La penumbra y el deseo
La habitación estaba sumida en una penumbra tibia, iluminada solo por el parpadeo tenue de una lámpara olvidada en la esquina. El silencio era tan espeso que podía sentir el latido de mi propio corazón, hasta que escuché el leve roce de sus pasos acercándose.
No la vi llegar… la sentí.
Su aroma, cálido y envolvente, me alcanzó antes que sus dedos, que rozaron apenas la tela de mi camisa, desabrochando un botón con la misma calma con la que se saborea un secreto.
—No digas nada… —murmuró, con esa voz baja que más que hablar, acariciaba.
Su aliento chocó contra mi cuello y mi respiración se volvió errática. Su mano se deslizó lentamente, trazando un camino por mi pecho hasta detenerse justo en el borde de mi piel. El mundo afuera dejó de existir.
Sus labios encontraron los míos sin aviso, hambrientos, pero controlados. Un beso que no buscaba saciarse, sino encender. Mis manos se aferraron a su cintura, sintiendo cómo su cuerpo se moldeaba al mío, y el tiempo, si es que aún corría, lo hacía a favor del deseo.
Cuando sus dedos viajaron más allá, explorando con la audacia de quien conoce el terreno, entendí que no había vuelta atrás. Éramos dos voluntades ardiendo, atrapadas en una noche que prometía no olvidarnos jamás.
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