Una vez su verga no me dio satisfacción, pero a mi se me antojó para algo diferente
Me llamo Aolany. Tengo 18 años, una piel blanca que se enrojece con facilidad y una sonrisa que no siempre significa lo que la gente cree.
Me encuentro en el salón de la Uni cruzando las piernas y la mezclilla me raspa un poco las piernas. Uno de mis compañeros entra sin hacer ruido, pero yo lo siento antes de verlo. Mi cuca siente algo, un cosquilleo bien conocido entre las piernas.
No hace falta mirarlo directamente. Mis uñas se clavan en la palma de la mano mientras miro su silueta con el rabillo del ojo: hombros anchos, la nuca bronceada donde terminan los pelos cortos.
El recuerdo me llega sin pedir permiso:
Sus dedos empujándome contra el colchón. El olor a alcohol en su aliento cuando me mordió el cuello. Yo gemía por costumbre, no por placer. Su verga entrando solo a medias. Cuando acabó, la leche tibia escurrió por mis muslos mientras él ya se abrochaba el cinturón. En esa ocasión su verga no me ofreció satisfacción, pero a mi se me antojó para algo diferente.
Aquí y ahora, un escalofrío me recorre la espalda. Mis pezones se endurecen bajo mi camiseta.
Él gira la cabeza. Nuestros ojos no se encuentran, pero siento su mirada sobre mis labios, el escote, las curvas mi cadera. Mi respiración se acelera un poquito.
Mas tarde el timbre suena y mis piernas están tensas, la boca seca. Él se dirige a la salida, tiene que pasar junto a mi. Yo me quedo mordiendo el labio inferior. Las teorías educativas del pizarrón siguen ahí, borrosas. Mis dedos dibujan círculos húmedos en la mesa.
La próxima clase empieza en diez minutos. Solo tengo diez minutos para que mi pulso baje. Diez minutos para para recordarle a mi coño lo mal que nos fue la vez anterior.
Su rodilla roza la mía cuando pasa. Un accidente calculado. El contacto me pone un poco nerviosa, pero más arribita, mi clítoris se hincha.
Él se inclina para recoger una libreta que no se le cayó y huelo su loción mezclada con sudor. Mis piernas se abren uno centímetros cuando me levanto. Siento la tela del pantalón frotando directo contra mi clítoris hinchado. Un escalofrío me sacude y él lo nota.
No pregunta nada, pero yo digo que sí con la cabeza, casi imperceptible. No hace falta más. Sus ojos me devoran antes de apartar la mirada. Mi tanga ya está pegajosa, él no sabe lo que estoy tramando.
Nos salimos del salón al mismo tiempo. No hay prisa. No hay palabras. Solo mi pulso bien acelerado.
En la casa de sus padres las fotos sobre la cómoda me observan mientras me desnudo. Debería sentirme apenada, pero su boca en mi cuello elimina cualquier pudor. Sus dientes se clavan en mi piel y ya siento mucha humedad entre mis piernas. El colchón se rebota cuando caemos sobre él.
Sus manos recorren mi espalda con lentitud, deteniéndose justo donde la columna se curva hacia las nalgas. Un dedo traza el borde de mi tanga antes de que la deslice hacia mis pies. Por instinto abro mis piernas y alzo el culo.
Entra en mi coño de un solo empujón, sin aviso. Mi garganta libera un gemido ahogado mientras me adapto a su grosor. Las primeras embestidas son brutales, buscando solo su propio placer, pero justo cuando empiezo a cerrar los ojos y entregarme a mi propio placer, lo freno.
“Quiero que me rompas el culo”, le susurre temiendo que no me escuchara. Tomé su mano y coloqué su pulgar húmedo de mis propios jugos, presionando contra mi ano con insistencia.
Me da la vuelta boca arriba y abre mis piernas. Observa cómo se contrae mi abdomen cuando su dedo empapado empieza a circular alrededor de mi pequeño orificio. “Relájate”, me dice, aunque sabe que no lo haré.
El primer nudillo entra con resistencia. Un dolor fuerte me hace arquear la espalda. Pero él no se detiene—empuja más profundo mientras su otra mano me pellizca un pezón con saña. La mezcla de sensaciones me desconcierta: el pinchazo anal, el placer en los senos, la humedad vergonzosa que chorrea desde mi coño.
Cuando añade un segundo dedo, el estiramiento me quema. Mis uñas se clavan en sus antebrazos, pero no lo aparto. Al contrario, levanto las caderas para tomar más. Él interpreta la señal—dobla los dedos dentro de mí, buscando ese punto que transforma el dolor en electricidad pura.
Le tomo la verga y lo jalo con cuidado indicando que me lo meta. No usa lubricante adicional aparte de mi excitación. Lo guío hacia mi entrada con una mano temblorosa.
El primer centímetro es un tormento. Siento un ardor que me corta la respiración, lo aprieto con la fuerza que ningún coño puede imitar. Grito desesperadamente cuando hunde la mitad de su verga en una sola embestida. Mis piernas tiemblan flexionadas, incapaces de decidir si jalarlo más adentro o empujarlo hacia afuera.
Respiro hondo y es entonces cuando empieza a moverse.
Lento al principio, casi una tortura. Cada vez que retrocede, siento cómo mi cuerpo intenta retenerlo. Cada empuje hacia adentro me enciende nervios que no sabía que existían.
Mis gemidos ya no son de dolor, sino de placer primitivo. Tengo una necesidad animal de ser reventada por el culo. “Más fuerte wey”, jadeo, y él obedece—agarrándome de las caderas para clavar su verga con fuerza bruta.
El sonido de nuestras pieles chocando me excita más. El olor a sexo y sudor se vuelve embriagante. Siento cuando su ritmo se vuelve errático, es en ese momento cuando la presión en mi vientre me anuncia mi propio orgasmo.
Logro venirme un par de veces sin que me toque el clítoris—solo la violenta fricción dentro de mi culo desencadenan los espasmos que me doblan por la mitad. Él dijo algo que no logré entender cuando mis tripas se convulsionaban alrededor de su verga, logrando hacer que aviente su leche en mi interior.
Nos quedamos jadeando, un poco de su semen escapa de mi culo cuando finalmente se retira. No hay abrazos, ni caricias postreras. Solo nuestra respiración agitada y el tictac del reloj en la pared.
Me levanto primero, sintiendo cómo su semen gotea por mis muslos. En el espejo del armario veo mi reflejo mostrando pupilas dilatadas, labios partidos, marcas de mordiscos en los senos y una pinche sonrisa de logro y satisfacción. Una nueva era ha comenzado para mi.
Mientras me visto, imagino uno por uno a todos los hombres que me han cogido, pero ahora rompiéndome el culo. Imagino cuántas nuevas vergas anónimas podrán reventarán mi agujerito. La idea me excita más que cualquier caricia.
Él me observa desde la cama sin hablar. No me hace falta. Mis pasos hacia la puerta son firmes, la espalda recta. Llevo sus mordidas marcadas y su semen en mi culo como trofeos, no como cicatrices.
El vacío que siempre me ha acompañado ahora tiene forma de conquista. Y por primera vez, me sabe a triunfo.
Él sostiene la puerta, con un gesto de caballero barato que no le queda. “¿Te acompaño?”, murmura. Niego cortante con la cabeza. No.
Camino hacia mi casa y siento cada paso distinto—las nalgas las tengo doloridas, las piernas temblando, el culo aún palpitando, pero con una firmeza nueva en la planta de los pies. Es satisfacción y seguridad.
Mientras camino ya voy imaginando lo que sigue:
- Un extraño en el baño de algún bar, su barba rasposa contra mi nuca mientras me dobla sobre el lavabo. Sus dedos sucios tocándome con prisa, su verga gruesa entrando en mi culo mientras mi cara se aplasta contra el espejo. El grito que le sale cuando siente mi ano sacarle la leche.
- Un trío en un departamento sin muebles, manos desconocidas quitándome la tanga. Uno me agarra del pelo para mamarle la verga mientras el otro escupe en mi ano y empuja dos dedos sin aviso. El tercero lo graba todo, el video de cómo me dejan chorreando el culo de semen.
- El cincuentón, el suegro de mi prima, haciéndome retorcer cuando yo misma me siente clavando en mi culito su enorme verga.
El semáforo cambia a verde. Cruzo sin mirar atrás. El semen seco en mis muslos ya me causa agrado.
Pronto habrá más vergas, más humillaciones dulces, más noches donde mi culo será el protagonista para hombres que lo rompan sin compasión. El siguiente ya está en algún lugar, esperando sin saberlo.
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