Placeres prohibidos. – Lujuria incestuosa
Elizabeth, a sus 44 años, es un torbellino de sensualidad contenida. Su piel blanca, suave como la porcelana, parecía captar cada rayo de luz, dándole un brillo etéreo que invitaba a tocarla. Su cabello rubio, largo y ligeramente ondulado, caía como una cascada dorada sobre sus hombros, rozando la curva de su espalda con cada movimiento. Sus ojos, de un miel profundo y magnético, destilaban una mezcla de dulzura y desafío, con finas arrugas que solo añadían carácter a su mirada, como si cada línea contara una historia de deseo silenciado. Es, sin duda, una mujer que robaba el aliento, su atractivo maduro y natural resultaba casi hipnótico.
Sus jeans ajustados se adherían a sus piernas como una segunda piel, marcando cada contorno de sus muslos firmes y sus caderas redondeadas, un canto a la feminidad que hacía girar cabezas a su paso. Sobre su torso, un suéter holgado de cachemira beige caía con una elegancia despreocupada, pero no podía disimular del todo la silueta de sus senos prominentes, que se alzaban con una firmeza insolente bajo la tela, insinuando su plenitud con cada respiración. Su cuerpo esbelto parecía diseñado para el placer, cada curva es una promesa de éxtasis.
Recién divorciada, había encontrado un refugio de libertad en la pequeña casa que, tras años de esfuerzo, finalmente era suya. La vivienda, modesta pero acogedora, estaba impregnada de su esencia: paredes adornadas con detalles cálidos, muebles que contaban historias de su vida, y un aire de independencia que se respiraba en cada rincón. Vivía allí con su hija Atziry, quien, con apenas 18 años recién cumplidos, era un reflejo vibrante de la belleza de su madre. Atziry tenía la misma melena rubia, larga y sedosa, que caía en cascada sobre sus hombros, y unos ojos cafés claro que parecían destellar con una mezcla de inocencia y picardía. Su cuerpo, heredado de Elizabeth, era una sinfonía de curvas juveniles, con una piel tersa que invitaba a ser admirada. Solía usar vestidos frescos, ligeros como el aire, que se adherían a su figura con una audacia que rozaba lo indecente, dejando entrever la silueta de sus caderas y el contorno de sus senos firmes con cada paso.
Una noche, la casa estaba bañada por la luz plateada de la luna que se colaba por las ventanas. Elizabeth, agotada tras un largo día, había decidido relajarse con una copa de vino tinto en el sofá. Llevaba una bata de seda negra, apenas cerrada, que dejaba entrever la piel blanca de su escote y el borde de un conjunto de lencería que abrazaba su cuerpo esbelto. Atziry, por su parte, acababa de regresar de una salida con amigos. Su vestido blanco, casi translúcido bajo la luz, se ceñía a su cintura y dejaba al descubierto sus piernas bronceadas, moviéndose con una gracia que parecía desafiar la gravedad.
—Mamá, ¿cómo haces para verte así de increíble? —dijo Atziry, dejándose caer en el sofá junto a Elizabeth, llena de admiración y un toque de coquetería. Se inclinó hacia ella, apoyando una mano en el muslo de su madre, el roce de sus dedos envió un escalofrío inesperado por la piel de Elizabeth.
Elizabeth sonrió, sus ojos miel brillaron con un destello juguetón mientras tomaba un sorbo de vino. —Años de práctica, cariño —respondió, su voz era aterciopelada, mientras dejaba la copa en la mesa y se giraba hacia Atziry. La luz de la luna resaltaba las curvas de su hija, el vestido marcaba cada línea de su cuerpo joven y tentador. Por un momento, el aire se cargó de una tensión inesperada, una corriente eléctrica que ninguna de las dos reconoció en voz alta.
—¿Sabes? —continuó Atziry, inclinándose más cerca, su aliento cálido rozó el hombro de su madre—. A veces me miran como si quisieran comerme… y no sé si me asusta o me gusta.
Elizabeth sintió un calor subir por su pecho, un cosquilleo que no esperaba. La cercanía de Atziry, el roce de su vestido contra su propia piel despertaba algo profundo, algo que había mantenido enterrado bajo capas de responsabilidad y rutina. —Es porque eres un imán, Atziry —susurró, su mano moviéndose instintivamente para apartar un mechón rubio del rostro de su hija, sus dedos deteniéndose un segundo de más en la suavidad de su mejilla—. Pero cuidado con lo que despiertas… no todos saben manejar tanto fuego.
Después de aquella tensión entre madre e hija, Atziry se levantó, y se despidió con un beso en la mejilla, dispuesta a irse a dormir.
La mujer es un imán para las miradas masculinas, un faro de deseo que atraía a hombres de todas las edades. Los mayores la observaban con anhelo nostálgico, los de su edad con una admiración teñida de envidia, y los más jóvenes con una lujuria descarada que no se molestaban en disimular. Pero ella conocía bien esas miradas: no veían su alma, solo codiciaban su carne, listos para tomarla y luego abandonarla como un trofeo efímero. Esa certeza la había encerrado en una fortaleza de inseguridad, negándose a salir con cualquiera que intentara conquistarla.
En la quietud de su casa, cuando la noche se volvía densa y su hija Atziry dormía profundamente en la habitación contigua, Elizabeth encontraba refugio en la intimidad de su alcoba. La luz tenue de una lámpara acariciaba su piel mientras se deslizaba bajo las sábanas, la seda de su camisón negro rozaba sus muslos con una suavidad que encendía su piel. En la mesita de noche, su vibrador aguardaba, un compañero fiel que conocía cada rincón de su deseo. Elizabeth amaba el sexo, lo anhelaba con una intensidad que la consumía. Cada orgasmo que arrancaba de su cuerpo era una explosión que empapaba su colchón, un río de placer que la dejaba temblando, con la respiración entrecortada y el corazón latiendo desbocado.
Encendió el vibrador, el zumbido suave llenó el silencio de la habitación. Sus manos, expertas y seguras, guiaron el juguete por la curva de su abdomen, descendiendo lentamente hasta el calor húmedo entre sus piernas. Cerró los ojos, su mente evocó recuerdos prohibidos: penes gruesos y palpitantes que la habían llenado en el pasado, la sensación de chorros calientes de semen derramándose en su interior, marcándola con un placer visceral que aún la perseguía. —Dios… sí… —susurró para sí misma, su voz era un gemido roto mientras el vibrador encontraba su clítoris, enviando oleadas de éxtasis que arqueaban su espalda. Sus caderas se movían al ritmo de su deseo, buscando más, siempre más.
—Quiero… quiero sentirlo otra vez —murmuró, perdida en su fantasía, imaginando un amante sin rostro que la tomaba con fuerza, sus manos apretando sus senos, su boca devorando su cuello. El vibrador se deslizaba con precisión, explorando cada pliegue, cada rincón sensible, mientras su cuerpo se tensaba, al borde del abismo. Elizabeth amaba esa sensación, la rendición absoluta al placer, el momento en que su cuerpo se deshacía en espasmos, empapando las sábanas con su orgasmo. Pero incluso en la cima de su éxtasis, una sombra de anhelo persistía. No quería entregarse a cualquiera, no quería ser solo un cuerpo para saciar deseos ajenos. Quería a alguien que viera más allá de su piel, que la reclamara con la misma intensidad con la que ella se entregaba a sus noches solitarias.
Cuando el último estremecimiento la abandonó, Elizabeth dejó caer el vibrador a un lado, su pecho subía y bajaba con respiraciones profundas. Se giró hacia la ventana, la luna iluminó su rostro, y susurró al vacío: —Algún día… alguien lo entenderá. —Su cuerpo, aún palpitante, guardaba la promesa de un placer que no se conformaría con menos.
Días después, Elizabeth colgó el teléfono con un suspiro pesado, el eco de la voz de su hermana América aún resonaba en su mente. La petición había sido inesperada: su sobrino Diego, de 25 años, necesitaba un lugar donde quedarse mientras comenzaba su nuevo trabajo en un despacho de abogados en la Ciudad de México. La renta en la capital era un lujo que aún no podía permitirse, y América había insistido en que sería algo temporal. Elizabeth, con un nudo en el estómago, aceptó a regañadientes, aclarando que Diego tendría que dormir en el piso de su estudio de arquitectura, un espacio pequeño lleno de planos y maquetas, ya que la sala era demasiado reducida y las dos únicas habitaciones de la casa estaban ocupadas por ella y su hija Atziry. —No habrá problema, él se adaptará —respondió América con tono firme antes de cortar la llamada. Elizabeth se quedó mirando el teléfono, inquieta. No veía a Diego desde hacía casi ocho años, cuando era un adolescente tímido. La idea de incorporar a un hombre joven en la dinámica de su hogar, donde ella y Atziry apenas compartían ratos breves de charlas esporádicas, la llenaba de incertidumbre. ¿Cómo se adaptarían los tres? ¿Cómo lo tomaría Atziry?
Esa tarde, Elizabeth decidió hablar con su hija. Sentada en la cocina, con un café humeante entre las manos, su figura seguía siendo un imán de sensualidad. Sus jeans ajustados abrazaban sus caderas, resaltando la curva de sus muslos, mientras un suéter holgado dejaba entrever, con cada movimiento, el contorno de sus senos prominentes bajo un sostén de encaje negro. —Atziry, necesito contarte algo —comenzó, con voz suave pero cargada de cautela—. Tu primo Diego vendrá a vivir con nosotras por un tiempo. No puede pagar renta, así que dormirá en el estudio. ¿Qué te parece?
Atziry, que estaba apoyada en el mostrador con un vestido blanco ligero que se adhería a su cuerpo como una segunda piel, dejando poco a la imaginación, soltó una risita emocionada. Sus ojos brillaron con entusiasmo, y su melena rubia cayó en cascada sobre sus hombros mientras se acercaba a su madre. —¡Mamá, eso es genial! — exclamó, su voz vibraba de alegría—. Diego y yo hablamos por WhatsApp todo el tiempo, es súper buena onda. Además, la casa se va a sentir más segura con un hombre aquí, ¿no crees? —Se inclinó hacia Elizabeth, su vestido subió ligeramente por sus muslos bronceados, revelando la curva tentadora de su piel.
Elizabeth sintió un alivio inesperado, mezclado con un cosquilleo que no pudo identificar del todo. La reacción de Atziry era un contraste con su propia inquietud, y la idea de que su hija estuviera tan cómoda con la llegada de Diego despertó en ella una curiosidad que rayaba en lo prohibido. —Me alegra que lo tomes tan bien, cariño —respondió, con tono más cálido, mientras sus ojos recorrían la figura de Atziry, deteniéndose en la forma en que el vestido marcaba sus caderas y dejaba entrever el contorno de sus senos firmes—. Entonces, ¿me ayudas a preparar el estudio para que esté más cómodo?
Atziry asintió con una sonrisa traviesa, acercándose aún más hasta que el aroma de su perfume cítrico llenó el espacio entre ellas. —Claro, mamá. Vamos a hacer que ese estudio sea… irresistible —dijo, su voz bajó a un susurro juguetón mientras rozaba el brazo de Elizabeth con la punta de sus dedos. Juntas, se dirigieron al estudio, sus cuerpos se movían en una sincronía casi inconsciente. Elizabeth, inclinada sobre una pila de planos, sentía el roce de la tela de su suéter contra su piel, cada movimiento hacía que sus senos se insinuaran bajo la ropa. Atziry, a su lado, colocaba una sábana sobre el colchón improvisado, su vestido subía peligrosamente por sus muslos mientras se agachaba, dejando al descubierto la suavidad de su piel.
—¿Crees que a Diego le gustará? —preguntó Atziry, girándose hacia su madre con una mirada que destilaba picardía. Sus manos se deslizaron por la sábana, alisándola con una lentitud deliberada, como si estuviera invitando a algo más que una simple conversación.
Elizabeth sintió un calor subir por su pecho, su cuerpo reaccionaba a la cercanía de su hija y a la idea de Diego invadiendo su espacio. —Si es como tú dices, no creo que se queje.
El día que su sobrino se mudaría con ellas llegó. Diego cruzó el umbral, su maleta golpeó suavemente contra el marco de la puerta. Elizabeth y Atziry lo recibieron con sonrisas radiantes, el aire estaba cargado de una bienvenida cálida pero teñida de algo más, algo que vibraba en el espacio entre los tres. Atziry, era un torbellino de energía juvenil, sus micro shorts de mezclilla apenas cubrían la curva de sus muslos, abrazando sus caderas con una audacia que rayaba en lo provocador. Su blusa de tirantes escotada, de un blanco casi translúcido, dejaba poco a la imaginación: sin sostén, sus pezones erectos se marcaban bajo la tela fina, un detalle que atrajo la mirada de Diego como un imán. Sus ojos destellaban con una mezcla de inocencia y picardía mientras le daba un abrazo rápido, su cuerpo rozó el de él con una naturalidad que parecía estudiada.
Elizabeth, por su parte, había elegido un vestido floreado que se adhería a su figura esbelta como una caricia posesiva. El tejido, demasiado entallado, delineaba cada curva de su cuerpo, desde la suavidad de su cintura hasta el contorno prominente de sus senos, que parecían desafiar la tela con cada respiración. Su piel blanca brillaba bajo la luz, y su cabello rubio caía en ondas sueltas, enmarcando unos ojos miel que observaban a Diego con una mezcla de curiosidad y cautela. La mirada de su sobrino, aunque discreta, recorrió el vestido, deteniéndose un instante en la forma en que abrazaba sus caderas, pero no dijo nada, solo esbozó una sonrisa tímida que escondía un destello de algo más.
—Diego, ¡qué bueno que estás aquí! —dijo Atziry, mientras lo guiaba hacia el estudio de arquitectura, sus caderas se balanceaban con cada paso, sus shorts subían ligeramente y revelaban la piel suave de sus nalgas. Elizabeth los siguió, consciente de cómo el vestido se movía contra su cuerpo, la tela rozando sus muslos y enviando un cosquilleo por su piel. El estudio, un espacio pequeño lleno de planos y maquetas, olía a papel y madera, con un colchón improvisado en el suelo cubierto por una sábana limpia.
—Aquí es donde te quedarás —dijo Elizabeth.
Se inclinó ligeramente para ajustar una almohada, el vestido subió por sus muslos y dejó al descubierto un destello de piel que captó la atención de Diego. Él, aún con un dejo de timidez, asintió, sus ojos oscuros recorrieron el espacio antes de posarse de nuevo en las dos mujeres. —Gracias, tía. Está perfecto —murmuró, con voz profunda enviando un escalofrío inesperado por la columna de Elizabeth.
Atziry se acercó a él, rozó su brazo con los dedos mientras señalaba una estantería. —¿Ves? Aquí puedes poner tus cosas. No es un palacio, pero mamá y yo te haremos sentir en casa —dijo, con tono juguetón, mientras se inclinaba hacia adelante, la blusa dejó entrever aún más el contorno de sus pezones. Diego tragó saliva, su mirada se desvió rápidamente, pero no lo suficiente como para que Elizabeth no lo notara. Ella sintió un calor subir por su pecho, una mezcla de celos y deseo que la tomó por sorpresa. La presencia de Diego, joven y viril era como una chispa en un polvorín, y la reacción de Atziry solo avivaba la llama.
—Bueno, te dejamos para que te instales —dijo Elizabeth, rompiendo el momento con una sonrisa tensa, aunque sus ojos miel seguían fijos en Diego, captando la forma en que sus manos fuertes levantaban la maleta. Él asintió, cerrando la puerta del estudio tras ellas con un clic suave que resonó en la casa silenciosa.
Las semanas se deslizaban en la pequeña casa, y la convivencia entre ella, Atziry y Diego había encontrado un ritmo, aunque no exento de tensiones que palpitaban bajo la superficie. Su atención estaba dividida: la audacia de su hija la tenía en vilo. Atziry había convertido la casa en un escenario de provocación, sus vestidos ligeros y micro shorts dejaban poco a la imaginación, cada movimiento suyo era una invitación deliberada dirigida a Diego.
Una mañana, Elizabeth sorprendió a Atziry saliendo de su habitación en un baby doll de encaje rosa, la tela era tan fina que dejaba traslucir la silueta de sus pezones erectos y el contorno de sus caderas. Se dirigía a la cocina, donde Diego preparaba café, y su risa cantarina llenó el aire mientras se inclinaba sobre la encimera, dejando que el dobladillo del baby doll subiera peligrosamente por sus muslos. —Diego, ¿me pasas el azúcar? —preguntó con un tono meloso, sus ojos brillaron con picardía mientras se acercaba a él, rozando su brazo con la punta de los dedos. Diego, con una camiseta ajustada que marcaba sus músculos y unos jeans que delineaban su figura, desvió la mirada, pero el rubor en su cuello lo traicionó.
Elizabeth, desde el umbral del estudio, sintió una punzada en el pecho, una mezcla de celos y preocupación que le apretaba el estómago. Observó cómo Atziry se movía con una confianza descarada, su cuerpo joven vibraba con una sensualidad que parecía desafiar a Diego a reaccionar. —Cuidado, Atziry, no queremos que Diego se queme con el café —dijo Elizabeth, su voz estaba cargada de un filo juguetón pero firme, mientras entraba a la cocina. Llevaba un vestido ceñido que abrazaba su figura esbelta, la tela marcaba cada curva de sus senos y caderas, y notó cómo los ojos de Diego se deslizaban hacia ella, atrapados por un instante en el escote que dejaba entrever la piel blanca de su pecho.
Diego sonrió, nervioso, levantando las manos en un gesto de rendición. —Tranquilas, solo estoy tratando de sobrevivir aquí —bromeó. Pero sus ojos, oscuros e intensos, se detuvieron en ella un segundo de más, y Elizabeth sintió un calor traicionero subir por su cuerpo. Atziry, ajena o quizás deliberadamente indiferente, se acercó aún más a Diego, apoyando una mano en su hombro mientras susurraba: —¿Sobrevivir? Vamos, primo, que no mordemos… todavía. —Su risa era un desafío, y el baby doll se deslizó un poco más, dejando al descubierto la curva de sus nalgas.
Elizabeth apretó los labios, su cuerpo se tensó ante el descaro de su hija. En su interior, una lucha ardía: los celos por la atención que Atziry reclamaba de Diego se mezclaban con un deseo reprimido que la avergonzaba. Diego, por su parte, mantenía una compostura admirable, desviando la conversación hacia temas triviales, pero Elizabeth notaba el esfuerzo en su mandíbula tensa, en la forma en que sus manos se cerraban en puños para no ceder a la tentación. —Atziry, ve a ponerte algo más… decente —dijo Elizabeth, con tono más autoritario de lo que pretendía, aunque sus ojos no pudieron evitar recorrer la figura de Diego, imaginando por un instante cómo se sentirían esas manos fuertes contra su piel.
Atziry se encogió de hombros, lanzándole una mirada traviesa a Diego antes de salir contoneándose, el baby doll ondeando como una bandera de provocación. Cuando se quedaron a solas, Elizabeth se acercó a la encimera, su vestido rozaba sus muslos mientras se inclinaba para tomar una taza. —Espero que tu prima no te esté incomodando, Diego —susurró, su voz era baja y cargada de una intensidad que no pudo contener. Diego tragó saliva, su mirada se deslizó por el contorno de su figura antes de responder: —No es fácil, tía, pero… lo intento.
Un viernes por la tarde, la casa estaba envuelta en un silencio inusual, roto solo por el sonido de las hojas de papel que Diego revisaba en el estudio, inmerso en los documentos de un caso que lo tenía absorto. Atziry se había marchado temprano para un viaje de fin de semana con sus amigos, dejando la casa en una calma que parecía amplificar cada ruido. Elizabeth irrumpió por la puerta principal, su respiración era agitada y tenía el ceño fruncido, cargando un bolso pesado que parecía reflejar el peso de su día. Su vestido negro, ceñido como una segunda piel, abrazaba cada curva de su cuerpo esbelto, resaltando la prominencia de sus senos y la firmeza de sus caderas. Su cabello rubio, ligeramente desordenado, caía sobre sus hombros, y sus ojos miel destellaban con una mezcla de furia y cansancio.
Diego levantó la vista desde el escritorio, notando de inmediato el torbellino de emociones que envolvía a su tía. Se puso de pie y se acercó a ella con pasos lentos, su presencia llenó el espacio. —Tía, déjame ayudarte con eso —dijo, con voz profunda y cálida, extendiendo las manos hacia el bolso. Elizabeth, con un gesto brusco, lo apartó casi empujándolo. —Puedo sola, Diego —espetó, su tono fue cortante mientras el vestido se tensaba contra su piel, dejando entrever el encaje negro de su ropa interior con el movimiento.
Pero apenas dio un paso, su expresión se suavizó, y un suspiro escapó de sus labios. —Lo siento, Diego, no quise… —murmuró, sus ojos encontraron los de él, una chispa de vulnerabilidad brillaba en ellos. Diego sonrió, un gesto que destilaba comprensión y algo más, algo que hizo que el corazón de Elizabeth latiera más rápido. —No te preocupes, estás estresada. Ven, vamos a tu habitación —dijo, su mano rozó ligeramente el brazo de ella, un contacto que envió un escalofrío por su piel.
Elizabeth lo siguió, su cuerpo aún tenso, pero cediendo a la calidez de su oferta. Entraron a su habitación, donde la luz tenue de una lámpara arrojaba sombras suaves sobre las sábanas deshechas. Diego señaló la cama con un gesto firme. —Acuéstate, tía. Quédate ahí, voy a traerte un té —ordenó, su voz estaba cargada de una autoridad que hizo que Elizabeth sintiera un calor inesperado en su bajo vientre. Confundida, pero intrigada por la intensidad de su sobrino, obedeció, dejando que su cuerpo se hundiera en el colchón. El vestido se subió ligeramente por sus muslos, revelando la piel blanca y suave, y ella no hizo nada por ajustarlo, sus ojos permanecieron fijos en la figura de Diego mientras salía de la habitación.
Cuando volvió con una taza humeante, Diego se acercó al borde de la cama, sentándose tan cerca que Elizabeth pudo sentir el calor que emanaba de su cuerpo. —Toma, esto te relajará —dijo, entregándole el té, sus dedos rozaron los de ella con una lentitud que parecía deliberada. Elizabeth tomó un sorbo, el líquido cálido se deslizó por su garganta, pero su atención estaba en Diego, en la forma en que sus ojos oscuros recorrían su figura, deteniéndose en el escote del vestido, donde la tela apenas contenía la curva de sus senos.
—Gracias, Diego —susurró, su voz era más suave, casi un ronroneo, mientras dejaba la taza en la mesita de noche y se recostaba de nuevo, su cuerpo relajándose, pero vibrando con una tensión nueva. Él se inclinó hacia ella, su rostro a centímetros del suyo, el aire entre ellos cargado de electricidad. —¿Quieres que te ayude a relajarte un poco más con un masaje? —preguntó.
Elizabeth, recostada en su cama, sintió el peso del día disolverse bajo la mirada intensa de Diego. Sus palabras aún resonaban en el aire, cargadas de una promesa que hacía que su piel vibrara, y ella, con el corazón latiendo desbocado, asintió con un susurro apenas audible. —Sí, Diego… me ayudaría mucho —dijo, con un murmullo aterciopelado que traicionaba el deseo que crecía en su interior.
Sin dudarlo, Elizabeth se levantó de la cama con una gracia felina, sus dedos temblaron ligeramente mientras desabrochaban el vestido negro que abrazaba su figura. La tela se deslizó por su cuerpo esbelto, cayendo al suelo con un susurro, dejando al descubierto una tanga de encaje negro que se hundía provocativamente entre sus nalgas, resaltando la curva perfecta de su trasero. Su sostén, también de encaje, apenas contenía la plenitud de sus senos, que se alzaban con cada respiración, su piel blanca brillaba bajo la luz tenue de la lámpara. No le importó que Diego la viera así, expuesta y vulnerable; al contrario, la idea de sus ojos recorriéndola encendía un fuego en su bajo vientre.
Diego, sentado al borde de la cama, contuvo el aliento, sus ojos oscuros devoraban cada centímetro del cuerpo de su tía. La curva de su espalda, suave y elegante, lo hipnotizaba, una extensión de piel que anhelaba tocar, acariciar, reclamar. Sus manos se apretaron contra el colchón, luchando contra el impulso de extenderse hacia ella, de recorrer con los dedos esa carne que parecía llamarlo. En lugar de ceder, se levantó con un movimiento controlado, y la ayudó a acostarse boca abajo sobre las sábanas. —Relájate, tía —dijo, su tono de voz era bajo y cargado de una tensión que no podía ocultar, mientras tomaba una sábana y la colocaba con cuidado sobre sus nalgas y piernas, dejando al descubierto solo la extensión de su espalda.
Elizabeth, con el rostro hundido en la almohada, sintió un pinchazo de decepción. Había malinterpretado el gesto de Diego, asumiendo que cubrirla era una señal de rechazo, que su cuerpo semidesnudo lo había incomodado. Resignada, decidió entregarse al masaje que él le ofrecía, aunque su piel aún ardía por el roce de su mirada. —Está bien… hazlo —susurró, su voz estaba teñida de una mezcla de rendición y anhelo, mientras su cuerpo se relajaba contra el colchón, la tanga de encaje rozaba su piel con cada movimiento.
Diego vertió un poco de crema en sus manos, el aroma a lavanda llenó la habitación mientras se inclinaba sobre ella. Sus dedos, cálidos y fuertes, encontraron la piel de su espalda, deslizándose con una presión lenta y deliberada que arrancó un suspiro de los labios de Elizabeth. Cada roce era una caricia contenida, un baile de deseo reprimido que hacía que su cuerpo se arqueara ligeramente, buscando más contacto. —Dios, Diego… tienes buenas manos —gimió suavemente, su voz estaba cargada de una sensualidad que no pudo reprimir, mientras sentía cómo los dedos de él exploraban la curva de sus hombros, descendiendo por su columna con una precisión que la hacía temblar.
Diego, luchando contra el calor que subía por su propio cuerpo, mantuvo el control, sus manos se movían con una mezcla de ternura y firmeza. Pero cada vez que sus dedos rozaban los costados de Elizabeth, cerca de la curva de sus senos o el borde de la sábana que cubría sus nalgas, sentía una corriente eléctrica que amenazaba con romper su compostura. —Solo quiero que te sientas bien, tía —murmuró, con voz ronca, mientras sus manos se detenían un instante en la base de su espalda, justo donde la tanga desaparecía entre sus nalgas, un territorio que lo tentaba más allá de lo permitido.
Elizabeth cerró los ojos, su cuerpo vibraba bajo el toque de su sobrino, cada caricia avivaba un deseo que había reprimido durante demasiado tiempo. La sábana que cubría sus nalgas parecía una barrera frágil, una línea que ambos sabían que podían cruzar con un solo movimiento. Pero por ahora, se dejaba consentir, su piel ardía bajo las manos de él, atrapada en un juego de contención y deseo que la hacía estremecer con cada roce.
Los minutos se deslizaban en la habitación de Elizabeth, envueltos en el aroma embriagador de la crema corporal de lavanda y el calor que emanaba de sus cuerpos. Ella, tendida boca abajo sobre el colchón, sentía las manos de Diego deslizarse por su espalda, sus dedos fuertes pero cuidadosos trazaban caminos de calor sobre su piel blanca. La tanga de encaje negro se hundía entre sus nalgas, una provocación silenciosa que parecía gritar en la quietud de la habitación. Pero a medida que los segundos se convertían en minutos, Elizabeth notó que Diego no cruzaba la línea invisible que los separaba. Sus caricias, aunque expertas, se mantenían castas, restringidas a la extensión de su espalda, sin aventurarse hacia los territorios que su cuerpo anhelaba en secreto. Una punzada de decepción se instaló en su pecho. “No le intereso”, pensó, su mente se nublaba por la inseguridad. “Solo ve a una vieja de 44 años, no a una mujer”. Resignada, decidió rendirse al placer del masaje, dejando que el roce de sus manos apaciguara la tormenta de su cuerpo.
Pero mientras se entregaba al tacto, un remordimiento ardiente la atravesó. ¿Cómo podía desear que Diego, su sobrino, la tomara? ¿Qué clase de locura la llevaba a imaginar sus manos fuertes explorando más allá de su espalda, deslizándose por la curva de sus caderas, hundiendo los dedos en la carne suave de sus nalgas? El peso de la culpa la envolvió, y su cuerpo, agotado por el estrés del día y la intensidad del momento, se dejó llevar por el sueño. Sus párpados se cerraron, su respiración se volvió lenta y profunda, y su figura, semidesnuda bajo la sábana que apenas cubría sus piernas, quedó a merced de la quietud.
Diego, por su parte, estaba atrapado en su propio torbellino de deseo. Sus manos, resbaladizas por la crema, recorrían la espalda de Elizabeth con una reverencia casi religiosa, cada músculo, cada curva, un lienzo que lo hipnotizaba. La piel de su tía, suave y cálida, era un sueño que lo había perseguido desde que era un adolescente, hace más de doce años. La había observado entonces, en reuniones familiares, su figura esbelta envuelta en vestidos que lo dejaban sin aliento, su risa encendía fantasías que nunca se atrevió a confesar. Ahora, con ella bajo sus manos, la realidad superaba cualquier imaginación. Con dedos temblorosos, desabrochó el sostén de encaje negro, liberando su espalda por completo. La prenda se abrió, dejando al descubierto la piel impecable que lo hacía contener el aliento, su cuerpo estaba tenso por el esfuerzo de no ceder a la tentación.
Quería más. Quería deslizar sus manos bajo la sábana, explorar la curva de sus nalgas, sentir el calor de su piel contra la suya. Pero la duda lo paralizaba. ¿Y si ella lo rechazaba? ¿Y si un movimiento en falso la hacía enojar, lo acusaba de cruzar un límite imperdonable? Su mente era un campo de batalla entre el deseo y el miedo. Decidió buscar una señal, un indicio en el rostro de Elizabeth que le diera permiso para avanzar. Se inclinó hacia ella, su aliento cálido rozó su hombro mientras estudiaba su perfil. Pero lo que vio lo detuvo en seco: sus ojos estaban cerrados, su respiración era pausada, su cuerpo relajado en un sueño profundo. La decepción lo golpeó, pero también un alivio culpable. No habría señales, no esa noche.
Diego continuó el masaje, sus manos se movían con una ternura que escondía el fuego que lo consumía. Cada roce sobre su espalda era una caricia contenida, un deseo reprimido que lo hacía apretar los dientes. La tanga de Elizabeth, apenas visible bajo la sábana, era una tentación constante, un recordatorio de lo cerca que estaba de cruzar un umbral que cambiaría todo. Pero se contuvo, sus dedos deteniéndose en la base de su columna, donde la piel se volvía aún más suave, casi suplicando ser tocada. —Eres perfecta —susurró, tan bajo que las palabras se perdieron en el silencio, mientras sus ojos recorrían la figura dormida de su tía, grabando cada detalle en su memoria. La habitación estaba cargada de una tensión que no se disiparía, un deseo que ambos sentían pero que, por ahora, permanecía atrapado en la penumbra.
Sentado al borde de la cama, sintió el peso del deseo aplastar cualquier rastro de arrepentimiento. La figura de Elizabeth, dormida boca abajo sobre el colchón, era una visión que incendiaba sus sentidos. La sábana apenas cubría sus piernas, y la tanga de encaje negro, hundida entre sus nalgas, era una provocación que lo empujaba más allá de la razón. Su respiración se aceleró, un torbellino de lujuria y audacia apoderándose de él. “Si no es ahora, ¿cuándo?”, se dijo, su voz interna un rugido que ahogaba cualquier duda. Lentamente, se levantó, sus manos temblaban de anticipación mientras retiraba la sábana con un movimiento deliberado, dejando al descubierto el cuerpo casi desnudo de su tía. La tanga, una fina línea de encaje, enmarcaba las nalgas redondas y firmes de Elizabeth, su piel blanca resplandecía bajo la luz tenue de la lámpara.
Diego sacó su celular, su pulso era errático mientras activaba la cámara. El deseo lo consumía, y la idea de ser descubierto solo avivaba el fuego en su interior. Enfocó el lente en esas nalgas perfectas, capturando cada curva, cada detalle, con una precisión que rayaba en la obsesión. Su respiración era pesada, casi un jadeo, mientras tomaba fotos, el clic del dispositivo resonaba en la quietud de la habitación. Pero no era suficiente. Quería más, quería grabar cada rincón de ese cuerpo que lo había atormentado en sueños durante años. Encendió la función de video, su mano temblaba mientras se acercaba, los dedos rozaron el borde de la tanga. Con una lentitud que era casi reverente, separó la prenda, deslizándola hacia un lado para revelar el ano rosado de su tía, un secreto íntimo que lo hizo contener el aliento. La imagen en la pantalla era hipnótica, cada detalle amplificado por su deseo.
Con un movimiento audaz, Diego abrió lentamente las piernas de Elizabeth, sus manos eran firmes pero cuidadosas, como si temiera romper la fantasía. La tanga, ahora desplazada, dejaba al descubierto los labios húmedos de su vagina, brillando bajo la luz, una invitación silenciosa que lo hacía arder. Grabó cada segundo, su celular capturaba la escena con una claridad que lo estremecía. Luego, incapaz de resistirse, dejó el teléfono a un lado, asegurándose de que siguiera grabando, y con la misma mano que había movido la tanga comenzó a explorar. Sus dedos rozaron los pliegues húmedos, deslizándose con una lentitud torturante, sintiendo la calidez y la suavidad que lo volvían loco. Sabía que su tía podría odiarlo por esto, que cruzar este límite era un riesgo que podía destruirlo todo, pero el deseo era más fuerte que cualquier temor. Su toque era deliberado, cada movimiento un desafío a su propia cordura, mientras su otra mano se apretaba contra su propio muslo, conteniendo el impulso de ir más lejos.
—Eres todo lo que siempre quise —susurró Diego, su voz era apenas audible, un murmullo cargado de hambre mientras sus dedos seguían explorando, sintiendo cómo el cuerpo de su tía, incluso dormida, parecía responder con una humedad que lo enloquecía. La habitación estaba cargada de una tensión eléctrica, el aire denso con el peso de un deseo prohibido que Diego ya no podía contener. Sabía que estaba jugando con fuego, que cada segundo lo acercaba más al borde de un abismo, pero la visión de Elizabeth, expuesta y vulnerable bajo sus manos, era algo que no quería que terminara.
Diego, con el corazón latiendo como un tambor en su pecho, detuvo la grabación en su celular, asegurándose de guardar el contenido que había capturado, un tesoro prohibido que lo hacía temblar de adrenalina. La habitación estaba envuelta en una penumbra cálida, la luz de la lámpara resaltaba la figura de su tía, dormida boca abajo, su piel blanca brillaba como un lienzo de deseo. La tanga de encaje negro, apenas una línea entre sus nalgas era una invitación que Diego ya no podía ignorar. Con manos temblorosas, se despojó de su ropa, su camiseta y jeans cayeron al suelo en un susurro, dejando al descubierto su cuerpo atlético, tenso por la anticipación. Su erección, ya era dura y palpitante, un testimonio de los años de fantasías que lo habían atormentado desde la adolescencia.
Se acercó al colchón, su respiración era agitada mientras se acostaba lentamente sobre el cuerpo de Elizabeth, el calor de su piel contra la suya enviaba una corriente eléctrica por todo su ser. Con un movimiento cuidadoso, volvió a deslizar la tanga a un lado, sus dedos rozaron la suavidad de sus nalgas antes de posicionarse. La penetró con una lentitud agonizante, su verga se hundía en la estrechez cálida y húmeda de su vagina, un lugar que lo acogía con una intensidad que lo volvió loco. Era la misma carne que había dado vida a su prima 18 años atrás, y la idea de esa conexión prohibida lo enardecía aún más. Entraba y salía, cada embestida era un delirio de placer, su cuerpo se movía con una mezcla de reverencia y urgencia.
Diego inclinó la cabeza, sus labios rozaron la espalda de Elizabeth, besándola con una devoción febril. La piel de su tía, suave y cálida, era un mapa que él exploraba con besos húmedos, sus manos acariciaban la curva de sus hombros, descendiendo por los costados de su cuerpo. —Te amo, tía —susurró, con voz rota por el deseo, las palabras escapaban entre jadeos mientras seguía moviéndose dentro de ella—. Te he deseado siempre… quiero cogerte una y otra vez. —Cada embestida era una declaración, cada roce un juramento de su obsesión.
Con una mano apoyada en el colchón para sostenerse, Diego deslizó la otra bajo el cuerpo de Elizabeth, buscando con una precisión instintiva hasta encontrar su seno derecho. Lo apretó con firmeza, sintiendo la suavidad de su carne ceder bajo sus dedos, el pezón blando y cálido contra su palma. El contacto lo hizo gemir, un sonido gutural que llenó la habitación mientras sus caderas se aceleraban, el ritmo de sus movimientos era más desesperado. La tanga, ahora arrugada a un lado, era un recordatorio de la línea que había cruzado, pero Diego ya no pensaba en consecuencias. Su cuerpo, su mente, todo estaba consumido por la sensación de estar dentro de ella, de reclamar el objeto de sus sueños adolescentes en un acto que lo liberaba y lo condenaba al mismo tiempo.
Elizabeth, atrapada en el sueño, no se movía, pero su cuerpo parecía responder, su respiración cambiaba ligeramente con cada embestida, un eco inconsciente del placer que Diego le arrancaba. Él, perdido en la lujuria, apretó su seno con más fuerza, sus labios besaban la nuca de su tía, el aroma de su piel alimentaba su frenesí. La habitación era un santuario de deseo, el aire era denso con el calor de sus cuerpos y el sonido de su respiración entrecortada, mientras Diego se entregaba por completo a la fantasía que había anhelado durante más de una década.
Ella en un sueño vívido, se encontraba tendida sobre una playa dorada, los rayos del sol acariciaban su piel blanca como lenguas de calor que lamían su espalda, sus nalgas y sus piernas. El bikini negro que llevaba era apenas una tira de tela, la parte inferior se hundía entre sus nalgas, dejando al descubierto la curva firme de su trasero, mientras la parte superior apenas contenía la plenitud de sus senos. La arena tibia se adhería a su piel, y el sonido de las olas era un murmullo que se mezclaba con su respiración agitada. A su lado, Diego, con su cuerpo bronceado y musculoso, la miraba con unos ojos oscuros que ardían de deseo. Su presencia era magnética, cada músculo definido bajo la luz del sol, su bañador ajustado marcaba una erección que no intentaba ocultar.
—Tía, no puedo esperar más… quiero penetrarte —dijo él en el sueño, con voz grave y cargada de urgencia, mientras se inclinaba hacia ella, su aliento cálido rozó su cuello.
Ella, con el corazón acelerado, sintió un calor líquido recorrer su cuerpo, concentrándose entre sus muslos. —Me encantaría, Diego… pero sabes que no podemos, somos familia —respondió, su voz era un susurro tembloroso, cargado de deseo y conflicto. Pero él, desafiante, la tomó por las caderas con manos fuertes, girándola hasta ponerla en cuatro, sus rodillas hundiéndose en la arena caliente.
—No me importa —gruñó Diego, sus dedos deslizaron el bikini hacia un lado con una lentitud que era casi una tortura, dejando al descubierto la humedad reluciente de su vagina. —Mírate, estás escurriendo por mí —dijo, con voz cargada de lujuria que la hizo estremecer. Elizabeth, con la piel erizada, giró la cabeza para mirarlo, sus ojos miel brillaban con una mezcla de rendición y desafío. —Cállate y métemela ya sobrino —ordenó, con un gemido desesperado, su cuerpo arqueándose hacia él, invitándolo a reclamarla.
Diego no dudó. La penetró con una embestida profunda, su verga la llenó por completo, cada movimiento arrancaba un gemido de sus labios. Entraba y salía con un ritmo que la volvía loca, la arena se pegaba a sus rodillas mientras sus caderas chocaban con las de ella. Sus manos, grandes y cálidas, subieron por su torso, deslizándose bajo el bikini para masajear sus senos, apretándolos con una mezcla de ternura y posesión. Los pezones de Elizabeth, duros y sensibles respondían a cada roce, enviando oleadas de placer que la hacían jadear. —Dios, Diego… más —gimió, su voz estaba rota por el éxtasis, sintiendo cómo su humedad se deslizaba por sus muslos, empapando la arena bajo ella. Estaba excitadísima, perdida en la sensación de ser tomada con una pasión que la consumía.
Pero entonces, una sombra cruzó la playa. Su hermana América apareció de repente, su rostro estaba lleno de reproche. —¡Elizabeth, no puedes hacer esto, es tu sobrino! —gritó, su voz cortaba el aire como un látigo. Antes de que Elizabeth pudiera responder, Atziry emergió de las olas, su cuerpo joven y curvilíneo estaba envuelto en un bikini blanco que apenas contenía su figura. —¡Para, mamá! ¡Diego es mío! —espetó. La escena se volvió caótica, las voces de su hermana y su hija se mezclaron en un eco que la arrancó del sueño.
Elizabeth despertó, su respiración era agitada, el calor entre sus piernas era un recordatorio vívido de la intensidad de su fantasía, y en la penumbra de su habitación, un placer intenso y prohibido recorría su cuerpo como una corriente eléctrica. La sensación era abrumadora: sentía un roce profundo, una penetración rítmica que la llenaba, haciendo que su piel ardiera y su respiración se volviera entrecortada. La tanga de encaje negro, desplazada a un lado, rozaba su piel sensible, y la sábana apenas cubría sus piernas, dejando su cuerpo expuesto al calor de la noche. Lejos de sentir miedo o incomodidad, se rindió a la ola de éxtasis, su cuerpo se arqueó instintivamente para recibir cada embestida. En su mente, aún nublada por el sueño de la playa, creía que seguía atrapada en esa fantasía donde Diego la tomaba sin reservas, su cuerpo joven y fuerte reclamándola bajo el sol.
Pero entonces, una voz grave y cargada de deseo atravesó la bruma de su consciencia. —Te he deseado desde hace años, tía —susurró Diego, su aliento cálido contra la nuca de ella, cada palabra vibraba con una pasión que la hizo estremecer—. No voy a parar, aunque tenga que hacerlo a escondidas, te voy a coger siempre. —Sus caderas se movían contra ella, su dura verga se deslizaba dentro de su vagina húmeda, cada embestida enviaba ondas de placer que la hacían gemir suavemente.
Elizabeth abrió los ojos de golpe, la realidad la golpeó como un relámpago. No era un sueño. Diego estaba allí, su cuerpo firme presionando contra el suyo, una mano apretando su seno derecho con una mezcla de posesión y reverencia, sus dedos rozando el pezón endurecido que palpitaba bajo su toque. La sábana había caído al suelo, y la tanga, torcida a un lado, dejaba su cuerpo vulnerable, expuesto a la lujuria de su sobrino. Su corazón latía desbocado, atrapada entre el placer que la consumía y la conmoción de lo que estaba ocurriendo. Giró la cabeza ligeramente, sus ojos miel se encontraron con los de Diego, oscuros e intensos, brillando con un deseo que no intentaba ocultar.
—¿Qué estás haciendo, sobrino? —preguntó, casi alarmada, cargada de una mezcla de reproche y rendición. Su mano alcanzó la de él, aun apretando su seno, pero no la apartó; en cambio, sus dedos se entrelazaron con los de Diego, un gesto que traicionaba el anhelo que la recorría. Su cuerpo, aun moviéndose al ritmo de las embestidas, parecía tener voluntad propia, sus caderas inclinándose hacia él, buscando más, incluso mientras su mente luchaba por comprender la línea que acababan de cruzar.
El eco de la pregunta colgó en el aire como un relámpago, deteniendo el tiempo. Diego, con el corazón desbocado, se apartó de ella en un movimiento brusco, su cuerpo ahora estaba tenso por el pánico. Se puso de pie junto a la cama, la luz tenue de la lámpara delineaba los músculos de su torso desnudo, su erección prominente y venosa traicionaba el deseo que aún lo consumía. —Perdóname, tía, perdóname —balbuceó, su voz estaba quebrada por el miedo, sus ojos estaban abiertos de par en par mientras retrocedía un paso—. No era mi intención abusar de ti, yo… lo siento. —Sus manos temblaban, atrapadas entre la culpa y la lujuria que aún ardía en su interior.
Elizabeth, tendida boca abajo sobre el colchón, sintió un torrente de emociones chocar en su pecho: la conmoción, la culpa, pero sobre todo un deseo ardiente que se negaba a apagarse. Sus ojos miel se posaron en la figura de Diego, deteniéndose en su erección, dura y expuesta, un testimonio de cuánto la deseaba. Su cuerpo, aun vibrando por las sensaciones que él había despertado, tomó el control. Con un movimiento rápido y decidido, se giró sobre la cama, quedando de espaldas, la piel blanca de su abdomen ahora resplandecía bajo la luz. Sus dedos, temblorosos pero seguros, encontraron el borde de la tanga de encaje negro y la deslizaron por sus muslos, dejándola caer al lado de ella. Abrió las piernas con una lentitud deliberada, exponiendo la humedad reluciente de su vagina, una invitación que no dejaba lugar a dudas.
Con un gesto cargado de lujuria, Elizabeth tomó la tanga y la lanzó al rostro de Diego, la prenda rozó sus labios antes de caer al suelo. —Abusa de mí lo que quieras, sobrino —dijo, su voz era un ronroneo profundo, cargado de deseo, mientras sus dedos comenzaban a frotar su clítoris con movimientos lentos y circulares, enviando escalofríos por todo su cuerpo. Con su mano libre, levantó uno de sus senos prominentes hacia su boca, lamiendo el pezón endurecido con una lengua hambrienta, sus ojos estaban fijos en Diego, desafiándolo a ceder. Su cabello rubio se desparramaba sobre la almohada, y su cuerpo, arqueado ligeramente, era un espectáculo de pura provocación.
Diego, paralizado por un instante, sintió cómo el pánico se desvanecía bajo el peso de su deseo. La visión de Elizabeth, abierta y entregada, frotándose con una sensualidad descarada, era más de lo que podía resistir. Su respiración se volvió pesada, un jadeo que llenaba la habitación mientras se acercaba de nuevo al colchón, sus ojos devoraban cada centímetro de su tía. —No tienes idea de cuánto te deseo —gruñó, su voz rota por la pasión mientras se posicionaba entre sus piernas, su erección rozando la entrada húmeda de Elizabeth, prometiendo una rendición total.
Ella gimió suavemente, sus dedos aceleraban el ritmo sobre su clítoris, el placer creció como una marea que amenazaba con ahogarla. —Hazlo, sobrino… tómame —susurró, su lengua trazaba círculos alrededor de su pezón antes de morderlo ligeramente, su cuerpo temblaba de anticipación. La habitación se volvió un santuario de deseo, el aire estaba denso con el aroma de su excitación y el calor de sus cuerpos. Diego, incapaz de contenerse más, se inclinó hacia ella, listo para reclamarla, mientras Elizabeth se entregaba por completo a la lujuria que los consumía a ambos, cada roce, cada mirada, un paso más hacia un abismo del que ninguno quería escapar.
Diego, arrodillado entre las piernas abiertas de Elizabeth, sintió que el mundo se reducía a la visión que tenía frente a él. La vagina de su tía, expuesta en toda su gloria, era un espectáculo que lo dejó sin aliento. Los labios vaginales, rosados y relucientes, brillaban con una humedad que parecía llamarlo, cada pliegue lo invitaba a explorarla. El abundante vello púbico rubio, perfectamente enmarcando su pelvis, añadía una textura salvaje que lo enardecía, un contraste sensual con la suavidad de su piel blanca. Diego acercó su rostro, su respiración era agitada mientras inhalaba profundamente el aroma embriagador de su excitación, un perfume dulce y almizclado que lo envolvía, encendiendo cada fibra de su ser. Sus manos, temblaban de deseo, se posaron en los muslos de Elizabeth, abriéndolos aún más, como si quisiera grabar cada detalle en su memoria.
Elizabeth, recostada sobre el colchón, era un torbellino de lujuria. Su cuerpo, desnudo salvo por el sostén de encaje negro que colgaba suelto, se arqueaba ligeramente, sus senos prominentes subían y bajaban con cada respiración errática. Sus dedos, aún húmedos de tocarse, se aferraban a las sábanas, y sus ojos miel, nublados por el deseo, se clavaron en Diego. —Por favor, Diego… lámeme ya —suplicó, su voz era un gemido ronco, cargado de una urgencia que rayaba en la desesperación. Sus caderas se movieron instintivamente, empujándose hacia él, su clítoris hinchado rogaba por el contacto de su lengua. Ardía en deseo, cada segundo de espera era una tortura que hacía que su piel se erizara y su vagina palpitara, anhelando ser devorada.
Diego, hipnotizado por la visión y el aroma, no pudo resistir más. Se inclinó hacia adelante, sus labios rozaron apenas los pliegues húmedos, arrancando un gemido profundo de Elizabeth. Su lengua salió lentamente, trazando un camino tentativo por los labios vaginales, saboreando la dulzura salada que lo envolvía. —tía, eres perfecta —murmuró contra su piel, su voz vibró contra su carne sensible, mientras sus manos apretaban los muslos de Elizabeth, manteniéndola abierta para él. Su lengua se volvió más audaz, lamiendo con movimientos largos y deliberados, explorando cada rincón, deteniéndose en su clítoris para succionarlo suavemente, haciendo que las caderas de Elizabeth se alzaran del colchón.
—Sigue… no pares —jadeó ella, su mano libre se deslizaba por sus senos, apretándolos con fuerza mientras lamía sus pezones endurecidos, el placer se multiplicaba en oleadas que la hacían temblar. La lengua de su sobrino se movía con una precisión hambrienta, alternando entre caricias suaves y succiones intensas, saboreando la humedad que fluía de ella como un río. El vello púbico rubio rozaba su barbilla, añadiendo una textura que lo volvía loco, mientras sus dedos se aventuraban a explorar los bordes de su entrada, tentados a hundirse en su calor. Elizabeth gemía sin control, su cuerpo totalmente entregado al festín que Diego le ofrecía, cada lamida la llevaba más cerca de un clímax que amenazaba con consumirla.
La piel blanca de Elizabeth relucía de sudor, y sus senos, ahora libres del sostén de encaje negro que había caído al suelo, se alzaban con cada respiración errática. Sus propios dedos apretaban un pezón endurecido, mientras su lengua trazaba círculos húmedos alrededor del otro, su cuerpo estaba arqueado en una danza de lujuria. Pero justo cuando sentía que el placer estaba a punto de estallar, Diego detuvo su lengua, dejando su vagina palpitante y húmeda, expuesta al aire fresco de la habitación.
—¿Por qué te detienes? —preguntó Elizabeth, su voz era un gemido frustrado, sus ojos brillaban con una mezcla de deseo y confusión mientras lo miraba desde el colchón. Su cabello rubio se desparramaba sobre las sábanas, y su mano seguía acariciando su seno, incapaz de detenerse. Diego, arrodillado entre sus piernas, sonrió con una chispa traviesa en sus ojos oscuros. —No quiero que termines todavía, tía —dijo, con voz profunda y cargada de intención—. Quiero que esto dure. —Se puso de pie sobre el colchón, su cuerpo atlético dominaba el espacio, con su erección dura y prominente frente a ella. Tomó su celular, activando la cámara con un movimiento rápido, el pequeño destello rojo indicando que el video había comenzado.
—Quiero grabarte mientras me la chupas —declaró, su tono era una mezcla de mando y súplica, mientras enfocaba el lente en Elizabeth, capturando la forma en que sus dedos seguían jugando con sus senos, sus pezones rosados brillando bajo la luz tenue. Ella se detuvo, un destello de vergüenza cruzó su rostro. —No, Diego… no quiero que me grabes —protestó, con voz temblorosa, aunque sus manos no dejaron de acariciar su piel, traicionando el deseo que aún la consumía.
—Solo será esta vez, te lo prometo —insistió él, su mirada estaba fija en ella, su erección palpitaba como un recordatorio de lo que ambos anhelaban. Elizabeth, atrapada entre la vergüenza y la lujuria, sintió un calor subir por su pecho. Con un suspiro resignado, pero con un brillo de excitación en los ojos, se puso de rodillas frente a él, la sábana caía completamente y dejaba su cuerpo desnudo expuesto. Sus manos alcanzaron la verga de Diego, sus dedos lo envolvieron con una mezcla de curiosidad y admiración. Era grueso, cálido, pulsante bajo su toque, y ella lo observó con una intensidad que hizo que su propia humedad se intensificara entre sus muslos.
—Eres… increíble —murmuró, su voz era un susurro cargado de deseo mientras acercaba su rostro, sus labios rozaron la punta antes de abrirse para recibirlo. Su lengua se deslizó lentamente, saboreando la textura suave y salada, mientras sus manos acariciaban la base, moviéndose con una lentitud deliberada que hacía que Diego jadeara. Elizabeth, de rodillas, sentía el poder de su propia sensualidad, sus senos se balanceaban ligeramente mientras se inclinaba hacia adelante, lamiendo y succionando con una entrega que la sorprendía a sí misma. El celular seguía grabando, capturando cada movimiento, cada gemido bajo que escapaba de los labios de Diego, mientras Elizabeth se perdía en el acto, su cuerpo vibraba con un deseo que no podía negar, aun sabiendo que el video inmortalizaría su rendición.
Diego, de pie sobre el colchón, sentía que el mundo se desvanecía ante la visión de Elizabeth arrodillada frente a él. Sus ojos, encendidos de lujuria, se clavaban en su tía. Y ella, completamente desnuda, con sus senos prominentes balanceándose con cada movimiento, devoraba su verga con una avidez que lo hacía temblar. Sus labios, húmedos y cálidos, se deslizaban por su erección, dejando un rastro de saliva que brillaba en la penumbra. La lengua de Elizabeth danzaba sobre él, explorando cada centímetro con una dedicación que lo llevaba al borde de la locura. Sus ojos brillaban con un deseo voraz, se alzaban para encontrarse con los de Diego, una conexión eléctrica que intensificaba cada sensación.
—¿Qué tal lo hago, sobrino? —preguntó, su voz era un ronroneo seductor, deliberadamente alta para que el celular, aun grabando desde la mano de Diego, capturara cada palabra. Su boca seguía trabajando, succionando con una intensidad que hacía que las rodillas de Diego temblaran. Él, con la respiración entrecortada, apenas pudo responder, con voz ronca y cargada de placer. —Es la mejor chupada que me han dado en mi vida, tía —jadeó, sus palabras resonaron con una sinceridad que hizo que Elizabeth sonriera contra su piel, su lengua redobló sus esfuerzos.
Con un movimiento lento y provocador, Elizabeth sacó la verga de su boca, dejando que descansara contra su mejilla, caliente y húmedo. Sus dedos se deslizaron hacia abajo, masajeando los testículos de Diego con una suavidad que contrastaba con la ferocidad de su deseo. Inclinó la cabeza, lamiendo con dedicación, su lengua trazó círculos lentos que arrancaban gemidos profundos de él. Luego, con una mirada traviesa, volvió a engullir su erección, esta vez empujándola hasta el fondo de su garganta. Las arcadas eran audibles, un sonido crudo y visceral que llenaba la habitación, mientras sus ojos se llenaban de lágrimas, no de dolor, sino de la intensidad de su entrega. Elizabeth estaba dando la mejor mamada de su vida, cada movimiento calculado para llevar a su sobrino al límite, su saliva goteaba por su barbilla mientras se perdía en el acto.
Tras varios minutos de esa danza febril, Elizabeth se apartó, jadeando, su pecho subía y bajaba con respiraciones agitadas. Sus dedos seguían rozando sus propios senos, pellizcando sus pezones endurecidos, mientras miraba a Diego con una lujuria que ardía como fuego. —Quiero que me penetres el ano, sobrino —dijo, temblorosa de excitación, cada palabra cargada de un deseo que no podía contener—. Pero quiero que lo grabes también. —Se puso de rodillas, girándose para apoyarse en las manos, ofreciendo sus nalgas al aire, la tanga ya olvidada en el suelo. Su cuerpo, empapado de sudor y deseo, temblaba de anticipación, su vagina estaba reluciente de humedad y su ano rosado expuesto como una invitación prohibida.
Diego, con el celular aún en la mano, sintió que su corazón iba a estallar. La visión de Elizabeth, abierta y entregada, era más de lo que jamás había soñado. Ajustó el ángulo de la cámara, asegurándose de capturar cada detalle de su cuerpo, mientras su otra mano rozaba la curva de sus nalgas, preparándose para cumplir su deseo. —Voy a darte todo, tía —susurró, su voz fue un gruñido de pura lujuria, mientras se posicionaba detrás de ella.
Elizabeth, de rodillas sobre el colchón, abrió sus nalgas con ambas manos, sus dedos se hundieron en su carne suave y blanca, exponiendo su ano rosado al aire cálido de la habitación. Su piel brillaba con una fina capa de sudor, y sus senos prominentes colgaban libres, los pezones endurecidos rozaban las sábanas con cada movimiento. Diego, de pie detrás de ella, sintió que su respiración se detenía ante la visión. Sosteniendo su celular con una mano, la cámara capturando cada detalle, escupió en la entrada de aquel orificio estrecho, el líquido resbalaba sobre la piel sensible, preparando el camino. Su verga, gruesa y pulsante, se alzaba con una urgencia que apenas podía contener. Posicionó la punta contra el ano de su tía, empujando con una lentitud deliberada, sintiendo cómo los pliegues apretados lo envolvían, tragándolo centímetro a centímetro en un abrazo cálido y prohibido.
Elizabeth dejó escapar un lamento suave, un gemido que se mezclaba con el placer y una pizca de dolor, sus caderas temblaban mientras se ajustaba a la intrusión. —No pares, sobrino… métemela toda —suplicó, su voz era un ronroneo cargado de lujuria, sus ojos estaban cerrados mientras se entregaba al momento. Sus dedos apretaban sus nalgas con más fuerza, manteniéndolas abiertas, invitándolo a profundizar. Diego, con un gruñido bajo, obedeció, empujando hasta que su verga estuvo completamente dentro, la sensación de la estrechez de su tía lo hacía jadear. Una vez que el cuerpo de Elizabeth se acostumbró a su grosor, él comenzó a moverse, un mete y saca rítmico que hacía que las nalgas de ella chocaran con su pelvis con un sonido carnoso, como un aplauso que celebraba su unión incestuosa.
Los testículos de Diego golpeaban suavemente contra la piel de su tía, cada embestida amplificaba el calor que los consumía. La cámara, aun grabando, capturaba cada detalle: el brillo del sudor en las nalgas de Elizabeth, la forma en que su ano se aferraba a la verga de su sobrino, el balanceo de sus senos con cada movimiento. La habitación se llenó de un aroma embriagador, una mezcla cruda de sexo intenso, de carne y deseo desatado. Los gemidos de Elizabeth, agudos y desesperados se entrelazaban con los gruñidos profundos de Diego, creando una sinfonía de lujuria que resonaba en las paredes. —Más fuerte, sobrino… no te detengas —jadeó ella, su voz rota por el placer, mientras sus caderas se empujaban hacia atrás, encontrándose con cada embestida, sus nalgas temblaban con cada impacto.
Diego, perdido en la intensidad del momento, dejó que una mano se deslizara hacia el frente, rozando el vello púbico rubio de Elizabeth antes de encontrar su clítoris, frotándolo con movimientos rápidos que arrancaron un grito de su garganta. —Eres mía, tía —susurró, su voz temblaba de deseo, mientras sus caderas aceleraban, el ritmo se volvió frenético. Elizabeth, al borde del éxtasis, sentía su cuerpo vibrar, su ano apretaba alrededor de la verga de su sobrino, mientras el masajeaba su clítoris.
Él, con una intensidad que rayaba en la obsesión, deslizó dos dedos hacia la vagina de Elizabeth, hundiéndolos en su calor húmedo con un movimiento decidido. Los movió con una rapidez feroz, masturbándola con una precisión que hacía que su cuerpo temblara. Elizabeth goteaba, su excitación empapaba los dedos de su sobrino, cada roce enviaba oleadas de éxtasis que la hacían gemir sin control. Sus senos prominentes, libres de cualquier prenda, se balanceaban con cada embestida, sus pezones endurecidos rozaban las sábanas, amplificando su deseo.
Ella sabía quién era el hombre que le estaba rompiendo el ano, y lejos de sentir culpa, una oleada de triunfo la invadía. Su hermana América siempre había sido la ganadora en su infancia, robándole cada victoria, cada atención. Pero ahora, con su hijo reclamándola con una pasión desenfrenada, Elizabeth sentía que había ganado la batalla definitiva. Su cuerpo se arqueaba, entregándose por completo, cada gemido era un grito de liberación. —Sigue, sobrino… no pares —jadeó, su voz rota por la lujuria, mientras sus caderas se movían al ritmo de sus embestidas, su vagina apretaba los dedos que la exploraban con una intensidad que la llevaba al borde del abismo.
De pronto, Diego dejó de grabar, su respiración era pesada mientras arrojaba el celular al colchón con un movimiento brusco. Quería sentirla sin barreras, sin la distancia de una lente. Sacó sus dedos de la vagina de su tía, dejando un rastro de humedad que brillaba en su piel, y con un movimiento firme la levantó, girándola para pegar su espalda contra su pecho. El calor de su cuerpo contra el de ella era abrasador, su piel blanca contrastaba con el bronceado de Diego. Sus manos, grandes y fuertes, encontraron los senos de su tía, esas bolas de carne que había soñado poseer desde que era un adolescente. Las masajeó con una mezcla de reverencia y hambre, sus dedos apretaban la carne suave, pellizcando los pezones endurecidos que respondían a cada toque con un estremecimiento.
—Siempre quise esto, tía —gruñó Diego, su voz era un susurro ronco contra su oído, mientras sus manos moldeaban los senos de Elizabeth, sintiendo su peso, su suavidad, su perfección. Ella, atrapada contra su pecho, inclinó la cabeza hacia atrás, dejando que sus labios rozaran el cuello de Diego, un gemido escapó de su garganta mientras sus nalgas seguían recibiendo las embestidas de su sobrino. Su cuerpo estaba en llamas, cada caricia, cada roce, alimentaba un deseo que no podía contener. La habitación, impregnada del olor a sexo y sudor, resonaba con sus gemidos y el sonido de sus cuerpos chocando, un testimonio de una pasión que desafiaba cualquier límite. Elizabeth, en los brazos de Diego, sentía que había reclamado algo más que placer: había ganado una victoria que su hermana nunca podría arrebatarle.
Diego, con su miembro aún hundido en el ano de su tía, movió una mano hacia su rostro, girando su cabeza con una suavidad que contrastaba con la ferocidad de sus embestidas. Sus labios se encontraron en un beso apasionado, un choque de lenguas que los conectó en un nivel más profundo, sus alientos se mezclaban en un torbellino de deseo. La lengua de Elizabeth danzaba contra la de Diego, explorando con una avidez que la hacía gemir contra su boca, el sonido era amplificado por las embestidas que seguían reclamando su cuerpo.
El beso, húmedo y febril, hizo que Elizabeth se arqueara aún más, con su ano apretándose más alrededor de la verga de Diego, cada movimiento intensificaba el placer que la consumía. Rompió el beso por un instante, sus ojos miel brillaron con lujuria mientras lo miraba. —Sabía que me deseabas, sobrino —susurró, con voz ronca y cargada de complicidad—. Hace años te vi masturbándote con uno de mis cacheteros… y no me enojé. Me pareció tierno. —Sus palabras eran una confesión cargada de deseo, su cuerpo temblaba mientras recordaba aquel momento, la imagen de un joven Diego perdido en su lujuria alimentando ahora su propia excitación—. Quiero que esta cogida dure horas —jadeó, sus manos se aferraron a los muslos de su sobrino, sus nalgas chocaban contra la pelvis de Diego con cada embestida.
Diego, con la respiración entrecortada, sintió que su cuerpo estaba al borde del colapso. El calor apretado del ano de Elizabeth, combinado con sus palabras y el beso que aún resonaba en sus labios, lo llevaba al límite. —Tía, estoy a punto de venirme —admitió, su voz era un gruñido desesperado, sus manos apretaban los senos de Elizabeth con más fuerza, los pezones endurecidos rozaban sus palmas. Pero ella, con un gemido suplicante, negó con la cabeza, sus caderas moviéndose contra él, rogándole más. —No, Diego, aguántate… por favor, no termines aún —imploró, su voz temblaba de deseo, sus dedos se deslizaron hacia su clítoris, frotándolo, resistiendo el impulso, Diego se contuvo, deteniendo el vaivén de sus caderas con un esfuerzo sobrehumano. Su cuerpo temblaba, su verga palpitaba dentro de ella, pero obedeció, quedándose inmóvil, su respiración era pesada mientras luchaba por complacerla. La habitación, impregnada del aroma de su pasión y el eco de sus gemidos, era un santuario de deseo donde el tiempo parecía detenerse, atrapados en un momento de placer que Elizabeth quería prolongar eternamente.
Diego, con un esfuerzo titánico, logró contener el clímax que amenazaba con desbordarlo, su respiración era pesada mientras sacaba lentamente su verga del ano apretado de su tía. La sensación de liberarse de aquella estrechez fue un alivio momentáneo, pero su erección seguía firme, palpitante, brillando con los jugos de su tía bajo la luz tenue de la habitación. Se dejó caer de espaldas sobre el colchón, su pecho subía y bajaba, los músculos de su torso definidos relucían con una fina capa de sudor. Elizabeth, con los ojos miel encendidos de lujuria, lo observó desde su posición, su cuerpo desnudo vibraba con un deseo que no podía contener. La visión de la verga de Diego, erecta y lista, era una invitación que no podía rechazar.
Con una gracia felina, Elizabeth se puso en cuclillas sobre él, sus muslos abiertos, la piel blanca de sus nalgas contrastaba con el vello púbico rubio que enmarcaba su pelvis. Con dos dedos de su mano derecha, abrió los labios de su vagina, húmedos y relucientes, exponiendo su interior rosado y palpitante. Lentamente, se bajó sobre su sobrino, guiando su verga hacia su entrada, sintiendo cómo la llenaba centímetro a centímetro. Un gemido profundo escapó de sus labios cuando lo tuvo completamente dentro, su vagina lo apretaba con una calidez que lo hacía jadear. Diego, con las manos firmes, la tomó por la cintura, sus dedos se hundían en la carne suave de sus caderas, guiándola en un ritmo que los conectaba en un baile prohibido.
Elizabeth comenzó a subir y bajar, con movimientos lentos al principio, saboreando cada sensación mientras la verga de su sobrino la penetraba profundamente. Su cuerpo vibraba, cada embestida enviaba ondas de placer que la hacían arquearse, sus senos prominentes rebotaban con cada movimiento, sus pezones endurecidos cortaban el aire. —Dios, sobrino… la tienes tan grande —gimió, su voz era un susurro cargado de éxtasis, mientras aceleraba el ritmo, sus caderas se movían con una urgencia que reflejaba su deseo insaciable. Sabía que era su sobrino quien se la estaba cogiendo, y esa certeza solo intensificaba su placer, una mezcla de tabú y lujuria que la llevaba al borde de la locura.
Diego, embelesado, no podía apartar la mirada de los senos de Elizabeth, grandes y perfectos, danzando frente a él con cada embestida. Sus manos subieron desde su cintura, acariciando la curva de su torso hasta alcanzarlos, apretándolos con una mezcla de reverencia y posesión. Sentía la vagina de Elizabeth, húmeda y apretada, envolviéndolo, sus jugos se deslizaban por su verga y empapaba sus testículos, un calor líquido que lo volvía loco. —Tía, eres mi sueño —jadeó, su voz rota por el placer, mientras sus dedos pellizcaban los pezones de Elizabeth, arrancándole gemidos más agudos. Cada movimiento de ella era una tortura deliciosa, su vagina lo apretaba con cada descenso, sus nalgas chocaban con sus muslos con un sonido carnoso que llenaba la habitación.
El aire estaba impregnado del aroma intenso de su sexo, una mezcla de sudor y deseo que los envolvía. Elizabeth, perdida en la sensación de ser llenada por Diego, inclinó la cabeza hacia atrás, su cabello rubio caía en cascada sobre sus hombros, mientras sus caderas se movían con una ferocidad que desafiaba cualquier control. La habitación resonaba con sus gemidos y el sonido rítmico de sus cuerpos.
Elizabeth, montada sobre la verga de Diego, sentía que su cuerpo era un volcán en erupción, cada fibra de su ser vibraba con un placer que la consumía. Sus gemidos llenaban la habitación, profundos y desesperados, mezclándose con jadeos que escapaban de sus labios entreabiertos. Después de años de soledad, de noches con su vibrador como único consuelo, por fin se entregaba a un hombre, a su sobrino, y la sensación era abrumadora. Ningún juguete, ninguna fantasía, podía compararse con la realidad de Diego dentro de ella, llenándola con una intensidad que la hacía sentir viva, deseada, ardiente. Su vagina, húmeda y apretada, abrazaba la verga gruesa de su sobrino con cada movimiento, mientras sus caderas subían y bajaban en un ritmo frenético, sus nalgas chocaban con los muslos de él con un sonido rítmico, como una música carnal que acompañaba su unión prohibida.
Diego, recostado bajo ella, estaba hipnotizado por la visión de su tía. Sus senos prominentes, grandes y perfectos, rebotaban con cada embestida, los pezones endurecidos cortando el aire, brillando con una fina capa de sudor. Su piel blanca relucía bajo la luz tenue, y el vello púbico rubio que enmarcaba su pelvis era un detalle que lo enloquecía. —Te deseo tanto, Elizabeth —gruñó, su voz profunda y cargada de lujuria, mientras sus manos recorrían su cintura, subiendo para apretar esos senos que lo obsesionaban—. Eres un monumento de mujer, joder… amo tus tetas, tu vagina tan mojada, ese culo tan redondo. —Sus palabras eran un combustible que avivaba el fuego en Elizabeth, haciéndola gemir más fuerte, sus caderas acelerando el ritmo como si quisiera fundirse con él.
El choque de sus nalgas contra los muslos de Diego resonaba en la habitación, un aplauso constante que se mezclaba con el aroma embriagador del sexo, un olor crudo y adictivo que impregnaba el aire. Diego, incapaz de contenerse, levantó una mano y comenzó a nalguearla, sus dedos impactaban contra la carne firme de sus nalgas desde esa posición, cada golpe arrancaba un grito de placer de Elizabeth. —¡Sí, Diego, ¡más! —jadeó ella, su voz temblaba de excitación, mientras el calor de las nalgadas se mezclaba con el placer de ser penetrada. Cada impacto hacía que sus nalgas temblaran, la piel se enrojecía ligeramente, un contraste sensual con su blancura natural.
Elizabeth nuevamente inclinó la cabeza hacia atrás, su cabello rubio caía en cascada sobre sus hombros, mientras sus manos se aferraban a los brazos de Diego, buscando anclarse en medio del torbellino de sensaciones. Su vagina, empapada, deslizaba jugos por la verga de su sobrino, empapando sus testículos, cada movimiento intensificaba la conexión entre ellos. —Nunca me habían cogido así —gimió, sus ojos estaban nublados por el éxtasis, su cuerpo temblaba mientras se entregaba por completo. Diego, con una mezcla de adoración y deseo salvaje, seguía nalgueándola, sus manos marcaban un ritmo que complementaba sus embestidas, mientras sus palabras de alabanza resonaban en los oídos de Elizabeth, haciéndola sentir como la diosa de sus fantasías.
Diego, con su cuerpo tenso por el deseo, abrazó a su tía por la cintura, sus manos fuertes apretaban la carne suave de sus caderas. Con un movimiento fluido, la giró, haciendo que su espalda impactara contra el colchón, las sábanas arrugadas enmarcaban su figura desnuda. Su piel blanca brillaba con una capa de sudor, sus senos prominentes temblaban con cada respiración agitada. Diego levantó las piernas de su tía, colocándolas sobre sus hombros, abriéndola por completo ante él. La visión de su vagina, húmeda y rosada, rodeada de un vello púbico rubio, lo hizo jadear. Con una lentitud deliberada, volvió a penetrarla, su miembro se deslizo en su interior apretado, cada centímetro arrancaba un gemido profundo de Elizabeth. Inclinó la cabeza, sus labios encontraron uno de sus senos, lamiendo el pezón endurecido con una lengua hambrienta, mientras sus manos recorrían la curva de sus muslos.
El beso que siguió fue un torbellino de pasión, sus lenguas entrelazándose con una urgencia que los consumía. Diego, perdido en el placer, rompió el beso para mirarla a los ojos, sus palabras escaparon en un gruñido ronco. —Quiero preñarte, tía —declaró, con voz cargada de una lujuria cruda que hizo que el cuerpo de Elizabeth se estremeciera. Ella abrió los ojos de golpe, sus pupilas estaban dilatadas por el deseo, y entre gemidos, respondió con una entrega total. —Préñame, sobrino… dejaré que lo hagas —jadeó, su voz temblaba de excitación, mientras sus caderas se alzaban para recibirlo más profundamente.
Diego, impulsado por sus palabras, intensificó sus embestidas, cada movimiento era más rápido, más profundo, mientras sus dientes atrapaban los pezones de su tía, mordiéndolos con una mezcla de ternura y ferocidad. Ella gritó, el placer y el dolor se entrelazaban, su vagina se apretaba alrededor de él, empapándolo con su humedad. La habitación apestaba a sexo sucio, un aroma embriagador de sudor, fluidos y deseo desenfrenado que llenaba el aire. Los gemidos de ambos resonaban, en un coro de lujuria que hacía vibrar las paredes. Diego, sintiendo el clímax acercarse, gruñó contra su piel. —Ya me vengo, tía —advirtió, con voz rota por la urgencia.
Elizabeth, al borde de su propio orgasmo, bajó las piernas de los hombros de Diego, envolviendo su torso con ellas, atrapándolo contra su cuerpo. —¡Préñame, sobrino! ¡Lléname de tu semen! —gimió, su voz era un grito desesperado mientras sus uñas se clavaban en los hombros de Diego, su vagina palpitaba alrededor de su verga. Él, con un rugido final, se rindió. —Es todo tuyo —jadeó, descargándose dentro de ella, su semen caliente inundó su interior en chorros intensos. Al mismo tiempo, Elizabeth se deshizo en un orgasmo devastador, su cuerpo convulsionó mientras sus líquidos se mezclaban, un río de placer que empapaba las sábanas.
Sus labios se encontraron en un beso apasionado, sus lenguas danzaban mientras sus cuerpos seguían temblando, conectados en la culminación de su deseo. La habitación, impregnada del olor de su unión, era un testimonio de una pasión que había roto todas las barreras, dejando solo el calor de sus cuerpos y la promesa de un placer que no olvidarían.
Elizabeth y Diego yacían entrelazados sobre el colchón, sus cuerpos estaban completamente cubiertos de sudor. Diego, aún encima de su tía, sentía el calor de su piel contra la suya, sentía su verga todavía alojada en la vagina húmeda y cálida de Elizabeth, palpitando con los ecos de su clímax compartido. Sus labios se encontraban en besos lentos, profundos, cargados de una ternura que los hacía parecer amantes perdidos en un mundo propio. La lengua de Elizabeth rozaba la de Diego con una suavidad que contrastaba con la intensidad de lo que acababan de compartir, cada roce era un recordatorio de la pasión que los había consumido.
Elizabeth, con los ojos entrecerrados, deslizaba sus manos por la espalda de Diego, sus dedos recorrían sus músculos tensos, sintiendo la fuerza que había reclamado su cuerpo con una ferocidad que aún la hacía temblar. Sentía los chorros de sus orgasmos mezclados, un río cálido que escapaba de su vagina, deslizándose por sus ingles, colándose entre sus nalgas y empapando las sábanas debajo de ella. La sensación era visceral, casi primitiva, como si estuviera descubriendo el sexo por primera vez. Su sobrino la había poseído con una intensidad que ningún hombre, ningún vibrador, había igualado jamás. Cada embestida había sido una declaración, cada caricia un incendio que la había hecho sentir deseada, viva, completa.
Volteó la cabeza hacia el despertador en el buró, la luz digital marcaba las tres horas que habían pasado desde que llegó a casa, un tiempo que parecía haber durado una eternidad. La habitación olía a sexo, un aroma crudo y embriagador que se mezclaba con el sudor y el calor de sus cuerpos. Diego, aún perdido en ella, inclinó la cabeza hacia sus senos, su lengua trazaba círculos lentos alrededor de un pezón endurecido, lamiéndolo con una delicadeza que arrancaba suspiros suaves de Elizabeth. La sensación de su boca, cálida y húmeda, contra su piel sensible la hacía estremecer, su cuerpo respondía incluso después del clímax, como si no pudiera saciarse de él.
—Nunca me habían cogido así, sobrino —susurró Elizabeth, su voz era un murmullo ronco, mientras sus dedos se enredaban en el cabello de Diego, guiándolo suavemente contra su seno. Él respondió con un gemido bajo, sus labios se cerraban alrededor del pezón, succionándolo con una lentitud que era casi reverente. Sus manos, aún apoyadas en las caderas de Elizabeth, acariciaban la curva de sus nalgas, sintiendo la humedad que aún goteaba entre ellas. —Eres todo lo que soñé, tía —murmuró contra su piel, su voz cargada de adoración, mientras su lengua seguía explorando, saboreando el sabor salado de su sudor.
Elizabeth, atrapada en el calor de sus caricias, sentía su cuerpo vibrar, cada roce reavivaba el deseo que aún palpitaba en su interior.
La erección de Diego había cedido, pero su verga, aún cálida, descansaba contra el muslo de su tía, una prueba tangible de la pasión que los había consumido. Sus ojos se encontraron, sus miradas estaban cargadas de una intensidad silenciosa, sin necesidad de palabras. Las sonrisas que curvaban sus labios eran cómplices, un reflejo del acto prohibido que habían cometido, un incesto que, lejos de pesarles, parecía encender una chispa de excitación en sus cuerpos.
Elizabeth, con su cabello rubio bañado en sudor, desparramado sobre la almohada, acariciaba el pecho de su sobrino con dedos lentos, trazando las líneas de sus músculos mientras su respiración se calmaba. Sus senos prominentes, aún sensibles por las caricias recientes, rozaban el torso de su él, los pezones endurecidos dejaban un rastro de calor. Diego, con una mano descansando en la curva de su cadera, la miraba con una mezcla de adoración y deseo residual, sus ojos oscuros recorrían la piel blanca de su tía, deteniéndose en la suavidad de sus nalgas y el vello púbico que enmarcaba su pelvis. El silencio entre ellos era eléctrico, cargado de la certeza de lo que habían hecho, un secreto ardiente.
Fue Elizabeth quien rompió el silencio, su voz era un susurro ronco, teñido de lujuria y satisfacción. —Eres un semental, sobrino —dijo, con una chispa traviesa mientras se inclinaba hacia él, sus labios rozaron su mandíbula—. Me llenaste con chorros de tu semen, y fue… delicioso. —Sus palabras eran una confesión cargada de placer, su mano se deslizaba por el abdomen de Diego, deteniéndose justo donde sus cuerpos aún se tocaban, sintiendo la humedad pegajosa que había quedado entre sus muslos. La sensación de su semen, mezclado con sus propios fluidos, goteando lentamente por sus ingles, la hacía estremecer, como si cada gota fuera un recordatorio de la intensidad con la que su sobrino la había poseído.
Con una sonrisa cargada de orgullo, Diego respondió a las palabras de su tía, su voz profunda resonaba con satisfacción. —Es por el mujerón que me acabo de coger, toda una diosa del sexo —dijo, sus ojos oscuros recorrían la figura de Elizabeth, deteniéndose en la curva de sus caderas y el vello púbico que brillaba con restos de su unión—. Hace doce años te vi desnuda mientras te bañabas, tía, y desde ese día soñé con esto. Por fin cumplí mi deseo de cogerte.
Elizabeth, con el cabello bañado en sudor, desparramado sobre la almohada, sonrió. Sus ojos brillaban con una mezcla de lujuria y ternura, sintiéndose deseada como nunca. Inhaló profundamente, el aire estaba cargado del olor a incesto, un recordatorio visceral de lo que habían hecho. —Te amo, sobrino —susurró, su voz era un murmullo cálido mientras sus dedos trazaban círculos suaves en la espalda de Diego—. Pero esta habitación apesta a sexo, a lo que hicimos… ¿Qué dirán tu madre o mi hija si se enteran? —preguntó, con una chispa de preocupación cruzando su rostro, aunque el calor entre sus muslos seguía palpitando, traicionaba su deseo.
Diego, sin soltarla, inclinó la cabeza y la besó con una pasión lenta, sus labios exploraban los de ella con una intensidad que los conectaba aún más. —Dirán que te cogí tan rico que no pudiste evitar querer contárselos —respondió, su voz estaba teñida de una arrogancia juguetona mientras rompía el beso, sus manos apretaban las nalgas de su tía—. Y, honestamente, no creo que a mi primita le falten ganas de que me la coja a ella también. —Sus palabras, eran un desafío provocador, e hicieron que Elizabeth sintiera una punzada de celos, sus ojos se entrecerraron mientras lo miraba.
—Si se lo haces a Atziry, procura que no me entere —dijo, con tono firme pero cargado de una sensualidad que no podía ocultar, sus dedos se clavaron ligeramente en los hombros de Diego. Sus miradas se encontraron, profundas y cargadas de una conexión que iba más allá del deseo físico, como dos enamorados atrapados en un secreto que los definía. Sin levantarse, sin romper el abrazo, sus cuerpos seguían entrelazados, la piel de Elizabeth contra la de Diego, tía y sobrino con sus respiraciones sincronizadas en un ritmo lento. La habitación los envolvió mientras se deslizaban en el sueño, sus cuerpos aún pegados, sus corazones latiendo al unísono. Desde ese día, su relación cambiaría para siempre, marcada por un deseo prohibido que ninguno quería abandonar.
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