Misterioso Ramiro
Enrique tiene treinta y cinco años, está casado con Patricia, tienen una hija de tres. Trabaja y va
siempre al Club Lavalle; jugó desde chiquito al voley; ahora juega en Aficionados A. Aquel sábado le ganaron por la mañana a Mitre Unidos, y a las cuatro y media tenían que volver a jugar contra Barracas. Enrique decidió agarrar el coche y pasar por su casa, para tirarse media hora, dejar la ropa transpirada, comer algo.
-Voy con vos, ¿puedo?- le preguntó Ramiro.
Ramiro siempre le despertó curiosidad. Tiene 18 años, juega en el equipo de Enrique. Es muy lindo. Posee una belleza casi femenina y una cortina de rumores y relatos cubriendo su persona. ¿Verdades, mentiras, exageraciones, leyendas?. Lo cierto es que Ramiro no tuvo ni tiene novia y que ha compartido duchas misteriosas, rincones de vestuarios, coches estacionados debajo de árboles lejanos adentro del club. Enrique es sano, vital, deportivo, adicto al sexo, adicción en la cual Patricia lo acompaña con desenfreno; alguna que otra novia cada tanto, al pasar, por no decir no. Patricia lo colma, a veces hasta lo sobrepasa. Jamás se le pasó por la mente tener experiencia alguna que no sea con mujeres. Ramiro es tan sólo una curiosidad, morbosa curiosidad. También significa temor de enfrentarse al algo distinto, si alguna vez ello sucediera.
Patricia y la nena no están en casa. Patricia juega al tenis; seguro que se fue. Enrique deja el bolso en la entrada del living, se saca el pantaloncito cuyo elástico le molesta, y en slip se tira boca arriba sobre la amplia alfombra. Eso lo relaja. Estaba un poco cansado. Ramiro va al baño. Sale y se tira también, boca arriba. “¡Qué fiaca, por Dios!”. Se acuesta perpendicularmente a Enrique apoyando con naturalidad su cabeza, la nuca, sobre la pierna derecha de Enrique, entre la rodilla y la ingle. Extiende los brazos, y las manos caen relajadamente, palmas hacia abajo, una sobre la pantorrilla, la otra sobre el pecho de Enrique.
Curiosidad, morbosa curiosidad. Por qué negarlo, ahora se suma una incipiente e incómoda excitación. Mueve, gira imperceptiblemente la pantorrilla; como efecto de acción y reacción, la mano de Ramiro se torna entonces, imperceptible caricia. Lo mismo hace con el torso. Apenas se mueve. Apenitas. Y apenas, apenitas se mueven al unísono las manos, los dedos de Ramiro. Contorsiona con mayor intensidad la pantorrilla, y la mano no se espanta. Más aún, se desliza. Probablemente las yemas de los dedos estén ya deteniéndose en los pelos sobre su piel. No lo puede asegurar. Pero tampoco lo descarta. Enrique empieza a obnubilarse.
No lo puede evitar. Levanta un poquito la rodilla, a ver que pasa. Ramiro, sin molestarse, deja que su cabeza gire –también un poquito- hacia abajo, hacia el slip. Otro poquito la rodilla. Otro poquito la cabeza. Todo con cuidado, con infinita vergüenza, con tensión contenida. Y con una excitación que ya es importante, avasalladora.
Ya está. Ya Enrique levantó su rodilla lo suficiente como para que la cara, la boca de Ramiro quede a centímetros, a muy pocos centímetros de su pene, que sufre apretado por el slip. La erección se torna inevitable.
Ahora es Enrique quien extiende su brazo y lo apoya sobre el antebrazo, casi el hombre de Ramiro. No se miran. Enrique lo toma y aprovecha la presión para ejercer un corto, cortísimo deslizamiento de todo su cuerpo, para acortar cada vez más el espacio ya casi inexistente entre su pene y la boca de Ramiro. En cuanto se produce el contacto, los dos parecen avergonzados, aunque el deseo ya es incontrolable. Ramiro junta sus labios, los mantiene firmes y extiende hacia delante la trompita, cerrada, insinuante. Enrique se mueve y ya busca la fricción. Tanto la busca, tanto se produce, que la pija ahora totalmente erecta, erguida, al borde de alcanzar su máxima dureza, se escapa, salta hacia fuera del breve short. Bailotea la cabeza sobre los labios aún cerrados de Ramiro, pasea por sus mejillas; ya los dos buscan que se apriete sobre la boca, que recorra los labios, que muy lentamente empiezan a abrirse.
Ni bien Enrique percibe la anhelada aparición de la puntita de la lengua, se estremece definitivamente. Una electricidad desbordante, una picazón, un ardor agridulce le recorre todo el cuerpo. Enseguida siente la humedad del interior de los labios y la boca de Ramiro que le rodea con delicadeza pero decididamente el glande. Debido a ello la pija se transformó en un bastón sólido, vertical, difícil de domar. Enrique, caliente, erotizado, desenfrenado, penetra con los dedos abiertos en la cabellera de Ramiro, le acaricia la nuca, provoca un ir y venir de la boca de Ramiro sobre su miembro, con un ritmo acorde a su locura. Ahora ya es la lengua toda, los labios frenéticamente, que se refriegan por la extensión del precioso pene, por los testículos, la entrepierna, el vientre, mientras las cuatro manos liberan sus histéricas caricias sobre los pechos, los brazos, las colas...
Ramiro supo advertir que se avecinaba la explosión. Apartó su boca, retiró las manos, en el momento exacto en que se salpicó con las primeras gotas de semen. Coincidió con la tenaza que ejerció Enrique sobre sus músculos. Una práctica habitual, un entrenamiento al que se vio obligado desde que conoció a Patricia, mujer de varios orgasmos prolongados, cosa que convirtió a Enrique en un experto en controlar parcialmente su eyaculación.
Lo cierto es que Enrique se encontró con que la punta de su pija estaba húmeda de semen, su calentura intacta y Ramiro que –ya desnudo- cambiaba de posición como para emprender algo distinto. Enrique le puso las manos en la cola, le abrió las nalgas para penetrarlo con furia.
Ramiro lo sorprendió. Con voz tierna, suplicante, le dijo: “¡No, no Enrique, por favor, en la cola no!”. Sin pausa se acostó arriba de él, acogió al pene entre sus piernas, y lo empezó a masajear ahora sí decidido a hacerlo acabar, mientras con su boca besaba los labios de Enrique, su cuello, su pecho, y otra vez la boca, y la oreja, hasta hacerlo estremecer y...
Pasaron las semanas, los meses. Enrique continuó con su vida normal, cogiendo raudamente con Patricia, y sin que se le contagiara el más mínimo interés por algún hombre.
De vez en cuando, muy de vez en cuando sucedía que se hacía tarde y coincidían con Ramiro, solos los dos, en la ducha más alejada del vestuario.
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