La hija de la amiga de mi esposa
El aire del pedregal de Coyoacán tiene un peso específico por las noches, una mezcla densa de humedad, piedra volcánica y el humo dulce del tabaco que se estanca en los jardines amurallados. Mi casa estaba llena. Cincuenta personas, quizás más, bebiendo mezcal y hablando a gritos sobre política o cine, soltando esa risa fácil y vacía que dan estas reuniones. Yo, sin embargo, me sentía un espectador lejano en mi propia sala, con los sentidos entumecidos para todo lo que no fuera el roce de la seda contra la piel cada vez que ella se movía.
Elisa. Veintiún años. La hija de la mejor amiga de mi mujer. Y desde hace tres meses, la razón por la que he dejado de dormir.
La había visto llegar y mi cuerpo había reaccionado con esa memoria muscular traicionera, una mezcla de pánico y hambre. Hoy llevaba un vestido color hueso, corto, de una tela tan fina que parecía líquida, una segunda piel diseñada para torturarme. Era una visión que cortaba el aliento: una rubita de cara angelical, con esas facciones finas y delicadas que siempre engañan a todos, ocultando una inteligencia fría y una perversión que, para mi perdición, solo me muestra a mí.
Su cuerpo era menudo, una estructura “delgadita” y frágil en apariencia que despierta en mí un instinto protector que se pudre rápido hasta volverse deseo. No tenía la voluptuosidad obvia y vulgar de otras mujeres de la fiesta; su encanto era esa economía de carnes, esa estética casi dolorosa. Sus tetas eran pequeñas, dos montículos firmes, casi adolescentes, que cabían perfectos en la cuenca de mi mano y que yo sabía coronados por pezones rosados que se endurecían con solo mirarlos. Pero lo que rompía esa armonía inocente eran sus piernas: largas, estilizadas, con músculos tensos de bailarina que subían interminables hasta desembocar en unas nalgas redondas, paradas y firmes, un desafío gravitatorio que pedía a gritos ser sujetado, marcado.
Yo tengo cincuenta y cuatro años. Se supone que debería tener el control. Sé disimular, sé sostener una copa de vino y asentir a la conversación banal de mi esposa, pero por dentro soy un náufrago. Mientras sonrío a un colega, mi mente viaja a la habitación de hotel de la semana pasada, o al asiento trasero de mi coche donde Elisa, con esa boca de ángel caído, me había dejado seco y temblando dos días atrás. Me pregunto si se nota, si huelo a ella, si mi decencia es ya solo un disfraz mal puesto.
—Hace calor aquí, ¿no? —me dijo al pasar por mi lado, deteniéndose lo justo para que nadie sospechara, pero lo suficiente para que yo colapsara.
Su voz no era la de la niña que vi crecer. Era ronca, sensual, arrastrada, cargada de una intención que me hacía sentir viejo y vivo al mismo tiempo. Era el tono exacto que usa cuando se aburre de jugar y quiere que me la coja. Sentí el calor de su brazo desnudo rozando la tela de mi saco. No fue un accidente; ella no tiene accidentes. La miré y vi el brillo húmedo en sus labios y esa chispa de desafío, esa arrogancia de la juventud que sabe que tiene el poder de destruir mi vida y le divierte la posibilidad. No era una invitación, era una orden. Y yo, patético en mi necesidad, obedecí.
—El estudio está más fresco —murmuré. Mi voz salió más grave, rasposa, delatando mi urgencia.
Ella no sonrió. No necesitaba validar su triunfo. Dejó su copa sobre una mesa lateral y caminó hacia el pasillo, moviendo ese trasero perfecto con un ritmo hipnótico bajo la seda, consciente de que mis ojos estaban clavados en ella. Mi esposa reía a carcajadas en el jardín, ignorante de que su marido caminaba hacia el abismo. Nadie me vio seguirla, o quizás preferí creer que nadie lo hizo.
El estudio estaba en penumbra. Cerré la puerta y el ruido de la fiesta se convirtió en un rumor lejano, como si el mundo real hubiera dejado de existir. Antes de que pudiera poner el seguro, ella ya estaba sobre mí. No hubo ternura. Elisa se lanzó contra mí, estrellando su boca contra la mía, no con amor, sino con el hambre de quien reclama una propiedad.
Sabía a mezcal y a menta, un sabor que ya asocio con la culpa y el placer. Sus manos pequeñas y calientes se enredaron en mi pelo, jalando con fuerza, mientras su lengua invadía mi boca con total confianza, silenciando mis dudas. La tomé por la cintura —tan estrecha, tan frágil que sentía que podía romperla si apretaba demasiado— y sentí la curva de sus caderas bajo la tela ridículamente delgada. Estaba ardiendo. Tocarla era confirmar que yo seguía vivo.
La empujé contra la pesada puerta de madera, quizás con demasiada fuerza, buscando una reacción. —Estás loca… —le gruñí al oído, una queja que en realidad era una súplica, mordiendo el lóbulo de su oreja. Ella se separó un centímetro, sus ojos claros brillando en la oscuridad, burlándose de mi miedo. —Cállate y cógeme —ordenó, seca, directa, arrebatándome cualquier ilusión de que yo estaba al mando.
Bajé una mano y subí la falda del vestido. Llevaba una tanga minúscula, un hilo de tela que era una burla a la decencia. Su piel estaba hirviendo, suave como la mantequilla pero vibrante de tensión. Al recorrer sus muslos delgados y firmes, noté que la tela estaba empapada. La humedad traspasaba el encaje. Gruñí, un sonido animal que me avergonzó y me excitó a partes iguales, y metí la mano, apartando la tela, buscando su sexo apretado y joven.
Estaba chorreando. Era obsceno lo mucho que me deseaba, o lo mucho que su cuerpo reaccionaba al riesgo. Al tocarla, ella arqueó la espalda y soltó un gemido agudo que tuve que callar con mi boca para no alertar a toda la casa. Mis dedos se movieron rápido, frotando su clítoris hinchado, resbalando en sus propios fluidos. Ella abrió esas piernas largas tanto como el vestido se lo permitía, ofreciéndose, clavándome las uñas en los hombros, marcando su territorio.
—Cógeme —repitió en un susurro, impaciente, casi molesta por mi demora—. Ahora. Aquí.
No pude resistirme. Nunca puedo. Me bajé el cierre del pantalón con torpeza, con las manos temblando, liberando mi erección que latía dolorosa, dura como una barra de hierro, buscando alivio. La cargué sin esfuerzo —pesaba tan poco, era como levantar una pluma cargada de electricidad estática— y sus piernas se enroscaron automáticamente en mi cintura. La llevé hasta el escritorio de roble, aparté unos papeles importantes de un manotazo —nada importaba ya— y la senté en el borde.
Ella se recostó sobre la madera fría, abriendo las piernas, expuesta, obscena y magnífica bajo la luz ámbar. Sus pechos pequeños se marcaban bajo la tela estirada, sus costillas se dibujaban levemente al respirar agitada. Me acomodé entre sus muslos, sintiéndome enorme, tosco y sucio en comparación con su delicadeza. La cabeza del pene rozó su entrada, mojada y caliente, y el contacto fue eléctrico.
La miré a los ojos, buscando un rastro de duda, pero solo encontré un abismo oscuro que me invitaba a saltar. Quería que supiera quién era yo, quería imponer mi realidad sobre su juego. —Mírame, Elisa —ordené, intentando recuperar el control.
Ella clavó sus pupilas dilatadas en las mías, retándome, y empujé. Entré en ella de una sola estocada, hundiéndome hasta el fondo, tratando de llenar ese vacío que ambos teníamos. A pesar de las veces que lo habíamos hecho, ella siempre se sentía estrecha, deliciosa, apretándome como un guante de terciopelo hirviente. Ella gritó, un sonido ahogado, y echó la cabeza hacia atrás, exponiendo ese cuello largo y blanco, vulnerable como el de un cisne a punto de ser sacrificado.
Comencé a moverme. Ritmo duro. Sin piedad. Necesitaba sentirla, necesitaba borrar la fiesta, a mi esposa, a mi edad. El sonido de nuestra piel chocando y el clac-clac-clac de sus nalgas lindas y duras contra la madera llenaban la habitación. Mis manos sujetaban sus caderas con fuerza, dejándole marcas rojas en esa piel pálida; marcas que mañana ella vería en el espejo y sonreiría, mientras yo me consumiría de culpa.
—Más fuerte… —pedía ella, arañándome la espalda, exigiéndome más de lo que debería dar—. ¡Así, Guillermo! ¡Rómpeme!
El placer era una marea negra que subía, ahogando mis pensamientos racionales. La fricción era perfecta. Sentía cada pliegue de su interior contrayéndose alrededor de mi verga, ordeñándome con una técnica que había aprendido conmigo, en nuestra cama clandestina. El sudor nos perlaba la frente, el olor a sexo agrio y almizcle llenaba el aire cerrado del estudio. Era sucio. Era incorrecto. Era la única verdad que me quedaba.
Cambié el ángulo, inclinándola más sobre la mesa, penetrándola más profundo, rozando el límite del dolor. Ella era tan delgada, tan flexible, que podía doblarla a mi antojo, pero en el fondo sabía que ella se dejaba doblar. Ella se vino primero. Sentí las contracciones de su vagina apretándome en espasmos rítmicos, su cuerpo entero sacudiéndose sobre la mesa como una muñeca de trapo, sus talones golpeando el aire, perdiendo por fin esa compostura fría.
Verla deshacerse así, rota por mi causa mientras su madre bebía cócteles afuera, me llevó al límite. Aumenté la velocidad, embistiendo con violencia, buscando mi propio final, buscando olvidar quién era yo por unos segundos.
—Eso es, mi niña… —gruñí entre dientes, una mezcla de posesión y devoción.
Me corrí con una fuerza brutal, vaciándome dentro de ella, una descarga tras otra que me dejó temblando, vaciado, con la frente apoyada en su hombro huesudo, respirando el aroma de su perfume mezclado con nuestro sudor, sintiendo el peso de lo que acabábamos de hacer caer sobre mí de golpe.
Nos quedamos así un minuto. El silencio volvió poco a poco, juzgándonos. El aire acondicionado zumbaba. Afuera, alguien puso una canción de salsa, que hizo eco con lo que acababa de suceder en este cuarto … yo quiero besar tu boca, lo anhelo con ansias locas…decia la letra .
Me separé de ella lentamente. Un hilo de fluidos nos conectaba antes de romperse, el último vestigio de nuestra unión. Elisa se quedó tendida en el escritorio unos segundos más, con el pecho plano subiendo y bajando, el vestido arrugado en la cintura, el maquillaje ligeramente corrido. Se veía devastada y hermosa. Por un segundo, tuve ganas de abrazarla, de pedirle perdón, de pedirle que huyéramos.
Pero ella se incorporó sin decir nada, recuperando su armadura con una frialdad que me heló la sangre. Yo me subí el cierre, me acomodé el cinturón y me pasé la mano por el pelo, sintiéndome un extraño en mi propio cuerpo. La miré. Ella se bajó la falda, alisó la seda con las palmas de las manos sobre sus muslos y sacó un pequeño espejo de su bolso para retocarse los labios.
La transformación fue instantánea y aterradora. La amante insaciable desapareció y volvió la niña bien de Coyoacán, la universitaria inocente. Me miró a través del espejo, ya compuesta, y en sus ojos no había culpa, solo la satisfacción de una partida ganada.
—¿Tengo bien el pelo? —preguntó, con una voz neutra, fría, como si me preguntara la hora. —Estás perfecta —respondí, con el mismo tono, asumiendo mi papel en la farsa.
Caminó hacia la puerta con paso firme. Antes de abrirla, se giró. Me sostuvo la mirada un segundo, una promesa muda de que la próxima vez sería aún más arriesgado, de que yo no tenía escapatoria porque en el fondo no quería escapar. Sonrió, apenas una mueca de complicidad perversa, y salió.
Esperé dos minutos, tratando de calmar el temblor de mis manos. Me serví un trago del decantador del escritorio, me lo bebí de golpe para matar el sabor de su boca —aunque sabía que se quedaría ahí para siempre—, y salí al pasillo.
Al llegar al jardín, mi esposa me vio y me hizo un gesto cariñoso para que me acercara. Me sentí un miserable. Elisa estaba al otro lado de la piscina, bajo las luces cálidas, riendo con un grupo de chicos de su edad, fingiendo que ellos le interesaban, fingiendo ser normal. Pero cuando me acerqué a mi mujer y le pasé el brazo por los hombros en un gesto autómata, vi que Elisa me miraba de reojo, y vi cómo sus dedos finos acariciaban inconscientemente el borde de su copa, recordando, sabiendo que yo la estaba mirando, sabiendo que teníamos un secreto.
Les agradezco la lectura.
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