El taxi giró a la derecha en esa calle aún empedrada, de la ciudad de Buenos Aires, con vereditas angostas y cordones de la misma piedra que la calzada, a los que el tiempo, a través de cien años no había gastado. El vehículo iba subiendo forzadamente desde Paseo Colón hacia 25 de Mayo. El joven pasajero miraba todo con ojos agrandados por el asombro. El conductor lo observaba por el espejito y se sonreía al ver el rostro del muchacho, que se contraía armoniosamente, gozando lo que la Gran Urbe le ofrecía:
- ¿La primera vez que venís a la Capital?
- ¡Oh, no! - respondió sin pensar y haciéndose el cancherito, encogió los hombros
- ¿De dónde sós? - le preguntó el tachero
- ¡De San Nicolás... pero vivo en Pergamino! ¿Por qué?
- ¡No, simple curiosidad! ¡Se ve que porteño, no sós! ¡Esto, aquí, es una mugre! ¡Cuánto menos te quedés en ésta inmundicia, va a ser mejor para vos!
- ¿Y usted, no es de aquí? ¡Por la forma de hablar, parece tener mucha bronca y no querer a Buenos Aires!
- ¡Ya no es Buenos Aires, ahora habría que llamarla Hediondos Aires!... ¡Cuándo te dije lo de inmundicia, es la verdad!... ¡Todos los desperdicios, desechos y despojos que caminan, están en ésta ciudad! ¡Sí, soy porteño!... ¡Yo nací en éste Barrio que estamos cruzando!
- ¡San Telmo! ¡Me dicen " yorugua", porque mí vieja es de la Banda Oriental! ¡Yo he Nacido en Buenos Aires!... ¡Cómo dice Gagliardi en sus versos!... ¡estoy orgulloso de serlo, pero no soporto la roña! ¡La Reina del Plata, está convertida en una cochambre! ¡Si Gardel viviera!
- ¡Ya me parecía que ni el rock, ni lo bailantero iba a gustarle! ¡Porteño y tanguero! - se sonrió por primera vez el pasajero
- ¿Y a vos, no te gusta el tango?
- ¡Sí, vine a la Capital, justamente para aprender a bailarlo!
- ¡Mirá qué bien!... ¿y quién te va a enseñar?
- ¡Mi tía!
- ¿Tu tía?
- ¡Sí, ella es maestra de baile! ¡Tiene una sala donde recibe a alumnos y les da lecciones! ¡Yo quiero aprender bien para poner una academia en mí pueblo... soy profesor de música, enseño piano y toco el bandoneón!
- ¿La verdad?... ¡Me sorprendés pibe, no tenés cara de " fuellero” ¡El tango es muy exigente, aparte de tocar bien el fuelle... tenés que tener pinta de tanguero! ¡Y vos, realmente, no tenés ese ángel, te veo como bailando el Minué! ¡Perdonáme, pero al tango no solo hay que saberlo, también hay que sufrirlo! ¿Cuántos años tenés?
- ¿Qué tiene que ver la edad? ¡Lo demás se lo acepto, puede ser lo que usted dice! ¡Pero, yo a los seis años, ya ejecutaba " La Cumparsita " en piano! ¡Ahora tengo 18 y mí mayor ilusión es tocar " El Choclo " con la boca! - lo dijo ingenuamente.
- ¡Ah, ya me parecía! ¡Ahora te creo! ¡ Te gusta tocar el " clarinete” - era perverso en su forma de hablar el conductor y el chico un inexperto y candoroso botín para el engaño.
- ¡Sí! ¡Toco el clarinete, estoy estudiando! - e increíblemente infantil preguntó - ¿Se dio cuenta?
- ¡Si, por la forma de tu boca! - ironizó el hombre - ¡Si fueras mina, seguro que te llevaba Clinton al salón oval!
- ¡Tal vez, porque el presidente Clinton, toca muy bien... la verdad nos llevaríamos de maravillas! - el chofer lo miró detenidamente por el espejito y recién notó que aquel confiado mocito, era grueso y fuerte, de rostro aniñado, labios carnosos, cabellos oscuros y de ojos casi verdes. Era un bello ejemplar, de esos que gustan a las mujeres mayores y que pagarían muy bien por estar una noche con él.
Bajó. Se intercambiaron números telefónicos y se desearon suerte. El joven tocó timbre en una antigua puerta de madera recién barnizada. Esperó poco. Una hermosa muchacha de cabellos largos y rubios, con grandes ojos claros, lo recibió con una enorme sonrisa, metida en sus ropas de baile:
- ¡Hola!... ¿Sós nuevo?
- ¿Y vos?
- ¡Yo, hace mucho que estoy aquí!
- ¿Qué tal la profesora?
- ¡Un encanto!... ¿Te anuncio?
- ¡No, dejá... prefiero darle una sorpresa!
- ¡Ah, conocés a la profesora!
- ¡Es mí tía!... La hermana de mamá
Se pasó el resto del día observando las distintas clases de baile. La tía, se encargaba de las prácticas con los varones y Hugo Rico, un afeminado bailarín frustrado del Colón, les marcaba los pasos a las mujeres. La tía, cuarenta años, hermosa, dueña de un magnifico físico y excepcional bailarina de tangos. Era la hermana menor de la madre del muchacho. La casa, una edificación antigua, tenía dos grandes salas en las cuales se realizaban las prácticas de las danzas y los ejercicios. Una, era para los iniciados y en otra, bailaban los avanzados. La actividad era plena en esa casona, de lunes a viernes, durante una larga jornada de doce horas. En los interiores, una cocina muy bien instalada y un comedor con costosos muebles antiguos. Una sala de reuniones, donde se realizaban las sobremesas, luego de cada comida cuando venían amigos y se aprovechaba para la lectura y mirar televisión. Graciela, la tía, bailaba con el seudónimo de La Tita, por su estilo canyengue, pero le decían "La Alfano ", por su parecido con la conocida actriz de Buenos Aires. Su pareja, un señor casi septuagenario, que seguía frecuentando la noche porteña y que el tiempo parecía no hacer mella sobre su vitalidad. No tenía edad. Lo llamaban " Dorian". Venía de familia de longevos. Para él, todo el año era primavera. Siempre de buen humor, dicharachero y predispuesto para el amor. Era el dueño de la casa.
El negocio de la "Academia del Tango", como figuraba en las tarjetas, era de La Tita. Él, tenía sus propios recursos, dinero no le faltaba. Decían los amigos que Dorian estaba con La Tita, porque no le gustaba la soledad y que habían aprendido a cuidarse el uno, con el otro. La hora del encuentro, la una de la tarde para el almuerzo y las diez y media de la noche para la cena. Ella terminaba muy cansada de sus largas jornada y después de cenar buscaba " la sufrida", como llamaba a su cama. La única obligación que tenía con su compañero, era la de dormir juntos. Él odiaba estar sólo en un catre. Tal vez por esa razón, era el único dormitorio de la mansión.
Durante la primera semana, Pablo fue adiestrado, en los pasos y ejercicios iniciales, por alumnos adelantados. Aprendía rápidamente. El cuerpo a cuerpo de las primeras figuras, estuvo a cargo de la rubia que lo había recibido el día de su arribo al lugar, hacía ya casi un mes. Una bien desarrollada joven que le llegaba al hombro. Senos duros y bien pronunciados, que ella se encargaba de frotarlos contra el formidable tórax del imberbe, tantas veces como repitieran el ejercicio. Labios carnosos y rojos, que no se pintaban. Con mirada cargada de deseos que al jovencito lo confundían y se sonrojaba ante tanto desafío, que no entendía. Ella lo atraía con fuerzas y se aplastaba contra el cuerpo del hermoso efebo, cuyo roce, iba lentamente endureciendo sus atributos, mientras se sonrojaban sus cachetes de mozuelo tímido y casto. Eso era precisamente lo que exacerbaban los veinticinco años de Rosmaris, que abusando de ese candor, fregaba con sus nalgas el inflamado glande del joven y gozaba mirando su rostro que se contraía en un gesto casi sublime, mientras vomitaba chorros de fuego, mojando su ajustado pantalón de baile, era el momento en que ella también endurecía su cuerpo, clavaba sus uñas, cerraba sus ojos y mordía sus labios hasta sangrarlos. Furiosos espasmos le producía el delicioso olor del espeso y pegajoso líquido, el que sentía correr por las piernas del doncel, a través de la liviana tela de su ropa.
Su tía, durante los almuerzos y cenas, lo seguía tratando como al bebé que tuvo alguna vez en sus brazos. Para ella, era el mismo niño de siempre. No había crecido para la tía, que no se cansaba de mirarlo y decirle permanentemente lo hermoso que era, palabras que ruborizaban al muchachito y lo ponían mal, ante las carcajadas que ello producía en Dorian. Lo mimaba demasiado. En la casa, solo afecto y caricias, cargadas de cariño maternal. En la sala de la Academia, lo atendía como a un alumno más. Pablito- lo llamaba Dorian- con quien tenía más tiempo para conversar. Cuando no practicaba baile, salían los dos a recorrer Buenos Aires. En una de esas caminatas, tropezaron con una de las tantas vidrieras de la calle Libertad, que exhibía un viejo bandoneón. Entraron, estaba en venta o canje por ropas usadas. A partir de entonces, Pablito acompañaba con el antiguo y bien afinado fuelle, las distintas estampas porteñas que montaban La Tita y su compañero, el
“adamado " Hugo Rico, que vestido de guapo, disimulaba muy bien sus delicadezas. Por El chico del Bandoneón, pedían en los reductos tanguero, los asiduos concurrentes que lo habían oído y visto tocar con destreza el fuelle. El pollo de La Tita, le decían los que lo veían bailar con su tía, después de casi seis meses de estar en la escuela. A pesar de su rostro lampiño y aniñado, tenía estilo propio y marcaba regiamente las figuras aprendidas con ella y luego practicadas hasta el cansancio con Rosmaris, que abusaba de él cada vez que lo tenía en sus brazos para ensayar.
Ese viernes por la noche, ya terminada la jornada de ensayos, La Tita despedía a los alumnos en la puerta de calle. Volvió a la sala, se dispuso colocar las cosas en su lugar. Bajó el volumen de la música. Unos extraños susurros le llamó la atención, un gemido la intrigó y apagó totalmente el equipo de audio y la luz. Agudizó el oído y oyó un jadeo que provenía de los vestuarios. Tratando de no hacer ruido, pasó por detrás de los espejos y se encaminó casi furtivamente por las alfombras que cubrían el piso del amplio pasillo y los camarines, hacia el lugar de donde provenía esa respiración silbante, casi fatigosa, propia de excitantes y maravillosos ejercicios ardorosos y vehementes. En el vestuario femenino, no había signo de desorden. Unos apagados, fogosos y férvidos grititos, inundaron con un ahogo el lugar y luego el silencio. La tía de Pablito volvió a detener sus pasos y prestó atención. Estaba dispuesta a descubrir qué motivaba " eso " que sus oídos se escandalizaron al escuchar. Aguzó sus sentidos. Otra vez el suave y quejumbroso susurro de alguien que imploraba piedad. Era una voz masculina cargada de ansiedad, que por momentos parecía ser sometido con crueldad y salvajismo a algo que terminaba siendo un enorme placer. La tía de Pablito sintió un sofocón subir desde las puntas de sus pies, inundándole de sangre el cerebro. Se notó agitada. Buscó una silla y se derrumbó en ella, justo frente a la puerta de uno de los baños, del que ella creía, provenían esas apagadas voces que inflamaban su mente. Tenía miedo hasta de respirar. Hacía mucho tiempo que no sentía esa sensación. Se Calmó. Nuevamente un jadeo suave cargado de entusiasmo vigoroso. Volvió a sentirse aturdida y más, a medida que el ardor bramaba de una sola garganta, se dibujaron miles de situaciones en su mente, que comenzaron a activar ciertos sentidos que ella los tenía relegados. Un irritamiento invadió su celo, que logró despertar su adormilado vigor.
Su apetito genésico volvió a encenderse hasta sentirse exacerbada. Sintió mucha bronca y sin pensarlo, abrió la puerta del baño dispuesta a terminar con semejante escándalo. Quedó paralizada. Sentado sobre el inodoro, con las manos tomadas de los bordes del artefacto y la cabeza echada para atrás, estaba Pablito, su inocente sobrino, su niño, su bebé, con los pantalones caídos al piso mientras Rosmaris, arrodillada, con ambas manos envolvía el grueso, enorme e inflamado órgano del muchachito y lo ponía en su boca succionándolo con brutalidad, ante los gritos de placer del candoroso y casto semental. La tía de Pablito, ahogó un rugido de indignación, convirtiéndolo en un alarido de complacencia, que nadie escuchó. Ver el rostro de aquel chico de 18 años, casi 19, inocentón y puro. Ver la carita de su galopín, de su criatura contraída de goce la convulsionó. No pudo escapar a su mirada voluptuosa, el preciso instante en que por la morada cabezota del tremendo glande del jovencito, saltaban fuertes y largos chorros de blanquecina y gelatinosa secreción, que golpearon enardecidamente el rostro de Rosmaris, que con un ataque de exacerbación sexual, mordía hasta sangrar, las blancas carnes del infante, mimado de su tía. Ésta, encendida de deseo, totalmente excitada, no viendo más allá de su libidinoso instinto dejó que su mano se introdujera suavemente por su ombligo, aflojando el cordón del pantalón de gimnasia, entreabrió las piernas y bajó su calza sin proponérselo. Lentamente comenzó a acariciar los gruesos labios de su vulva, mientras observaba esa escena increíble de Rosmaris, que con descarada lujuria, invadía la inocente sexualidad de su virgen sobrino. Cerró los ojos. Se sintió estimulada, a medida que sus dedos hurgaban más y más sus glándulas genitales. Se apoyó contra el marco de la puerta. Jadear, fue su válvula de escape. Por momentos sintió una furia incontenible y los movimientos de sus dedos fueron bruscos e irrefrenables. Estaba reviviendo su sexualidad. Tuvo una convulsión y se contorsionó. Cerró la puerta de un golpe y volvió para revolcarse en la silla, bajo un estado de excitación total, mientras sus oídos eran aturdidos por volcánicos y enardecidos gemidos de su propio goce, explotando orgasmos tras orgasmos, como en ristra, hasta quedar totalmente extenuada por su encendido y sensual enardecimiento que la convertía en una intemperante y fogosa adulta, capaz de soportar los más morbosos flagelos sexuales para satisfacer sus instintos. Se sintió glorificada. Sobrevino un largo y profundo silencio.
Su eretismo era tal, que continuaban sus dedos, respondiendo a su entusiasmo, frotando suavemente su órgano genital, hasta lograr nuevamente el clímax, mientras su otra mano, levantaba con una furia incontenible la chaqueta, dejando a la vista sus hermosos senos, endurecidos por la excitación y comenzó a castigar con brutalidad sus pezones. Era un volcán en erupción. Enceguecida por el lujurioso placer, viboreaba su cuerpo en la silla golpeándose duramente su rostro y sus sentaderas por el incontenible arrebato lúbrico. Era una inmoderada para el sexo. Lo sabía. Tal vez por eso estaba junto a un hombre tranquilo y hasta inapetente para el muchas veces violento juego al que le gustaba ser sometida. La tía de Pablito, no advirtió en la oscuridad del paso, que la puerta del baño de damas se abrió sigilosamente y se enmarcaron dos siluetas en ella, dispuestas a emprender la retirada para no ser vistas. Aquellos mórbidos y fatigosos gemidos, los detuvieron en el umbral y aún con la luz encendida del baño que puso en penumbras el lugar, vieron asombrados a esa figura, recostada sobre la silla, masturbándose frenéticamente. La silueta femenina, se prendió del cuello del masculino y se besaron fogosamente, mientras ella trataba de inflamar su pene con caricias, hasta desabrochar sus pantalones y ponerlo en su mano que no alcanzaba a envolverlo con sus dedos. La mujer y el varón se acercaron a la exacerbada dama, sin saber de quién se trataba. Estaba muy oscuro. Rosmaris, que estaba desnuda debajo de su corta pollera, se arrodilló a sus pié, con sus manos terminó de bajarle el pantalón y sus bragas, metiendo su cabeza entre sus piernas, las que abrió en forma desmesurada, buscando con su lengua, larga y fina, el sexo ardiente de la desconocida oferta. Las dos manos de la Tía de Pablito, al sentirse invadida, tomaron esa cabeza y la empujaron tratando de hacerla penetrar por su vagina, mientras Pablito, lamía impetuosamente esos desconocidos pechos que se mostraban como rosas rojas que estaban abriendo, luego mordió los labios que se ofrecían ardientes a cualquier castigo, para terminar llenando esa boca con su enorme miembro, eyaculando repetidas veces. La tía, se enardecía más y más al sentir en su boca la fruta prohibida de su pequeño bebé y el caliente semen que brotaba de esa méntula y se volcaba por las comisuras de sus labios.
La figura de Dorian, se interpuso de pronto, entre el débil haz de luz del baño y esos tres seres que, en encarnizada lucha sexual seguían enredados ahora en el piso, totalmente desnudos. Dorian, no quiso saber quienes eran, tampoco le importaba, se sintió sobrepasado en su capacidad de asombro y sus libidinosos sentidos se pervirtieron, encendiéndose la formidable verga del septuagenario, que tenía la sutil característica de ser fina y extensa. Lo primero que observaron sus endemoniados y desvergonzados ojos, fue un ano, que como un lunar oscuro en una tez blanca, se le ofrecía obscenamente. Tan hermoso orificio no tenía dueño, surgía desde el piso como de la nada. El poseedor de tan impúdica desembocadura, estaba acodado en el piso, en cuatro patas, con su cabeza entre las piernas de La Tita. Dorian, dejó caer los pantalones al piso, se arrodilló como pudo, tomó con ambas manos esos perfectos cachetes, con su lengua lubricó el conducto y totalmente fuera de toda compasión, arremetió impetuoso y enérgico con su inflamado falo, penetrándolo hasta los testículos, ante un grito de muerte, de la ahora identificada dueña, del hasta ese momento virgen esfínter. Los dolorosos gemidos y pedidos de compasión de la doncella, endemoniaron más aún el eretismo del grupo, cuyos arrebatos y efervescencia, estimulaban la sobreexcitación, logrando espasmos compulsivos, en medio de aullantes gritos de placer. Cada eyaculación era una fiesta para los oídos de las hembras, que respondían con ardientes orgasmos que exacerbaban el instinto animal de los machos, que arremetían sin misericordia e impiadosamente ante aquellos arrebatos que los instalaban en el podio de la Gloria.
El sudor, el hedor agudo, penetrante del esperma de varones y féminas, obnubilaban los sentidos racionales de esos seres enviciados de placer, que volvían a excitarse hasta lograr nuevamente el auge y el esplendor de momentos de efervescencia sexual.
Pablito, comenzó a notar un cambio en el tratamiento que le daba su tía. Percibía extrañas miradas a sus espaldas y cuando giraba sus ojos se enfrentaban con un rostro que trataba de simular un " no me pasa nada" y sin preguntas se ponía a continuar lo que no estaba haciendo. Todo esto ocurría durante el almuerzo o la cena. Ya no era su bebé, ni su niño hermoso. Ya no lo acariciaba maternalmente, ni le prodigaba mares de besos en las mejillas, ni en sus lindos ojos verdes. Realmente había cambiado la tía y ello lo tenía mortificado al muchacho, que temiendo haber hecho algo malo, que la hubiera molestado, ingenuamente se preguntaba " ¿qué?”. No tenía respuesta su inquietud, hasta que decidido se atrevió e inquirió infantilmente:
- ¡Perdone tía, necesito saber si he cometido algún error... algo, que la haya molestado a usted!
- ¿Por qué lo preguntás?
- ¡Porque presiento que está enojada conmigo! - lo dijo tan candorosamente que la conmovió. Miró al sobrino, se le acercó, le puso su mano en la mejilla y lo acarició
- ¿Verdad, que no lo sabés?
Sintió la quemante mirada de la tía en sus ojos. Tuvo miedo. La caricia no era la misma. Su voz no era la voz que le hablara días anteriores. Volvió a sentirse culpable de algo y se atribuló más. Realmente en la tía había mucha bronca. La notó irritada. Había mucha ansiedad en sus manos, en sus ojos, en su voz, en su gesto cuando le recriminó:
- ¡Qué vas a saber vos!
Y fue bajando lentamente su mano desde el rostro lampiño todavía del niño aquel, al que había sentido como hombre y él no se daba por enterado. La enardecía tanta ingenuidad y apretó con rabia el muslo duro del joven sobrino. Volvió a oler el vaho que se impregnara en sus narices esa noche de locura. Vio levantarse el pantalón ajustado de baile del imberbe y formarse un enorme montículo. Lo miró a los ojos, ella le llegaba a sus hombros, se puso en puntas de pié y suavemente le dio un beso en la mejilla, sobre la comisura de sus labios y quedando unos segundos apretada al sobrino, mientras con su rodilla frotaba, como descuidadamente su virilidad, que secretaba larva hirviendo que mojaba sus nalgas. De los ojos verdes del muchacho, ardientes lágrimas inundaron su rostro, que secaban voluptuosamente los sensuales labios de la consternada tía ante el cándido llanto. El doncel se apoyó en el amparo de esa tía tan comprensible y la dejó hacer. Y la dejó hacer. Volvió a sentirse invadido por otras manos, por otras nalgas. Y la dejó hacer. Y la dejó hacer. Vio transformarse el rostro querido de la hermana menor de su madre, que lo apretaba frenética y ardientemente, mientras se refregaba impúdica y descarada libidinosa contra el cuerpo del púber, que varias veces sintió las uñas de la tía penetrar sus carnes a través de su liviana chaqueta, que violentamente se la quitó, para morder, clavando sus dientes con ensañamiento, en sus blancas musculatura, totalmente exacerbada, en un arrebato de convulsiones desenfrenadas que la hacían gemir, bramar, escandalosamente de placer. Y Pablito la dejaba hacer. La dejaba hacer, mientras él también regurgitaba su licor seminal, que inflamaba más y más los sentidos de la adulta a medida que se glorificaban sus goces...
Continuara...
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