Con una compañera en el salón de su casa
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Esta historia me ocurrió hace cuatro años. Fue con una compañera de profesión, a la que llamaré María, aunque por supuesto no es su verdadero nombre. Los dos ahora tenemos 29 años, por entonces, contábamos con tan sólo 25. Ella es morena, medirá 1,68, una talla 38 de pantalón y una 90 de pecho y es muy, muy morbosa, muy liberal para el sexo y una verdadera furia en la cama. Yo mido 1,75, pesaré unos 68 kilos, ojos color miel, pelo corto y castaño oscuro y me mantengo en forma en el gimnasio. También soy morboso y me gusta experimentar en el sexo.
Pues bien, lo que sucedió fue un viernes por la tarde, en casa de María, en el mes de agosto de ese año, aprovechando que sus padres iban a estar una semana de vacaciones. La verdad es que llevábamos un tiempo de tonteo, nos gustábamos y los dos lo sabíamos, pero ninguno se atrevía a dar el paso definitivo. No sé cómo, pero un día, hablando por teléfono, surgió una charla muy subida de tono entre ambos. Le dije que tenía ganas de hacerla mía; al fin, me decidí. Ella se expresó en idénticos términos. Al final, convinimos que sería en su casa, en Madrid, no sin antes, yo picarla, diciéndola que no se atrevería.
Ese viernes subimos a su casa. Estuvimos un rato hablando del trabajo, ya que, aunque no trabajábamos en la misma empresa, si en el mismo gremio, el de la comunicación y la información, ella en una agencia de noticias y yo en un periódico de tirada nacional, y tomamos algo. De repente, ella me dijo que me iba a enseñar un bikini que se había comprado para las vacaciones. Cuando apareció de nuevo en el salón de su casa, lo llevaba puesto. Era muy sexy y sensual. De muchos colores y, como las chicas sabrán, de tanga muy reducido, con tiritas a los lados, y por la parte de arriba, apenas unos pequeños triángulos tapaban sus tetas.
Se acercó a mí con lascivia y con una sonrisa que delataba sus verdaderas intenciones. Además, mi polla no tardó en reaccionar ante tan sublime visión.
– ¿Te gusta? – me dijo.
– La verdad, estás muy guapa así y te sienta muy bien – le respondí yo.
Esas fueron las únicas palabras que desde entonces cruzamos. A continuación, y sin más dilación, la besé. Nuestras lenguas enseguida se entrelazaron con pasión, con furor, como si la vida nos fuera en ese beso. Al instante, nuestras manos empezaron también con un profuso y frenético juego de toqueteos, sobeteos, que derivó en una masiva caía de ropas al suelo, hasta que piel contra piel, nos entregamos a la locura y al sexo en su expresión más absoluta.
Me sentó en el sillón. Mi polla apuntaba muy, muy alta. Su coño chorreaba y sus pezones estaban tan duros que casi cortaban. Ella se arrodilló frente a mí y comenzó una mamada ante la cual tan solo pude reclinar mi cabeza hacia atrás y suspirar. Al principio, fue lento, para ir, poco a poco incrementado el ritmo. Yo mientras, bajé mis manos hasta sus tetas y luego, una de ellas hasta ese corolario del placer y la humedad que albergaba entre sus piernas.
Durante un cuarto de hora nos dedicamos al increíble juego de la masturbación mutua. Ella alternaba boca y mano en mi polla o las dos simultáneamente. Yo jugaba con sus tetas y su clítoris, sin dejar de meter hasta cuatro dedos por su caverna del deseo. Los gemidos leves y los suspiros, la pasión desenfrenada y el sexo sin límites y sin vergüenzas, se adueñaron del salón. De repente, ella se levantó un instante. Se tumbó en el sillón boca abajo y me pidió que la penetrara por detrás.
– ¡Métemela por el culo, por favor! – me dijo.
Sin más, me dispuse a cumplir con su deseo. ¿Qué hombre se hubiera negado?.
– ¡No entra, la tienes muy grande. Espera, ahora vuelvo! – agregó a continuación, al ver que era imposible que mi polla entrara en su culo.
Volvió de la cocina con una tarrina de margarina. La destapó, metió cuatro dedos en ella y atrapando entre sus dedos un buen trozo de margarina, me la empezó a extender por la polla, como si me estuviera haciendo una paja. La imité, cogí una buena cantidad en una mano y me dediqué a dilatar y lubricar con mis dedos, al mismo tiempo, ese culo tan tentador que deseaba follarme. Se volvió a tumbar y me lo volvió a pedir
– ¡Fóllame el culo, pero de golpe! – dijo entre gemidos y suspiros
Y así lo hice. De un solo empujón entró, esta vez sí, hasta dentro. Ella agarró fuerte entre sus manos un cojín y al tener su cara pegada al asiento, impidió que un intenso gemido delatara el verdadero placer que aquella estacaba la había producido.
A partir de ahí comencé un mete saca lento, al principio, hasta acostumbrar su culo y más intenso con posterioridad. Se puso a cuatro patas sobre el sofá sin dejarme sacar mi polla de su culo. La margarina, fruto del calor que el roce entre nuestros cuerpos se producía, se iba derritiendo y caía gota a gota sobre el sofá. El calor de agosto y el esfuerzo de ambos, cada uno empujando en sentidos opuestos para que mi polla entrara más y más, se encargó del resto. Al final, terminamos en el suelo del salón. Ella a cuatro patas, con los antebrazos en el suelo y las caderas y el culo en pompa y yo entre sus piernas, inmerso en un frenético vaivén de mi cintura.
– ¡Me estás reventando el culo, cabrón! – acertó a decir entre aullidos, que no gemidos ya, de placer.
– ¡Sigue, sigue, no te pares ahora, joder! – me agregó.
Después de más de 45 minutos follando, me corrí dentro de su culo. Cinco y hasta seis chorros de semen salieron disparados dentro de su culo. Caímos los dos rendidos y empapados en sudor al suelo.
– ¡Joder, me ha encantado cómo me has follado! – me dijo, para besarme a continuación.
– ¡Nadie, hasta ahora, me lo había hecho como tú. Muchas gracias! – soltó mi amiga, María, desde los más hondo de su ser.
Diez minutos permanecimos tumbados en el suelo, boca arriba. Yo con mi brazo por detrás de su cabeza y ella acariciando mi tripa con su mano. Mi polla, aunque había perdido algo de fuelle, no había bajado del todo. Era algo más que media erección. Algo que no pasó desapercibido a María. Entonces, se puso a horcajadas sobre mí y mientras me besaba y me ponía sus pezones entre mis labios, con una mano me agarró la polla y me la empezó a menear. No tardé en reaccionar y en cuanto la notó otra vez dura, se fue escurriendo por mi cuerpo hasta alcanzar mi polla con la boca y hacerme una estupenda mamada. En diez minutos le estaba llenando su boquita con mi semen. Otra gran corrida.
Nos duchamos y nuestra particular orgía siguió entre agua, esponjas y jabón. Ya os podéis imaginar. Por cierto, al día siguiente, cuando amanecimos, la mantequilla de la tarrina estaba totalmente licuada y hubo que tirarla.
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