Autor: Jhon | 03-Jun
Las manos de la niña estaban llenas de flores y sobre su falda descansaba una caja de fósforos que escondía un grillito cantor. Sus dedos eran pequeños y blancos y debían, tal vez, oler a plastilina o a ese aroma a madera que tienen los lápices cuando se les saca la punta. Sentada en la yerba del parque con las piernecitas estiradas, miraba atenta los colores de los pétalos, deshojaba las flores como si fueran prolongaciones sensitivas de su propio ser y canturreaba con voz muy dulce para acompañar al grillo en su canto. De vez en cuando levantaba la carita de ángel y sus ojos hechos de obsidiana miraban desprevenidos la loma donde había un señor acostado, justo en frente de ella.
El hombre tendido de lado en la loma tenía las manos gruesas, de uñas negras, sin anillos. Los dedos gordos estaban llenos de pelos tan gruesos que parecían cerdas de cepillo. Las moscas se paraban sobre ellos y seguramente vomitaban como acostumbran a hacer siempre las moscas cuando están sobre la carne. Entre poro y poro se notaba la sarna. Esas dos manos-gorila, una apoyándose en la cadera del jean sucio y la otra sobre el cabello seboso y aún todavía sin canas. Y de pronto, las dos buscándose en ese cruce terrible, empegotándose una con otra y apoyándose finalmente sobre esa parte baja y abultada del vientre, de la que no se podía distinguir gran cosa, solo la camiseta barata verde como el fango y la protuberancia de pollito metido en saco pujando por salir.
La maestra, ocupada como estaba ayudándole a los demás a subirse al tobogán, no se dio cuenta cuando el hombre de la loma, con la pesada torpeza de un ciervo volador, agarró a la niña por la cintura, estrujándole la carne con una de sus garras, en tanto que la otra se metía en la tierna boquita de la que ya no volvería a cantar.
Ya en los matorrales, mientras le subía la falda y le quitaba la braguita, le decía que mirara bien a su alrededor para que cuando estuviera grandecita se acordara del jardín en donde un día de lluvia se refugiaron para hacer el amor por primera vez. Se bajó la cremallera y le mostró a su presa la víbora que la devoraría. Le decía que las víboras se arrastraban por todas partes, sin contar con la que él llevaba en el corazón. La niña temblaba y lloraba, le rogaba que por favor no le fuera a hacer nada malo. El hombre, haciendo caso omiso de los ruegos, la agarró por la cabellera rubicunda que olía a champú de manzana y le dijo que siempre había soñado revolcarse en un parque con una mujer como ella. Entonces, pegando el bulto de su nariz en el cabello de la niña, le preguntó cuántos años tenía. Ella, casi sin poder respirar porque los sollozos se le enterraban en el alma, le mintió: ocho años.
Los brazos de la chiquilla se estiraban abrazando el tronco del eucalipto, subiendo, según las indicaciones del monstruo, lo más posible sus caderitas estrechas y ladeando la cabeza de pajarito hacia atrás. De la garganta del hombre escapaban extraños sonidos como los pequeños pero chirriantes gritos que lanzan los insectos cuando se llaman a la cópula, y entonces la penetración atroz. La sacudida del primer empellón hizo que el cuerpo de la niña se arqueara en una torsión indescriptible. Un pedazo de carne la traspasaba desgarrando el botón que tenía entre las piernas, la voz ahogada por el dolor de la laceración de sus carnes. El sudor y la grasa que brotaban a borbotones de la frente del hombre inundaban los innumerables hoyitos producidos por la viruela y caían a goterones inmensos sobre el uniforme de la pequeña.
El hombre pensaba que ya estaba muy crecidita, y que, tal vez, ya era una de esas perdidas que se ponía algodón en las bragas para disimular la sangre. Odiaba pensar en la idea de la menstruación y el embarazo, pero bueno, al fin y al cabo, había mil y una formas de liquidar al pecesito que pudiera estar nadando en la pequeña pancita de la putica. De todos modos, los niños copulaban impulsados por un instinto igual al de las mariposas, y nadie que copule de esa forma puede quedar preñado. Se acercaba a la oreja de la niña, llenándola de baba, y le preguntaba si en la clase de Naturales no le habían enseñado el ciclo sexual de la chinche maloliente. Con los empujones, la niña tenía la cara raspada, su mejilla se pegaba una y otra vez al árbol, y las lágrimas le lastimaban aún más la piel. La mano del hombre en su boquita no la dejaba gritar. Podía ver que el señor que la estaba partiendo en dos no tenía cinco sino seis dedos, regalo involuntario de la naturaleza asomándose valiente entre el índice y el pulgar y apoyándose en su naricita de mazapán.
De pronto, el grito de la maestra:
--¡Azucena, deja de estar metiéndote las manos en la falda y suelta a ese pobre animalito! ¡Corre, que ya tenemos que volver al colegio!
--Ya voy --dijo la niña, sin descomponer un solo instante el semblante beatífico.
Solo entonces se dio cuenta de que su falda estaba manchada de sangre y de semen, que de su boca entreabierta colgaba un hilillo de saliva y que el señor de la loma nunca había estado allí.