
La bebida que preparó me dejó perplejo. Mezcló una parte de zumo de limón con dos partes de agua, añadió una cucharadita de azúcar, una rama de canela y un generoso chorro de ron dulce. Lo mezcló y lo sirvió en dos vasos anchos, con un par de cubitos de hielo. Me dio uno de los vasos y yo probé aquello. Estaba exquisito, con un toque entre ácido y dulce, destacando el aroma de la canela.
– ¿Esto es por lo de la vitamina C? – pregunté riendo.
– En realidad la canela tiene un efecto afrodisíaco, potenciado por el ron dulce. Ya verás que bien nos va a dejar el cuerpo – respondió.
Se levantó al equipo de música y me preguntó por mis preferencias. “¿Tienes algo de Dire Straits?”, pregunté. “Por supuesto”, dijo ella mientras metía un CD. Al momento empezó a sonar el tema Walk of life, no demasiado alto. Se sentó a mi lado y en el sofá su figura seguía imponiendo respeto. Posó sobre mí sus ojos escrutadores y preguntó:
– ¿Seguro que no nos conocemos de antes?
– La verdad es que yo a ti sí. En la facultad de económicas eres una especie de leyenda – respondí.
– Claro, tú estudiabas económicas. Ahora recuerdo que en la biblioteca te sentabas frente a la entrada, al lado de una de las ventanas – dijo con seguridad.
Eso era verdad. Lo increíble era que Laura recordase esos detalles, ya que hacía varios años que ambos habíamos acabado la carrera (ella acabó bastantes años antes que yo, por la edad y porque era mejor estudiante). Asentí con la cabeza a su afirmación y ella continuó diciendo:
– Has cambiado, de aquella no eras más que un pipiolo, pero ahora estás más que bien.
– Muchas gracias, eres muy amable – respondí.
Pero la verdad es que yo hablaba sin pensar. Toda mi atención estaba en el precioso cuerpo de ella. No sé si fue la bebida que ella preparó, si fue el ambiente o si fueron mis ganas de tirármela, pero no pude aguantar más. Acabé el vaso, lo dejé en la mesa y, sin previo aviso, me tiré a su cuello, besándolo con ganas. Ella no ofreció la más mínima resistencia y se reclinó ligeramente en el sofá, dejándome hacer. Mi boca recorrió su cuello, su cara y fue a parar a sus labios. Nos dimos un morreo intenso y ardiente, dejando que nuestras lenguas jugasen, primero dentro de la boca y después fuera. Ambos estábamos ya calientes, por lo que ella dijo:
– Vamos a la cama estaremos más cómodos.
Seguí sus pasos y llegamos a una habitación enorme. Allí había otro equipo de música, una televisión pequeña, un ordenador y periféricos de última generación, montones de libros y una cama impresionante, cuadrada, que debía medir dos por dos. Ella se sentó tranquilamente en la cama, que hizo un sonido extraño.
– Es una cama de agua, ya verás que cómoda es. Pero primero vete desnudándote. Son las normas.
No tuve problemas en obedecer. En un minuto me había quitado todo: la camisa, los zapatos, los calcetines, los pantalones y los slips, quedando desnudo del todo. Ella observaba con curiosidad. La verdad es que mi cuerpo es normal, pero no estoy ni gordo ni delgado. Otro tanto puede decirse de mi polla, que tiene un tamaño medio (unos 15 cm). Ella observaba con expresión de creciente curiosidad mi interpretación particular de Full Monty. Al final dijo:
– Con ropa estabas bien, pero sin ella estás mejor aún. Ahora siéntate y observa.
Me senté desnudo en la cama y ella se puso de pie y se fue quitando la ropa, muy despacio. Primero la camiseta ceñida (los zapatos ya no los tenía puestos). Después las mallas ajustadas que cubrían sus inmensas piernas. Por último fue a por su ropa interior: un conjunto de sujetador y braguitas color malva. Su cuerpo desnudo era más de lo que cualquiera podía soportar. Sus tetas eran firmes y estaban coronadas por unos pezones duros y erizados. Más abajo estaba su coño, cubierto por un vello muy rizado y recortado. Se acercó lentamente a la cama. Cuando estuvo a tiro de mis brazos, agarré su cintura y tiré hacia mí con fuerza. El resultado fue que nos dimos un revolcón en aquella cama de agua, que sonó igual que las olas del mar. Ella cayó encima de mí y me sujetó los brazos con fuerza, aunque huelga decir que yo no me pensaba escapar a ninguna parte. Sentí sus duros pezones rozarme el pecho. Seguro que ella notó los latidos de mi corazón. Cuando comenzó a lamerme el pecho dejé que mi mente flotara. Su lengua húmeda y ágil recorría juguetona mis tetillas, poniéndome a cien. Ella parecía una fiera en celo, que trataba de devorarme. Nuestros cuerpos se rozaban y se frotaban, en un cálido y ardiente forcejeo.
Al poco rato me tocó a mí probar si su piel realmente sabía a mandarinas. La textura suave de su epidermis era deliciosa. Siempre se ha dicho que cada chica tiene un sabor diferente, pero el de ella era realmente delicioso. Subí con la lengua por el estómago plano de ella, camino de sus estupendas tetas. Las fui chupando en círculos, acercándome cada vez más a los pezones, pero sin llegar a rozarlos. Ella gemía, suspiraba, jadeaba, disfrutando de mi lenta tortura. Al final, por sorpresa, mordí con suavidad uno de sus pezones. En realidad solo fue un roce con los dientes, pero ella se retorció de gusto y agarró mi cabeza para animarme a seguir. Luego apliqué las manos a sus largos y bien torneados muslos, subiéndolas despacio. Finalmente empecé a lamer su coño, muy mojado a estas alturas, mientras pellizcaba un poco sus duros pezones. Ella gimió profundamente, suspiró hondo y dijo:
– ¡Sigue! ¡Sigue! ¡Sigue!
Por su grito ahogado y por la gran cantidad de jugos que afloraron a mi boca, comprendí que había tenido un orgasmo. Estaba tumbada, con los ojos cerrados y con la lengua recorriendo sus labios. Con voz débil dijo “que ricooo”.
Dejé que descansase unos segundos, tras los cuales ya recuperada, decidió pasar a la ofensiva:
– Ahora te toca a ti, campeón. Déjame probar esa polla que tienes.
En realidad la chupó un poco, pero no hacía falta. Mi polla estaba a punto para cualquier cosa, ya que aquella noche me sorprendí de mi propia potencia. Laura agregó un par de meneos, pero no se demoró demasiado en pedir lo que ambos deseábamos:
– Vamos a ver si también sabes follar bien a una mujer.
– Se hará lo que se pueda – contesté, con la seguridad de que lo iba a hacer de maravilla.
Colocó un condón “sensible” (eso ponía en la caja) sobre mi polla y se tumbó de lado en la cama, indicándome la postura en la que quería que se lo hiciese. Me tumbé detrás de ella, con el pecho apoyado en su espalda, y coloqué la herramienta rozando sus firmes nalgas. Sentí sus dedos colocármela en la abertura de su vagina y acto seguido comencé a empujar despacio. No hubo ningún problema para penetrar sus húmedas carnes, que se abrieron fácilmente ante mi acometida. Se la metí entera, notando la deliciosa presión de su sexo. Empecé un suave mete-saca, mientras mi lengua recorría su cara y con las manos acariciaba sus pezones. Ella, por su parte, se tocaba el clítoris sin ningún recato. Ambos jadeábamos de forma acompasada, disfrutando de nuestro combate particular. Los suaves quejidos de ella sonaban de maravilla en mis oídos, por lo que aumenté el ritmo de mis entradas y salidas en su sexo mojado.
– ¡Ahhhhh! Estoy empapada, es delicioso cómo lo haces – dijo ella entre gemidos.
– Tú tampoco lo haces nada mal, me encanta follarte – respondí.
Cambiamos de postura y ella se sentó sobre mi polla, cara contra cara, lengua contra lengua, clavándose a tope mi polla y botando sobre ella. No tardó en correrse otra vez, mientras exclamaba:
– ¡Ohhhh! ¡Es increíble lo bien que lo haces! ¡Vaya orgasmoooo!
– Me encanta que te guste, yo también me voy a correr, ahhhh – fue lo último que pude decir.
Sentí la deliciosa presión del látex en mi polla y eyaculé, sintiendo que el cuerpo se concentraba en un solo punto. Eché ligeramente la espalda atrás y me apoyé sobre los codos, con la cabeza dándome vueltas. Quité el condón, até el inevitable nudo y se lo di a Laura, que se levantó para tirarlo a la basura. Limpió después mi polla, con una delicadeza y un mimo que no pegaban para nada con la imagen fría y despiadada de ella. Se tumbó a mi lado, apagó la luz y entrelazamos nuestros cuerpos desnudos. Ni siquiera nos molestamos en taparnos, ya que el ático hacía una temperatura perfecta, además del calor de nuestros cuerpos. La verdad es que no entraba en mis planes quedarme a dormir con ella, pero dado que ella no dijo nada en contra, me fui sumiendo en un delicioso sopor, notando en la piel la suave caricia de su respiración.
Un rayo de sol en la cara me despertó. La persiana estaba solo a medio bajar y la luz de la mañana iluminaba perfectamente la habitación. Abrazada a mi cuerpo estaba Laura, con los ojos abiertos, mirándome fijamente.
– ¿Qué hora es? – pregunté.
– Casi las nueve – contestó ella.
– Disculpa, pensé que me iba a despertar antes, pero en un momento me voy y no te molesto más – me apresuré a decir, recordando que los amantes de Laurita solo duraban una noche. No fuese a ser que a los que se demoraban más les ocurriese algo desagradable, como ser expulsados a patadas o cosas peores.
– No te preocupes, es sábado y no tengo nada que hacer – dijo ella con voz tranquilizadora.
Hice una pasada rápida por el servicio, con el propósito de aliviar mi vejiga. Me lave la cara y estaba decidido a marcharme cuanto antes. Volví a la habitación y ella seguía tumbada en la cama, boca arriba, en una postura entre sensual y descuidada, con las piernas abiertas y una mano sobre un pecho. Estaba tratando de encontrar todas mis prendas para vestirme cuando ella dijo:
– No te marches todavía. Túmbate un poco conmigo, anda.
Su voz tenía un tono entre suplicante y meloso. La verdad es que no pude ni quise negarme a complacerla, por lo que me tumbé a su lado. Traté de no excitarme de nuevo, pero la suavidad de su carne y sus caricias de apariencia inofensiva, no me lo permitieron. Mi polla volvió a crecer sin que me fuera posible hacer nada al respecto.
– Vaya ¿aún no has tenido suficiente? – dijo ella riendo, cuando advirtió mi reacción.
– Bueno, yo… – intenté justificarme.
– Ahora verás, te voy a dar tu merecido por atrevido – replicó ella, al tiempo que agarraba mi polla con la mano.
Con agilidad felina se giró sobre mi cuerpo. Noté sus rodillas a ambos lados de mi cara, mientras su boca se acercaba a mi polla prisionera. Chupó la punta casi con furia, haciendo que me temblase todo el cuerpo. Acto seguido balanceó sus caderas con suavidad y fue bajando su chochito hasta la altura de mi cara. Estaba claro lo que pretendía. El caso es que nos chupamos mútuamente como si el mundo se fuera a acabar ese día. Metí un dedo en su coño mojado, después otro y luego otro más, mientras lamía su clítoris hinchado. Ella chupaba mi polla con una habilidad fuera de toda duda, meneándomela con la mano. Era estupendo. Cuando coloqué un dedo sobre su ano ella suspiró con fuerza. Al rato ella se corrió chillando, con mi lengua aún en su clítoris, dos dedos en el coño y otro más dentro de su ano. Sus fluidos resbalaron, ricos y abundantes, por mi boca, mientras yo me relamía de gusto.
Dejé de relamer cuando noté que yo también me iba a correr. Relajé todos los músculos del cuerpo y solté todo mi esperma en su boca, gimiendo de gusto. Ella chupó golosa todo mi semen, hasta que mi polla quedó limpia del todo.
– Mmmm, que semen tan delicioso tienes. Me encanta comerlo, es tan calentito y espeso…
Aquel fue un asalto breve, oral y salvaje, pero no por ello menos intenso. La boca de Laura aún tenía algunos restos de mi corrida, pero su cara mostraba una expresión serena, de placer y control al mismo tiempo. Yo estaba como en las nubes, disfrutando de las sensaciones intensas que ella me daba. Un rato después (no sabría decir cuantos minutos habían pasado) ella se levantó. Pude oír claramente el agua de la ducha, pero no me moví de la cama. A los pocos minutos apareció ella envuelta en un precioso albornoz color marrón. Me dijo:
– Date una ducha si quieres. Mientras tanto yo prepararé algo de desayunar.
Acepté encantado. Me duché en un momento y, tras lograr encontrar mis prendas, me vestí. De la cocina venía un olorcito tentador, de café y tostadas, así que me encamine para allá. Laura estaba sentada en la mesa, vestida con una camiseta blanca y unos pantaloncitos cortos. Me senté y contemplé el festín que me había preparado: café con leche, tostadas con mermelada de fresa, brioches con mantequilla y zumo.
– A esto es a lo que llamo yo un buen desayuno – comenté.
– Creo que nos lo hemos ganado – fue su respuesta.
Me puse a comer con buen apetito. Cogí la copa de zumo y miré su contenido.
– ¿Zumo de naranja? – pregunté.
– No, de pomelo – contestó ella -. Pruébalo, está muy bueno. Y también tiene mucha vitamina C.
Mientras desayunábamos (ella también comía de lo lindo) no pude resistirme a la tentación de hacer el siguiente comentario:
– Supongo que a partir de ahora soy una muesca más en tu revólver.
– Sí, más o menos – contestó ella sin dejar de comer.
– En cualquier caso ha merecido la pena – seguí diciendo.
– Me lo he pasado muy bien contigo – dijo Laura -, pero no me voy a comprometer ni contigo ni con nadie. Si te sirve de consuelo, no recuerdo habérmelo pasado tan bien con nadie en la cama.
– Eso se lo dirás a todos. No necesito consolarme, pero creo que tienes miedo – repliqué -. Miedo de que la situación se te pueda escapar de las manos.
– Tal vez, pero esto no se lo digo a todos – contestó, en un tono que para nada invitaba a proseguir la conversación.
Me levanté de la mesa, cogí la chaqueta de cuero y dije simplemente:
– Ha sido un placer conocerte. Adiós.
Y me fui de aquel piso tan extraordinario, habitado por aquella mujer tan extraordinaria. En la calle hacía bastante fresco aquella mañana de sábado.
El lunes reanudé la rutina habitual, aún con el recuerdo de Laura en la cabeza. Pero yo me consideraba una persona realista, por lo que sabía que aquello solo había sido una deliciosa parada en el camino y que la vida continuaba. Eso pensaba yo, pero al parecer mi jefe tenía otros problemas. Yo trabajaba en una pequeña empresa, que vivía de las subcontratas que podía lograr de las empresas más grandes, donde desempeñaba el papel de gerente o segundo de a bordo. El martes, a las diez de la mañana, tuve una conversación con el jefe. Había que negociar la concesión de una nueva subcontrata con una multinacional y yo sería el encargado de hacerlo. Me lo expuso todo con claridad y sin rodeos:
– De este contrato depende la supervivencia de nuestra empresa. Si la cosa sale mal, todo se irá al garete. El sector no atraviesa un buen momento, lo sabes.
– Sí, desde luego – respondí.
– Necesito que seas tú quien negocie el contrato. No será fácil, ya que la competencia hila fino, pero tenemos que conseguirlo y por este precio – añadió, al tiempo que me enseñaba una hoja con números.
Asimilé en un momento aquellas cifras, mientras él siguió diciendo:
– Yo no puedo ir a negociarlo. Sería un síntoma de debilidad por nuestra parte el que el director de la empresa se ocupase de estas cosas. Comprenderían que estamos desesperados y nos apretarían hasta matarnos.
– Ya veo. ¿Cuándo estamos citados? – quise saber.
– Mañana por la mañana, a las diez. Hasta hoy no me han confirmado la hora, por lo que no pude avisarte antes. Pero tendrás tiempo de prepararlo todo bien. Confío en ti. Te juegas el destino de la empresa y de los 25 trabajadores.
– ¿Quién negociará del otro lado? – seguí preguntando.
– La directora de inversiones y desarrollo. Es la mano derecha del presidente, una tal Laura Jiménez. No sé si te suena – respondió.
La verdad es que sí me sonaba. Casi se me para el corazón cuando escuché su nombre. En la cama de agua había logrado mantener el tipo con ella, pero esto era diferente. Estaba en su terreno, en situación de inferioridad, contra una rival dura y experta, curtida en cien batallas. Traté de mantener la calma y dije:
– Me suena. De oídas. Una chica joven, dura y muy eficaz, por lo que cuentan.
– No te lo pondrá fácil, pero hay que intentarlo. Recuerda, mañana a las diez. Ésta es la dirección – dijo, concluyendo nuestra conversación.
Ya me imaginaba yo que el asunto no iba a ser fácil. Durante todo el día me estuve empapando de cifras y datos. Tracé unas cuantas estrategias, aunque me imaginaba que si “Laurita la terrible” hacía honor a su nombre de guerra, de muy poco me iban a servir. Pasé toda la tarde frente al ordenador, redactando un informe de lo más convincente, con tablas de datos, gráficos y todo lo demás. Me imaginé que aquella noche no podría dormir, pero el caso es que a eso de las doce me metí en la cama y me fui durmiendo poco a poco, mientras pensaba en los distinta que iba a ser esta cita con Laura, en comparación con el asalto del fin de semana anterior.
A las ocho en punto de la mañana el despertador me recordó que tenía cosas que hacer. Ducha, afeitado, lavado de dientes, desayuno y un cigarrito. Me vestí de modo elegante, ya que en cualquier negociación el aspecto es la tarjeta de visita: traje oscuro, camisa azul celeste, corbata en tonos marrones y colonia deportiva. Revisé una vez más los documentos, guardándolos todos en una carpeta. A eso de las nueve y media salí de casa, con paso firme y hormigueo por todo el cuerpo. A las diez menos cinco llegué a la sede de la multinacional. Me presenté a la recepcionista, la cual me invitó a sentarme unos minutos, que aproveché para ojear el periódico color salmón que acababa de comprar. A las diez en punto la recepcionista se acercó a mí diciendo:
– Acompáñeme, por favor, la señorita Jiménez le está esperando.
Subimos a la segunda planta y me hizo pasar al despacho de ella. Quedé impresionado por lo que vi. Era un despacho enorme, muy diferente al mío, decorado lujosamente. En él había dos ordenadores modernos, impresoras láser, una fotocopiadora, muebles de roble, sillones de cuero,… Al otro lado de la gran mesa de escritorio estaba ella. Se levantó cuando yo entré, estrechó mi mano y me invitó a sentarme.
– Así que me toca negociar contigo lo referente a los contratos de mantenimiento – dijo enseguida.
– Eso parece. Espero que nos pongamos de acuerdo – respondí muy serio.
La verdad es que su presencia era aún más imponente que cuando nos conocimos, hace unos pocos días. Su aspecto era el de una ejecutiva de película americana. El pelo brillante, marrón y ondulado, perfectamente peinado. La sombra de ojos estaba aplicada con discreción, sin excesos. Vestía un traje de chaqueta y falda corta, color crema, acompañado de zapatos negros, medias negras y blusa azul oscuro. Se sentó frente a mí, al otro lado de la mesa, clavando en mis ojos su mirada penetrante. Me daba a mí que, al igual que en muchos casos las cañas pueden volverse lanzas, aquí las dulces mandarinas podían volverse limones agrios. Trate de estar sereno, aparentando seguridad y una cierta indiferencia respecto a ese contrato. Pero al cabo de diez minutos ella ya había desmontado todos mis argumentos. Para redondear su triunfo me enseñó unas hojas con las cuentas de la empresa en la que yo trabajaba.
– Por lo que veo no estáis muy boyantes. Sin este contrato estaréis muertos, más tarde o más temprano – dijo tranquilamente.
– Ya lo sé. Yo elaboré esas cuentas, pero lo que no me cuadra es como has tenido acceso a ellas – respondí.
– Te sorprenderías de los contactos que tengo.
Por supuesto que ella tenía contactos, bien lo sabía yo. Seguro que se había acostado con algún tipo del registro mercantil, el cual, embobado por sus encantos, había accedido a facilitar a Laura las cuentas de las empresas con las que ella iba a tener que tratar. Definitivamente los limones empezaban a mostrar su sabor más ácido. La situación parecía estar perdida, tanto para mí como para la empresa. Laura se recostaba satisfecha sobre el respaldo de su sillón. Para ella yo y mi empresa no éramos nada más que dos víctimas, que perecerían trituradas por sus dientes. Pero ella no se relajaba. Seguía en guardia, como si temiese alguna jugada de última hora por mi parte. Lo cierto es que yo ya no tenía triunfos en la mano, ni ases en la manga. Empresarialmente la partida estaba perdida, pero siempre escuché decir a mi padre que cuando algo está en el fondo se tiene la ventaja de que no hay nada que perder. Por ello dije lo siguiente:
– Si no firmas el contrato perderás algo importante.
– No veo qué – contestó ella, con la espalda totalmente pegada al sillón.
– A mí. No me volverás a ver y sospecho que eso no te agradaría demasiado – respondí con cara de póker.
Esperé a que ella respondiese, apoyando los codos sobre la mesa y acercando la cara hacia ella. Era una maniobra audaz, desesperada, pero nada más me quedaba. Su respuesta tardó un buen puñado de segundos.
– Solo con mover un dedo tengo todos los tíos que quiera. No te necesito para nada – respondió, echando su precioso cuerpo hacia delante.
– Ya lo sé, pero sospecho que eso no te compensa lo más mínimo. Bien sabes que yo valgo más que todo eso – repliqué.
– ¿Qué te hace pensar así? – preguntó ella.
– Que cuando me dijiste que solo iba a ser una muesca más en tu revólver, te tembló la voz. A ti nunca te tiembla la voz, ni en los negocios ni en el sexo. Pero en aquel momento noté que no lo tenías nada claro – respondí.
Nuestras caras se acercaron, hasta quedar a pocos centímetros. No aparté la mirada de sus ojos, que ahora estaban más relajados. Ya no eran esos ojos fríos y duros de ejecutiva agresiva. A modo de prueba acerqué mi mano a su mejilla, acariciando con suavidad su piel. Ella se estremeció, pero ni se apartó ni me dijo que parase, por lo que seguí acariciando su terso cuello. En vista de mi éxito opté por seguir tensando la cuerda. Mis labios se acercaron a los de ella. El roce fue suave pero intenso y su boca reaccionó de inmediato. Los labios de Laura temblaron un momento, para luego empezar a besarme, de modo ligero, pero intenso. Al mismo tiempo nuestras lenguas se rozaron y yo noté la electricidad correr por todo el cuerpo. Las manos de ella aferraron mi cuello con fuerza, como si no estuviese dispuesta a dejarme escapar, y nos besamos largamente, con intensidad. Súbitamente ella se interrumpió y dijo:
– ¿Sabes lo que te digo? Que tienes razón. Hazme el amor, por favor.
– No hay nada que me apetezca más que eso – respondí.
Ella cerró la puerta del despacho, cuando el reloj de pared marcaba las diez y media. Después nos abrazamos como dos serpientes, acariciándonos todo el cuerpo a través de la ropa. La efervescencia de nuestros cuerpos era más que evidente. Sin prisa fui quitando su ropa, primero la chaqueta, luego la falda, después la blusa. Ella hizo lo mismo conmigo, arrojando mi americana al suelo, para luego tirar con fuerza de mi corbata. La presión casi me ahoga, pero no puse ninguna objeción, dejándome caer sobre un sofá de cuero rojo. Ella acabó de desnudarme, para acto seguido quitarse las medias, las braguitas y el sujetador. Ya sin ropa los dos ella se tumbó sobre mi cuerpo, no sin antes haber cogido ella una caja de condones de un cajón del escritorio.
Hicimos un 69 muy apañado. El olor de su coño mojado me encantó. Cuando ella lo fue bajando poco a poco, hasta llegar a mi boca, ya fue demasiado. Se lo chupé con toda la pasión del momento, mientras ella aplicaba su lengua sobre la punta de mi polla, haciéndome gemir de gusto. Era una mujer apasionante, en todas las facetas. Agarré firmemente sus estupendas nalgas y chupé todo su sexo caliente, acariciando levemente su ano.
– ¡Sigue, sigue! Te deseo tanto… – pude escuchar entre gemidos.
Lamí con voracidad su clítoris, haciendo vibrar con rapidez mi lengua sobre ese órgano tan sensible. Ella incorporó un poco el cuerpo, dejando de chupar mi polla, y aplicó sus manos sobre los pezones, pellizcándoselos. Sus jadeos eran deliciosos, casi musicales. Debo reconocer que el ver a aquella mujer guapa, exitosa y atractiva, entregada por completo a mí me ponía a cien. No pude reprimir más mis deseos de follármela bien follada, por lo que cogí su cuerpo, lo coloqué sobre la mesa de escritorio (tras apartar de un manotazo unos cuantos papeles), me puse un condón y empecé a metérsela. Chilló ante la primera acometida. Después agarré sus muslos y levanté las nalgas de la mesa. Ella abrazó mi cintura con las piernas, con parte de su espalda apoyada sobre la mesa, mientras yo se la metía sin tregua.
– Eres una mujer maravillosa, fascinante, me vuelves loco – dije, sin parar de mover las caderas.
– Tú a mí también. Me encanta entregarme a un hombre como tú – fue su respuesta.
Ella se acariciaba el clítoris, gimiendo cada vez más rápido, hasta que alcanzó el orgasmo. Un quejido débil y prolongado salió de su garganta, mientras movía sus caderas alrededor de mi polla.
– ¡Ohhhh, no sabes lo bien que me haces sentir! -dijo-. Me apetece follar un poco más.
Se colocó sobre la mesa, apoyada con las manos y las rodillas, para que atacase por su retaguardia. Se la metí entera de un solo golpe, lo que provocó en ella un jadeo. Chupé el dedo pulgar y lo apliqué sobre su rugoso ano, justo al tiempo que se la volvía a clavar del todo. Ella gritaba de gusto, mientras yo proseguía con mi faena, sin prisa, pero sin pausa. Acabé por meter entero el dedo índice por su estrecho ano, mientras seguía follando su coño empapado. No tardó en volver a correrse y sus gemidos me excitaron aún más. Ella se giró en la mesa, quedando sentada. Cogió mi polla, quitó con dificultad el condón y se la llevó a la boca. En el estado en el que yo me encontraba no pude resistir mucho la acción de su lengua y de sus labios, por lo que me corrí pronto, llenando de semen su boca. Las últimas gotas resbalaron por sus tetas, en una visión de lo más excitante.
Nos vestimos de inmediato, dado lo comprometido del lugar en el que nos encontrábamos. Firmamos el contrato de marras, con las condiciones exactas que yo llevaba anotadas. Antes de despedirme hice una observación:
– En este despacho hay dos mesas de escritorio y dos ordenadores, pero una sola persona. ¿A qué se debe?
– A que llevo más de un mes buscando a alguien que me ayude. ¿Te apetece el puesto? – preguntó ella.
– Por supuesto que me apetece – contesté.
– Firma este contrato de trabajo y mañana a las nueve te espero. Te advierto que esto no es ningún chollo. Te va a doler la cabeza de tanto trabajar, no es fácil seguir mi ritmo.
– No me asusta el trabajo. Además contigo al lado seguro que se me hace más llevadero – dije con una sonrisa.
– Aunque el contrato no lo diga vas a estar a mis órdenes y a mi disposición las 24 horas del día. De momento hoy a las ocho y media vendrás a cenar a mi casa – añadió.
– Me gustas tanto que creo que mataría a cualquier tipo que se acercase a ti – repliqué.
– Yo me encargaré de que no se me acerque nadie más que tú. Supongo que tu jefe no pondrá problemas en que dejes el trabajo.
– Con este contrato que le llevo para los dos próximos años, seguro que no. Así es como debe acabar una negociación bien llevada, con beneficios para todos ¿no lo crees así? – sugerí.
– Por supuesto que sí. Hasta pronto – dijo, mientras me despedía en la puerta del despacho.
Llegué a mi empresa poco después, con el contrato en la carpeta. El jefe me miró incrédulo, asombrado por mi éxito. Con la mitad de lo que yo había conseguido él se habría conformado, pero allí estaba todo.
– No sé como lo has hecho. La tal Laura Jiménez debe ser un hueso duro de roer, por lo que he oído.
– Yo también tengo mis armas, no te creas – respondí -. Con este contrato la empresa no tendrá problemas durante los próximos dos años. Yo me despido aquí. Perdona por no preavisarte con más tiempo, pero mañana empiezo un nuevo trabajo.
– Lo suponía. Te ingresaré el finiquito lo más pronto posible – fue su respuesta – Suerte en tu nuevo trabajo.
– Gracias, suerte para ti también – y nos despedimos con un apretón de manos.
Esa noche fui a cenar con Laura. Dormimos juntos y yo me instalé en su despampanante ático. De esto hace ya más de tres meses, en los que vivimos juntos, trabajamos juntos y follamos juntos, pero no nos cansamos el uno del otro. El único problema es que, como yo sospechaba, Laura es igual de exigente en el trabajo que en la cama. De momento voy aguantando el tirón, pero a este paso me va a hacer falta algún que otro suplemento vitamínico. De la vitamina C ya se encarga ella.