Mi pequeño salto mortal
Autor: Alienadelvalle | 29-Nov
Pues el día tampoco prometía mucho, era un domingo como otro cualquiera. Gracias a Dios yo los domingos libraba en el trabajo, así que tenía todo el día para mi solita. Una mañana de domingo del caluroso verano del 95. Nunca olvidaré ese día: fue la primera vez que me masturbé.
Por aquel entonces yo vivía sola, en un pequeño apartamento de una de las calles del extrarradio de Madrid. La ventana de mi habitación estaba orientada hacia levante, así que nada más abrir los ojos pude notar la luminosidad de unos débiles rayos del sol matinal pugnando por traspasar la persiana e invadir mi cuarto. Y yo me apiadé del sol.
Me incorporé un poco, lo suficiente como para mirar la hora que marcaba el despertador y comprobar que aún era muy temprano. Podía quedarme más rato en la cama. Total, no tenía nada que hacer. Solo una aburrida mañana de domingo, como tantas otras. Y yo me apiadé del sol.
Si. Me apiadé del sol. Además hacía tanto calor... no me pareció mala idea levantar la persiana. Solo un poco, para que entrara el sol. Para que dejara de intentar colarse por los estrechos agujeros de la persiana. Soy una chica muy generosa. Me senté la borde de la cama y me levanté, dejando que la fina sábana se deslizara por mi cuerpo desnudo. Yo es que en verano duermo desnuda. O casi. Suelo dormir en braguitas. Pero aquella mañana realmente hacía mucho calor.
Y decidí liberarme también de las bragas a medida que avanzaba hacia la ventana. Entre una y otra apenas distaba un metro y medio escaso. Subí cautelosamente la persiana, consciente de mi desnudez, pero al asomarme por la rendija que quedó entre ésta y el alféizar comprobé que las ventanas y balcones del edificio de enfrente estaban con todas las persianas bajadas. El caso es que como hacía una brisa matinal tan rica, no me lo pensé dos veces: levanté la persiana hasta arriba y abrí alegremente la ventana de doble hoja de par en par.
Y me quedé un ratito quieta ahí, gozando de los rayos de sol que acariciaban mi adormecida piel, tratando de habituarme a tanta luz. Y entonces, con los ojos semicerrados, le descubrí. Un hombre, justo en la ventana de enfrente, en el sexto, y yo vivo en un quinto. Mi cuerpo se estremeció ante la sensación del sol y la brisa y temblé imperceptiblemente ante la idea de que un desconocido estaba observándome completamente desnuda y encima en mi propia casa. Me giré, en apariencia despreocupadamente, como si no le hubiera visto, y me oculté avergonzada en la penumbra de la habitación, allí donde el sol no llegaba, ocultándome se su vista.
Entonces un resorte se accionó dentro de mi. ¿Y por qué no?, ¿Qué me lo impedía?. Al fin y al cabo estaba en mi casa. Y avancé hasta la cama, me senté en el borde y, despacito, me tumbé. Desde allí él podía verme perfectamente. Yo notaba, sentía su presencia, allí, apoyado en la balaustrada de su angosto balcón, mirándome, devorándome desde la distancia.
Cerré los ojos y tumbada boca arriba, traté de relajarme estirándome insinuante a lo largo del colchón. Sentí cómo mis pezones se endurecían y me los acaricié muy despacio con ambas manos. Mi sexo estaba ya húmedo y deslicé la mano derecha hacia abajo, por mi vientre, hasta tocar ligeramente mi vello púbico. Jugueteé un rato con él, enrollando y desenrollándolo con el dedo índice, en suaves movimientos circulares. Después, ya más tranquila, probé suerte un poco más abajo y me acaricié el clítoris, los labios superiores, la vulva...e introduje pausadamente mis dedos índice y corazón en mi, ya verdaderamente, chorreante coño, hacia dentro, hacia dentro, mientras arqueaba la espalda y doblaba la cabeza hacia atrás, en una contorsión imposible. Dentro, fuera, dentro, fuera, un movimiento rítmico, cada vez más deprisa hasta que se me escapó un gemido que llevaba siglos atrapado en mi garganta.
Saqué los dedos de la cavernosa y húmeda abertura y me los llevé a los labios, oliéndolos a la vez que los lamía, para luego metérmelos en la boca y chuparlos ávidamente, como si se me fuera la vida en ello. Eso me excitó hasta límites que ni yo misma había allegado a sospechar jamás y, pícara, tomé la decisión de hacer más provocativo el regalo que le estaba brindando a mi asombrado vecino de enfrente. Me incorporé hasta quedar sentada al borde de la cama, justo con las piernas abiertas hacia la ventana. El sol se había retirado y ahora apenas si era una suave franja de luz, pero aún así mi sexo debía de brillar con tantos jugos. No me hizo falta mirar hacia fuera, yo sabía que él seguía allí. Le mostré en todo su esplendor la flor de mi secreto.
Eché la cabeza hacia atrás a medida que introducía de nuevo mis dedos en la vagina. Esta vez probé suerte con tres dedos a la vez: el índice, el corazón y el anular. He de reconocer que lo hice magistralmente para ser la primera vez: acabé cocida en mi propio caldo, con un maullido de gata herida que me estrangulo la voz, echada hacia atrás y bastante mareada. No sé cuánto tiempo pasé así. Inmóvil, abierta de piernas a la ventana, tan relajada que el hecho de levantarme para bajar la persiana me parecía una proeza. Mi espectador ya no me importaba. Había perdido el interés por él.
Levanté la cabeza y le miré por primera vez, directamente a los ojos. Desde luego había disfrutado del espectáculo en primera fila, pues los edificios no distaban uno de otro más de lo mínimamente estipulado por la leyes. De seguro que hasta pudo oír mis gemidos en el silencio de la mañana de aquel domingo que ya no era tan común a los demás.
Entonces cubrí púdicamente mi desnudez con las sábana y me coloqué de espaldas a él, con la ventana aún abierta, porque no tenía ganas de levantarme. Me chistó un par de veces y me preguntó sarcasticamente si ya había acabado la sesión.
No le respondí, ni siquiera me giré.
"¿Estás sorda, preciosa? - preguntó ofendido por mi desdén hacia él - ,oye te invito a una copa. En mi casa (risas). ¡La sesión que estoy dispuesto a darte te dejará aún más satisfecha, te lo aseguro!".
Yo sentí que me invadía de nuevo el sueño...y me dejé llevar.
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