Conejita Traviesa – Capitulo 3: Bello desastre
Seguí siendo el mismo con Vanessa, el cursi, el lujurioso, el que le decía “conejita” mientras ella me respondía con un “Pollito” que antes me hacía sonreír, pero ahora solo avivaba mi obsesión. En mi mente, solo había un pensamiento: quería cogérmela, día y noche, de una forma salvaje que la atara a mí para siempre. No era amor lo que sentía ahora, sino una necesidad visceral de hacerla mía, de borrar cualquier rastro de los demás.
El 21 de diciembre de 2019, la invité a ver El Cascanueces en el Auditorio Nacional. Quería un escenario diferente, algo que la impresionara, que la trajera de vuelta a mí, aunque fuera solo por una noche.
— Me encanta la idea! —dijo ella por teléfono, su voz vibrante, como si los eventos de la estética nunca hubieran pasado—. Siempre he querido ver ese ballet.
— Entonces prepárate, conejita. Te paso a buscar a las siete —respondí, mi tono juguetón, pero con un trasfondo que ella no podía notar.
Cuando llegué a su casa, el aire se me escapó del pecho al descender del Uber. Vanessa estaba deslumbrante: un vestido negro entallado, con detalles dorados que destellaban bajo la luz, abrazando cada curva de su cuerpo. Sus nalgas, perfectamente delineadas, sus piernas torneadas, sus senos prominentes y esa cinturita que parecía tallada por dioses. Era como el vestido que llevó a aquella fiesta, pero este tenía un toque más elegante, más provocador.
La abracé al saludarla, y mi cuerpo reaccionó de inmediato, mi erección presionó contra mis pantalones. Vanessa lo notó, y con una sonrisa traviesa, deslizó su mano sobre mi entrepierna, masajeándola suavemente por encima de la tela.
— Pollito, ¿ya tan listo? —susurró, sus ojos brillaron con picardía mientras sus dedos jugaban conmigo, enviando una corriente de deseo por todo mi cuerpo.
— Conejita, tú no tienes idea de cuánto te me antojas —respondí, mi voz era baja, cargada de una intensidad que ella interpretó como juego, pero que para mí era mucho más.
— Esto se me antoja mucho —dijo, apretando un poco más antes de soltar una risa y apartar la mano de mi pene —. Pero vamos, no quiero llegar tarde.
Su toque fue breve, un destello de lo que podía ser, y luego se alejó. Me quedé un segundo, respirando profundo, intentando controlar la mezcla de deseo y frustración que me consumía. Partimos rumbo al Auditorio Nacional, con la promesa de una noche que, en mi mente, no terminaría solo con aplausos al final del ballet.
Llegamos al recinto y tomamos nuestros lugares, rodeados por el murmullo elegante de la audiencia y el ambiente solemne del lugar. La música de El Cascanueces llenaba el aire, y las luces suaves del escenario creaban un contraste con la tormenta que rugía dentro de mí. Vanessa estaba a mi lado, su vestido negro brillaba sutilmente bajo la penumbra, su perfume me envolvía, Intenté concentrarme en la obra, pero mi mente estaba en ella, en su cuerpo, en lo que quería hacerle.
Cerca del final del segundo acto, no pude contenerme más. Mi mano derecha encontró su pierna, acariciándola lentamente sobre la tela del vestido. Quería provocarla, encenderla, hacer que el deseo que yo sentía se reflejara en ella, que me suplicara llevarla a algún lugar donde pudiéramos desahogarnos. Mis dedos trazaron círculos suaves, subiendo poco a poco por su muslo, sintiendo la calidez de su piel a través del vestido.
Vanessa no dijo nada, pero sus piernas se abrieron ligeramente, un movimiento casi imperceptible que me hizo contener el aliento. Con una mano, levantó apenas el borde de su vestido, dejando entrever una tanga gris que apenas cubría su intimidad. Su mirada se cruzó con la mía, con un destello de desafío y deseo que no requirió palabras. Tócala, parecía decirme, y mi cuerpo respondió antes que mi mente.
Deslicé mi mano derecha con cuidado, apartando la tanga con un movimiento lento. Noté que llevaba una toalla femenina, pero no me importó; mi deseo era más fuerte que cualquier barrera. Mis dedos encontraron la piel suave de su vagina, el leve vello púbico bajo mis yemas, y comencé a acariciarla, trazando su contorno con una delicadeza que contrastaba con la urgencia que sentía. Luego, con un movimiento calculado, introduje mi dedo índice en su interior, sintiendo su calor, su humedad, la forma en que su cuerpo parecía recibirme.
Vanessa se arqueó ligeramente en su asiento, sus ojos se entrecerraban, exponiendo un destello blanco en ellos mientras mordía su labio para contener cualquier sonido. Mi erección era insoportable, presionaba contra mi pantalón como si quisiera liberarse. Seguí moviendo mi dedo, lento al principio, luego con un ritmo más firme, sintiendo cómo su cuerpo respondía, cómo se tensaba bajo mi toque.
Minutos después, su orgasmo llegó, un flujo cálido que empapó mi mano y cayó silenciosamente al suelo del auditorio. Vanessa cruzó las piernas con fuerza, conteniendo cualquier gemido, su rostro era una máscara de placer reprimido. Algunas personas a nuestro alrededor giraron la cabeza, notando algo fuera de lugar, pero nadie dijo nada, y la penumbra del teatro nos protegió.
Cuando las luces se encendieron al final de la obra, noté que el vestido de Vanessa estaba húmedo en la parte baja, una marca sutil que ella no intentó ocultar. Se levantó con una calma casi desafiante, ajustándose el vestido como si nada hubiera pasado.
— ¿Lista para irnos, conejita? —pregunté, mi voz estaba cargada de una mezcla de satisfacción y hambre, mientras mi mano aún guardaba el calor de su cuerpo.
— Sí, Pollito —respondió ella, con una sonrisa que era puro fuego—. Pero no creas que esto termina aquí.
Salimos del Auditorio, el aire frío de la noche chocaba con la fiebre que corría por mis venas. Vanessa caminaba a mi lado, su vestido marcaba cada paso, y yo sabía que esa noche no había terminado. Quería más, mucho más, y algo en su mirada me decía que ella también.
No tenía coche en ese entonces, así que abordamos el metro en la estación Auditorio, rumbo a Barranca del Muerto. Eran cerca de las 11:30 de la noche, y el vagón estaba completamente vacío, un silencio extraño que contrastaba con el bullicio del recinto cultural. Nos sentamos juntos, el vestido de Vanessa aún estaba húmedo, sus piernas rozaban las mías, enviando descargas eléctricas por mi cuerpo.
— Pollito, lo que me hiciste en el Auditorio… —susurró, inclinándose hacia mí, su voz era baja y cargada de deseo—. Fue tan delicioso. No sé cómo me contuve a que me cogieras ahí mismo.
Sus palabras fueron como gasolina sobre el fuego que ya ardía en mí. Me acerqué más, mi mano encontró de nuevo su muslo, lo apreté con una intensidad que no podía disimular.
— Conejita, no tienes idea de lo que me haces sentir —murmuré, mi aliento rozando su oído.
El ambiente en el vagón se volvió denso, cargado de una electricidad que nos consumía. Entre las estaciones Constituyentes y Tacubaya, el metro se detuvo abruptamente, sumiéndonos en una quietud que parecía amplificar cada roce, cada respiración. Vanessa se levantó de repente, se paró frente a mí y, con una mirada que mezclaba desafío y lujuria, se giró, dejando sus nalgas perfectas frente a mi rostro. Lentamente, levantó el vestido, exponiendo esa tanga gris que apenas cubría su piel, aún húmeda por lo que había pasado antes.
— Pollito, lámeme como lo hiciste la vez pasada —dijo, su voz era un susurro caliente que me golpeó como un relámpago.
Mi corazón dio un vuelco. ¿Lo sabía? ¿Se había dado cuenta de aquella noche en la estética? El nerviosismo me recorrió, pero su tono, su postura, la forma en que sus caderas se movían ligeramente, me dejaron claro que no había espacio para dudas. Quería esto, y yo no iba a negárselo.
No me contuve. Me levanté, la tomé por las caderas y la jalé hacia los asientos, guiándola para que se pusiera de rodillas sobre ellos, subí su vestido hasta la cintura, sus nalgas ahora eran expuestas como un lienzo perfecto. Mi mano cayó sobre su piel con fuerza, una nalgada que resonó en el vagón vacío. Luego otra, y otra, sin descanso, hasta que su piel pasó de un blanco cremoso a un rojo ardiente, cada golpe le arrancaba un gemido que era mitad dolor, mitad placer.
— ¿Te gusta, conejita? —pregunté, mi voz era grave, mientras mi mano seguía marcando su piel.
— Sí, Pollito, dame más… —respondió ella, su voz era temblorosa, sus caderas se empujaban hacia mí como si rogaran por más castigo.
No pude resistir más. Bajé su tanga gris con un movimiento rápido, moviendo parte de la toalla femenina al lado. Mi rostro se hundió en su cuerpo, mi lengua encontró su ano, lo lamí con una voracidad que rayaba en la locura. Su sabor, su calor, el aroma embriagador de su piel me consumían. Vanessa gemía sin control, sus manos se aferraban al respaldo del asiento.
— Más, Pollito, no te detengas —jadeaba, su voz estaba rota por el placer.
El metro comenzó a moverse de nuevo, pero no nos importó. Las puertas se abrieron en Tacubaya, y aunque el riesgo de que alguien subiera era real, no me detuve. Mi lengua seguía devorándola, explorando cada rincón, mientras sus gemidos llenaban el vagón. Por suerte, nadie subió, y el tren volvió a avanzar, dándonos un respiro para perdernos aún más en nuestra lujuria.
La levanté del asiento, mi deseo ya era insoportable. Me senté, desabroché mi pantalón y liberé mi verga erecta, dura y palpitante. Vanessa lo entendió sin necesidad de palabras. Se posicionó frente a mí, de espaldas, y bajó lentamente, guiando mi pene hacia su ano. La sensación fue abrumadora: su estrechez, el calor de su cuerpo envolviéndome mientras ella se dejaba caer con sentones rítmicos, cada uno arrancándole un grito que mezclaba dolor y éxtasis.
Expuso sus senos al aire, bajando el escote de su vestido, dejó ver sus pezones duros y perfectos bajo la luz tenue del vagón. Se inclinó hacia atrás, abrazándome de tal forma que podía lamerlos, mi lengua trazaba círculos alrededor de ellos mientras ella seguía moviéndose, su cuerpo temblando de placer.
— Pollito, nunca me habían penetrado tan rico por ahí —gritó Vanessa cuando, justo al llegar a San Pedro de los Pinos, no pude contenerme más y eyaculé dentro de ella, mi cuerpo se estremeció con una intensidad que casi me hace perder el sentido.
Nos acomodamos rápidamente, como si nada hubiera pasado, ajustando nuestras ropas mientras el metro seguía su curso. En Mixcoac, algunas personas subieron, pero nosotros mantuvimos la compostura, aunque el aire entre nosotros estaba cargado de una energía que cualquiera podría haber notado.
Al llegar a Barranca del Muerto, subimos las escaleras eléctricas rumbo a la salida. Mi mano no podía quedarse quieta; le daba nalgadas suaves mientras subíamos, cada golpe haciéndola estremecerse.
— Para, Pollito, que duele y me excita —dijo con una risa entrecortada, pero la forma en que sus ojos brillaban me decía que lo disfrutaba tanto como yo.
En mi mente, solo había una certeza: esa noche sería la primera vez que mi pene entraría en su vagina. Quería reclamar cada parte de ella, hacerla mía de una forma que nadie más pudiera igualar. Vanessa, con su vestido húmedo y su sonrisa provocadora, parecía saberlo, y eso solo alimentaba el fuego que nos consumía a ambos.
Llegamos a mi departamento, el aire estaba cargado de una tensión que parecía a punto de estallar. Apenas cruzamos la puerta, Vanessa se giró hacia mí, sus ojos brillaron con un hambre que reflejaba la mía. Con un movimiento lento y deliberado, se quitó el vestido negro, dejándolo caer al suelo como una cortina que revelaba su cuerpo. Quedó solo con esa tanga gris, húmeda y que apenas cubría su piel, su silueta era iluminada por la luz tenue de la lámpara. Sus senos, llenos y perfectos, se alzaban con cada respiración, sus curvas eran una invitación que no podía ignorar.
La llevé a mi habitación, mi cuerpo estaba vibrando de anticipación. Decidimos poner El Gran Pez en la televisión, un intento de calmar la urgencia que nos consumía, pero era inútil. Vanessa se acostó de espaldas a mí, su cuerpo permanecía pegado al mío, mi pecho contra la piel cálida de su espalda. Me quité toda la ropa, quedando completamente desnudo, mi erección dura como roca rozaba la piel suave de sus nalgas, apenas separada por la tela de su tanga. Mis manos encontraron sus senos, estrujándolos con una mezcla de ternura y posesión, mis dedos pellizcaban sus pezones, que se endurecían bajo mi toque, respondiendo con una sensibilidad que me volvía loco.
— ¿Cómo es que te puedes contener, Pollito? —susurró Vanessa, su voz era un gemido bajo mientras sus caderas se movían ligeramente, frotándose contra mi erección, cada roce enviaba una descarga de placer por mi columna.
Sus palabras fueron el detonante. La volteé hacia mí con un movimiento rápido, nuestros labios chocaron en un beso voraz, nuestras lenguas se mezclaban con una pasión que rayaba en la desesperación. Lamí sus senos, chupando sus pezones con hambre, saboreando la textura de su piel mientras ella gemía, sus manos se enredaban en mi cabello, tirando con fuerza.
— Pollito, sí… —jadeaba, su voz llena de lujuria y placer.
Vanessa abrió sus piernas, arqueando la espalda en una invitación imposible de resistir. Con dedos temblorosos de deseo, deslicé su tanga gris hacia abajo, revelando su vagina: una visión rosada, húmeda, con un vello púbico escaso, pero perfectamente recortado, como un marco que resaltaba su perfección. La toalla femenina cayó junto con la tanga, pero no me importó. Mi mirada se perdió en su intimidad, sus labios vaginales ligeramente hinchados, brillando con una humedad que me hacía salivar. Sin pensarlo, introduje dos dedos en su interior, sintiendo la calidez aterciopelada de su vagina, tan apretada y resbaladiza que parecía succionarme. Moví mis dedos con un ritmo deliberado, explorando cada pliegue, rozando su clítoris con el pulgar, mientras su cuerpo se retorcía bajo mi toque.
— Pollito, no pares, no te detengas —gritó Vanessa, sus caderas se empujaban contra mi mano, sus ojos estaban cerrados, su rostro se contorsionaba por el éxtasis. Su vagina se contraía alrededor de mis dedos, cada movimiento le arrancaban gemidos más fuertes, más desesperados. Sentí cómo su humedad crecía, pero había algo más, un olor metálico que se mezclaba con su esencia. De repente, ella se detuvo, su respiración era agitada, y cuando bajamos la mirada, la cama estaba empapada por una gran mancha de sangre. Su menstruación había dejado una marca evidente, un rojo intenso que contrastaba con las sábanas blancas.
No me importó. Llevé mi mano a la boca, lamiendo la mezcla de su humedad y sangre, un sabor intenso, casi prohibido, que solo avivó mi deseo.
— Sabe delicioso, conejita —dije, mi voz era ronca, mis ojos estaban fijos en los suyos. Pero Vanessa se apenó, su rostro enrojeció mientras se cubría con las manos.
— Lo siento, Pollito, no quería… —murmuró, su voz era temblorosa, avergonzada.
Quise seguir, mi cuerpo aún ardía por ella, pero vi la incomodidad en sus ojos y me detuve.
— No pasa nada, conejita —dije, mi tono se suavizaba, el lado romántico que aún vivía en mí tomaba el control. La ayudé a levantarse y la acompañé al baño para que se duchara. Mientras ella se bañaba, cambié las sábanas y las cobijas, borrando cualquier rastro de lo que había pasado.
Cuando salió, estaba envuelta en una toalla que le presté, su cabello húmedo caía sobre sus hombros, se acercó a mí con una mirada tímida.
— Perdón, Pollito, de verdad —dijo, sus ojos buscaban los míos.
— No hay nada que perdonar, conejita. —respondí, acercándome para besarla, esta vez con ternura, mis labios rozaron los suyos en un gesto que era más amor que lujuria. Nos acostamos juntos, mis brazos la rodearon, y seguimos besándonos suavemente hasta que el cansancio nos venció y nos quedamos dormidos, envueltos en un calor que, por un momento, pareció sanar las grietas de mi obsesión.
A la mañana siguiente, la llevé a su casa. Nos despedimos con un beso rápido, su sonrisa aún estaba cargada de esa chispa que me volvía loco. Al regresar a mi departamento, noté algo bajo la cama: su tanga gris, olvidada en el frenesí de la noche. La tomé, llevándola a mi rostro, inhalé su aroma, era una mezcla embriagadora de su esencia y el recuerdo de lo que habíamos vivido. Sin poder contenerme, me masturbé con ella, la tela suave rozaba mi piel hasta que exploté, llenándola de semen en un acto que era tanto deseo como posesión.
Grabé un video y se lo envié, mi respiración aún estaba agitada. Minutos después, su respuesta llegó, un mensaje que me hizo sonreír con una mezcla de triunfo y hambre:
“La próxima, Pollito, tienes que eyacular dentro de mí.”
Esa promesa encendió algo nuevo en mí. Vanessa sería mía, no solo en cuerpo, sino en cada rincón de su ser, y esa próxima vez no tardaría en llegar.
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