Autor: anonimo79729 | 21-Mar
Hace tres años, cuando tenía 18, estaba haciendo el Servicio Militar en Aviación, en Sevilla. Era mi época de recluta, y lo cierto es que hasta entonces yo era virgen. Creía que me gustaban las mujeres, aunque la verdad es que las pajas que me hacía con las revistas porno no me resultaban muy placenteras. Me gustaban más las fotos en las que aparecían hombres y mujeres (sobre todo cuando éstas chupaban esos tremendos nabos o eran enculadas por ellos) que cuando las chicas aparecían solas. Pero yo no lo relacionaba en absoluto con ningún tipo de preferencia gay.
Pero en la mili la cosa cambió. Ver todos los días en las duchas tantos tíos, con esos rabos colgándole entre las piernas (algunos eran realmente grandes), me hizo pensar que no tenía interés alguno en meter mi polla en un coño o en la boca de una tía, pero sí me encantaría llenarme la boca con una de esas vergas notables, o hacer un sitio en mi culo para cualquiera de ellas.
A todo esto yo estaba en crisis: me había dado cuenta de mi auténtica naturaleza, pero ello me suponía aceptarme fuera de los cánones "normales" de la sociedad, así que tampoco me atrevía a dar ningún paso en mi recién descubierta sexualidad. Además, tenía miedo de que me descubrieran. Había un chico entre los reclutas del que, realmente, estaba prendado. Se llamaba Andrés, era rubio, del norte de España, y en la ducha lucía un espléndido cuerpo de adolescente, con un culo precioso y una verga que, en estado de reposo, hacía imaginar un paraíso de tamaño incalculable. Por supuesto que yo procuraba entrar siempre en las duchas lo más cerca de él, para disfrutar del espectáculo, aunque siempre con mucho cuidado para que no se diera cuenta de que lo estaba mirando.
No sé si alguna vez se percató de ello. El caso es que nunca hizo alusión alguna al tema. Eramos compañeros, no especialmente amigos, y dormíamos cerca, con una litera de por medio. Llegó el final del campamento, al día siguiente jurábamos bandera, y yo sentía que no iba a ver más a Andrés. Tras la jura, cada soldado partía para su destino, y yo sabía que él volvería al Norte para cumplir lo que le quedaba de mili, y yo me quedaría en Sevilla. Así que tenía que ser aquella noche o nunca.
Era verano, un pegajoso mes de Julio. A las diez tocaron "silencio", pero yo no podía dormir. Estaba preparado para actuar, con mucho miedo por si me descubrían, pero decidido a no dejar pasar aquella última noche. Hacia la una de la mañana la escuadrilla estaba totalmente en silencio, sólo se oía caminar alguna vez al imaginaria, al fondo de la nave. Las luces de emergencia dejaban ver una tenue claridad de vez en cuando en la total oscuridad.
Me levanté con sumo cuidado y, guiándome por aquella tenue luz, me acerqué por detrás a la litera de Andrés. El chico dormía en la cama de abajo, y, como todos los reclutas, estaba cubierto sólo con un breve slip, sin tapar con las sábanas, a causa del sofocante calor. Debía tener una de sus erecciones nocturnas, porque el bulto que se apreciaba en el slip era impresionante, como si lo hubieran hinchado por su parte delantera. Me acerqué a su cara, y me dio la impresión de que dormía profundamente. Tragué saliva, miré hacia donde estaba el imaginaria, allá al fondo, sentado con un transistor en la mano. Desde allí era prácticamente imposible que me viera. Los reclutas que dormían alrededor roncaban, así que tampoco era previsible que me descubrieran.
Me armé de valor y, con todo el cuidado del mundo, comencé a bajarle el slip. Menos mal que eran unos calzoncillos ya un tanto gastados, con el elástico muy vencido, y fue relativamente fácil conseguir que, tras algunos tirones, emergiera de aquel lienzo blanco una catarata de carne erecta, además de dos huevos de tamaño más que regular. Miré a la cara al chico, que no parecía darse cuenta de nada: debía estar en un sueño muy profundo.
El glande resplandecía en la tenue claridad que arrojaba la luz de emergencia. Era sonrosado y se veía brillante por los fluidos preseminales de la erección. No pude aguantar más: me lo metí en la boca con mucho cuidado, saboreando aquella pieza de carne caliente, muy caliente. Lo chupé a placer, siempre con mucho tacto y mirando de vez en cuando la cara del chico para detectar cualquier signo de su despertar. Pero Andrés seguía profundamente dormido.
Lamí el nabo en toda su extensión, chupeteé golosamente los huevos, deliciosos con su pelillos y su piel rugosa, me regodeé en el ojete del glande... en ello estaba tan ricamente cuando noté las vibraciones de la polla que estaba mamando: se estaba corriendo. No podía dejar que lo pusiera todo perdido y se diera cuenta cuando se despertara, así que, tal y como iba saliendo la leche, me la fui tragando. Cuando la probé, me di cuenta de que era un líquido de sabor extraño pero delicioso. Sabía un poco amargo, pero también era como salado, como un requesón o un queso de Cabrales. La verdad es que la corrida fue muy larga: se notaba que hacía tiempo que no eyaculaba, y me largó toda la leche que tenía retenida, que me tragué con sumo gusto, aunque al principio lo hiciera para evitar dejar "huellas".
Cuando no quedó ni un resto de semen en su precioso glande, le dí un último beso a aquella polla benefactora y, con mucho cuidado, lo cubrí con el slip. Lancé una última mirada al rostro de Andrés, que seguía dormido, aunque me pareció ver una ligera sonrisa en sus labios: tal vez, aún en sueños, había gozado de aquella mamada.
Volví a mi litera, comprobando que nadie se había dado cuenta de mi salida.
Me tumbé, exhausto, y cerré los ojos para recordar mejor lo que había sucedido. Tenía una erección de campeonato (no digo que tuviera los 24 centímetros de Andrés, pero mi verga frisa los 20 centímetros) y gozaba recordando cada momento que había estado con aquella maravilla en los labios. Pensando en ello me dormí.
Al cabo de algún tiempo, no sé cuanto, me despertó un ruidito cercano. Estaba aún medio dormido, así que apenas entreabrí los ojos, viendo entonces a Andrés que se acercaba entre las camas, por detrás, como había hecho yo. Mantuve los ojos entrecerrados de tal forma que parecía seguir durmiendo. Andrés llegó hasta mi cama, miró a ambos lados y también observó mi rostro, que debió parecerle el de alguien que duerme profundamente. Después ví cómo miraba con arrobo mi paquete, que seguía en erección. Como había hecho yo tal vez una hora antes, Andrés me sacó la polla con mucho cuidado y se la metió en la boca. Yo mantuve la posición como si siguiera dormido: no quería espantarlo, porque aquella lengua sobre mi polla me estaba llevando al séptimo cielo. No parecía que fuera experto en el tema, pero sí era intuitivo y sabía dónde daba más placer. Se detenía en la parte interior del glande, donde el frenillo, ensalivaba el duro tronco de la polla, limpiaba de líquido preseminal los pliegues del prepucio. Abandonó un momento mi nabo para meterse en la boca todo mi paquete escrotal. Le costó algún trabajo, pero lo consiguió, y allí lo masajeó con la lengua hasta ponerme a cien.
Yo notaba que me iba a correr, y él parece que también se dio cuenta, porque volvió a colocar su boca maravillosa sobre mi glande, justo en el momento en el que yo lanzaba mi leche. Con un supremo esfuerzo conseguí no estallar en jadeos y mantenerme como si estuviera dormido, mientras lanzaba varios churretazos de semen que Andrés, como hice yo una hora antes, se tragó sin pensárselo dos veces, probablemente pensando también que no podía dejar semejante huella de su incursión.
Cuando no me quedó nada dentro, Andrés se retiró, me subió el slip y, como yo mismo había hecho, me lanzó una mirada al rostro. Yo mantuve los ojos entrecerrados, que me había permitido verlo todo sin ser descubierto. El chico volvió a su litera sin hacer ruido.
A la mañana siguiente, cuando nos vimos, ninguno de los dos hizo ningún tipo de gesto que evidenciara lo que había ocurrido aquella noche. Quizá lo único relevante fue una mirada algo más larga de lo normal cuando nos cruzamos en las duchas, y que su polla en ese momento (como la mía, ciertamente) estaba algo más larga que de costumbre, con una pre-erección un tanto sospechosa, pero en la que nadie repararía si no miraba directamente el paquete. Y se supone que ningún hombre hace eso, ¿no?
Se hizo la jura de bandera y nos despedidos todos. Cuando nos tocó a Andrés y a mí, nos abrazamos, como hacíamos todos, y noté que sus labios me rozaban levemente la oreja, como si hubiera lanzado un medio beso, y que en la zona genital algo duro se posaba contra mi pubis.
Nunca más volví a ver a Andrés, y siempre me ha quedado la duda: ¿estaba Andrés también despierto cuando yo fui a hacerle la mamada, como ocurrió cuando él vino a hacérmela a mí? Creo que nunca sabre la respuesta de esta historia en la que yo se la mamé, él quizá me vio... o viceversa.