Acepté la propuesta de mi marido
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En los diez años que llevamos de casados con Oscar, siempre tuvimos lo que en Buenos Aires decimos “Una buena cama”. Como nunca lo engañé y antes de conocerlo yo sólo había tenido sexo con dos hombres, se podría decir que Oscar me fue llevando hacia lo que él pretendía de una mujer a la hora de acostarse. Tenemos sexo unas dos o tres veces por semana y casi siempre llegamos los dos al orgasmo.
Hace un tiempo, él empezó a meter en la cama la fantasía de un tercero. Cada vez con más frecuencia jugábamos a que otro hombre me acariciaba, me penetraba y me hacía acabar. Muchas veces yo cerraba los ojos y me imaginaba esa situación, con otro hombre y mi marido mirando, lo que me llevaba a un estado de excitación que nunca antes había vivido. Aunque estaba casi segura de que estaba bien como fantasía, pero no sería fácil hacerla realidad sin que hubiese problemas. Por eso, cuando veía que Oscar pretendía hablar en serio del tema de meter un hombre en nuestra cama, yo prefería cortar el clima.
Un viernes, del verano pasado, a eso de las cuatro de la tarde, Oscar me llamó a casa desde su trabajo y me pidió que me vistiera lo más linda posible porque esa noche, después de cenar, quería que fuéramos a bailar a un boliche que inauguraba un amigo de él. Como los dos ya tenemos 38 años, hace mucho que no vamos a bailar. Por un lado me sorprendió la propuesta pero por otro me encantó. Llamé a mi suegra para llevarle a los chicos a dormir esa noche. Fui a la peluquería y me pareció que era el momento ideal para estrenar un vestido que Oscar me había regalado para mi cumpleaños. Es un vestidito negro, de seda, corto y escotado en la espalda. Estaba tomando un baño de inmersión cuando Oscar me llamó por teléfono y me dijo “Andrea, voy a comer algo acá en el trabajo porque tengo que adelantar algunas cosas y te paso a buscar a las 11 de la noche por casa”. Mejor, me daba tiempo para estirar el baño y cambiarme tranquila. Como no tenía hambre pasé de largo la cena, me serví un vaso de vino tinto bien caro y me dispuse a cambiarme. Me encantó la imagen que me devolvió el espejo cuando me puse el vestidito.
Gracias a mis sesiones semanales de gimnasio y a que siempre me cuidé, aunque no mantenía la figura de cuando me casé, seguía teniendo lo mío. Siempre me dijeron que las piernas y la cola era lo mejor que tenía y seguía siendo así. El vestido quedaba suelto en la cintura, pero dejaba notar mi panza chata. Y gracias que no tengo lolas enormes, me lo pude poner sin corpiño. Me senté en living de casa a escuchar música y a seguir con la botellita de vino hasta que llegara mi marido.
Sus ojos dijeron todo en cuanto abrí la puerta. A Oscar le encantaba cómo estaba vestida. En el trayecto rumbo al boliche no hizo más que elogiarme las piernas y preguntarme qué llevaba debajo del vestido. “La bombachita negra que tanto te gusta, mi amor”, fue mi respuesta. Oscar no podía creer que no me haya puesto corpiño. Llegamos al boliche, nos acercamos a la barra y comenzamos a beber champagne. En un momento me presentó a su amigo pero se empezó a llenar tanto de gente que no pusimos hablar más que un par de frases con él. En un momento en que Oscar se fue al baño, me senté en uno de esos asientos altos de la barra, crucé las piernas y vi que un chico me estaba mirando. Era hermoso, tenía unos 30 años, más o menos, el pelo largo pero bien arreglado, era alto y flaco pero bien formado. Me miraba las piernas descaradamente a menos de dos metros de donde yo estaba sentada. Me encantó esa desfachatez.
Cuando mi marido volvió del baño y después de tomar varias copas de champagne con el estómago vacío y medio mareadita, le dije que un hombre me estaba mirando. “Lógico, si estás hermosa”, me respondió. Yo creí que se iba a enojar, pero fue todo lo contrario. Se paró a mi lado, de frente a la barra, yo seguía sentada de espaldas a la barra y de frente al salón. El chico seguía ahí, a dos metros, mirándome. Oscar me preguntó si él seguía mirando y le dije que sí. “No hace otra cosa”, le susurré al oído. “Bueno, llegó el momento que tanto soñamos, mi amor, apriétatelo”. Esas palabras me pusieron a mil. No podía creer que me estuviera hablando en serio. “¿Estás seguro de lo que estás diciendo?”, le pregunté como dando por entendido que yo estaba dispuesta a hacerlo. “Sí, pero con una condición: todo lo que hagas con él debe pasar dentro de este boliche. No pueden salir juntos de aquí ni irse a ningún lado”. Acepté casi de inmediato, un poco por el efecto del alcohol y otro poco porque el chico realmente me encantaba. Oscar no se movió de mi lado pero me dejó el campo libre como para que yo hiciera lo que quisiera.
Estaba realmente muy nerviosa y excitada al mismo tiempo. Pero decidí hacerlo. Lo miré al chico a los ojos y él se dio cuenta de que podría acercarse a mí sin problemas. Vino y me invitó a bailar. Mientras bailaba yo lo buscaba a Oscar, que siempre estaba a menos de cinco metros de nosotros. En un momento Daniel (así se llamaba el chico) me agarró fuerte de la cintura y me apretó contra él. Eso me mató y me dejé llevar. Me dio un beso en el cuello y bajó la mano hasta llegar a mi cola, que acarició con descaro. Fue tan fuerte sentir que me tocaban la cola con mi marido mirando que un rayo eléctrico recorrió todo mi cuerpo. Daniel sintió que me estremecí y me propuso dejar de bailar “para ir a tomar algo a una barra más alejada de la pista”. Le dije sí, por supuesto. Yo estaba dispuesta a cualquier cosa. Daniel pidió dos copas de champagne pero, como no había lugar para sentarnos, nos fuimos a un rincón muy especial que había en el boliche, lejos del ruido. Nos quedamos parados, apoyados contra una columna. Yo estaba que no aguantaba más las ganas de apretarme a ese bomboncito. Lo busqué a Oscar y lo vi, parado, contra una pared, a unos diez metros de donde estábamos nosotros.
Dejamos las copas sobre una mesa y nos pusimos a apretar ahí nomás, parados, contra la columna. Nos besamos profundamente, sentí su lengua bien adentro y sus manos recorriendo todo mi cuerpo. Se detuvo en mis tetas, pellizcó mis pezones que estaban durísimos y luego los lamió. Estábamos a mil. Yo noté un bulto enorme en mi panza y se lo empecé a acariciar. No lo podía creer, cuando le bajé el cierre del pantalón y saqué su pija, era enorme. Nunca había visto una tan grande. Por suerte la luz nos ayudaba y ese rincón oscuro estaba casi vacío. Sólo mi marido sabía lo que estaba pasando. Estuvimos un rato largo así, franeleando. Daniel en un momento me metió un dedo en la concha, que a esta altura estaba empapada, lo sacó y se lo chupó delante de mi cara. Eso me puso más loca todavía. Comencé a masturbarlo. “Por favor, vayámonos de acá”, me suplicó Daniel en un momento. Quería, como era lógico, seguirla en otro lado. Pero yo no podía. Y tampoco podía decirle a él por qué no. Le dije que no, que siguiéramos. Lo seguí masturbando hasta que vi que no aguantaba más, me agaché un segundo, me le metí en la boca con dificultad por lo grande que era. Apenas si llegué a lamerle la cabeza y me di cuenta ya se venía. Entonces me paré de nuevo, se la agarré con la mano y vi cómo me llenaba de leche la mano, el vestido, todo. Fue impresionante la cantidad de leche que salió de esa enorme pija. “Tengo que ir a limpiarme al baño”, le dije. “Volver rápido así nos vamos a otro lado”, me contestó. Cuando enfilé para el baño se interpuso mi marido. “Vi todo lo que pasó, estuviste bárbara. Vámonos”, me dijo, me agarró de la cintura y me llevó para la salida. Ni siquiera me pude despedir de Daniel.
Cuando llegamos a casa tuvimos el mejor sexo desde que nos conocimos. Acabamos los dos más de cinco o seis veces y seguíamos con ganas. Antes de dormirnos, cuando ya el sol estaba bien alto, nos propusimos repetir la experiencia cada vez que tuviéramos ganas. Y así lo hicimos, cada tanto, los viernes a la tarde, Oscar me llama desde el trabajo y me dice que me ponga linda. Yo, que ya sé lo que se viene, me empiezo a preparar para una noche de locura. Las reglas siguen siendo las mismas. Y las respetamos a muerte. Y somos cada día más felices.
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