Mi hermano me hace el amor
Mi nombre es Yolanda. Soy la hija menor, mejor dicho, la niña mimada de una familia que podríamos llamar completa y perfecta: nuestro padre, nuestra madre, mi hermana mayor, mi hermano Alejandro y yo. La verdad es que nuestra vida se ha desarrollado entre la comodidad, el amor y la belleza. Nuestra madre es una mujer bellísima, a quien todos en la familia adoramos con locura. Mamá es un ángel del cielo, el amor puro sin cuya presencia no imaginaríamos vivir. Mi hermana mayor, Laura, es absolutamente apegada a ella, a pesar de que ahora esté viviendo en Londres. Y mi hermano Alejandro, para qué decir: su edipo es del tamaño de una catedral. Está tan atolondrado por ella que, a pesar de su hermosura que enloquece a las mujeres, no mira a ninguna... hasta hace algunos meses, como ya les contaré.
Alejandro es un sueño: no podría describir en todo el espacio del mundo el amor intenso que siento por él. Es el amor de mi vida, mi hombre, mi adoración, mi locura. Es tan bello que sólo mirarle puede llevar a la desesperación. Desde joven se destacó por su impresionante belleza. Cuando estaba en el colegio, el profesor encargado del régimen docente citó a nuestros padres para indicarles cómo debían educar a ese niño cuya belleza podría causarle más problemas que ventajas. Y en la familia se tendió a sobreprotegerlo, principalmente mamá, que lo ha mimado sin límites hasta ahora. No nos extrañó, pues, que Alejandro mostrara pronto inclinaciones bisexuales. Era inevitable: una madre de una hermosura turbadora, amorosa y cariñosa sin miramientos; nuestra hermana Laura, a quien adoro, bella hasta decir basta. Las amigas de mamá, muchas de ellas de una belleza inverosímil, no dejaban de decirle a nuestro Alejandro cuán hermoso era. Cuando ya estaba crecidito, muchas de ellas iban más allá, e intentaban disfrutar de nuestro Adonis. Pero Alejandro, retraído y concentrado en sí mismo, empezó a hacer una amistad muy fuerte con un compañero de colegio, con el que me confesaría después se inició en las relaciones sexuales.
Para no hacer tan larga introducción, que juzgo necesaria para poder explicar nuestra historia, comienzo por decir que desde pequeña estuve unida a mi hermano como una lapa. Era en sus piernas donde dormía cuando íbamos en paseos largos en el coche, y era él quien me mimaba cuando hacía pucheros después de llegar del colegio, mientras llegaba mamá. En mi casa era natural que yo durmiera con Alejandro cuando tenía pesadillas o cuando tenía frío. Mi hermano nunca fue el hermano repelente y odioso que han tenido que sufrir, sin excepción, todas mis amiguitas. No fue nada raro, pues, que todas mis amiguitas estuvieran enamoradas de él.
Pasada la pubertad, con mi cuerpo en pleno desarrollo y en la época en que todos los amigos de papá me devoraban con sus ojos y se masturbaban jadeantes pensando en mis nalguitas de durazno, yo no quería estar sino con mi hermano. Nuestro cariño era inabarcable. Durante algún tiempo, acostumbré a visitarlo cuando aún no estaba levantado de la cama, y con el pretexto de hacerle cosquillas, le acariciaba su rostro, su pelo, sus orejas, y de vez en cuando le pasaba mis dedos por los labios. Alejandro se dejaba hacer y no disimulaba el gustito que le daban mis visitas. Hasta el momento, no pasábamos de las caricias piel con piel, hasta que fue patente para mí que necesitaba del contacto con él más que cualquier otra cosa. Estaba enferma de amor por mi hermano, y mi fiebre no se calmaba ni aún con otras posibilidades, como las que me podrían brindar aquel guapo amigo de mi padre que me metió mano sin tapujos durante una visita a su casa de campo, hace algunas semanas, y que alcanzó a excitarme; ni las continuadas caricias de la sicóloga de mi colegio, que con el pretexto de dialogar con las chicas de penúltimo curso, como yo, nos invita a su despacho y allí nos pide que le demos rienda suelta a nuestras fantasías más morbosas y le contemos nuestras apetencias, las cuales ella escucha visiblemente turbada. Las visitas a Lucía (así se llama nuestra "psico") son voluntarias, pero a mi me gusta visitarla, aunque la última vez estaba más cachonda que de costumbre, y al sentarme en sus piernas y abrazarla, como es tradicional, intentó por todos los modos de acariciarme las piernas debajo de mi faldita de cuadros, con el pretexto de ver cuán tenía firmes y tersos tenía los muslos. Yo jugueteé un poco con ella. Lucía me gusta, tiene 45 años y se ha divorciado dos veces, y me genera tal confianza que he logrado mucha intimidad con ella. Fue ella quien me enseñó a besar, y no puedo ocultar que su lengua suave, húmeda y rosada llegó casi a generarme vicio. No seguiré con Lucía, porque eso dará lugar para otra historia. Finalizo diciendo que ella me insiste en enseñarme a hacer el amor, para lo cual me invita a su casa repetidamente, bajo el máximo secreto, eso sí.
Yo veía completamente normal mi amor por mi hermano Alejandro. Mis amigas odiaban a sus hermanos, mientras yo no podía vivir sin él. Cada vez mis visitas a su habitación duraban más rato, salvo cuando se encerraba con su "novio" Carlos a pajearse mirando las revistas que el maricón de Carlos llevaba para verlas juntos. Yo odiaba a Carlos, obviamente, aunque no tanto como para no reconocer que era un niño tan lindo como marica, pues muchos en el colegio lo conocían por los concursos que hacía en el baño de hombres para pajearse entre los compañeros y ver quién tenía el rejo más grande. Según me contó Alejandro, el de Carlos estaba más desarrollado que el de todos los demás. Un día que salió Carlos yo entré con cara de enfadada donde Alejandro, para hacerle patentes mis celos. Él intentó mimarme, a lo que me rehusé, muy digna. Pero no pude dejar de percibir el olor de sus manos: era evidente que había estado masturbando a Carlos, y aún tenía en sus manos ese olor mezclado a marisco, líquido lubricante y sudor de caballo tan propio de los hombres después de haber tenido sexo. Aunque intenté no dejarme acariciar de él, ese olor no dejó de atraerme, hasta que accedí a sus fingidos ruegos y deje que se pusiera detrás de mí y me basara el cuello, diciéndome que yo seguía siendo su nena linda. Yo le dije que olía a caballo, y él me dijo que ese era el olor que le gustaba, porque no conocía otro mejor. Yo me senté, me subí mi faldita de cuadros, y le dije pícara: aquí puede haber uno mejor. Él, como la cosa más natural del mundo, se acercó hasta el final de mis piernas, arriba, y aspiró fuerte dos o tres veces, un poco teatralmente. Al principio me dio risa, porque parecía un perro oliendo a su perra en período de celo, pero la risa se me fue convirtiendo en un escalofrío en el estómago. Alejandro no salía de allí, y enseguida empezó a hacer un lado mis calzoncitos, sacando su lengua y comenzando a lamer. Yo empecé a sentir una especie de desfallecimiento, un alborozo nuevo, una dicha innombrable, una electricidad en el punto álgido de mi sensibilidad. Esa lengua era increíblemente suave y fresca, que algunas veces me había lamido los dedos y los lóbulos de las orejas, pero que ahora iba directo al corazón de mi felicidad. Cerraba los ojos y veía luces de colores centelleando a mi alrededor. Oh, qué sensación...
Alejandro terminó una vez apreté mis las piernas con todas mis fuerzas cuando la descarga eléctrica fue tan intensa que perdí el sentido, se limpió la boca, tomó un poco de agua, y se acostó a mi lado apretándome muy fuerte. Estaba en erección, y se frotaba contra mí rítmicamente. Me dijo que se había hecho unas tres pajas con Carlos, y que no creía que pudiera más. Yo le dije que me mostrara el cachalote. Él se lo sacó, y yo lo acaricié un rato. Seguía erecto, aunque él me dijo que no quería pajearse más. Yo iba a salir, pero él me atajó bruscamente y me lanzó hacia él. Me dio un beso en los labios, muy largo, y me dijo que vivía loco por mí. Yo a esas alturas seguía con los pezones hinchados y firmes como corozos, lo cual no le pasó desapercibido, pues me los apretó con sus dedos varias veces. Yo quería que me los mordiera un poco, pero lo dejé para la mañana del día siguiente.
Esa mañana, efectivamente, todos habían salido temprano y yo fui donde Alejandro. Llegué a su cama, me metí en ella sin preguntar, y noté que sólo tenía una camisilla y nada más. Estaba en una completa erección, y su miembro palpitante y algo pegajoso en la punta empezó a pasearse por entre mis piernas. Yo, con alguna dificultad, me quité mis tanguitas, y al abrazarme fuerte a él empecé a besarlo. Alejandro estaba muy excitada, pero me decía por favor que lo besara despacio, como si estuviera besando a una de mis amigas. Me preguntó que si él me parecía lindo, y yo capté rápidamente el secreto: para que fuera totalmente mío, tendría que tratarlo como a una nena mimada y caprichosa. Empecé a decirle que para mí era la nena más hermosa del mundo, la más bella, a medida que iba dándole unos sonoros y sostenido besos en su cara. Alejandro se fue transformando en un fenómeno colorado y jadeante, y yo empecé a prepararme para la penetración. No era la primera vez que me penetraban, pues tanto el amigo de papá que conté más arriba, como Lucía la sicóloga de mi cole ya habían explorado esas zonas adentro, si bien no totalmente. El amigo de papá sólo pudo meterme algo de su dedo, y Lucía un pequeño pene de goma con el que me preparó en una de sus sesiones de "terapia".
Alejandro comenzó a abrirse paso, pero de ahí en adelante mi estado era de tanto placer que entré en semi inconsciencia, y solo recuerdo que suavemente su miembro se frotaba en mi interior, mientras nos decíamos cuánto nos amábamos y yo le decía, "ay, amor, mi belleza, ay, ay, mi hermosura, ay mi muñeco precioso, ay qué gustito tu hermosura dentro de mí, ay... ay qué rico, mi gatita, eres una gatita juguetona, ay..." No sé realmente cuánto estuvo haciéndome el amor, pero sí se que nunca había sentido mayor dicha, mayor plenitud. Lo extraño es que en plena fase de éxtasis pensé en mi madre y su belleza me pareció más nítida que nunca, y experimenté un gozo indescriptible al imaginar el rejo erecto de papá. Todo esto lo sentía en el marco de esa felicidad suprema que fue hacer el amor con Alejandro, mi hermano hermoso.
De allí en adelante seguimos haciendo el amor a menudo, sobretodo cuando mis estrategias para ahuyentar a la maricona de Carlos de casa dan resultado. Cuando éste no viene, aprovecho para mimar a mi "nena" consentida y empezar a pajearlo y darle varias lamidas a su hermoso pipí antes de tenerlo en mí. Las últimas veces Alejandro me ha pedido que le acaricie el ano, y eso hace que su erección sea mucho más firme. La última vez que hicimos el amor duró mucho más rato dentro, gracias a que he mejorado mi técnica de masaje anal, con la introducción del dedo cordial. Ahí Alejandro se vuelve una loca metelona que pierde la conciencia de sí, para gozo y ventura mía. Pero esta etapa anal no es sólo para él: Alejandro se pasa horas lamiéndome por detrás, primero las nalgas, que besa y lame sin parar, diciéndome que son sus melocotones preferidos, y luego me cosquillea más adentro con la lengua, lo cual en un principio no me causaba mayor placer pero que con el paso de los días le voy sacando mayor gustillo. Y eso por no decir lo que pasa cuando me pongo falditas de algodón muy finito sin ropa interior, sólo para que él pueda sobar a su gusto allí donde me atrape: en la cocina lavando los platos, en el sofá de la televisión o en el ascensor. Alejandro se ha vuelto un sobón de miedo, loco por mis nalgas y por mis muslos.
Lo amo, definitivamente, y no podría terminar con palabras la descripción de lo que siento cuando devora mis labios con su boca. Sus besos son desesperados mordiscos de amor que parecieran querer arrancarme mis labios, que terminan rojos como cerezas y palpitantes como mi corazón desbocado. No sé si siempre se sentirá el mismo placer, pero sí sé que el que yo siento cuando hago el amor con mi hermano Alejandro es lo máximo a lo que se puede llegar.
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